Capítulo XIX

Que donne le monde aux siem plus souvent? Echo: Vent.

Que dais-le vaincre ici, sans jamais relâcher? Echo: la cbair.

Qui lit la cause des maux, qui me sont survenus? Echo: Venus.

Que faut dire auprès d’une telle infidelle? Echo: Fi d’elle.

P. PIERRE DE ST. LOUIS, Magdaleniade.

Tres años habían transcurrido desde la separación de Immalee y el desconocido, cuando una tarde, a unos caballeros españoles que paseaban por un lugar público de Madrid les atrajo la atención una figura que se cruzó con ellos, vestida a la usanza del país (aunque sin espada), y que caminaba muy despacio. Se detuvieron en una especie de gesto instintivo, y parecieron preguntarse unos a otros, con muda mirada, cuál era la causa de que les hubiese impresionado el aspecto de esta persona. No había nada notable en su figura, y su ademán era sosegado; era la singular expresión de su rostro lo que les había producido esa sensación que no acertaban a definir ni explicar.

Al detenerse ellos, aquella persona dio media vuelta y volvió sobre sus pasos lentamente… y de nuevo se enfrentaron con la singular expresión de su semblante (de sus ojos sobre todo) que ninguna mirada humana podía contemplar con indiferencia. Acostumbrado a observar y tratar con cuanto repugnaba a la naturaleza y al hombre —ya que andaba siempre explorando el manicomio, la cárcel o la Inquisición, el antro del hambre, la mazmorra del crimen o el lecho mortal de la desesperación—, sus ojos habían adquirido la luz y el lenguaje propios de esos lugares: una luz que nadie podía mirar fijamente, y un lenguaje que pocos se atrevían a descifrar.

Al pasar junto a ellos, dichos caballeros repararon en otros dos cuya atención se hallaba claramente puesta en el mismo sujeto singular, puesto que incluso lo estaban señalando, y hablaban entre sí con gestos de intensa y evidente emoción. La curiosidad del grupo venció por una vez el freno de la reserva española, y acercándose a los dos caballeros, les preguntaron si era el extraño personaje que se había cruzado con ellos el objeto de su conversación, y cuál era la causa de la emoción que parecía acompañarla. Los otros dijeron que sí, y comentaron que conocían detalles del carácter y la historia de este extraordinario ser que justificarían muchas más muestras de emoción ante su presencia. Esta alusión excitó aún más su curiosidad… y el grupo de oyentes comenzó a aumentar. Algunos de ellos, al parecer, tenían o pretendían tener alguna información acerca de tan excepcional individuo. Y se inició esa clase de charla inconexa cuyos ingredientes tienen una abundante dosis de ignorancia, curiosidad y temor, mezclada con alguna pizca de información y verdad; esa clase de conversación confusa y poco satisfactoria en la que se acoge a todo interlocutor que aporte cualquier referencia infundada o cualquier disparatada conjetura: la anécdota, cuanto más increíble, más tenida por buena, y la conclusión, cuanto más falsamente extraída, tanto más susceptible de convencer. La conversación discurrió en unos términos incoherentes tales como éstos:

—Pero bueno, si es como se le describe, y es lo que se dice que es, ¿por qué no se le detiene por orden del Gobierno?, ¿por qué no le encarcela la Inquisición?

—Ha estado muchas veces en la prisión del Santo Oficio… más, quizá, de lo que los santos padres hubieran deseado —dijo otro—. Pero es bien sabido que, sea lo que sea lo que reveló en su interrogatorio, fue liberado casi inmediatamente.

Otro añadió que «ese desconocido ha estado en casi todas las prisiones de Europa, pero siempre ha encontrado el medio de burlar o desafiar el poder en cuyas garras parecía haber caído, y de llevar a efecto sus propósitos de hacer daño en los más remotos lugares de Europa cuando se le suponía expiando sus crímenes en otro». Otro preguntó si se sabía de qué país era, y le contestaron:

—Dicen que es de Irlanda (país que nadie conoce, y en el que los naturales se sienten muy poco inclinados a vivir por diversas causas) y que se llama Melmoth.

El español tuvo gran dificultad en expresar la theta, impronunciable por labios continentales. Otro, de aspecto más inteligente que el resto, aportó el dato extraordinario de que el desconocido había sido visto en diversas partes de la tierra, cuya distancia no habría sido capaz de recorrer ningún poder humano en espacio de tiempo tan corto; que su conocido y terrible hábito consistía en buscar en todas las regiones a los más desdichados y a los más libertinos de la comunidad en la que se sumergía…, aunque no sabían con qué propósito los buscaba.

—Lo saben muy bien —dijo una voz cavernosa, cayendo en los oídos de los asustados oyentes como el tañido de una grave pero amortiguada campana—; lo saben muy bien, tanto ellos como él.

Era ya el crepúsculo; pero todos pudieron distinguir la figura del desconocido que pasaba; algunos, incluso, aseguraron ver un fulgor ominoso en aquellos ojos que jamás se posaban en el humano destino sino como astros de infortunio. El grupo calló un momento para observar la figura que había producido en ellos el efecto de un torpedo. Se alejó lentamente… nadie trató de detenerle.

—He oído decir —dijo uno del grupo que una música deliciosa precede a esta persona cuando está a punto de aparecer o de acercarse a su víctima predestinada (el ser al que se le permite tentar o torturar). Una vez me contaron una extraña historia en la que se oyó esa música, y… ¡Santa María nos valga! ¿Habéis oído esos sonidos?

—¿Dónde?, ¿cuáles?

Y los atónitos oyentes se quitaron el sombrero, se desabrocharon la capa, abrieron los labios y aspiraron hondamente, en delicioso éxtasis, ante la música que flotaba en derredor.

—No temáis —dijo un apuesto joven de la reunión—; no temáis, que estos sones anuncian la proximidad de un ser celestial. Sólo pueden tener que ver con los buenos espíritus; y sólo los bienaventurados podrían difundir esa música desde lo alto.

Mientras hablaba, los ojos de los presentes se volvieron hacia una figura que, aunque acompañada de un brillante y atractivo grupo de mujeres, parecía la única de todas en quien podían posar la mirada con pura y total limpieza y amor. No captó ella la observación: la observación la captó a ella, y se sintió satisfecha de su presa.

Ante la proximidad del amplio grupo de mujeres, se organizaron ansiosos y lisonjeros preparativos entre los caballeros… preocupados todos en ordenar sus capas y sombreros y plumas, costumbre característica de una nación semifeudal, y siempre galante y caballeresca. A estos movimientos preliminares correspondieron otros por parte de la hermosa y fatal hueste que se acercaba. El crujir de sus amplios abanicos, el trémulo y demorado ajustarse de sus flotantes velos, cuya parcial ocultación halagaba la imaginación mucho más que la más ostentosa exhibición de los encantos de los que parecían tan celosas, los pliegues de la mantilla, de cuyas graciosas caídas, complicados artificios y coquetas ondulaciones saben aprovecharse tan bien las españolas; todo, en fin, anunciaba un ataque que los caballeros, de acuerdo con las modas de la galantería de esas fechas (1683), estaban preparados para afrontar y rechazar.

Pero entre la brillante hueste que avanzaba contra ellos, venía una cuyas armas no eran artificiosas, y el efecto de sus singulares y sencillos atractivos contrastaba enormemente con los estudiados preparativos de sus compañeras. Si su abanico se agitaba, era para hacer aire; si se arreglaba el velo, era para ocultar su rostro; si se ajustaba la mantilla, no era sino para esconder esas formas cuya exquisita simetría desafiaba al voluminoso ropaje de aquel tiempo a que las ocultara. Los hombres de la más mundana galantería retrocedían al verla acercarse, con involuntario temor: el libertino, al mirarla, quedaba casi convertido; el enamoradizo la veía como el que comprende que esa visión de la imaginación no puede existir encarnada en este mundo; y el infortunado, como un ser cuya sola aparición era ya un consuelo; los viejos, contemplándola, soñaban con su juventud, y los jóvenes pensaban por primera vez en el amor, el único que merece ese nombre, el que inspira sólo la pureza, y sólo la pureza más perfecta puede recompensar.

Al mezclarse entre los alegres corros que llenaban la plaza, se podía observar que un cierto aire la distinguía del resto de las damas que la rodeaban; no por su pretensión de superioridad (cosa de la que su belleza sin par estaba exenta, aun para el más vano del grupo), sino por un carácter inmaculado y sencillo que impregnaba su gesto, su actitud, incluso su pensamiento… convirtiendo su espontaneidad en gracia, y dando énfasis a una simple exclamación que hacía que las frases refinadas sonaran banales, quebrantando constantemente la etiqueta con vivo e intrépido entusiasmo, y excusándose a continuación con tan tímido y gracioso arrepentimiento que no se sabía qué era más deliciosa, si la ofensa o la excusa.

En general, contrastaba de forma singular con el tono mesurado, el continente afectado y la ordenada uniformidad de vestido y ademán y aspecto y sentimiento de las damas de su alrededor. Los elementos del arte se hallaban en cada uno de sus miembros desde su origen, y sus atavíos ocultaban o disimulaban cada movimiento que la naturaleza había concebido para la gracia. Pero en el movimiento de esta joven dama había una ágil elasticidad, una dinámica, exuberante y consciente vitalidad que hacía de cada gesto la expresión de un pensamiento; y luego, al reprimirlo, el más exquisito intérprete del sentimiento. Flotaba en torno suyo una luz, mezcla de majestuosidad e inocencia, que sólo se da unida a su sexo. Los hombres pueden conservar mucho tiempo, y aun confirmar, el poderío que la naturaleza ha impreso en su constitución, pero pierden muy pronto el derecho a la expresión de la inocencia.

En medio de las vivas y excéntricas gracias de una forma que parecía de un cometa en el mundo de la belleza, no sujeto a ley alguna, o a leyes que sólo ella entendía y obedecía, había una sombra de melancolía que, para el observador superficial, parecía transitoria y fingida, quizá una estudiada compensación los ardientes colores de tan esplendoroso cuadro; pero para otros ojos, delataba que, pese a tener todas las energías del intelecto ocupadas, y todos los instintos del sentido activos, el corazón no había encontrado compañero, y lo necesitaba.

El grupo que había estado conversando sobre el desconocido sintió atención irresistiblemente atraída hacia esta persona; y el bajo murmullo de sus temerosos comentarios se convirtió en francas exclamaciones de placer y admiración al pasar junto a ellos la hermosa visión. No había hecho ella más que cruzar cuando vieron que volvía despacio el extraño individuo, conocido de todos y sin conocer él a nadie. Al dar la vuelta el grupo de mujeres, se cruzaron con él. Su enérgica mirada seleccionó y se centró en una. Ella le vio tal también, le reconoció y, profiriendo un grito inarticulado, se desplomó al suelo sin conocimiento.

El tumulto que ocasionó este incidente, presenciado por tantas personas, y del que nadie sabía la causa, apartó la atención de todos del desconocido: todos se afanaron en asistir o preocuparse por la dama que se había desvanecido. Fue trasladada a su coche por más ayudantes de los que necesitaba o deseaba… y justo cuando la subían, una voz exclamó muy cerca:

—¡Immalee! Reconoció ella la voz, y se volvió, con una mirada de angustia y un débil grito, hacia la dirección de donde provenía. Todos los que estaban a su alrededor habían oído la llamada; pero no entendieron su significado, ni sabíar quién iba dirigida, así que se apresuraron a subirla al coche. Arrancó éste, pero el desconocido siguió su trayecto con la mirada, y se dispersó la reunión, y quedó solo… El crepúsculo se disolvía en la oscuridad, aunque él pareció no notar el cambio… Algunos permanecieron aún en el extremo del paseo, observándole… Tampoco reparó él en su presencia.

Uno de los que se quedaron más tiempo dijo que le vio hacer el ademán del que se seca rápidamente una lágrima. Sin embargo, las lágrimas de penitencia estaban negadas a sus ojos para siempre. ¿Fue, acaso, una lágrima de pasión? De ser así, ¡cuánta aflicción anunciaba a su objeto!