Capítulo XVIII

Miseram me omnia terrent, et maris sonitus, Et

scopuli, et solitudo, et sanctitudo Apollinis.

SEXTO TURPITLIO

Pasaron muchos días antes de que el desconocido volviera a visitar la isla. En qué anduvo ocupado, o qué sentimientos le agitaron en ese intervalo, es cosa que escapa a toda humana conjetura. Quizá se recreara en la aflicción que él había causado, o quizá la compadeciera a veces. Su atormentado espíritu era como un océano que se hubiese tragado miles de airosos barcos naufragados, y ahora se entretuviera en perder un frágil esquife que a duras penas podía deslizarse por su superficie en la más profunda calma. Movido, no obstante, por la malevolencia, o por la ternura, o la curiosidad, o el hastío de su vida artificial, que tan vívidamente contrastaba con la existencia de Immalee, a cuyos puros elementos sólo habían trasvasado su esencia las flores y la fragancia y los centelleos del cielo y el olor de la tierra… y, quizá, por el motivo más poderoso de todos: su propia voluntad —que, jamás analizada, y raramente confesada como único principio dominante de nuestras acciones, gobierna nueve décimas partes de ellas—, volvió a la costa de la isla encantada, como la llamaban los que no sabían cómo designar a la nueva diosa que suponían que la habitaba, los cuales estaban tan perplejos ante este nuevo ejemplar teológico como lo habría estado el mismo Linneo ante una rareza botánica. ¡Ay!, las variedades de la botánica moral excedían con mucho a las más extravagantes anomalías de la natural. Fuera como fuese, el desconocido regresó a la isla. Pero tuvo que recorrer muchos senderos jamás hollados, y apartar ramas que parecían temblar al contacto humano, y cruzar arroyos en los que ningún otro pie se había sumergido, antes de descubrir el lugar donde se había ocultado Immalee.

Sin embargo, no había sido intención suya ocultarse. Cuando la descubrió, estaba recostada en una roca; el océano derramaba a sus pies su eterno murmullo de aguas; Immalee había elegido el paraje más desolado que había podido encontrar; no había ni flores ni arbustos junto a ella. Rocas calcinadas, producto del volcán, rugidos inquietos del mar, cuyas olas casi rozaban sus piececitos, que con descuidados balanceos parecían incitar y desdeñar a un tiempo el peligro: estos objetos eran todo lo que la rodeaba. La primera vez que la vio, estaba rodeada de flores y perfumes, en medio del espléndido regalo de la naturaleza vegetal y animal: las rosas y los pavos reales parecían rivalizar abriendo sus pétalos y sus plumas para dar sombra a esa belleza que parecía flotar entre ellos, tomando alternativamente la fragancia de las unas y los colores de los otros. Ahora, en cambio, parecía abandonada por la naturaleza, de la que era hija; la roca era su última morada, y el océano, el lecho donde pensaba descansar; no llevaba conchas en el pecho ni rosas en el pelo: su expresión parecía haber cambiado con sus sentimientos; ya no amaba las cosas hermosas de la naturaleza; parecía, por una anticipación de su destino, que se había aliado con todo cuanto es terrible y ominoso. Había comenzado a amar las rocas y el océano, el estruendo del oleaje y la esterilidad de la arena, objetos tremendos cuya incesante repetición parece querer recordamos el dolor y la eternidad. Su inquieta monotonía se acompasa con los latidos de un corazón que consulta su destino en los fenómenos naturales, y sabe que la respuesta es: «Infortunio».

Quienes aman pueden buscar los lujos del jardín, y aspirar la profunda embriaguez de sus perfumes, que parecen ofrendas de la naturaleza en ese altar ya erigido y encendido en el corazón del adorador; pero dejad a los que han amado que busquen los bordes del océano, y encontrarán respuesta también.

Un aire lúgubre, inquieto, la envolvía allí de pie, sola; un aire que parecía a la vez expresar el conflicto de sus emociones internas y reflejar la tristeza y agitación de los objetos físicos que la rodeaban; porque la naturaleza se preparaba para una de esas espantosas convulsiones, uno de esos horrores preliminares que parecen anunciar la llegada de un más acabado furor; y a la vez que seca la vegetación y quema la superficie de la región que visita, parece proclamar con el rumor de sus truenos cada vez más lejanos que el día en que el universo se consuma como un pergamino, y los elementos se fundan con irresistible calor, volverá para terminar la terrible promesa que su parcial e iniciada devastación ha dejado inacabada. ¿Hay descarga de truenos que no murmure esta amenaza: «La disolución del mundo me está reservada, a mi; me voy, pero volveré»? ¿Hay relámpago que no diga, visiblemente, si no de manera audible: «Pecador, ahora no puedo llegar a los rincones de tu alma, pero ya te encontrarás con mi resplandor, cuando la mano del juez me tome como arma y mi mirada penetrante te exponga a la vista de los mundos reunidos»?

La tarde era muy oscura; espesas nubes, avanzando como fuerzas de un ejército hostil, oscurecían el horizonte de este a oeste. Encima se extendía un azul brillante, aunque lívido, como el del ojo de un moribundo, donde se reúnen las últimas energías de la vida, mientras sus fuerzas abandonan a toda prisa el armazón y siente éste que no tardará en expirar. No soplaba ni una brisa en el cielo del océano; los árboles permanecían inclinados sin que un susurro arrullara sus ramas o sus brotes; los pájaros se habían retirado con ese instinto que les enseña a evitar el temible enfrentamiento con los elementos, y se cobijaban, cubriéndose con las alas y las cabezas escondidas, entre sus árboles favoritos. No se oía un sonido humano en la isla; los mismos manantiales parecían temblar ante sus propios centelleos, y sus rizos menudos corrían como si una mano soterrada detuviera o impidiese su movimiento. La naturaleza, en estas grandiosas y tremendas actividades, se parece en cierto modo al padre cuyas temibles acusaciones vienen precedidas de un espantoso silencio; o mejor, al juez cuya sentencia final se recibe con menos horror que la pausa que se produce antes de ser pronunciada.

Immalee contemplaba el imponente escenario que la rodeaba sin una emoción atribuible a causas físicas. Para ella, la luz y la oscuridad habían sido hasta ahora una misma cosa; amaba al sol por su esplendor, al relámpago por su efímero brillo, al océano por su música sonora, y a la tempestad por la fuerza con que agitaba los árboles, bajo cuya inclinada y acogedora sombra danzaba ella al ritmo del murmullo de las hojas que colgaban muy bajas, como si quisieran coronar a su adoradora y amaba la noche cuando todo estaba tranquilo, pero estaba acostumbrada a invocar la música de mil arroyos que hacían a las estrellas levantarse de sus lechos para centellear y asentir ante esta silvestre melodía.

Así había sido ella. Ahora, sus ojos estaban fijos en la luz declinante y en la creciente oscuridad: esa negrura preternatural que parece decir a la más brillante y sublime obra de Dios: «Déjame el sitio; acaba ya de brillar».

Aumentó la oscuridad, y las nubes se agruparon como un ejército que reúne el máximo de sus fuerzas, y se mantuvieron en densa y apretada resistencia contra la luz combativa del cielo. Una ancha, roja y confusa franja de luz se desplegó alrededor del horizonte como un usurpador que vigila el trono de un soberano depuesto, y extendió su círculo ominoso, emitiendo intermitentes fucilazos de pálidos y rojos relámpagos; aumentó el murmullo del mar, y la higuera de Bengala, que había echado su patriarcal raíz a menos de quinientos pasos de donde estaba Immalee, reprodujo el rumor profundo y casi sobrenatural de la tormenta que se avecinaba en todas sus columnatas; osciló y gimió el tronco primitivo, y su fibra eterna pareció retirar su garra de la tierra y estremecerse el aire ante el rugido. La naturaleza, con todas las voces que podía conferir a la tierra, o al aire, o al agua, anunciaba peligro a sus criaturas.

Ése fue el momento que el desconocido escogió para acercarse a Immalee. Era insensible al peligro, e inconsciente del temor; su miserable destino le dispensaba de ambas cosas. Pero ¿qué le había dejado? Ninguna esperanza, sino la de hundir a los demás en su propia condenación. Ningún temor, sino el de que su víctima se le escapara. Sin embargo, pese a su diabólica crueldad, sintió cierto ablandamiento de su naturaleza al observar a la joven india: tenía las mejillas pálidas; pero sus ojos estaban fijos, y su figura, de espaldas a él (como si prefiriese afrontar la tremenda furia de la tormenta) parecía decirle: «Déjame que caiga en manos de Dios, y no en las del hombre».

Esta actitud, tan involuntariamente adoptada por Immalee, y tan poco expresiva de sus verdaderos sentimientos, devolvió toda la malévola energía a los sentimientos del desconocido; se le agolparon dentro los antiguos designios perversos de su corazón, y el carácter habitual de su tenebroso y diabólico objetivo. Ante esta escena contrastada de la furia convulsa de la naturaleza, y el pasivo abandono de desamparada mansedumbre de Immalee, sintió una oleada de excitación, como la que le invadió cuando los temibles poderes de su «vida encantada» le permitieron penetrar en las celdas de un manicomio o en las mazmorras de la Inquisición.

Vio a este ser puro rodeado de los terrores naturales, y tuvo la violenta y terrible convicción de que, aunque el relámpago pudiese fulminarla en un instante, él tenía en su mano un rayo más ardiente y fatal que, si acertaba al lanzarlo, le traspasaría la misma alma.

Armado de toda su maldad y todo su poder, se acercó a Immalee, armada sólo con su pureza, e inmóvil como el destello reflejado del último rayo de luz cuya extinción contemplaba. Había un contraste entre su figura y su situación que habría conmovido los sentimientos de cualquiera, menos los del errabundo.

La luz que la iluminaba la hacía destacar en medio de la oscuridad que la rodeaba, y la roca en la que se apoyaba hacía aún más blanda a la vista su ondulante suavidad; su dulzura, armonía y flexibilidad revelaban una especie de juguetona hostilidad frente al aspecto formidable de la naturaleza cargada de ira y de deseo de destrucción.

El desconocido se acercó sin que ella lo advirtiese; sus pasos se ahogaban en el estruendo del océano y el profundo y ominoso rumor de los elementos; y al avanzar, oyó un cántico que quizá actuó sobre sus sentimientos como los susurros de Eva a las flores en el oído de la serpiente. Uno y otra conocían sus poderes, y sabían cuál era el momento oportuno. En medio de los terrores de la tormenta que se avecinaba, la más terrible de cuantas ella había presenciado, la pobre india, inconsciente, o quizá insensible a sus peligros, cantaba una tosca canción de desesperación y amor a los ecos de la tormenta que avanzaba. Algunas palabras de este desesperado y apasionado canto llegaron al desconocido. Decían así:

«Está cayendo la noche —pero, ¿qué es junto a la oscuridad a la que su ausencia arrojó mi alma?—. Los relámpagos refulgen a mi alrededor —pero, ¿qué son, junto al brillo de sus ojos cuando se alejó de mí con enojo?».

Yo vivía con la luz de su presencia —¿por qué no muero, entonces, si se ha eclipsado esa luz?—. Ira de las nubes, ¿qué tengo yo que temer de ti? Tú puedes reducirme a polvo, como te he visto carbonizar las ramas de los árboles eternos —pero el tronco seguirá, y mi corazón será suyo para siempre.

«¡Ruge, océano terrible!, que jamás llegarán tus incontables olas a borrar su imagen de mi alma —tú arrojas miles de olas contra la roca, y ella sigue inconmovible—; así será mi corazón, en medio de las calamidades del mundo con que él me amenaza —cuyos peligros jamás habría conocido sin él, y cuyos peligros, por él, afrontaré».

Hizo una pausa en su canción, y luego prosiguió, ajena siempre a los terrores de los elementos y a la posible presencia de alguien cuyos sutiles y ponzoñosos poderes eran más fatales que la ira conjunta de todos los meteoros:

«Cuando nos conocimos, mi pecho estaba cubierto de rosas —ahora lo cubro con las negras hojas del ocynum—. Cuando me vio por vez primera, todos los seres me amaban —ahora no me importa si me aman o no—; me he olvidado de amarlos. Cuando él venía a la isla cada noche, yo esperaba que brillase la luna —ahora ya no importa que salga o se oculte, o que la cubra una nube—. Antes de que él viniese, todos me amaban, y amaba yo más seres que el número de mis cabellos —ahora siento que sólo amo a uno, y que él me ha abandonado—. Desde que le vi, todas las cosas han cambiado. Las flores ya no tienen el color que un día tuvieron —no hay música en el curso de las aguas—; las estrellas no me sonríen desde el cielo como antes, y yo misma empiezo a preferir la tormenta a la calma».

Al terminar su melancólica canción, se apartó del lugar donde la creciente furia de la tempestad hacía imposible la permanencia. Y al volverse, se encontró con la mirada del desconocido fija en ella. Un vivo y encendido rubor la cubrió desde la frente hasta el pecho; no profirió su acostumbrada exclamación de gozo al verle, sino que, con ojos desviados y paso vacilante, le siguió, al señalarle él la protección de las ruinas de la pagoda. Se dirigieron allí en silencio; y, en medio de las convulsiones y la furia de la naturaleza, era extraño ver caminar juntos dos seres sin intercambiar una palabra de temor o experimentar una sensación de peligro; el uno armado de desesperación; el otro, de inocencia. Immalee habría preferido buscar cobijo en su higuera de Bengala favorita, pero el desconocido trató de hacerle comprender que allí correría mucho más peligro que donde él le indicaba.

—¡Peligro! —dijo la india, al tiempo que una radiante y franca sonrisa iluminaba su semblante—; ¿puede haber peligro cuando tú estás cerca de mí?

—¿No hay peligro, entonces, en mi presencia? ¡Pocos son los que me han conocido sin temor, y sin sentirse en peligro! —y mientras hablaba, su rostro se ensombreció más que el cielo, al que miró con ceño—. Immalee —añadió, con voz aún más profunda y conmovida por efecto inesperado de la emoción humana en su acento—; Immalee, ¿es posible que seas tan débil como para creer que tengo poder para dominar los elementos? ¡Si lo tuviese —prosiguió—, por el cielo que se enoja conmigo, que el primer ejercicio de mi poder sería juntar los relámpagos más veloces y mortales que estallan en torno nuestro y traspasarte ahí mismo donde estás!

—¿A mí? —repitió la india temblorosa, palideciendo sus mejillas, más por esas palabras y el tono con que fueron pronunciadas que ante la redoblada furia de la tormenta, entre cuyas pausas apenas había podido oírlas.

—Sí, a ti; a ti, por lo serena que eres, e inocente, y pura, antes de que un fuego más mortal consuma tu existencia y sorba la sangre de tu corazón; antes de que sigas expuesta a un peligro mil veces más fatal que ésos con que te amenazan los elementos: ¡el peligro de mi maldita y desventurada presencia!

Immalee, ignorante de lo que quería decir, pero temblando con apasionado dolor ante la agitación con que hablaba, se acercó a él para sosegar la emoción cuyo nombre y causa desconocía. A través de las grietas de las ruinas, los rayos rasgados y rojos iluminaban de vez en cuando la figura de ella, con el pelo desordenado, la cara pálida y suplicante, las manos juntas, y la implorante inclinación de su frágil cuerpo, como si pidiese perdón por un crimen del que no tenía conciencia, y solicitase participar en un sufrimiento distinto del suyo. Todo a su alrededor era salvaje, terrible, preternatural: el suelo sembrado de fragmentos de piedra y montones de arena; las moles enormes de arruinada arquitectura, cuya construcción no parecía obra de manos humanas, y cuya destrucción semejaba diversión de demonios; las anchas grietas del abovedado e imponente techo, a través de las cuales el cielo se oscurecía e iluminaba alternativamente con una negrura que lo envolvía todo, y un resplandor más pavoroso que las tinieblas. Todo en torno suyo daba a su silueta, cuando se hacía fugazmente visible, un relieve tan vigoroso y conmovedor que podía haber inmortalizado la mano de quien la hubiese plasmado en un cuadro como la encarnada presencia de un ángel descendido a las regiones del dolor y la ira, de las tinieblas yel fuego, portador de un mensaje de reconciliación… y hubiese descendido en vano.

Al verla inclinarse hacia él, el desconocido le dirigió una de esas miradas a las que, salvo ella, nadie ha hecho frente jamás sin sobrecogerse de terror. Su expresión sólo pareció inspirar en la víctima un sentimiento más elevado de afecto. Quizá hubo un involuntario temor, mezclado con esta expresión, al hincar este hermoso ser las rodillas ante su rígido y turbado enemigo; y con la muda súplica de su actitud, pareció implorarle que tuviese piedad de sí mismo. Mientras los relámpagos fulguraban alrededor de ella, mientras la tierra temblaba bajo sus blancos y delicados pies, mientras los elementos parecían haberse conjurado para la destrucción de todo ser viviente y bajar del cielo dispuestos a cumplir sus designios, con el vae victis escrito y legible en todos los ojos, y precedidos por las inmensas y desplegadas banderas de esa luz resplandeciente y cegadora que parecía anunciar el día del infierno, los sentimientos de la ferviente india se concentraron únicamente en el equivocado objeto de su idolatría. Maravillosa aunque dolorosamente, sus graduales actitudes expresaron la sumisión de un corazón femenino consagrado a un objeto, a las fragilidades de éste, a sus pasiones, incluso a sus crímenes. Una vez sometido ese impulso por la imagen de poder que la mente del hombre ejerce sobre la de la mujer, se vuelve irresistiblemente humillante. Immalee se había inclinado para conciliar a su amado, y su espíritu le había enseñado a expresar esa primera inclinación. En su siguiente estadio de sufrimiento, se había arrodillado; y, permaneciendo a cierta distancia de él, había confiado en que su gesto inspirase en el corazón de él la compasión que los amantes esperan siempre poder despertar, esa hija ilegítima del amor, a menudo más estimada que su padre. En un último impulso, Immalee le cogió la mano, posó sus pálidos labios en ella, y quiso pronunciar unas palabras… le faltó la voz; pero sus abundantes lágrimas hablaron a la mano que ella retenía; y la presión de ésta, que por un momento correspondió convulsivamente a la suya, y luego la rechazó, le contestó.

La india siguió de rodillas, estupefacta.

—Immalee —dijo el desconocido con forzada voz—, ¿quieres que te diga cuáles son los sentimientos que mi presencia debería inspirarte?

—¡No… no… no! —dijo la india, apretándose sus blancas y delicadas manos en los oídos, y luego llevándoselas al pecho—; los sé demasiado bien.

—¡Ódiame, maldíceme! —exclamó el desconocido sin hacerle caso, y dando tal patada que los ecos de su pie sobre las losas hundidas y sueltas casi compitieron con el trueno—, ódiame, porque yo te odio a ti…, yo odio a todos los seres que viven… ya todos cuantos están muertos… ¡Yo mismo soy odioso, y odiado!

—No por mí —dijo la pobre india buscando a tientas, cegada por las lágrimas, la mano que se había retirado.

—Sí, por ti; si supieras quién soy y a quién sirvo.

Immalee recurrió a la recién despertada energía de su corazón, y a su intelecto, para contestar a esta súplica.

—Quién eres, no lo sé; pero yo soy tuya. A quién sirves, no lo sé; pero a él serviré yo… pues quiero ser tuya para siempre. Tú quieres abandonarme: cuando yo haya muerto, vuelve a esta isla y dite a ti mismo: las rosas han florecido y se han marchitado, los arroyos han corrido y se han secado, las rocas se han movido de su sitio y las estrellas del cielo han alterado su curso… pero hubo alguien que no cambió jamás, ¡y ya no está aquí! Y tratando de expresar el entusiasmo de su pasión, mientras luchaba con su dolor, añadió:

—Me dijiste que poseías el arte maravilloso de escribir el pensamiento. Pues bien, no escribas un pensamiento sobre mi tumba; porque una palabra trazada por tu mano me devolvería a la vida. Ni llores, porque una lágrima me haría revivir otra vez, quizá para arrancarte lágrimas yo a ti.

—¡Immalee! —dijo el desconocido. La india le miró; y con un sentimiento que era mezcla de pesar, asombro y compunción, vio que le resbalaban las lágrimas. Pero en seguida las rechazó con mano desesperada; y rechinando los dientes, prorrumpió en ese alarido salvaje de amarga y convulsiva risa que delata que el objeto de burla no somos sino nosotros mismos.

Immalee, cuyos sentimientos se hallaban casi agotados, tembló en silencio a sus pies.

—¡Escúchame, desventurada muchacha! —exclamó él en un tono que parecía trémulo a la vez de malignidad y compasión, de habitual hostilidad e involuntaria dulzura—; ¡escúchame! Yo conozco ese secreto sentimiento con el que luchas mejor de lo que lo conoce el corazón inocente que lo cobija. ¡Sofócalo, bórralo, destrúyelo. Aplástalo como aplastarías a una cría de reptil, antes de que, al crecer, se volviera repugnante para los ojos y ponzoñoso para la existencia!

—No he aplastado un reptil en toda mi vida —contestó Immalee, ignorante de que esta respuesta literal era igualmente válida en otro sentido.

—Amas, entonces —dijo el desconocido—; pero —prosiguió, tras una pausa ominosa—, ¿sabes a quién amas?

—¡A ti! —dijo la india con esa pureza de la verdad que consagra el impulso al que se rinde, y que se sonrojaría más de las afectaciones del arte que de la confianza de la naturaleza—; ¡a ti! Tú me has enseñado a pensar, a sentir y a llorar.

—¿Y me amas por eso? —dijo su compañero con una expresión mitad de ironía, mitad de compunción—. Piensa un momento, Immalee, cuán impropio, cuán indigno es este objeto de los sentimientos que le prodigas. Un ser de cuerpo poco atractivo, de hábitos repulsivos, separado de la vida y de la humanidad por un abismo insalvable; un hijo desheredado de la naturaleza, que anda tentando o maldiciendo a sus hermanos más afortunados; uno que ¿pero qué me impide revelarlo todo?

En ese momento, un relámpago de resplandor intenso y terrible como ningún ojo humano haya podido soportar, traspasó las ruinas y proyectó por cada grieta una luz fugaz e intolerable. Immalee, dominada por el miedo y emoción, permaneció de rodillas, con las manos fuertemente apretadas sobre sus ojos doloridos.

Durante unos instantes siguió en esa actitud; le pareció oír otros ruidos junto a ella, y que el desconocido contestaba a una voz que hablaba con él. Le oyó decir, cuando el trueno se perdió a lo lejos:

—Esta hora es mía, no tuya; vete y no me molestes más.

Cuando Immalee abrió los ojos otra vez, había desaparecido todo rastro de emoción humana del rostro del desconocido. Los secos y llameantes ojos de desesperación que estaban fijos en ella parecían no haber derramado jamás una sola lágrima, y la mano que la cogió parecía no haber sentido jamás el ardor de la sangre ni el latido del pulso; en medio del intenso y creciente calor de una atmósfera que parecía abrasar, su tacto era frío como el de un muerto.

—¡Piedad! —exclamó la temblorosa india, mientras se esforzaba inútilmente en descubrir un sentimiento humano en los ojos de piedra hacia los que había alzado los suyos, llorosos y suplicantes—, ¡piedad! —y aunque pronunciaba esta palabra, no sabía por qué imploraba ni qué temía.

El desconocido no contestó una sola palabra, ni se ablandó en él un solo músculo. Parecía como si no tuviese sensibilidad en las manos que la tenía cogida; como si no la viese con los ojos que la miraban fija y fríamente. La llevó, o más bien la arrastró, hasta el enorme arco que un día había sido pórtico de la pagoda, pero que ahora, destrozado y ruinoso, más parecía el bostezante abismo de una caverna que cobija a los habitantes del desierto que una obra producida por la mano del hombre y consagrada al culto de una deidad.

—Me has pedido piedad —dijo su compañero con una voz que le heló sangre aun bajo la atmósfera caliente cuyo aire apenas podía respirar—. Has clamado por piedad, y la tendrás. La piedad no se ha hecho para mí; pero yo he aceptado mi horrible destino, y mi recompensa es justa y segura. ¡Mira hacia fuera, temblorosa criatura… mira hacia fuera; yo te lo ordeno! —y avanzó con un ademán de autoridad e impaciencia que abrumó de horror a la delicada conmovida criatura que se estremecía en sus manos y se sentía desfallecer ante su enojo.

Obediente a su mandato, se apartó las largas crenchas de su cabello castaño, que en vano habían barrido, con profusa e infructuosa insistencia, la piedra en la que habían estado clavados los pies de aquel al que adoraba. Con una mezcla de docilidad infantil y dulce sumisión de mujer, trató de cumplir lo que le pedía; pero sus ojos, arrasados en lágrimas, no pudieron ver los horrores del escenario que tenía ante sí. Se secó sus brillantes ojos con los cabellos que diariamente lavaba en la pura y cristalina linfa, y su figura pareció, mientras trataba de mirar la desolación, una especie de espíritu resplandeciente y estremecido que, para purificarse aún más, o quizá para ensanchar el conocimiento necesario a su destino, se ve obligado a presenciar alguna manifestación de la ira del Todopoderoso, ininteligible en sus primeras acciones, pero saludable sin duda en sus resultados finales.

Mirando, pues, y sintiendo de este modo, se acercó la temblorosa Immalee a la entrada del edificio que, mezclando las ruinas de la naturaleza con las del arte, parecía anunciar el poder de la desolación sobre ambos, y sugerir que la roca primordial, intacta y no modificada por manos humanas, arrojada quizá al exterior por alguna erupción o depositada allí por alguna descarga meteórica, y las gigantescas columnas de piedra, cuya erección había sido trabajo de dos siglos, eran igualmente polvo bajo los pies de ese tremendo conquistador cuyas victorias consigue sin estruendo ni resistencia, y el progreso de cuyo triunfo queda marcado por las lágrimas y no por la sangre.

Immalee, al mirar en torno suyo, sintió por primera vez terror de la naturaleza. Antes, había juzgado todos estos fenómenos igualmente espléndidos y formidables y su infantil aunque activa imaginación parecía consagrar la luz del día y de la tormenta a la devoción de un corazón en cuyo puro altar las flores y los fuegos de la naturaleza derramaban su común ofrenda.

Pero desde que había visto al desconocido, nuevas emociones habían invadido su joven corazón. Aprendió a llorar y a temer; y quizá vio, en el pavoroso aspecto del cielo, el desarrollo de ese terror misterioso que siempre tiembla en el fondo de los corazones de quienes osan amar.

¡Cuántas veces se convierte así la naturaleza en intérprete involuntaria entre nosotros y nuestros propios sentimientos! ¿Carece de significado el murmullo del océano?, ¿y de voz el retumbar del trueno? ¿Carece de lección el paraje maldito que la ira de ambos ha arrasado? ¿No nos cuentan algún misterioso secreto que hemos buscado en vano en nuestros corazones? ¿No descubrimos en ellos una respuesta a esas preguntas con que importunamos constantemente al mudo oráculo de nuestro destino? ¡Ay! ¡Cuán engañoso e insuficiente nos resulta el lenguaje del hombre, una vez que el amor y el dolor nos han familiarizado con el de la naturaleza!… el único, quizá, capaz de brindar un signo apropiado a esas emociones bajo las cuales se borra toda humana expresión. Qué diferencia entre palabras sin significado, y ese significado sin palabras que los sublimes fenómenos naturales, las rocas y el océano, la luna y el crepúsculo, comunican a los que tienen «oídos para oír».

¡Qué elocuente en verdades es la naturaleza en su mismo silencio! ¡Qué fecunda en reflexiones, en medio de sus más profundas desolaciones! Pero desolación que ahora se presentaba a los ojos de Immalee era la que está calculada para provocar terror, no reflexión. La tierra y el cielo, el mar y el suelo me, parecían fundirse y estar a punto de sumergirse de nuevo en el caos. El océano, abandonando su lecho eterno, arrojaba sus olas cuya blanca espuma brillaba en la oscuridad, en las lejanas costas de la isla.

Avanzaban como penachos que miles de emplumados guerreros agitasen con orgullo, pereciendo como ellos, en el momento de la victoria. Había una pavorosa inversión aspecto natural de la tierra y el mar, como si se hubiesen roto todas las barreras de la naturaleza, y se hubiesen trastocado todas las leyes.

Las olas, al retirarse, dejaban de vez en cuando la arena tan seca como la del desierto; y los árboles y arbustos se estremecían y se sacudían en incesa agitación, como el oleaje de un temporal en plena noche. No había luz, sino un gris lívido que repugnaba al ojo que lo contemplaba; salvo cuando el vivo relámpago irrumpía como el ojo de un demonio para mirar la labor destructora, y cerrarse al verla terminada. En medio de este escenario había dos seres, la atractiva belleza de uno de los cuales parecía haber encontrado el favor de los elementos, aun en su furia, mientras que la dura e inexorable mirada del otro parecía desafiarlos.

—¡Immalee —exclamó—, no son éstos lugar ni momento para hablar de amor! ¡Toda la naturaleza está aterrada, el cielo se ha cubierto de tinieblas, animales se han escondido, y hasta los arbustos, al sacudirse y estremece parecen vivos de terror!

—Es el momento de implorar protección —dijo la india, pegándose tímidamente.

—Levanta los ojos —dijo el desconocido, mientras sus ojos, fijos e impasibles, parecían devolver destello por destello a los desconcertados y enojados elementos—, y mira; y si no puedes resistir los impulsos de tu corazón, deja al menos que yo los oriente hacia un objeto más idóneo. ¡Ama —exclamó, extendiendo el brazo hacia el cielo oscuro y trastornado—, ama el poder destructor de la tormenta… busca alianza en esos veloces y peligrosos viajeros del aire quejumbroso, el meteoro que lo desgarra y el trueno que lo sacude! ¡Pide, suplica protectora ternura a esas masas de espesa y ondulante nube, montañas sin base del cielo! ¡Requiere los besos del rayo inflamado, para que se extingan en tu ardiente pecho! ¡Toma cuanto hay de terrible en la naturaleza por compañero y amante!; ¡pídele que te queme y abrase; perece en sus fieros abrazos, y serás más feliz, mucho más feliz, que si vivieses en los míos! ¡Vivir! ¡Ah, cómo ibas a ser mía y vivir! ¡Escúchame, Immalee! —exclamó, mientras le sujetaba las manos entrelazadas con las suyas, al tiempo que sus ojos, fijos en ella, despedían una luz de intolerable fulgor, y un nuevo sentimiento de indefinido entusiasmo pareció sacudir por un momento su ser entero, y moderar el tono de su naturaleza—; ¡escúchame!, si quieres ser mía, ha de ser en un perpetuo escenario como éste: en medio del fuego y las tinieblas, en medio del odio y la desesperación, en medio… —y su voz se prolongó en un demoníaco alarido de rabia y horror, y extendió el brazo, como para agarrar algún ser pavoroso en una lucha imaginaria, salió precipitadamente del arco bajo el cual estaban, y se abismó en el cuadro al que su culpa y su desesperación le habían arrastrado, y cuyas imágenes estaba condenado a contemplar eternamente.

La frágil figura que se había pegado a él, a causa de este movimiento repentino, quedó postrada a sus pies; y, con una voz ahogada por el terror, aunque con esa perfecta devoción que sólo puede brotar del corazón y los labios de una mujer, contestó a sus terribles preguntas con una simple demanda:

—¿Estarás tú ahí?

—¡Sí! ¡Ahí debo estar, y para siempre! ¿Quieres y te atreves tú a acompañarme?

Y una especie de violenta y terrible energía animó su ser, y fortaleció su voz, al hablar e inclinarse sobre la pálida y postrada belleza, que parecía solicitar su propia destrucción con profunda y abandonada humillación, como si una paloma ofreciese su pecho, sin huir ni luchar, al pico del buitre.

—De acuerdo —dijo el desconocido, mientras una breve convulsión cruzaba por su pálido semblante—, te desposaré en medio de los truenos… ¡como novia de perdición! ¡Ven, y confirmemos nuestras nupcias ante el tambaleante altar de la naturaleza, con los relámpagos del cielo por luces de alcoba, y la maldición de la naturaleza por bendición matrimonial!

La india profirió un grito de terror, no ante estas palabras, que no comprendió, sino ante la expresión que las acompañaba.

—Vamos —repitió él—; ahora: mientras la oscuridad pueda ser testigo de nuestra inefable y eterna unión.

Immalee, pálida, aterrada, pero decidida, se apartó de él.

En ese momento, la tormenta que había oscurecido los cielos y devastado la tierra se disipó con una rapidez corriente en esos climas, donde en una hora realiza su obra de destrucción sin obstáculo, y al instante siguiente le suceden unas luces sonrientes y unos cielos diáfanos de los que la mortal curiosidad se pregunta en vano si resplandecen con espíritu de triunfo, o de consuelo ante la destrucción que contemplan.

Mientras hablaba el desconocido, habían pasado las nubes, llevándose, disminuida, su carga de ira y de terror para infligir sufrimientos y terrores a los vos de otros climas…, y surgió la luna con un esplendor desconocido en las latitudes europeas. El cielo apareció tan azul como las aguas del océano que parecían reflejarlo, y las estrellas irrumpieron con una especie de indignado e intenso fulgor, como ofendidas por la usurpación de la tormenta, y afirmando eterno predominio de la naturaleza sobre las influencias ocasionales de las pestades que la oscurecían. Tal debe de ser, quizá, el acontecer del mundo moral. Se nos dirá por qué hemos sufrido, y para qué; pero un resplandeciente y bienaventurado resplandor seguirá a la tormenta, y todo será luz.

La joven india captó en su objeto un presagio favorable a la vez para su imaginación y para su corazón. Se apartó de él… echó a correr hacia la luz y la naturaleza, cuya claridad parecía una promesa de redención en medio de la oscuridad otoñal. Señaló la luna, ese sol de las noches orientales, cuya ancha y brillante luz caía como un manto esplendoroso sobre las ruinas, la roca, el árbol y la flor.

—¡Despósame bajo la luz —exclamó Immalee—, y seré tuya para siempre!

Y su hermoso semblante reflejó la luz del astro glorioso que navegaba luminoso por un cielo sin nubes… y sus brazos blancos y desnudos, extendidos hacia arriba, parecían dos prendas puras que confirmaban la unión.

—Despósame bajo esta luz —repitió, cayendo de rodillas—, ¡y seré tuya para siempre!

Mientras hablaba, se acercó el desconocido, movido por unos sentimientos que ningún pensamiento mortal puede descubrir. En ese instante, un fenómeno banal vino a alterar el destino de ella. Una nube oscura cubrió la luna en ese momento: pareció como si la lejana tormenta recogiese con enérgico gesto el último pliegue tenebroso de su tremendo ropaje, a punto de marcharse para siempre.

Los ojos del desconocido lanzaron sobre Immalee los más vivos destellos afecto y ferocidad. Señaló la oscuridad:

—¡VEN A MÍ BAJO ESTA LUZ! —exclamó—. ¡Y sé mía por los siglos de los siglos! —Immalee, estremeciéndose bajo las manos que la sujetaban, y tratando en vano de descifrar la expresión de su rostro, percibió, no obstante, el peligro, y zafó de su garra—. ¡Adiós para siempre! —exclamó el desconocido, y se alejó corriendo de ella.

Immalee, exhausta por la emoción y el terror, había caído desvanecida en la arena que cubría el sendero de la ruinosa pagoda. Volvió él, la cogió en brazos… su larga cabellera tremoló sobre los dos como el estandarte inclinado de un ejército vencido; los brazos de Immalee colgaron como si renunciasen al apoyo que parecían implorar, y sus mejillas frías y descoloridas descansaron en el hombro del desconocido.

—¿Ha muerto? —murmuró el desconocido para sí—. Ojalá sea así: ¡es preferible eso a que sea mia!

Depositó su carga insensible en la arena, y se fue… y no volvió a visitar la isla.