Why, I did say something about
getting a licence from the Cadí.
BarbaAzul
Las visitas del desconocido se interrumpieron durante un tiempo; y cuando volvió, parecía como si su propósito no fuese ya el mismo. Ya no trató de corromper sus principios, ni falsear su intelecto, ni confundir sus opiniones acerca de la religión. Sobre este último tema se abstuvo de hablar en absoluto; parecía lamentar haberlo abordado anteriormente, y ni toda la inquieta avidez de saber que ella sentía ni la mimosa insistencia de su gesto, pudieron sonsacarle una sílaba más al respecto. Sin embargo, la compensó ampliamente con el rico y variado caudal de conocimientos de una mente dotada de una reserva que superaba la capacidad de acumulación de la experiencia humana, confinada como está en los límites de los setenta años. Pero no causó esto asombro a Immalee: no reparó en el tiempo, y la historia de ayer y la crónica de siglos pasados se sincronizaban en su mente, para la que hechos y fechas eran desconocidos por igual; asimismo, desconocía las sombras graduales del devenir y la encadenada sucesión de los acontecimientos.
A menudo se sentaban por la tarde en la playa de la isla, donde Immalee preparaba siempre un asiento de musgo a su visitante, y juntos contemplaban el azul profundo en silencio; porque el intelecto y el corazón de Immalee, recién despiertos, sentían esa quiebra del lenguaje que el profundo sentimiento imprime en los espíritus muy cultivados, y que, en su caso, aumentaban igualmente su inocencia y su ignorancia; su visitante, quizá, tema razones aun mas poderosas para guardar silencio. Este silencio, no obstante, se rompía a menudo. No había embarcación que pasara a lo lejos que no sugiriera una ansiosa pregunta de Immalee, y no arrancara una lenta y desganada respuesta al desconocido. Sus conocimientos eran inmensos, variados y profundos (pero eso era más bien motivo de placer que de curiosidad para su bella discípula); y desde la canoa india tripulada por nativos desnudos, a las espléndidas y pesadas y mal gobernadas naves de los rajás, que flotaban como enormes dorados peces corveteando con tosco y primitivo alborozo sobre las olas, hasta los galantes y bien patroneados navíos de Europa, que cruzaban como dioses del océano llevando fecundidad y saber, descubrimientos de arte y bendiciones de la civilización dondequiera que recogiesen sus velas y echasen el ancla, él podía contarle de todo: describirle el destino de cada embarcación; los sentimientos, carácter y costumbres nacionales de sus variopintos tripulantes; y ampliar los conocimientos de ella hasta un grado que los libros no habrían podido alcanzar jamás; porque la comunicación coloquial es siempre el medio más vívido y eficaz, y los labios tienen el reconocido derecho a ser los primeros mensajeros del saber y del amor.
Quizá este ser extraordinario, para quien las leyes de la mortalidad y los sentimientos de la naturaleza parecían hallarse igualmente en suspenso, sentía junto a Immalee una especie de triste y espontáneo descanso respecto al destino que le perseguía incansablemente. No sabemos, y nunca podremos decirlo, qué sensaciones le inspiraba la inocente y desamparada belleza de Immalee; pero el caso es que dejó de mirarla como a su víctima; y cuando estaba sentado junto a ella escuchando sus preguntas o contestándolas, parecía disfrutar de los pocos intervalos lúcidos de su loca e insensata existencia. Lejos de ella, volvía al mundo para torturar y tentar en el manicomio donde el inglés Stanton se revolvía en su paja…
—Esperad —dijo Melmoth—; ¿qué nombre habéis dicho?
—Tened paciencia conmigo, señor —dijo Moncada, a quien no le gustaba que le interrumpiesen—; tened paciencia, y descubriréis que todos somos cuentas ensartadas de un mismo collar. ¿Por qué tenemos que chocar unos contra otros?, nuestra unión es indisoluble. Reanudó la historia de la desventurada india, tal como se hallaba consignada en aquellos pergaminos de Adonijah, que se había visto obligado a copiar, y de los que estaba deseoso de transmitir cada línea y palabra a su oyente, para corroborar su propia y extraordinaria historia:
—Cuando se hallaba lejos de ella, su propósito era el que he descrito; pero cuando ella estaba presente, parecía que este propósito quedaba en suspenso; la miraba a menudo con ojos cuyo fiero y violento fulgor apagaba un rocío que él se apresuraba a enjugar; tras lo cual volvía a mirarla otra vez. Mientras estaba sentado junto a ella, sobre las flores que Immalee había recogido para él; mientras miraba esos labios tímidos y sonrosados que esperaban su señal para hablar, como capullos que no se atreviesen a abrirse hasta que el sol los iluminara; mientras escuchaba las palabras que surgían de ellos convencido de que serían tan imposibles de pervertir como enseñar a un ruiseñor la blasfemia, se quedaba ensimismado, se pasaba la mano por su frente lívida y, enjugando algunas gotas frías, creía por un instante que no era el Caín del mundo moral y que se había borrado su estigma… al menos de momento. En seguida le volvía su habitual e impermeable tenebrosidad de alma. Sentía otra vez el roer del gusano que nunca muere, y los ardores del fuego que no se apaga jamás. Volvía la luz fatal de sus ojos enigmáticos hacia el único ser que no se estremecía ante su expresión, ya que su inocencia la volvía audaz. La miraba atentamente, mientras la rabia, la desesperación y la piedad le laceraban el corazón; y al ver la confiada y conciliadora sonrisa con que este ser apacible acogía una expresión que podía haber secado el corazón del más atrevido —una Sémele que miraba suplicando amor al rayo que la iba a fulminar—, una gota de humanidad empañaba su ominoso fulgor, al posar violentamente sus atemperados rayos sobre ella. Apartaba al punto los ojos de Immalee, dirigía su mirada hacia el océano, como buscando en el escenario de la vida humana algún combustible que arrojar al fuego que consumía sus entrañas. El océano, sereno y brillante ante ellos como un mar de jaspe, jamás reflejó dos semblantes más distintos, ni envió sentimientos más opuestos a dos corazones. Para el de Immalee, exhalaba la profunda y deliciosa ensoñación que esas formas de la naturaleza que reúnen la tranquilidad y la hondura derraman sobre las almas cuya inocencia les confiere el derecho a un gozo puro y exclusivo de la naturaleza. Nadie sino los espíritus inocentes y desapasionados han gozado jamás verdaderamente de la tierra, del océano y del cielo. A nuestra primera transgresión, la naturaleza nos rechaza, como rechazó a nuestros primeros padres para siempre del paraíso.
Para el desconocido, el paisaje estaba poblado de visiones muy distintas y lo inspeccionaba como el tigre inspecciona una selva en la que abundan las presas; podía haber tormenta y algún naufragio; o, si los elementos se hallaban obstinadamente encalmados, podía ser que la vistosa y dorada barca de placer de un rajá, habiendo salido con las hermosas mujeres de su harén a aspirar la brisa del mar bajo doseles de seda y oro, volcase por impericia de los remeros, y sumergiéndose todos, se debatiesen en la agonía, en medio de la sonrisa y belleza del océano en calma, dando lugar a uno de esos contrastes en los que se complacía su feroz espíritu. Y si aun esto le era negado, podía ver las embarcaciones que cruzaban, convencido de que, desde el esquife al inmenso mercante, llevaban todos su cargamento de dolor y de crimen. Pasaban barcos europeos cargados de pasiones y crímenes de otro mundo: de codicia insaciable, de crueldad sin conciencia, de sagacidad atenta y servicial a la causa de sus malvadas pasiones, actuando su refinamiento como un estimulante para buscar formas más ingeniosas y vicios más sistematizados. Los veía venir a traficar con «oro y plata, y con las almas de los hombres»; a apoderarse con ansiosa rapacidad de las piedras preciosas y valiosos productos de estos climas lujuriantes, negando a sus habitantes el arroz que sustentaba sus inofensivas existencias; a descargar el peso de sus crímenes, de su lujuria y su avaricia y, después de devastar la tierra y expoliar a los nativos, marcharse dejando tras ellos el hambre, la desesperación y la execración, y trayendo a Europa cuerpos atropellados, pasiones inflamadas, corazones ulcerados y conciencias incapaces de sufrir la oscuridad de sus alcobas.
Tales eran los objetos que él contemplaba; y una tarde, apremiado por las incesantes preguntas de Immalee sobre los países a los que tan precipitadamente corrían estos barcos, o de los que regresaban, le hizo una descripción del mundo, a su modo, con una mezcla de burla, malignidad e impaciente amargura ante la inocencia de su curiosidad. Y había en su esbozo tal mezcla de acritud diabólica, mordaz ironía y pavorosa veracidad, que a menudo fue interrumpido por las exclamaciones de asombro, pesar y terror de su oyente.
—Vienen —dijo, señalando las naves europeas— de un mundo en donde el único interés de los habitantes es cómo aumentar sus propios sufrimientos, y los de los demás, lo más posible; y considerando que sólo llevan practicando este ejercicio unos cuatro mil años, hay que reconocer que son aprendices bastante aventajados.
—Pero ¿es posible?
—Juzga tú misma. Con ayuda de este deseable objetivo, todos han estado dotados originalmente de cuerpos imperfectos y malas pasiones; y para no ser desagradecidos, se pasan la vida pensando cómo aumentar las aflicciones de unos y agravar las amarguras de otros. No son como tú, Immalee, ser que alientas entre las rosas y sólo te sustentas con el jugo de los frutos y con la linfa del puro elemento. A fin de hacer más groseros sus pensamientos, y más ardientes sus espíritus, devoran animales y extraen de los vegetales maltratados una bebida que, sin apagar la sed, tiene el poder de extinguir la razón, inflamar las pasiones y acortar la vida…, lo que constituye el mejor de los resultados, ya que la vida en esas condiciones debe su única felicidad a la brevedad de su duración.
Immalee se estremeció ante la mención de un alimento animal, como la mayoría de los delicados europeos se estremecían ante la mención de un festín caníbal; y mientras le temblaban las lágrimas en sus bellos ojos, se volvió ansiosamente hacia sus pavos reales con una expresión que hizo sonreír al desconocido.
—Algunos —dijo, a modo de consuelo— no tienen el gusto complicado en absoluto: satisfacen su necesidad de comer con la carne de sus semejantes; y como la vida humana es siempre miserable, y la animal en cambio no (salvo que intervengan causas elementales), podría pensarse que ésa es la manera más humana y saludable de saciar el apetito y reducir al mismo tiempo el número de los seres humanos que sufren. Pero como estas gentes se jactan de su ingenio en agravar los sufrimientos de su situación, anualmente dejan perecer de hambre y de aflicción a miles de seres humanos, y se divierten alimentando animales a los que, privándolos de la existencia, se les privaría del único placer que su condición les permite. Y cuando, por antinatural dieta y atroz estímulo, consiguen corromper las debilidades hasta convertirlas en enfermedad, y exacerbar la pasión hasta convertirla en locura, exhiben las pruebas de su éxito con una destreza y persistencia admirables. No viven como tú, Immalee, en amable independencia de la naturaleza, que te acuestas en la tierra y duermes con todos los ojos del cielo velando por ti, pisas la misma yerba hasta que tus pies livianos se sienten amigos de cada hoja que rozan, y conversas con las flores hasta que sientes que ellas y tú sois hijas de la común familia de la naturaleza, cuyo mutuo lenguaje de amor casi habéis aprendido a comunicaros… No; para llevar a efecto sus propósitos, su alimento, que es en sí mismo veneno, tiene que volverse más fatal merced al aire que respiran, y por esta razón la multitud más civilizada se reúne en un espacio que su propia respiración y las exhalaciones de sus cuerpos vuelven pestilente, e imprimen una inconcebible celeridad a la propagación de las enfermedades y la muerte. Cuatro mil de ellos viven juntos en un espacio más pequeño que la última y más sencilla columnata de tu joven higuera de Bengala, con el fin, indudablemente, de aumentar los efectos de la fétida atmósfera de calor artificial, los hábitos antinaturales y de hacer impracticable el ejercicio físico. El resultado de estas prudentes precauciones es el que se puede adivinar. La dolencia más trivial se vuelve inmediatamente infecciosa, y durante los estragos de pestilencia que este hábito genera, el censo acostumbrado de sacrificios en una ciudad es de diez mil vidas diarias.
—Pero mueren en brazos de aquellos a quienes aman —dijo Immalee, cuyas lágrimas manaban a raudales ante este relato—; ¿y acaso no es eso mejor que una vida en soledad… como la mía, antes de verte a ti?
El desconocido estaba demasiado absorto en su descripción para escucharla.
—En teoría, acuden a estas ciudades en busca de seguridad y protección, pero la realidad es que van con el único fin que constituye la meta de sus vidas: agravar sus miserias con toda la ingeniosidad del refinamiento. Por ejemplo, los que viven en la miseria incontrastada y sin atormentadoras comparaciones, apenas pueden sentirla; el sufrimiento se convierte en una costumbre, y en su situación no sienten más celos que los que pueda sentir el murciélago, colgado con ciega y famélica estupefacción en la grieta de la roca, de la condición de la mariposa, que bebe en el rocío y se baña en el regazo de las flores. Pero las gentes de los otros mundos han inventado, viviendo en ciudades, un nuevo y singular modo de agravar las desdichas humanas: el de contrastarlas con el violento y desenfrenado exceso de superfluo y pródigo esplendor.
Aquí el desconocido tuvo enormes dificultades para hacer comprender a Immalee cómo podía haber una desigual distribución de los medios de subsistencia; y tras hacer todo lo posible por explicárselo, ella siguió repitiendo (con su blanco dedo sobre sus labios rojos, y su pie menudo golpeando el musgo) con una mezcla de acongojada inquietud:
—¿Por qué unos tienen más de lo que pueden comer y otros no tienen nada?
—Ése —prosiguió el desconocido— es el más exquisito refinamiento del arte de torturar en el que esos seres son tan expertos: colocar la miseria al lado de la opulencia; permitir que el desventurado muera por falta de alimento, mientras oye el rumor de los espléndidos carruajes que hacen estremecer su choza al pasar, sin dejar atrás alivio alguno; permitir que el laborioso y el imaginativo desfallezcan de hambre, mientras la orgullosa mediocridad hipa saciada; permitir que el moribundo sepa que su vida podría prolongarse con una simple gota de ese estimulante licor que, prodigado en exceso, sólo produce degradación y locura en aquellos cuyas vidas socava; hacer esto es su principal objetivo, y lo logran plenamente. El infeliz que soporta, a través de las grietas, los rigores del viento invernal que se clava como flechas en sus poros, con las lágrimas que se hielan antes de llegar a desprenderse, con el alma tan entenebrecida como la noche bajo cuya bóveda estará su tumba, y con los labios pegados y viscosos incapaces de recibir el alimento que implora el hambre alojada como carbones ardientes en sus entrañas, y que, en medio del horror de un invierno sin cobijo, prefiere su desolación al antro que usurpa el nombre de hogar, sin alimento y sin luz, donde a los aullidos de la tormenta responden esos otros más feroces del hambre, donde tropieza, en un rincón oscuro y sin paja, con los cuerpos de sus hijos tendidos en el suelo, no descansando, sino desesperados. Ese ser, ¿no es suficientemente desdichado? Los estremecimientos de Immalee fueron su única respuesta (aunque sólo pudo hacerse una idea muy imperfecta de muchas partes de esta descripción).
—Pues no, todavía no lo es suficientemente —prosiguió el desconocido, reanudando su descripción—: Que sus pasos, no sabiendo adónde ir, le lleven a las puertas de la opulencia y el lujo, que se dé cuenta de que la abundancia y la alegría están separadas de él sólo por el espesor de un muro, y que no obstante se hallan tan lejos como si perteneciesen a mundos aparte; que sepa que mientras en su mundo no hay más que tinieblas y frío, los ojos de los de dentro están deslumbrados por el fuego y la luz, y las manos, relajadas por el calor artificial, procuran con abanicos el refrigerio de una brisa; que sepa que cada gemido que exhala es contestado con una canción o una carcajada; y que muera en la escalinata de la mansión, mientras su último dolor consciente se agrava al pensar que el precio de la centésima parte de los lujos que se despilfarran ante la belleza indiferente y el epicureísmo saciado habría prolongado su existencia, mientras que envenena la de ellos; que muera famélico en el umbral de un salón de banquetes, y admire luego conmigo la ingeniosidad puesta de relieve en esta nueva combinación de desventura. La capacidad inventiva de la gente de mundo para multiplicar las calamidades es inagotablemente fértil en recursos. No satisfecha con las enfermedades y el hambre, con la esterilidad de la tierra y las tempestades del aire, crea leyes y matrimonios, reyes y recaudadores de impuestos, y guerras, y fiestas, y toda una multitud de miserias artificiales, inimaginables para ti.
Immalee, abrumada por este torrente de palabras, palabras incomprensibles para ella, pidió en vano una explicación coherente. El demonio de su sobrehumana misantropía se había posesionado ahora plenamente de él y ni el acento de una voz tan dulce como las cuerdas del arpa de David tuvo el poder de conjurar al malo. Y así, siguió esparciendo sus tizones y dardos; y dijo a continuación:
—¿No es divertido? Esa gente[46] —dijo— ha nombrado reyes entre ellos, o sea seres a quienes voluntariamente han investido con el privilegio de empobrecer, por medio de impuestos, cualquier riqueza que los vicios hayan dejado al rico, y cualquier medio de subsistencia que la necesidad haya respetado al pobre, al punto que su extorsión es maldecida desde el castillo hasta la cabaña; extorsión que tiene por objeto tan sólo mantener a unos cuantos favoritos mimados, los cuales van enganchados con riendas de seda a la carroza, y que arrastran por encima de los cuerpos postrados de la multitud. A veces, hastiados por la monotonía de la perpetua fruición, que no tiene paralelo ni aun con la monotonía del sufrimiento (pues éste tiene al menos el incentivo de la esperanza, cosa que le está negada para siempre a la primera), se divierten creando guerras, es decir, reuniendo el mayor número de seres humanos que puedan sobornar dispuestos a degollar a un número menor, igual o mayor de seres, sobornados del mismo modo y con el mismo propósito. Tales seres carecen de motivo para enemistarse unos con otros: no se conocen, jamás se han visto. Quizá habrían podido quererse en otras circunstancias, pero desde el momento en que están contratados para una matanza legal, su obligación es odiarse, y su placer el homicidio. El hombre que sentiría repugnancia en aplastar al reptil que se arrastra a su paso, se pertrecha de metales fabricados expresamente para destruir, y sonríe al verlos manchados con la sangre de un ser cuya existencia y felicidad habrían favorecido incluso su propia vida en otras circunstancias. Tan fuerte es este hábito de agravar la desdicha con medios artificiales que es sabido que, cuando se hunde un barco —aquí tuvo que darle a Immalee una larga explicación que podemos ahorrar al lector—, la gente de ese mundo se lanza al agua para salvar, poniendo en peligro sus propias vidas, las de aquellos a quienes un momento antes estaban abordando en medio del fuego y la sangre, ya quienes si bien sacrificarían a sus pasiones, su orgullo se niega a sacrificarlos a los elementos.
—¡Oh, es hermoso!… ¡es glorioso! —dijo Immalee juntando sus blancas manos—; ¡yo podría soportar toda esa visión que me describes! Su sonrisa de inocente alegría, su espontánea explosión de noble sentimiento, tuvo el acostumbrado efecto de añadir una sombra más tenebrosa a la frente del desconocido, y una más severa curva a la repulsiva contracción de su labio superior, que nunca se elevaba sino para expresar hostilidad y desprecio.
—Pero ¿en qué se ocupan los reyes? —dijo Immalee—, ¿en hacer que se maten los hombres por nada?
—Eres ignorante, Immalee —dijo el desconocido—; muy ignorante. De lo contrario, no dirías por nada. Unos luchan por diez pulgadas de arena estéril; otros, por el dominio de la mar salada; otros, por cualquier cosa, y otros, por nada; pero todos lo hacen por dinero, y por pobreza, y por la ocasional excitación, el deseo de acción, el amor al cambio y el miedo a la casa, y la conciencia de las malas pasiones, y la esperanza de la muerte, y la admiración que causan los vistosos uniformes con los que van a perecer. El mayor sarcasmo consiste en que procuran no sólo reconciliarse con estos crueles y perversos absurdos, sino dignificarlos con los nombres más imponentes que su pervertido lenguaje provee: los de fama, gloria, recuerdo memorable y admiración de la posteridad.
De ese modo, un desdichado a quien la necesidad o la intemperancia empuja a tal negocio temerario y embrutecedor, que abandona a esposa e hijos a merced de extraños o del hambre (términos casi sinónimos), en el momento en que se apropia de la roja escarapela que confiere la matanza, se convierte, ante la imaginación de esas gentes embriagadas, en defensor de su país, y digno de su gratitud y alabanza. El mozalbete desocupado, que odia el cultivo del intelecto y desprecia la bajeza del trabajo, gusta, quizá, de ataviar su persona de colores chillones como los del papagayo o el pavo real; y a esta afeminada propensión se le bautiza con el prostituido nombre de amor a la gloria; y esa complicación de motivos tomados de la vanidad y el vicio, del miedo y la miseria, la impudicia de la ociosidad y la apetencia de la injuria, encuentra una conveniente y protectora denominación en un simple vocablo: patriotismo. Y esos seres que jamás conocieron un impulso generoso, un sentimiento independiente, ignorantes de los principios o justicia de la causa por la cual luchan, y totalmente indiferentes al resultado, salvo en lo que interesa a su propia vanidad, codicia y avaricia, son aclamados, mientras viven, por el mundo miope de sus benefactores, y cuando mueren, canonizados como sus mártires. Murieron por la causa de su país: ése es el epitafio escrito con precipitada mano de indiscriminado elogio sobre la tumba de diez mil hombres que tuvieron diez mil motivos para elegir otro destino…, y que podían haber sido en vida enemigos de su país, de no haberse dado el caso de caer en su defensa, y cuyo amor por la patria, honestamente analizado, es, en sus diversas formas de vanidad, inestabilidad, gusto por el tumulto o deseo de exhibirse… simplemente amor a sí mismos. Descansen en paz: nada sino el deseo de desengañar a sus idólatras, que incitan al sacrificio y luego aplauden a la víctima que han causado, podría haberme tentado a hablar tanto de unos seres tan perniciosos en sus vidas como insignificantes en sus muertes.
Otra diversión de esta gente, tan ingeniosa en multiplicar los sufrimientos de su destino, es lo que ellos llaman la ley. Fingen encontrar en ella una seguridad para sus personas y sus propiedades; con cuánta justicia, es cosa que debe decírselo su afortunada experiencia. Tú misma puedes juzgar, Immalee, la seguridad que les proporciona esa ley, si te digo que podrías pasarte la vida en los tribunales sin conseguir probar que las rosas que has cogido y trenzado en tu pelo son tuyas; que podrías morir de inanición por la comida de hoy, mientras pruebas tu derecho a una propiedad que debe ser incuestionablemente tuya, a condición de que seas capaz de ayunar unos años y sobrevivir para disfrutarla; y que, finalmente, con la simpatía de todos los hombres rectos, la opinión de los jueces del país y la absoluta convicción de tu propia conciencia a tu favor, no puedes obtener la posesión de lo que tú y todos consideran tuyo, mientras que tu antagonista puede oponer cualquier objeción, comprar a un impostor o inventar una mentira. Y de este modo, prosiguen los litigios, se pierden los años, se consume la propiedad, se destruyen los corazones… y triunfa la ley. Uno de sus triunfos más admirables consiste en la ingeniosidad con que discurre el modo de convertir la dificultad en imposibilidad, y en castigar al hombre por no cumplir lo que se le ha hecho imposible de cumplir.
«Cuando es incapaz de pagar sus deudas, le priva de libertad y de crédito, para asegurarse de su ulterior incapacidad; y mientras le despoja a la vez de los medios de subsistencia y del poder de satisfacer a sus acreedores, le capacita, con esta justá providencia, para consolarse al menos pensando que perjudica a su acreedor tanto como éste le ha hecho sufrir a él, que su insaciable crueldad puede verse recompensada con cierta pérdida, y que, aunque él se muere de hambre en prisión, la página en la que se inscribe su deuda se pudre más deprisa que su cuerpo; y el ángel de la muerte, con un golpe destructor de su ala, suprime la miseria y la deuda, y presenta, sonriendo con horrible triunfo, la exención del deudor y de la deuda, firmada por una mano que hace estremecer a los jueces en sus estrados».
—Pero tienen religión —dijo la pobre india, temblando ante esta espantosa descripción—; tienen esa religión que tú me has enseñado: su espíritu manso y pacífico, su paz y resignación, sin sangre, sin crueldad.
—Sí; cierto —dijo el desconocido con desgana—, tienen religión; pues en su celo por el sufrimiento, consideran que los tormentos de un mundo no bastan, a menos que se hallen agravados por los terrores de otro. Tienen religión, pero ¿qué uso pueden hacer de ella? Atentos a su decidido propósito de descubrir la desventura allí donde pueda hallarse, e inventarla donde no, han encontrado, incluso en las páginas puras de ese libro que, según pretenden, contiene sus títulos de propiedad de la paz en la tierra y la felicidad en el mundo venidero, el derecho a odiar, saquear y matarse unos a otros. Aquí se han visto obligados a poner en práctica una extraordinaria cantidad de ingenio pervertido. El libro no contiene otra cosa que el bien; el mal debe de estar en las mentes, y esas mentes perversas se afanan en extraer por la fuerza un matiz de perversidad según el color de sus pretensiones. Pero fíjate cómo, al perseguir su gran objetivo (el agravamiento de la desgracia general), proceden con sutileza. Adoptan nombres diversos para excitar las pasiones correspondientes. Así, unos prohíben a sus discípulos la lectura de ese libro, Y otros afirman que tan sólo del estudio exclusivo de sus páginas puede aprenderse o establecerse la esperanza de salvación. Es extraño, sin embargo, que con toda su ingeniosidad, nunca hayan sido capaces de extraer un motivo de disensión del contenido esencial de ese libro, al que ellos apelan; así que actúan a su manera.
No se atreven a discutir que contiene preceptos irresistibles, que los que creen en él deben vivir en paz, benevolencia y armonía; que deben amarse los unos a los otros en la prosperidad, y ayudarse en la adversidad. No se atreven a negar que el espíritu que ese libro inculca e inspira es un espíritu cuyos frutos son el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la mansedumbre y la veracidad. Jamás se atreven a disentir en estas cuestiones. Son demasiado claras para negarlas, así que se las ingenian para convertir en materia de discusión los diversos hábitos que visten; y se degüellan unos a otros en nombre de Dios por cuestiones tan importantes como el que sus chaquetas sean rojas o blancas[47], o el que sus sacerdotes puedan llevar cordones de seda[48] o ropa interior blanca[49], o ropa de casa negra[50], o si deben sumergir a los niños en agua o rociarles simplemente unas gotas, o si deben conmemorar de pie o de rodillas la muerte de Aquel a quien todos declaran amar, o… Pero te aburro con esta exhibición de maldad y absurdos humanos. Una cosa está clara: todos coinciden en que el mensaje del libro es «amaos los unos a los otros», aunque ellos lo traducen por «odiaos los unos a los otros».
Pero como no encuentran elementos ni pretexto en ese libro, buscan ambas cosas en sus propias mentes; y ahí no tienen ningún problema; porque la mente humana es inagotable en lo que se refiere a malevolencia y hostilidad; y cuando apelan al nombre de ese libro para sancionarlas, la deificación de sus pasiones se convierte en un deber, y sus peores impulsos son consagrados y practicados como virtudes.
—¿No hay padres e hijos en esos mundos horribles? —dijo Immalee, volviendo sus ojos húmedos hacia este detractor de la humanidad—; ¿no hay nadie que se ame como yo amaba al árbol bajo el cual tuve conciencia por primera vez de mi vida, o a las flores que nacieron conmigo?
—¿Padres?, ¿hijos? —dijo el desconocido—, ¡pues claro! Hay padres que cuidan de sus hijos… —y su voz se perdió, e hizo un esfuerzo por recobrarla.
Tras una larga pausa, dijo:
—Hay algún que otro padre cariñoso, entre esas gentes falsas.
—¿Quiénes son? —dijo Immalee, cuyo corazón latió con violencia a la sola mención del cariño.
—Son —dijo el desconocido con una sonrisa amarga— los que matan a sus hijos en el momento en que nacen; o los que mediante artes médicas se deshacen de ellos antes de que hayan visto la luz; y dan de este modo la única prueba creíble de afecto paternal.
Calló, e Immalee permaneció muda, sumida en melancólica reflexión sobre lo que acababa de oír. La agria y corrosiva ironía del discurso del desconocido no había causado impresión ninguna en un ser para quien «la palabra era verdad», y no tenía idea de por qué adoptaba un modo tortuoso de transmitir pensamientos, cuando ya le era difícil seguir el hilo de un lenguaje directo. Pero comprendía que había hablado mucho sobre el mal y el sufrimiento, nombres desconocidos para ella antes de que él apareciese, y le dirigió una mirada que pareció agradecerle y reprocharle a la vez la dolorosa iniciación en los misterios de una nueva existencia. En verdad, Immalee había probado el fruto del árbol de la ciencia, y sus ojos se habían abierto; pero ese fruto tenía para ella un sabor amargo, y sus miradas transmitían una especie de mansa y melancólica gratitud, capaz de partir el corazón, por haber dado una primera lección de dolor al alma de un ser tan hermoso, tan amable y tan inocente. El desconocido reparó en esta doble expresión, y se alegró.
Había falseado de este modo la vida ante la imaginación de ella, quizá con idea de alejarla, aterrándola, de una visión más cercana; tal vez con la esperanza de retenerla para siempre en esta soledad, donde él podría verla de vez en cuando, y aspirar, en la atmósfera de pureza que la rodeaba, la única brisa que flotaba sobre el ardiente desierto de su propia existencia. Esta esperanza se vio reforzada por la evidente impresión que su discurso había causado en ella. La despierta inteligencia, la insaciable curiosidad, la vívida gratitud de su expresión anterior, se apagaron por igual; y con la mirada baja, sus ojos pensativos se llenaron de lágrimas.
—¿Te aburre mi conversación, Immalee? —dijo él.
—Me apena; sin embargo, quiero seguir escuchándote —respondió la india—. Me gusta oír el murmullo de la corriente, aunque el cocodrilo se deslice bajo sus ondas.
—Tal vez desees conocer a la gente de ese mundo, tan llena de crímenes y desventura.
—Sí, porque es el mundo del que vienes; y cuando vuelvas a él, todos serán felices menos yo.
—¿Está en mi poder, entonces, procurar felicidad? —dijo su compañero—; ¿acaso vago entre la humanidad con este fin? —una encontrada e indefinible expresión de burla, malevolencia y desesperación se extendió por su semblante al añadir—: Me haces demasiado honor al atribuirme una ocupación tan amable y benévola, y apropiada a mi espíritu.
Immalee, cuyos ojos miraban a otra parte, no advirtió su expresión; y contestó:
—No lo sé; pero tú me has enseñado el gozo de la aflicción; antes de verte, yo sonreía solamente; desde que te conozco, lloro, y mis lágrimas son deliciosas.
¡Oh, son muy distintas de las que derramaba al ponerse el sol, o cuando se marchitaba la rosa! Y sin embargo, no lo sé…
Y la pobre india, abrumada por emociones que no entendía ni podía expresar, apretó sus manos sobre su pecho, como ocultando el secreto de sus nuevas palpitaciones y, con una instintiva timidez que emanaba de su pureza, reveló el cambio de sus sentimientos alejándose unos pasos de su compañero, bajando unos ojos que no podían retener más tiempo las lágrimas. El desconocido pareció turbarse; por un instante, le invadió una emoción nueva para él; luego, una sonrisa de auto desprecio curvó su labio, como si se reprochase (haberse permitido un sentimiento humano, siquiera fugazmente. Volvió a relajarse su semblante, al volverse hacia la inclinada y apartada figura de Immalee, y se sintió como el que es consciente de la agonía de su alma, pero prefiere burlarse de la agonía del otro. No es rara esa unión de desesperación interior y veleidad exterior.
Las sonrisas son hijas legítimas de la felicidad, pero la risa es a menudo hija bastarda de la locura, que se burla de su parienta en su propia cara. Con esa expresión se volvió hacia ella, y le preguntó:
—Pero ¿qué quieres dar a entender, Immalee?
Una larga pausa siguió a esta pregunta; finalmente, la india contestó: «No lo sé», con esa natural y deliciosa facilidad que enseña el sexo a revelar la intención con palabras que parecen contradecirla. «No lo sé» significa «lo sé demasiado bien».
Su compañero lo había comprendido, y saboreó anticipadamente su triunfo.
—¿Y por qué derramas lágrimas, Immalee?
—No lo sé —repitió la pobre india; y sus lágrimas fluyeron más abundantes ante esta pregunta.
A la vista de estas palabras, o más bien de estas lágrimas, el desconocido se olvidó de sí mismo por un momento. Experimentó ese triunfo melancólico, que el conquistador es incapaz de gozar; ese triunfo que anuncia una victoria sobre la debilidad de los demás, obtenida a expensas de una mayor debilidad nuestra. Un sentimiento humano, a pesar suyo, invadió toda su alma, al decir con acento de involuntaria dulzura:
—¿Qué quieres que haga, Immalee?
La dificultad de hablar un lenguaje que fuese a la vez inteligible y secreto que pudiese transmitir sus deseos sin traicionar su corazón, y la desconocida naturaleza de sus nuevas emociones, hicieron vacilar a Immalee, antes de que pudiera contestar:
—Quédate conmigo; no vuelvas a ese mundo del mal y del dolor. Aquí todo estará siempre en flor, y el sol brillará como el primer día en que te vi. ¿Para qué quieres volver al mundo, a pensar y a ser desgraciado?
La risa salvaje y discordante de su compañero la sobresaltó y enmudeció:
—Pobre muchacha —exclamó, con esa mezcla de amargura y conmiseración que al mismo tiempo aterra y humilla—; ¿acaso es ése el destino que debo cumplir?, ¿escuchar los trinos de los pájaros y contemplar la eclosión de lo capullos? ¿Es ése mi destino? —y con otra salvaje carcajada rechazó la mano que Immalee le había tendido al terminar su sencilla súplica—. Sí; sin duda estoy bien preparado para semejante destino, y para semejante pareja. Dime —añadió, con más ferocidad—, dime en qué rasgo de mi semblante, en qué acento de mi voz, en qué frase de mi discurso, has podido cifrar una esperanza que me ofende con esa perspectiva de felicidad.
Immalee, que podía haber replicado «entiendo la furia de tus palabras, pero no entiendo tus palabras», encontró suficiente ayuda en su orgullo de virgen y en la perspicacia femenina para descubrir que era rechazada por el desconocido; y una breve emoción de indignado pesar luchó con la ternura de su expuesto y ferviente corazón. Calló un instante; luego, reprimiendo las lágrimas, dijo con el tono más firme:
—Vete, entonces, a tu mundo, ya que quieres ser desgraciado; ¡vete! ¡Ay!, no hace falta ir allí para ser desgraciada, pues yo lo voy a ser aquí. Vete… ¡pero llévate estas rosas, porque se marchitarán cuando te hayas ido!; ¡llévate estas conchas, porque no me las pondré cuando no las veas tú!
Y mientras hablaba, con sencillo pero enérgico ademán, desprendió de su pecho y de su pelo las conchas y las flores con las que se adornaba, y las arrojó a los pies del desconocido; luego, volviéndole a lanzar una mirada de orgulloso y melancólico pesar, inició la retirada.
—Espera, Immalee; espera y escúchame un momento —dijo el desconocido; y en ese momento le habría revelado el inefable y prohibido secreto de su destino; pero Immalee, con un mutismo que su semblante de profundo pesar hacía elocuente, movió negativamente la cabeza, y se fue.