Più non ho la dolce speranza.
METASTASIO, La Didone.
Siete mañanas y siete tardes deambuló Immalee por la playa de su solitaria isla, sin ver aparecer al desconocido. Tenía aún el consuelo de su promesa de que se encontrarían en el mundo del sufrimiento, cosa que se repetía llena de esperanza y de ilusión. Entretanto, trataba de educarse para entrar en ese mundo; y era maravilloso ver sus intentos, a partir de analogías vegetales y animales, de formarse alguna idea del incomprensible destino del hombre. En la floresta, observaba la flor marchita. «La sangre que ayer corría roja por sus venas se ha vuelto púrpura hoy, y ennegrecerá y se secará mañana —se decía—. Pero no siente dolor ninguno; muere pacientemente, y el ranúnculo y el tulipán que están junto a ella no sienten ningún pesar por su compañera; de lo contrario, no tendrían esos colores esplendorosos. Pero ¿ocurrirá así en el mundo que piensa? ¿Podría verle a él marchitarse y morir, sin marchitarme y morir yo también? ¡Oh, no! Cuando esa flor se marchite. ¡Yo seré el rocío que la cubra!».
Trató de ampliar su comprensión observando el mundo animal. Un pollito de piquituerto había caído muerto de su nido, e Immalee, mirando por la abertura que este inteligente pájaro construye para protegerse de las aves de presa, vio a los padres con luciérnagas en sus pequeños picos, mientras su cría yacía sin vida ante ellos. Ante esta escena, Immalee prorrumpió en lágrimas. «¡Ah!, vosotros no podéis llorar —se dijo—; ¡ésa es la ventaja que tengo sobre vosotros! Coméis, aunque vuestro pequeñuelo haya muerto; pero ¿podría yo beber la leche del coco si él no pudiese volver a probarla? Ahora empiezo a comprender lo que dijo: pensar, entonces, es sufrir; ¡y un mundo de pensamiento debe de ser un mundo de dolor! ¡Pero qué deliciosas son estas lágrimas! Antes lloraba de placer…, ahora en cambio siento un dolor más dulce que el placer, como jamás había experimentado antes de verle. ¡Oh!, ¿quién no querría pensar, para tener el gozo de las lágrimas?».
Pero Immalee no empleó este intervalo únicamente en reflexionar; una nueva ansiedad empezó a inquietarla; y en los momentos de meditación y de lágrimas, buscaba con avidez las conchas más brillantes y fantásticamente onduladas para adornarse con ellas los brazos y el pelo. Se cambiaba su vestido de flores todos los días, y transcurrida una hora, ya no las consideraba lozanas luego llenaba las conchas más grandes con el agua más limpia, y las cáscaras de coco con los higos más deliciosos, entremezclados con rosas, y los ordenaba pintorescamente sobre el banco de piedra de la derruida pagoda. Pasaba el tiempo, no obstante, sin que apareciese el desconocido, e Immalee, al visitar su banquete al día siguiente, lloraba sobre los frutos marchitos; pero se secaba los ojos, y se apresuraba a sustituirlos.
En esto se hallaba ocupada la mañana del octavo día, cuando vio acercarse al desconocido; y el espontáneo e inocente placer con que corrió hacia él despertó en el desconocido, por un instante, un sentimiento de sombría y renuente compunción, que la viva sensibilidad de Immalee percibió en su paso vacilante y su mirada desviada. Se detuvo Immalee, temblando, con graciosa y suplicante timidez, como pidiendo perdón por alguna falta inconsciente, y permiso para acercarse con la misma actitud en que se mantenía, mientras las lágrimas, contenidas en sus ojos, estaban prestas a derramarse al menor asomo de otro gesto de rechazo. Esta visión «aguzó su casi embotada resolución». Debe aprender a sufrir, prepararse para convertirse en discípula mía, pensó e desconocido.
—Immalee, estás llorando —dijo, acercándose a ella.
—¡Oh, sí! —dijo Immalee, sonriendo como una mañana de primavera a través de sus lágrimas—; tienes que enseñarme a sufrir, y pronto estaré preparada para tu mundo… Pero preferiría llorar por ti a sonreír ante mil rosas.
Immalee —dijo el desconocido, luchando contra la ternura que le ablandaba a pesar suyo—. Immalee, vengo a mostrarte algo del mundo del pensamiento en el que tan deseosa estás de vivir, y del que pronto serás moradora. Sube a este monte donde se apiñan las palmeras, y tendrás una visión de parte de él.
—Pero a mí me gustaría verlo todo. ¡Y ahora! —dijo Immalee con la avidez natural del intelecto sediento y ansioso de alimento que cree que puede engullir y digerir todas las cosas.
—¡Todo, y a la vez! —dijo su guía, volviéndose para sonreírle mientras ella iba saltando tras él, sin aliento, y rebosante de un sentimiento reciente. Creo que la parte que vas a ver esta tarde será más que suficiente para saciar tu curiosidad.
Mientras hablaba, se sacó un tubo de la casaca, y le dijo que mirara por él. Obedeció la india; pero tras mirar un momento, profirió una sonora exclamación:
—¡Estoy allí!… ¿o están ellos aquí? —y se derrumbó al suelo vencida por un delirio de placer.
Se levantó seguidamente, y cogiendo con ansiedad el catalejo, miró por él en otra dirección, lo que le reveló únicamente el mar; y exclamó con tristeza:
—¡Ya no están!, ¡ya no están!… todo ese mundo maravilloso ha vivido y ha muerto en un instante; todo lo que amo muere así; mis rosas queridas no viven ni la mitad de las que no me gustan; tú has estado ausente siete lunas, desde que te vi por primera vez, y el mundo maravilloso ha durado sólo un instante.
El desconocido le dirigió otra vez el catalejo hacia la costa de la India, de la que no estaban muy lejos, e Immalee exclamó de nuevo con arrobamiento:
—¡Están vivos, y son más hermosos aún!, ¡todos seres vivos, seres que piensan!… su misma manera de andar pierna. No son peces mudos, ni árboles insensibles, sino rocas maravillosas,[42] a las que miran con orgullo como si fueran obra de sus propias manos. ¡Hermosas rocas!, ¡cómo me gusta la perfecta igualdad de vuestras caras, y los moños rizados como flores de vuestras partes más altas! ¡Oh, si crecieran flores y cantaran pájaros a vuestro alrededor, os preferiría a las rocas bajo las cuales contemplo la puesta de sol! ¡Oh, qué mundo debe de ser ése, en el que nada es natural, y todo es hermoso!…, el pensamiento debe de haber hecho todo eso. Pero ¡qué pequeño es todo!; el pensamiento debía haberlo hecho más grande… el pensamiento debe de ser un dios. Pero —añadió, con aguda inteligencia y tímida autoacusación— quizá esté equivocada. A veces he creído que podía poner mi mano sobre la copa de una palmera, pero cuando, después de andar y andar, he llegado junto a ella, no habría podido tocar ni la palma más baja, aunque hubiese sido yo diez veces más alta de lo que soy. Quizá tu hermoso mundo se haga más grande cuando me acerque a él.
—Escucha, Immalee —dijo el desconocido, cogiéndole el catalejo de las manos—, para gozar de esta visión, debes comprenderla.
—¡Ah, sí! —dijo Immalee con sumisa ansiedad, mientras el mundo de los sentidos perdía terreno rápidamente en su imaginación frente al recién descubierto del intelecto—, sí, déjame pensar.
—Immalee, ¿tienes alguna religión? —dijo el visitante, al tiempo que una sensación de dolor volvía aún más pálido su pálido rostro. Immalee, rápida en captar y comprender el sentimiento físico, echó a correr y regresó un instante después con una hoja de higuera de Bengala, con la que secó las gotas de la lívida frente del desconocido; luego se sentó a sus pies, en una actitud de profunda pero ansiosa atención.
—¡Religión! —repitió—. ¿Qué es eso?; ¿es un nuevo pensamiento?
—Es la conciencia de un Ser superior a todos los mundos y sus habitantes, porque es el Creador de todos, y será su juez; de un Ser al que no podemos ver, pero en cuyo poder y presencia debemos creer, aunque es invisible; de uno que está en todas partes invisible, actuando siempre, aunque jamás en movimiento; oyéndolo todo, pero sin ser oído.
Immalee le interrumpió con expresión aturdida.
—¡Espera!, demasiados pensamientos me matarán; déjame descansar. Yo he visto la lluvia, que venía a refrescar el rosal derribado en la tierra —tras un esfuerzo solemne por recordar, añadió—: La voz de los sueños me dijo algo parecido, antes de nacer; pero hace ya mucho tiempo… a veces he tenido pensamientos dentro de mí que eran como esa voz.
He pensado que amaba demasiado las cosas de mi alrededor, y que debía amar cosas que estuvieran mds allá: flores que no se marchitasen, y un sol que no se ocultara jamás.
Podía haberme elevado como un pájaro en el aire, y correr tras ese pensamiento… pero no había nadie que me enseñase el camino hacia arriba.
Y la entusiasmada joven alzó hacia el cielo unos ojos en los que temblaban las lágrimas de extáticas figuraciones, y luego los volvió en muda súplica hacia el desconocido.
—Es cierto —prosiguió él—; no se trata sólo de tener pensamientos sobre ese Ser, sino de expresarlos con actos externos. Los habitantes del mundo que vas a ver llaman a esto adoración, y han adoptado (una sonrisa satánica curvó sus labios mientras hablaba) modos muy distintos; tan distintos que, de hecho, sólo hay un punto en el que coinciden: hacer de su religión un suplicio; la religión impulsa a unos a torturarse a sí mismos, y a otros a torturar a los demás. Y aunque, como digo, todos ellos coinciden en ese punto importante, por desgracia difieren tanto en el modo que ha habido muchos trastornos por este motivo en el mundo que piensa.
—¡En el mundo que piensa! —repitió Immalee—; ¡imposible! Sin duda saben que el que es Uno no puede aceptar una diferencia.
—Entonces, ¿no has adoptado ninguna forma de expresar tus pensamientos sobre este Ser, es decir, de adorarle? —dijo el desconocido.
—Sonrío cuando sale el sol con todo su esplendor, y lloro cuando se eleva el lucero de la tarde —dijo Immalee.
—¿Rechazas las contradicciones de las distintas formas de adoración, y empleas, no obstante, sonrisas y lágrimas para dirigirte a la deidad?
—Sí, porque estas dos cosas son expresiones de alegría para mí —dijo la pobre india—; el sol es tan feliz cuando sonríe a través de las nubes de lluvia como cuando arde en lo alto del cielo con la fiereza de su hermosura; y yo soy feliz cuando sonrío y cuando lloro.
—Los que vas a ver —dijo el desconocido, ofreciéndole el catalejo—, son tan diferentes en sus formas de adoración como las sonrisas y las lágrimas; aunque no son felices como tú ni en lo uno ni en lo otro.
Immalee aplicó el ojo al catalejo, y profirió una exclamación de placer ante lo que vio.
—¿Qué ves? —dijo el desconocido.
Immalee describió lo que veía con muchas expresiones imperfectas que quizá sean más comprensibles con las aclaraciones del desconocido.
—Lo que ves —dijo éste—, es la costa de la India, los bordes del mundo cercanos a ti. Allí está la negra pagoda de Juggernaut; es ese edificio enorme en el que tu ojo se ha fijado primero. Junto a ella está la mezquita islámica; se distingue porque tiene una figura como de media luna. Es voluntad del que gobierna el mundo que sus habitantes le adoren por ese signo.[43] Un poco más lejos puedes ver un edificio bajo con un tridente en su cúspide: es el templo de Mahadeva, una de las antiguas diosas del país.
—Pero las casas no significan nada para mí —dijo Immalee—; enséñame los seres que viven allá. Las casas no son ni la mitad de bonitas que las rocas de la costa, cubiertas de algas marinas y musgo, a la sombra de las altas palmeras y os cocoteros.
—Pero esos edificios —dijo el tentador— representan las diversas formas de pensamiento de quienes los frecuentan. Si es a sus pensamientos adonde quieres asomarte, debes verlos expresados en sus acciones. En el trato de unos con otros, los hombres son generalmente falsos; pero en sus relaciones con sus dioses, son aceptablemente sinceros en la expresión del carácter que les asignan en su imaginación. Si ese carácter es terrible, ellos expresan temor; si es cruel, lo manifiestan mediante los sufrimientos que se infligen a sí mismos; si tenebroso, la imagen del dios se reflejará fielmente en el rostro de su adorador. Mira y juzga tú misma.
Immalee miró y vio una gran llanura arenosa, con la oscura pagoda de Juggernaut en su campo de visión. En esta llanura yacían los huesos de un millar de esqueletos, blanqueándose, bajo un aire reseco y abrasador. Un millar de cuerpos humanos, apenas más vivos, y poco menos flacos, arrastraban sus cuerpos requemados y ennegrecidos por la playa, para ir a perecer a la sombra del templo, sin esperanza de alcanzar jamás la de sus muros. Multitud de ellos caían muertos mientras avanzaban a rastras. Otros, vivos aún, agitaban débilmente la mano para espantar a los buitres que les sobrevolaban más y más cerca a cada pasada, arrancaban jirones de mísera carne de los huesos aún vivos de la enloquecida víctima, y retrocedían con un chillido de desencanto ante el escaso e insulso bocado que se llevaban.
Muchos otros, llevados de su falso y fanático celo, trataban de redoblar sus tormentos arrastrándose por la playa con las manos y las rodillas; pero esas manos, atravesadas con clavos, y esas rodillas, raspadas literalmente hasta el hueso, luchaban débilmente en medio de la arena, con los esqueletos, los cuerpos que no tardarían en serlo y los buitres que se encargarían de ello.
Immalee contuvo el aliento, como si hubiese inhalado los efluvios abominables de esta masa de putrefacción que, según se dice, contamina las playas cercanas al templo de Juggernaut como una pestilencia.
Junto a esta pavorosa escena, pasó un desfile, cuyo esplendor provocaba un llamativo y terrible contraste con la nauseabunda, ruinosa, desolación de la vida animal e intelectual, en medio de la cual avanzaba su airosa, centelleante y oscilante pompa. Una enorme estructura, más parecida a un palacio moviente que a una carroza triunfal, daba cobijo a la imagen de Juggernaut, y era arrastrada por la fuerza conjunta de mil seres humanos, sacerdotes, víctimas, brahmanes, faquires y demás. A pesar de este tiro impresionante, el impulso era tan desigual que el edificio entero oscilaba y se bamboleaba de vez en cuando, y esta singular unión de inestabilidad y esplendor, de temblona decadencia y magnificencia terrible, daba una fiel imagen del ostentoso exterior y la vaciedad interior de su religión idólatra. Mientras desfilaba el cortejo, deslumbrante en medio de la desolación, triunfante en medio de la muerte, las multitudes corrían de vez en cuando a postrarse bajo las ruedas de la enorme maquinaria que, sin detenerse, las aplastaba y despedazaba; otros «se cortaban con cuchillos y lancetas según sus costumbres», y no considerándose merecedores de morir bajo las ruedas de la carroza del ídolo, trataban de propiciárselo tiñendo las rodadas con su sangre; sus parientes y amigos gritaban de gozo al ver los ríos de sangre que teñían la carroza y su trayecto, y esperaban obtener beneficio por estos sacrificios voluntarios con tanta convicción, y quizá con tanta razón, como el creyente católico en la penitencia de san Bruno o en la enucleación de santa Lucía, o en el martirio de santa Úrsula y sus once mil vírgenes, que traducido significa el martirio de una sola mujer llamada Undecimilla, nombre que las leyendas católicas interpretan como Undecim Milla.
Siguió la procesión en medio de esa mezcolanza de ritos que caracteriza la idolatría de todos los países —mitad espléndida, mitad horrible—, apelando a la naturaleza y rebelándose contra ella a la vez, mezclando las flores con la sangre, y arrojando alternativamente niños enloquecidos y guirnaldas de rosas bajo el carro del ídolo.
¡Ése es el cuadro que apareció ante los ojos tensos e incrédulos de Immalee, mezcla de grandiosidad y horror, de gozo y sufrimiento, de flores aplastadas y cuerpos mutilados, de magnificencia que clamaba tortura para su triunfo, y vaho de sangre e incienso de rosas aspirados a un tiempo por las narices triunfales de un demonio encarnado que marchaba en medio de las ruinas de la naturaleza y los despojos del corazón! Immalee siguió mirando con horrorizada curiosidad. Vio, con ayuda del catalejo, a un muchacho sentado en la parte delantera del templo moviente que «ejecutaba una alabanza» al nauseabundo ídolo, con todas las atroces lubricidades del culto fálico. Su inimaginable pureza la protegió como un escudo de la más ligera conciencia del significado de este fenómeno. En vano la importunó el tentador con preguntas y alusiones y ofrecimientos de ilustración: la encontró fría, indiferente y hasta sin interés. El tentador rechinó los dientes y se mordió el labio en parenthèse. Pero cuando Immalee vio a las madres arrojar a sus hijos bajo las ruedas del carro, y volverse luego a contemplar la danza salvaje y desenfrenada de las almahs[44], y verlas, con los labios y con palmadas, llevar el ritmo del sonido de los cascabeles de plata que tintineaban en torno a sus delgados tobillos mientras sus hijos se retorcían en mortal agonía, dejó caer el catalejo, presa de horror, y exclamó:
—¡El mundo que piensa no siente! Jamás he visto a la rosa matar a su capullo.
—Pero sigue mirando —dijo el tentador—; observa ese edificio cuadrado de piedra, alrededor del cual hay reunidos unos cuantos vagabundos, y cuya cúspide está coronada por el tridente: es el templo de Mahadeva, una diosa que carece del poder y la popularidad del gran ídolo Juggernaut. Fíjate cómo se acercan a ella sus adoradores.
Immalee miró, y vio a unas mujeres que ofrecían flores, frutos y perfumes; algunas jóvenes le traían pájaros enjaulados a los que soltaban; otras, después de hacer votos por la seguridad de algún ausente, dejaban ir un vistoso barquito de papel, iluminado con cera, por las aguas cercanas de un río, pidiéndole que no se hundiese hasta que llegase a él.
Immalee sonrió complacida ante los ritos de esta inocente y graciosa superstición.
—Esta religión no es de tormento —dijo.
—Mira otra vez —dijo el desconocido.
Miró Immalee, y vio a esas mismas mujeres, cuyas manos habían librado a los pájaros de sus jaulas, colgando de las ramas de los árboles que daban sombra al templo de Mahadeva cestas que contenían a sus niños recién nacidos, donde los dejaban que pereciesen de hambre o devorados por las aves, mientras ellas danzaban y cantaban en honor a la diosa.
Otras llevaban a sus ancianos padres, al parecer con el más celoso y tierno cuidado, hasta la orilla del río, donde, después de ayudarles a realizar sus abluciones con todo el cariño filial y piedad divina, los abandonaban medio sumergidos en el agua para que los devorasen los cocodrilos, los cuales no dejaban que las desdichadas presas esperasen mucho tiempo su horrible muerte; mientras que otras eran depositadas en la jungla cercana a la orilla, donde encontraban un destino igualmente cierto y espantoso en las fauces de los tigres que la infestaban, y cuyos rugidos acallaban al punto los débiles gemidos de sus víctimas indefensas.
Immalee se dejó caer al suelo ante este espectáculo, y tapándose los ojos con ambas manos, permaneció muda de aflicción y de horror.
—Mira otra vez —dijo el desconocido—; no todos los ritos de las religiones son tan sangrientos.
Otra vez miró Immalee, y vio una mezquita islámica erguida con todo el esplendor que acompañó a la primera introducción de la religión de Mahoma entre los hindúes. Alzaba sus doradas cúpulas, sus cincelados minaretes y sus enhiestos pináculos, con toda la riqueza y profusión que la decorativa imaginación de la arquitectura oriental, a un tiempo luminosa y exuberante, grandiosa y etérea, se complace prodigar en sus obras predilectas.
Un majestuoso grupo de musulmanes acudía a la mezquita a la llamada del muecín. Alrededor del edificio no se veía árbol ni arbusto ninguno; no recibía sombra ni ornamento de la naturaleza; carecía de esas sombras suaves y matizadas que parecen unir a las criaturas y las obras de Dios para gloria de éste, y exhortan a la inventora magnificencia del arte y a la espontánea amabilidad de la naturaleza a exaltar al Autor de ambas cosas; se alzaba aislada, obra y símbolo de manos vigorosas y espíritus orgullosos, como parecían ser los de los que se acercaban en calidad de adoradores. Sus rostros elegantes y pensativos, sus atuendos majestuosos, sus airosas figuras, contrastaban enormemente con la expresión torpe, postura agachada y semidesnuda escualidez de algunos pobres hindúes que, sentados sobre sus nalgas, se estaban comiendo su ración de arroz en el momento de pasar los musulmanes camino de sus devociones. Immalee los miró con cierta mezcla de temor y placer, y empezó a pensar que debía de haber algo bueno en la religión que estos seres de noble aspecto profesaban. Pero antes de entrar en la mezquita, maltrataron y escupieron a los inofensivos y aterrados hindúes; les golpearon con el plano de sus sables y, llamándoles perros de los idólatras, les maldijeron en nombre de Dios y del profeta. Immalee, sublevada e indignada ante tal escena, aunque no podía oír las palabras que la acompañaron, exigió una explicación de dicha actitud.
—Su religión —dijo el desconocido— les ordena odiar a todo el que no adore lo que ellos adoran.
—¡Ay! —exclamó Immalee llorando—, ¿no es ese odio que su religión enseña una prueba de que la suya es la peor? Pero ¿por qué —añadió, cor semblante iluminado con toda la espontánea y vivaz inteligencia de su admiración, mientras se ruborizaba ante sus recientes temores—, por qué no, entre ellos a alguno de los seres amables cuyos vestidos son diferentes, a los que tú llamas mujeres? ¿Por qué no van ellas a adorar también?, ¿o es que ellas tienen una religión más amable?
—Esa religión —replicó el desconocido— no es muy benévola con esos seres, entre los que tú eres el más hermoso; enseña que los hombres tendrán varias compañeras en el mundo de las almas; tampoco dice claramente si las mujeres llegarán a él. Allá puedes ver a algunos de esos seres excluidos, vagando entre aquellas piedras que señalan el lugar de sus muertos, repitiendo oraciones por los difuntos, sin atreverse a esperar reunirse con ellos; ya otros, viejos indigentes, sentados a la puerta de la mezquita, leyendo en voz alta pasajes del libro que tienen sobre sus rodillas (que ellos llaman Corán) con la esperanza de recibir una limosna, no de inspirar devoción.
A estas palabras desoladoras, Immalee, que había esperado en vano encontrar en alguno de estos sistemas la esperanza o consuelo que su puro espíritu vívida imaginación ansiaban por igual, sintió un indecible encogimiento del alma ante la religión que así se le describía, y que mostraba tan sólo un cuadro pavoroso de crueldad y de sangre, de inversión de todo principio de la naturaleza, y de ruptura de todo lazo del corazón. Se dejó caer al suelo, y exclamó:
—No existe ningún Dios si no hay otro que el de ellos.
Luego, levantándose como para echar una última ojeada, con la desesperada esperanza de que fuese todo una ilusión, descubrió un edificio pequeño: Oscuro a la sombra de las palmeras, y coronado por una cruz; y sorprendida por la discreta sencillez de su aspecto y el escaso número y pacífica actitud de los pocos que se acercaban a él, exclamó que ésa debía de ser una nueva religión, y preguntó anhelante su nombre y sus ritos. El desconocido mostró cierto desasosiego ante el descubrimiento que ella había hecho, y lo reveló más grande aún al contestar a las preguntas que se le formulaban; pero se las hacía con tan insistente y persuasiva porfía, y la hermosa criatura que le urgía pasaba con tanta naturalidad del dolor profundo y reflexivo a la infantil aunque inteligente curiosidad, que no le habría sido posible a hombre ninguno, ni a criatura más o menos humana, resistirle.
Su semblante encendido, cuando se volvió hacia él con una expresión mitad impaciente, mitad suplicante, era sin duda el «de un niño apaciguado que sonríe a través de sus lágrimas»[45]. Puede que actuara también otra causa en este profeta de maldiciones, y le hiciera pronunciar una bendición donde él quiso proferir un juramento; pero en eso no nos atrevemos a indagar, ni se sabrá plenamente hasta el día en que se revelen todos los secretos. Fuera como fuese, se sintió impulsado a confesar que era una nueva religión, la religión de Cristo, cuyos ritos y adoradores veía ella.
—Pero, ¿cuáles son los ritos? —preguntó Immalee—. ¿Matan a sus hijos, o a sus padres, para demostrar su amor a Dios? ¿Los cuelgan en cestos para que mueran allí, o los abandonan en la orilla de los ríos para que sean devorados por animales horribles y feroces?
—La religión que ellos profesan prohíbe todo eso —dijo el desconocido con desganada sinceridad—; les exige que honren a sus padres y que cuiden a sus hijos.
—Pero ¿por qué no arrojan de su iglesia a los que no piensan como ellos?
—Porque su religión les ordena ser mansos, benévolos y tolerantes; y no rechazar ni despreciar a los que no han alcanzado su luz más pura.
—Pero ¿por qué no se ve esplendor ni magnificencia alguna en su culto, ni nada grandioso o atractivo?
—Porque saben que Dios no puede ser adorado adecuadamente sino por corazones y manos inocentes; y aunque su religión concede toda esperanza al culpable penitente, no alienta con falsas promesas a suplantar el homenaje del corazón con devociones externas, o con una religión artificiosa y pintoresca la simple devoción a Dios, ante cuyo trono, aunque se derrumbase y se redujese a polvo el más orgulloso de los templos erigidos en su honor, el corazón seguiría encendido en el altar como víctima inextinguible y aceptable.
Mientras él hablaba, Immalee (movida quizá por un poder superior) inclinó su rostro resplandeciente a la tierra; luego, alzándolo con la expresión de un ángel recién nacido, exclamó:
—¡Cristo será mi Dios, y yo seré cristiana!
Nuevamente se inclinó en esa profunda postración que indica la conjunta sumisión del alma y el cuerpo, y permaneció en esta actitud de ensimismamiento tanto tiempo que, cuando se levantó, no notó la ausencia de su compañero: «Había desaparecido gruñendo; y con él se habían ido las sombras de la noche».