But tell me to what saint, I pray,
What martyr; or what angel bright,
Is dedicated this holy day,
Which brings you here so gaily dight?
Dost thou not, simple Palmer; know,
What every child can tell thee here?
Nor saint nor angel claims this show,
But the bright season of the year.
J. STRUTT, Queenhoo Hall.
La única y hermosa habitante de la isla, aunque turbada ante la aparición de sus adoradores, recobró pronto su sosiego. No podía saber lo que era el miedo, ya que nada en el mundo en que vivía le había mostrado un aspecto hostil. El sol y las sombras, las flores y el follaje, los tamarindos y las higueras que sustentaban su encantada existencia, el agua que bebía, maravillándose al ver el bellísimo ser que parecía beber cada vez que ella lo hacía, los pavos reales que extendían sus ricos y espléndidos plumajes cuando la veían, y el piquituerto que se posaba en su hombro o su mano cuando paseaba, y respondía a su dulce voz con trinos imitadores…, todas estas cosas eran sus amigos, y no conocía otros.
Las figuras humanas que a veces se acercaban a la isla le producían un leve sobresalto; pero era más de curiosidad que de alarma: sus gestos mostraban tanta veneración y mansedumbre, y eran tan gratas sus ofrendas de flores en las que ella se complacía, y tan silenciosas y pacíficas sus visitas, que los miraba sin recelo, preguntándose tan sólo, cuando se alejaban, cómo podían andar por encima del agua sin hundirse, y cómo criaturas de piel tan oscura y facciones tan poco atractivas crecían entre las hermosas flores que le ofrendaban como producto de su tierra. Podría suponerse que estos detalles impresionaban su imaginación, suscitándole ideas terribles; pero la periódica regularidad de tales fenómenos, en el clima en que ella habitaba, los privaba de sus terrores para quien se había acostumbrado a ellos como a la alternancia de la noche y el día, no podía recordar la terrible impresión de la primera vez y, sobre todo, no había oído nunca a otro expresar estos mismos terrores, causa original del temor en la mayoría de los espíritus. Jamás había experimentado dolor, no tenía idea de la muerte: ¿cómo, pues, podía saber lo que era el miedo?
Cuando el noroeste, como suele llamárselo, visitaba la isla, con todo su terrible acompañamiento de tenebrosa oscuridad, nubes de polvo sofocante y truenos como trompetas del Juicio, se resguardaba ella entre las frondosas columnatas de la higuera de Bengala, ignorante del peligro, contemplaba cómo los pájaros se cubrían con sus alas ocultando la cabeza, y escuchaba el ridículo terror de los monos mientras saltaban de rama en rama con sus crías. Cuando el rayo fulminaba algún árbol, ella lo miraba como un niño miraría los fuegos artificiales disparados por diversión; pero al día siguiente lloraba al observar que no volvían a crecer hojas en el tronco carbonizado. Cuando caían las lluvias torrenciales, las ruinas de la pagoda le proporcionaban cobijo; y se sentaba a escuchar el fragor de las olas poderosas y los murmullos de las turbadas profundidades, hasta que su alma adquiría el color de la asombrosa y espléndida imaginería que la rodeaba, y creía que ella misma se precipitaba a la tierra con el diluvio, arrastrada como una hoja por la catarata, se hundía en los abismos del océano, y salía nuevamente a la luz a caballo de las enormes olas como si surgiese a lomos de una ballena, ensordecida por el rugido, aturdida por la avalancha, hasta que el terror y el placer se fundían en ese temible ejercicio de imaginación. Así vivía, como una flor en medio del sol y de la tormenta, floreciendo a la luz, plegándose bajo los chaparrones, y extrayendo de uno y otra los elementos de su dulce y silvestre existencia. Y ambos parecían fundir benignamente sus influencias en ella como si fuese un ser amado por la naturaleza, aun en sus momentos irritados, y ordenase a la tormenta que la cuidara, y al diluvio que no castigara el arca de su inocencia, a fin de que flotase sobre las aguas. Esta existencia feliz, mitad física, mitad imaginativa, aunque ni intelectual ni apasionada, había discurrido hasta el decimoséptimo año de esta hermosa y apacible criatura, cuando ocurrió una circunstancia que cambió su curso para siempre.
La noche del día en que los indios se marcharon, se hallaba Immalee —pues éste era el nombre que sus oferentes le dieron— en la playa, cuando se acercó a ella un ser distinto de los que había visto hasta entonces. El color de su rostro y de sus manos era más parecido al suyo que el de aquellos a los que acostumbraba ver; pero sus ropas (que eran europeas), extrañas, irregulares, con su desfigurada protuberancia en las caderas (era la moda del año 1680), le inspiraron una mezcla de ridículo, desagrado y admiración, que sus hermosas facciones sólo pudieron expresar mediante una sonrisa: esa sonrisa innata del rostro, del que ni siquiera podía borrarla la sorpresa.
Se acercó el desconocido, y la hermosa visión se aproximó también, pero no como una mujer europea con ligeras y graciosas flexiones, y menos aún como una joven india con sus profundos salams, sino como una joven gacela, toda vivacidad, timidez, confianza y recelo, expresados a la vez en un solo gesto. Se incorporó de un salto en la arena, echó a correr hacia su árbol favorito; regresó de nuevo con su escolta de pavos reales, que desplegaron sus colas soberbias con una especie de movimiento instintivo —como si percibieran el peligro que amenazaba a su protectora— y, palmoteando con alborozo, pareció invitarle a compartir con ella el placer que sentía al ver la nueva flor que había brotado en la arena.
Avanzó el desconocido y, para total asombro de Immalee, se dirigió a ella en una lengua de la que recordaba algunas palabras de su infancia, habiéndose esforzado inútilmente en enseñar a los pavos reales, loros y piquituertos a contestar con los sonidos correspondientes. Pero, debido a la falta de práctica, su lengua se había vuelto tan limitada, que se sintió complacida al oír sus más intrascendentes sonidos pronunciados por labios humanos; y cuando dijo el desconocido, según la costumbre de la época:
—¿Cómo estáis, hermosa doncella?
Immalee contestó:
—Dios me ha creado —recordando las palabras del catecismo que un día aprendieran a recitar sus labios infantiles.
—Jamás ha hecho Dios criatura más hermosa —replicó él tomándole la mano y fijando en ella sus ojos, que aún ardían en las cuencas del taimado engañador.
—¡Oh, sí! —respondió Immalee—; ha hecho muchas cosas más hermosas. La rosa es más roja que yo, la palmera es más alta que yo, y las olas son más azules que yo. Pero todo cambia, y yo no cambio. Me he hecho más grande y más fuerte, y la rosa se marchita cada seis lunas; y la roca se agrieta y se cuartea cuando la tierra se estremece; y las olas se abaten furiosas hasta que se vuelven grises y muy distintas del hermoso color que tienen cuando la luna danza sobre ellas y envía las jóvenes y quebradas ramas de su luz a besar mis pies cuando estoy en la blanda arena. He tratado de cogerlas todas las noches, pero se rompen en mi mano en el momento en que la hundo en el agua.
—¿Y has conseguido coger las estrellas? —dijo el desconocido sonriendo.
—No —contestó la inocente criatura—, las estrellas son flores del cielo, y los rayos de la luna son las ramas y los troncos. Pero aunque son muy brillantes, sólo florecen de noche, y yo prefiero las flores que puedo coger y trenzar en mi pelo. Cuando me he pasado toda la noche solicitando a una estrella, y me escucha y desciende, saltando como un pavo real de su nido, se oculta casi siempre juguetona entre los mangos y tamarindos donde cae; y, aunque la busco hasta que la luna palidece y se cansa de alumbrarme, nunca consigo encontrarla. Pero ¿de dónde vienes? No eres escamoso y mudo como los que viven en el agua y muestran sus extrañas siluetas cuando me siento en la orilla, a la puesta del sol; ni eres oscuro y pequeño como los que vienen a mí, cruzando el agua, desde otros mundos, en casas que pueden estar sobre las profundidades, y andar veloces con sus patas hundidas en el agua. ¿De dónde vienes? No eres tan brillante como las estrellas que viven en el mar azul que hay encima de mí, ni tan deforme como ésas que se agitan en ese otro mar más oscuro que tengo a mis pies. ¿Dónde has crecido, y cómo has venido hasta aquí? No hay canoa en la arena; y aunque las conchas llevan a los peces que viven en ellas con toda ligereza sobre las aguas, no podrían nunca llevarme a mí. Cuando pongo el pie en su ondulado borde púrpura y carmesí, se hunden en la arena.
—Hermosa criatura —dijo el desconocido—: Vengo de un mundo donde hay miles como yo.
—Eso es imposible —dijo Immalee—, porque yo vivo aquí sola, y los demás mundos deben ser como este.
—Sin embargo, es cierto lo que te digo —dijo el desconocido.
Immalee se quedó callada un momento, como haciendo el primer esfuerzo de reflexión empeño bastante doloroso para un ser cuya existencia estaba compuesta de aciertos afortunados e impulsos irreflexivos, y luego exclamó:
—Nosotros debemos de haber brotado en el mundo de las voces, pues entiendo lo que tú dices mejor que los trinos de los piquituertos o el grito del pavo real. Debe de ser un mundo delicioso donde todos hablan… ¡Cómo me gustaría que mis rosas brotaran en el mundo de las respuestas!
En ese momento, el desconocido dio muestras de hambre, que Immalee entendió al instante, y le dijo que la siguiera a donde el tamarindo y la higuera ostentaban sus frutos; donde la corriente era tan clara que podían contarse las conchas purpúreas de su lecho, y donde ella cogía con la cáscara de un coco el agua fresca que manaba bajo la sombra de un mango. De camino, le dio toda la información sobre sí que pudo. Le dijo que era hija de una palmera, bajo cuya sombra había tenido conciencia de su existencia, pero que su madre había envejecido y había muerto hacía tiempo; que era muy vieja, ya que había visto marchitarse en sus tallos muchas rosas; y aunque otras venían a sustituirlas, no le gustaban tanto como las primeras, que eran mucho más grandes y brillantes; que, en realidad, todo crecía menos últimamente, porque ahora podía alcanzar el fruto que antes tenía que esperar a que cayese al suelo; pero que el agua, en cambio, había subido, porque antes se veía obligada a beber con las manos y rodillas en el suelo, mientras que ahora podía cogerla con una cáscara de coco. Finalmente, añadió, era mucho más vieja que la luna, porque la había visto disminuir hasta hacerse más débil que la luz de una luciérnaga; y la que ahora les alumbraba menguaría también, y su sucesora sería tan pequeña que no volvería a darle el nombre que le puso a la primera: Sol de la Noche.
—Pero —dijo el que la acompañaba—, ¿cómo puedes hablar una lengua que no has aprendido de tus piquituertos y tus pavos reales?
—Te lo voy a decir —dijo Immalee, con un aire de solemnidad que su belleza e inocencia hacían a la vez ridículo e imponente, en el que la traicionaba una ligera tendencia a ese deseo de maravillar que caracteriza a su exquisito sexo—: Mucho, mucho antes de que naciera, vino un espíritu a mí del mundo de las voces, y me susurró sonidos que nunca he olvidado.
—¿De verdad? —dijo el desconocido.
—¡Oh, sí!, mucho antes de que fuera yo capaz de coger un higo o de recoger agua con la mano; así que debió de ser antes de que naciera. Cuando naci no era tan alta como un capullo de rosa que intenté coger; ahora estoy tan cerca de la luna como la palmera… a veces cojo sus rayos antes que ella. Así que debo de ser muy vieja, y muy alta.
A estas palabras, el desconocido, con una expresión indescriptible, se recostó contra un árbol. Observaba a esta criatura encantadora y desamparada, mientras rechazaba la fruta y el agua que ella le ofrecía, con una mirada que, por primera vez, denotaba compasión. El sentimiento del desconocido no se demoró mucho tiempo en un terreno al que no estaba acostumbrado. Su expresión se transformó muy pronto en una mirada medio irónica, medio diabólica, que Immalee no fue capaz de interpretar.
—¿Y vives sola aquí —dijo—, y has vivido en este hermoso lugar sin compañía?
—¡Oh, no! —dijo Immalee—: Tengo una compañía que es más hermosa que todas las flores de la isla. No hay pétalo de rosa que caiga en el río que sea tan resplandeciente como sus mejillas. Vive bajo el agua, pero sus colores son muy brillantes. Ella me besa también, pero sus labios son muy fríos; y cuando la beso yo, parece danzar, y su belleza se deshace en mil rostros que me van sonriendo como estrellitas. Pero aunque ella tenga mil caras, y yo sólo una, hay una cosa que me confunde. Sólo hay un arroyo donde ella viene a mí, y es uno que no cubren las sombras de los árboles; y no puedo verla más que cuando brilla el sol.
Entonces, cuando la veo en el agua, la beso de rodillas; pero mi amiga ha crecido tanto que a veces me gustaría que fuese más pequeña. Sus labios son tan grandes que le doy mil besos por cada uno que ella me da a mí.
—¿Y esa compañía que tienes, es en realidad hombre o mujer? —preguntó el desconocido.
—¿Qué es eso? —dijo Immalee.
—Quiero decir, de qué sexo es esa compañía.
Pero a esta pregunta no pudo obtener respuesta satisfactoria; y sólo cuando volvió al día siguiente, al visitar la isla otra vez, descubrió que la amiga de Immalee era lo que él sospechaba. Descubrió a la encantadora e inocente criatura inclinada sobre el arroyo que reflejaba su imagen, a la que galanteaba con mil espontáneas y graciosas actitudes de alegre ternura. El desconocido la miró un rato, y unos pensamientos que habrían sido difíciles de comprender para un hombre dieron sus diversas expresiones a su semblante. Era la primera víctima a la que miraba con cierto escrúpulo. La alegría, también, con que Immalee le acogió, casi despertó sentimientos humanos en un corazón que había renunciado a ellos hacía tiempo; y, por un instante, experimentó la misma sensación que su señor cuando visitó el paraíso: lástima por las flores que había decidido marchitar para siempre. La miró mientras correteaba a su alrededor con los brazos extendidos y los ojos juguetones; y suspiró, al darle ella la bienvenida con palabras de tan dulce espontaneidad como cabía esperar de un ser que hasta aquí no había conversado sino con la melodía de los pájaros y el murmullo de las aguas. Con toda su ignorancia, sin embargo, no pudo por menos de testimoniar su asombro ante la llegada del desconocido sin un medio visible de transporte. Éste eludió contestarle sobre el particular; pero dijo:
—Immalee, vengo de un mundo muy distinto de éste en el que vives tú, entre flores inanimadas y pájaros sin pensamiento. Vengo de un mundo donde todos, al igual que yo, piensan y hablan.
Immalee se quedó muda de asombro y placer durante un rato. Por fin exclamó:
—¡Oh, cómo deben quererse!; yo también quiero a mis pobres pájaros y flores, y a los árboles que dan sombra, ¡y a las aguas que cantan para mí!
El desconocido sonrió:
—En todo ese mundo, quizá no haya un ser hermoso e inocente como tú. Es un mundo de sufrimiento, de pecado y de zozobra.
Fue muy difícil hacerle comprender el sentido de estas palabras; pero cuando lo entendió, exclamó:
—¡Ojalá pudiera yo vivir en ese mundo, porque haría felices a todos!
—Pero no puedes, Immalee —dijo el desconocido—; ese mundo es tan extenso que tardarías toda la vida en recorrerlo; y durante tu marcha, no podrías conversar sino con un pequeño número de sufrientes cada vez, y los males que soportan son en muchos casos de tal naturaleza que ni tú ni ningún poder humano podría aliviarlos.
A estas palabras, Immalee prorrumpió en una agonía de lágrimas.
—Frágil pero adorable criatura —dijo el desconocido—, ¿podrían tus lágrimas curar las corrosiones de la enfermedad, refrescar el febril latido del corazón cancerado, o lavar el limo pálido de los apretados labios del hambre, o más aún, apagar el fuego de la pasión prohibida?
Immalee calló horrorizada ante esta enumeración, y sólo pudo balbucear que, allá donde fuera, llevaría sus flores y sus rayos de sol entre los que tenían salud, y todos se sentarían bajo la sombra de su tamarindo; en cuanto a la enfermedad y la muerte, hacía tiempo que estaba acostumbrada a ver marchitarse y morir las flores con la hermosa muerte de la naturaleza.
—Y quizá —añadió, tras una breve reflexión—, como he visto a menudo que retienen su delicioso perfume aun después de haberse marchitado, quizá todo lo que piensa viva también después que su forma se haya marchitado, y es ése un pensamiento alegre.
De las pasiones dijo que no sabía nada, y no podía sugerir ningún remedio para un mal del que no sabía nada. Había visto marchitarse las flores al fin de la estación, pero no podía imaginar por qué la flor tenía que destruirse.
—Pero ¿no has visto nunca un gusano en una flor? —dijo el desconocido con la sofistería de la corrupción.
—Sí —contestó Immalee—, pero el gusano no era de la flor, sus propios pétalos no habrían podido perjudicarla.
Esto les llevó a una discusión, que la inexpugnable inocencia de Immalee, aunque acompañada de ardiente curiosidad y viva perspicacia, hizo perfectamente inofensiva para ella. Sus alegres e inconexas respuestas, su inquieta excentricidad de imaginación, sus agudas y penetrantes aunque mal compensadas armas intelectuales y, sobre todo, su instintivo e infalible tacto en cuanto a lo que estaba bien o mal, componían en conjunto una estrategia que desbarataba y desconcertaba al tentador más que si se hubiese enfrentado a la mitad de los polemistas de las academias europeas ge ese tiempo. Estaba muy versado en la lógica de las escuelas, pero en esta lógica de la naturaleza y el corazón era «la ignorancia en persona». Se dice que el «intrépido león» se humilla ante «una doncella orgullosa de su pureza». Iba el tentador a retirarse contrariado cuando vio que las lágrimas asomaban a los ojos brillantes de Immalee, y captó un oscuro e instintivo presagio en su inocente pesar.
—¿Lloras, Immalee?
—Sí —dijo la hermosa criatura—, siempre lloro cuando veo que el sol se oculta detrás de las nubes; y tú, sol de mi corazón, ¿vas a ocultarte también?, ¿no volverás a salir? —y con la graciosa confianza de la inocencia pura, posó sus rojos y deliciosos labios sobre la mano de él mientras decía—: ¿No volverás a salir? Ya no amaré mis rosas ni mis pavos reales si tú no vuelves; porque no pueden hablarme como tú, ni pueden hacerme pensar; en cambio tú puedes hacerme pensar mucho. ¡Oh!, me gustaría tener muchos pensamientos sobre el mundo que sufre, del que has venido; porque creo que vienes de él; pues hasta que no te he visto, no he sentido dolor alguno, sino placer. Pero ahora todo se me vuelve dolor, pensando que no volverás.
—Volveré —dijo el desconocido—, hermosa Immalee; y te mostraré, a mi regreso, una imagen de ese mundo del que vengo, y del que pronto serás moradora.
—Pero te veré en él, ¿verdad? —dijo Immalee—; ¿o cómo podré expresar pensamientos?
—Sí, sí, por supuesto.
—Pero ¿por qué repites las mismas palabras dos veces?; con una sería suficiente.
—Sí; es verdad.
—Entonces toma esta rosa, y aspiremos juntos su perfume, como le digo a mi amiga del manantial cuando me inclino para besarla; pero mi amiga retira su rosa antes de que yo la haya olido, y yo le dejo la mía sobre el agua. ¿Quieres llevarte mi rosa? —dijo la hermosa suplicante, inclinándose hacia él.
—Sí quiero —dijo el desconocido; y tomó una flor del ramo que Immalee sostenía ante él.
Era una rosa marchita. La arrancó y la ocultó en su pecho.
—¿Y vas a marcharte sin canoa, por el mar oscuro? —dijo Immalee.
—Nos volveremos a encontrar, y será en el mundo del sufrimiento —dijo el desconocido.
—Gracias… gracias —repitió Immalee, mientras le veía adentrarse audazmente en las olas. El desconocido se limitó a contestar «nos volveremos a ver» dos veces mientras se alejaba; lanzó una mirada a la hermosa y solitaria criatura; un atisbo de humanidad aleteó en torno a su corazón…, pero se sacó violentamente la rosa marchita del pecho, y contestó al brazo que se agitaba en de pedida y a la angelical sonrisa de Immalee:
—Nos volveremos a ver.