Capítulo XIV

Unde iratos deos timen, qui sic

propitios merentur?

SÉNECA

Cuando desperté, le vi de pie junto a mi jergón.

—Levántate —dijo—; come y bebe, para que la fuerza vuelva a ti.

Señaló, mientras hablaba, una pequeña mesa colmada de alimentos sencillos, cocinados con la mayor simplicidad. Sin embargo, consideró necesario excusarse por ofrecerme esta comida frugal…

—Yo —dijo— no como carne de ningún animal, salvo en luna nueva y en días especiales; no obstante, he cumplido ciento siete años; sesenta de ellos los he pasado en la cámara donde me viste. Rara vez subo a la cámara superior de esta casa, excepto en ocasiones como ésta, o quizá para rezar, con la ventana abierta hacia el este, para alejar la ira de Jacob y pedir el retorno de Sión de su cautividad. Bien dice el físico:

Aer exclusus confert ad longevitatem.

Tal ha sido mi vida, como te digo. La luz del cielo se ha ocultado a mis ojos, y la voz del hombre es para mis oídos como la voz del extranjero, salvo la que es de mi propia nación, que llora por los sufrimientos de Israel; sin embargo, no se ha soltado el cordón de plata ni se ha roto la alcuza de oro; y aunque mis ojos se apagan, mi fuerza natural no mengua. Mientras hablaba, mis ojos estaban respetuosamente pendientes de la venerable majestuosidad de su patriarcal figura, y me pareció como si contemplara la encarnación de la vieja ley en toda su severa sencillez: la grandeza inflexible y la antigüedad primordial.

—¿Has comido, y estás lleno? Levántate, entonces, y sígueme.

Bajamos al sótano, donde vi que la lámpara estaba siempre encendida y señalando los pergaminos que había sobre la mesa, dijo Adonijah:

—Éste es el asunto para el que necesito tu ayuda; reunirlos y transcribirlos ha sido labor de más de media vida, prolongada más allá de los límites asignados a los mortales; pero —señaló ahora sus ojos cavernosos y enrojecidos— estos que miran desde sus ventanas empiezan a enturbiarse, y me doy cuenta de que necesito la mano hábil y el ojo claro de la juventud. Por tanto, habiéndome certificado nuestro hermano que eras un joven capaz de manejar la pluma del escriba, y que además necesitabas buscar un lugar de refugio y un fuerte muro de defensa contra las asechanzas que tus hermanos tienden a tu alrededor, consentí que vinieras a cobijarte bajo mi techo y que comieses de los alimentos que he dispuesto ante ti, y todo cuanto tu alma desee, salvo las cosas abominables que la ley del profeta prohíbe; y que debías recibir además un salario como sirviente contratado.

Os sonreiréis, señor, pero aun en mi desventurada situación, sentí un ligero aunque doloroso rubor en mis mejillas, ante la idea de que un cristiano, y par de España, se convirtiese en amanuense asalariado de un judío. Adonijah prosiguió:

—Después, cuando haya completado mi labor, iré a reunirme con mis padres, confiando, con la Esperanza de Israel, en que mis ojos contemplarán al rey en su belleza; y verán un país de dilatadas extensiones. Y tal vez —añadió con una voz que la aflicción volvía solemne, dulce y trémula—, tal vez encuentre allí, en bienaventuranza, a aquellos de quienes me he separado con dolor: contigo, Zacarías, hijo de mi carne, y contigo, Leah, esposa de mi corazón —dirigiéndose a dos de los mudos esqueletos que estaban de pie, allí cerca—. Y ante el Dios de nuestros padres, se reunirán los redimidos de Sión… y se abrazarán para no separarse nunca más.

Tras estas palabras, cerró los ojos, alzó las manos, y pareció sumirse en una oración interior. La pena me había disipado, quizá, los prejuicios (desde luego, me había ablandado el corazón), y en ese momento me sentí medio convencido de que un judío podía entrar y ser acogido en la familia y grey de los bienaventurados. Este sentimiento despertó mis simpatías humanas, y le pregunté, con sincera ansiedad, cuál había sido la suerte de Salomón el judío, a quien, al darme protección, le había acaecido la desgracia de ser visitado por los inquisidores.

—Tranquilízate —dijo Adonijah, haciendo un gesto con su huesuda y arrugada mano, como desechando un asunto ante sus actuales sentimientos—; nuestro hermano Salomón no está en peligro de muerte; ni será despojado de sus bienes. Si nuestros enemigos son poderosos, nosotros lo somos también, cuando nos enfrentamos a ellos con nuestra riqueza y nuestra sabiduría. Jamás descubrirán tu evasión, e ignorarán tu existencia sobre la faz de la tierra, de modo que escúchame con atención y atiende a lo que voy a contarte.

No conseguí hablar; pero mi expresión de muda y suplicante ansiedad habló por mí.

—Anoche dijiste palabras —dijo Adonijah— que, aunque no recuerdo exactamente, llenaron mis oídos de inquietud; mis oídos, que no vibraban con tales sonidos desde hace cuatro veces el período de tu juventud. Dijiste que habías sido asediado por un poder que te tentó a renunciar al Altísimo, al que tanto el judío como el cristiano confiesan adorar; y que declaraste que aunque hubieran prendido la hoguera a tus pies, escupirías al tentador y pisotearías su ofrecimiento, aunque tuvieras que hollar el carbón que los hijos de Domingo encienden bajo tus plantas desnudas.

—Sí —exclamé—; sí… y lo haría; y que Dios me ayude en ese trance.

Adonijah guardó silencio un momento, como si deliberase entre considerar esto un arrebato de apasionamiento o una prueba de energía mental. Finalmente pareció inclinarse por lo segundo, aunque todo hombre de edad muy avanzada propende a tomar todo síntoma de emoción más como muestra de debilidad que de sinceridad.

—Entonces —dijo, tras un silencio solemne y prolongado—, entonces conoces el secreto que ha sido un peso para el alma de Adonijah, aunque su desesperada soledad es como una carga para el alma del que atraviesa el desierto, al que nadie acompaña en su camino ni consuela con su voz. He trabajado desde mi juventud hasta ahora, y veo que el tiempo de mi liberación está al alcance de la mano; sí, y que muy pronto se cumplirá.

En los días de mi niñez, llegó a mis oídos el rumor de que había sido enviado a la tierra un ser para tentar a judíos y nazarenos, y aun a los discípulos de Mahoma (cuyo nombre maldice la boca de nuestra nación), ofreciendo la liberación en los trances de mayor necesidad y angustia, en términos tales que mis labios no se atreven a expresar, aun cuando no hay aquí otros oídos que los tuyos. Te estremeces… veo que eres sincero, al menos, en tu fe y tus errores. Oí esa historia, y mis oídos la acogieron como el alma del sediento bebe en ríos de agua, dado que tenía el cerebro lleno de vanas fantasías originadas por las fábulas de los gentiles, y soñaba, en la perversidad de mi espíritu, con ver, sí, y con conocer y entrar en tratos con ese ser malvado y poderoso. Al igual que nuestros padres en el paraíso, desprecié el alimento del ángel, y codicié manjares prohibidos, y hasta la comida de los hechiceros egipcios. Y mi presunción fue reprendida como ves: sin hijo, sin esposa, sin amigos, con la última etapa de mi existencia prolongada más allá de los límites de la naturaleza: así estoy ahora; y aparte de ti, sin nadie que consigne sus vicisitudes. No quiero turbarte ahora con la historia de mi azarosa vida; sólo te diré que los esqueletos cuya presencia te hace temblar estuvieron un día vestidos de una carne mucho más perfecta que la tuya. Son de mi esposa y mi hijo, cuya historia no vas a escuchar en este momento; en cambio, sí debes oír la de esos otros dos —y señaló los dos esqueletos del lado opuesto, de pie en sus cajas—: Al regresar a mi país, o sea a España, si es que un judío puede decir que tiene país, me senté en esta silla y, tras encender esta lámpara, tomé en mi mano una pluma de escriba y prometí solemnemente que no se apagaría jamás esta lámpara, ni dejaría yo la silla, ni abandonaría este sótano, hasta haberla recogido en un libro y haberlo sellado con el sello del rey. Pero fui perseguido por quienes tienen fino olfato y son hábiles en la persecución, o sea los hijos de Domingo. Y me cogieron y me pusieron grillos en los pies; pero no pudieron leer mis escritos, porque estaban redactados en caracteres desconocidos para estas gentes idólatras y después de algún tiempo me soltaron, al no descubrir en mí motivo alguno de ofensa; me soltaron y no me molestaron más. Entonces juré al Dios de Israel que me había liberado de su esclavitud, que nadie sino el que pudiera leer estos caracteres los transcribiría jamás. Por otra parte, oré y dije: «¡Oh, Dios de Israel, que sabes que somos las ovejas de tu grey y que nuestros enemigos son lobos que merodean en torno nuestro y leones que rugen pensando en su presa nocturna, haz que un nazareno huido de sus manos y refugiado entre nosotros como pájaro arrojado del nido, avergüence las armas de los poderosos y se burle de ellos! Permite también, ¡oh Señor Dios de Jacob!, que se vea expuesto a las asechanzas del enemigo, como aquellos de quienes he escrito, y que le escupa después con su boca y lo arroje de sí con su pie, y pisotee al tentador como le pisotearon ellos a él; y después, deja que mi alma descanse al fin». Así oré… y mi oración fue escuchada; porque, como ves, estás tú aquí.

Al oír estas palabras me vino un horrible presentimiento, como una pesadilla del corazón. Miré alternativamente a mi interlocutor y a la desesperada tarea. ¿No bastaba tener que llevar dentro de mí, en la urna de mi corazón, ese horrible secreto? Obligarme a esparcir sus cenizas, y hurgar en el polvo de otros con el mismo propósito de sacarlo impíamente a la luz, me sublevaba lo que no es posible decir ni expresar. Al posar mis ojos descuidadamente en los manuscritos, vi que estaban escritos en español, aunque con caracteres griegos: modo de escritura que, como es fácil imaginar, debió de ser tan ininteligible para los oficiales de la Inquisición como los jeroglíficos de los sacerdotes egipcios. Su ignorancia, encastillada en su orgullo y escudada más fuertemente aún en la impenetrable reserva con que rodeaban sus más insignificantes procesos, les impidió confiar a nadie el hecho de que estaban en posesión de un manuscrito que no eran capaces de descifrar. Así que devolvieron los papeles a Adonijah y, en su propia lengua, «he aquí que vive seguro». Pero para mí, ésta era una empresa que me causaba un horror indecible. Me sentía como un eslabón de cadena, cuyo extremo, sujeto por una mano invisible, me arrastraba hacia la perdición; y ahora iba a convertirme en cronista de mi propia condenación.

Mientras pasaba yo las hojas con mano temblorosa, la figura imponente de Adonijah pareció dilatarse, presa de una emoción preternatural.

—¿Por qué tiemblas, hijo del polvo? —exclamó—; si has sido tentado, también lo fueron ellos… y si ellos descansan, también descansarás tú. No hay dolor espiritual ni corporal que hayas soportado, que no soportaran ellos antes de que nadie soñara con tu nacimiento. Muchacho, tu mano tiembla sobre páginas que no mereces tocar; sin embargo, debo emplearte, ya que te necesito. ¡Miserable eslabón, el de la necesidad, que mantiene juntos espíritus tan incompatibles! Quisiera que el océano fuese tinta para mí, y la roca mi página; y mi brazo, el mío, la pluma que escribiese en ella letras que durasen, como las montañas escritas, por los siglos de los siglos… como el monte Sinaí, y aquellas que aún conservan la inscripción: «Israel ha cruzado las aguas»[36].

Mientras hablaba, me puse a hojear otra vez los manuscritos.

—¿Aún tiembla tu mano? —dijo Adonijah—. ¿Aún vacilas en consignar la historia de aquellos cuyo destino ha quedado ligado al tuyo por un eslabón portentoso, invisible e indisoluble? Míralos ahí, junto a ti, pues aunque ya no tienen lengua, te hablan con esa elocuencia que es más poderosa que todas las elocuencias de las lenguas vivientes. Míralos ahí, a tu alrededor; sus brazos inmóviles y óseos te suplican como jamás suplicó ningún brazo de carne viva. Míralos hablándote sin palabras, y aunque muertos, vivos; y aunque en el abismo de la eternidad, llamándote, a tu lado, con voz mortal. ¡Escúchalos! Coge la pluma en tu mano, y escribe.

Cogí la pluma, pero no pude escribir ni una sola línea. Adonijah, en un transporte de éxtasis, sacó impulsivamente un esqueleto de su receptáculo y lo colocó ante mí.

—Cuéntale tú tu historia; puede que así te crea y la escriba.

Y sosteniendo el esqueleto con una mano, señaló con la otra, tan descolorida y huesuda como la del muerto, el manuscrito que yo tenía delante.

Era una noche de tormenta en el mundo que teníamos sobre nosotros; y aunque estábamos muy por debajo de la superficie de la tierra, el murmullo del viento que suspiraba por los pasadizos me llegó al oído como las voces de los difuntos, como las súplicas de los muertos. Involuntariamente fijé los ojos en el manuscrito que debía copiar, y ya no me fue posible apartarlos hasta que no hube concluido su extraordinario contenido.

Historia de los indios

Hay una isla en el mar de la India, a no muchas leguas de la desembocadura del Hoogly, que, por la peculiaridad de su situación y determinadas circunstancias internas, permaneció mucho tiempo ignorada de los europeos y sin ser visitada por los indígenas de las islas vecinas, salvo en alguna ocasión excepcional. Está rodeada de bajíos que hacen imposible la aproximación de embarcaciones de calado, y fortificada por rocas que son una amenaza para las ligeras canoas de los nativos, aunque la hacían aún más temible los terrores con que la superstición la había dotado. Existía una tradición según la cual fue allí donde se erigió el primer templo de la diosa negra Siva;[37] y su horrible efigie, con su collar de cráneos humanos, sus lenguas bífidas saliendo de sus veinte bocas de serpiente, sentada sobre una mullida maraña de víboras, recibió allí por vez primera, de sus adoradores, el sangriento homenaje de miembros mutilados y niños inmolados.

El templo se había derrumbado, y la isla había quedado medio despoblada a causa de un terremoto que había sacudido las costas de la India. Fue reconstruido, no obstante, por el celo de los adoradores, quienes empezaron a visitar de nuevo la isla, hasta que un tifón de furia sin precedentes incluso en aquellas rigurosas latitudes arrasó el lugar sagrado. Un rayo redujo a cenizas la pagoda; los habitantes, sus viviendas y sus plantaciones fueron barridos por la escoba de la destrucción, y no quedó ni rastro de humanidad, de cultivo o de vida en la isla desolada. Los adoradores consultaron a su imaginación sobre las causas de estas desgracias; y, sentados a la sombra de los cocoteros, leyeron las largas sartas de cuentas multicolores, y las atribuyeron a la ira de la diosa Siva por la creciente popularidad del culto a Juggernaut. Aseguraron que habían visto elevarse su imagen en medio de las llamas que consumieron el santuario y achicharraron a los adoradores que habían permanecido en él para protegerse, y creyeron firmemente que se había retirado a otra isla más feliz, donde podría gozar de sus festines de carne y sus ofrendas de sangre, sin ser molestada por el culto de una deidad rival. Y de este modo, la isla quedó desierta y sin habitantes durante años.

Las tripulaciones de las naves europeas, informadas por los nativos de que no había vida animal, ni vegetal, ni agua siquiera en su superficie, renunciaron a visitarla; y los indios de otras islas, al cruzar por delante de ella en sus canoas, lanzaban una mirada de melancólico temor a su desolación, y arrojaban algún objeto al mar, para aplacar la ira de Siva.

La isla, abandonada a sí misma de este modo, se volvió vigorosamente lujuriante, como algunos hijos desatendidos, que alcanzan más salud y fuerza que los mimados, los cuales mueren a causa del cuidado excesivo. Brotaron las flores, y espesó la floresta, sin una mano que la arrancara, unas pisadas que la hollaran o una boca que la probara, cuando algunos pescadores (que habían sido empujados por una fuerte corriente hacia la isla, aunque lucharon en vano con los remos y la vela para evitar la temible costa), tras murmurar mil plegarias para propiciarse a Siva, se vieron obligados a acercarse a la distancia de un remo. Y al regresar inesperadamente indemnes, contaron que habían oído una música tan exquisita que pensaron que alguna diosa, más benévola que Siva, había tomado sin duda este lugar por morada. Los pescadores más jóvenes añadieron que habían visto correr una figura femenina de belleza sobrenatural, la cual había desaparecido en el follaje que ahora cubría las rocas; y el espíritu devoto de los indios no dudó en considerar esta visión deliciosa una emanación encarnada de Visnú en una forma más hermosa que todas aquellas en que este dios se había aparecido anteriormente…, mucho más, al menos, que aquella cuyo avatar consistió en la figura de un tigre.

Los habitantes de las islas, tan supersticiosos como imaginativos, deificaron a su manera la visión de la isla. Los viejos adoradores, aunque la invocaban, seguían apegados a los ritos sangrientos de Siva y de Hari, y murmuraban sobre sus cuentas muchas promesas horrendas, que procuraban hacer efectivas clavándose cañas afiladas en los brazos y tiñendo de sangre sus cuentas mientras rezaban. Las muchachas acercaban sus ligeras canoas a la isla encantada hasta donde se atrevían, invocando a Camdeo[38] y enviaban barquitos de papel, encendidos con cera y cargados de flores, hacia su orilla, donde esperaban que su querida deidad fijara definitivamente su residencia. Los jóvenes, también, al menos los que estaban enamorados y amaban la música, se acercaron a la isla para pedir al dios Krisna[39] que la santificara con su presencia, y no sabiendo qué ofrecer a la deidad, le cantaban sus canciones salvajes, de pie en la proa de sus canoas, y después, arrojaban una figura de cera, con una especie de lira en la mano, hacia la playa de la desolada isla.

Durante muchas noches, pudieron verse estas canoas cruzándose unas con otras en el oscuro mar, como estrellas fugaces de las profundidades, con sus faroles de papel encendidos y sus ofrendas de flores y fruta que las manos temblorosas dejaban en la arena, y las más atrevidas subían en cestas de caña hasta las rocas; y con esta «humildad voluntaria», los sencillos isleños sentían alegría y devoción. Se observó, no obstante, que los adoradores volvían con impresiones bien distintas respecto al objeto de su adoración. Las mujeres todas se aferraban a sus remos, embargadas de honda admiración ante los dulces cánticos que surgían de la isla; y cuando cesaban, emprendían el regreso; y ya en sus cabañas, comentaban en voz baja aquellas «notas angelicales», para las que su propia lengua carecía de sonidos apropiados. Los hombres permanecían largo tiempo apoyados en sus remos, esperando vislumbrar fugazmente la figura que, según el relato de los pescadores, vagaba por allí; y tras ver frustrado este deseo, regresaban entristecidos. Poco a poco, la isla perdió su terrorífica fama; y a pesar de algunos viejos fieles, que consultaban sus cuentas teñidas de sangre y hablaban de Siva y de Hari, y aun sujetaban astillas encendidas con las manos quemadas y se clavaban en las partes más carnosas y sensibles del cuerpo afiladas puntas de hierro que compraban o robaban a las tripulaciones de los barcos europeos… y más aún, hablaban de colgarse de los árboles cabeza abajo hasta ser devorados por los insectos o calcinados por el sol, o llegar al delirio por la postura; a pesar de todo esto, que debía de ser muy conmovedor, la juventud siguió con la misma actitud: las muchachas ofreciendo sus guirnaldas a Camdeo, y los jóvenes invocando a Krisna, hasta que los viejos adoradores, desesperados, juraron visitar la isla maldita, que había trastornado a todo el mundo, y averiguar cómo debían reconocer y propiciar a la desconocida deidad, y si las flores, los frutos y las promesas amorosas y los latidos de los corazones jóvenes, debían sustituir a las ortodoxas y legítimas ofrendas de clavos hundidos en las manos hasta aparecer sus puntas en el dorso, y sedales insertos a los lados, sobre los que el penitente danzaba su agónica danza hasta que fallaban las cuerdas o su paciencia. En una palabra, estaban decididos a averiguar qué deidad era esa que no exigía sufrimiento ninguno a sus fieles… y llevaron a cabo su decisión de una manera digna de su propósito.

Unos ciento cuarenta individuos, tullidos por los rigores de su religión, incapaces de gobernar una vela ni de manejar un remo, embarcaron en una canoa dispuestos a pisar la que ellos llamaban isla maldita. Los nativos, embriagados de su santidad, se desnudaron, empujaron la embarcación por entre las olas, y luego, haciendo sus salams, les suplicaron que utilizaran al menos los remos. Los viejos adoradores, demasiado atentos a sus cuentas, y demasiado satisfechos de su importancia a los ojos de sus deidades predilectas, para admitir la menor duda sobre su seguridad, se pusieron en marcha, triunfales… con el resultado que es fácil suponer. La embarcación se inundó y se hundió en seguida, y la tripulación pereció sin un suspiro de lamentación; pero no fueron devorados por los cocodrilos de las sagradas aguas del Ganges, ni perecieron a la sombra de las cúpulas de la ciudad santa de Benarés, en cualquiera de cuyos casos su salvación habría sido indudable.

Este percance, evidentemente nefasto, obró a favor de la popularidad del nuevo culto. El viejo sistema perdía terreno día a día. Las manos, en vez de abrasarse en el fuego, se ocupaban tan sólo en recoger flores. Los clavos (con los que era costumbre que los devotos se atravesaran el cuerpo) perdieron su valor; y un hombre podía sentarse cómodamente sobre sus posaderas con la conciencia tan tranquila, y el humor tan sereno, como si tuviese ochenta debajo. Por otra parte, distribuían fruta a diario por la orilla de la isla favorita; las flores, también, cubrían las rocas con toda la deslumbrante exuberancia de colorido con que la flora de Oriente gusta ataviarse. Estaban esos lirios brillantes y espléndidos que, hasta hoy, ilustra la comparación entre ellos y Salomón, quien, con toda su pompa, no podía compararse a uno solo. Y estaba la rosa, que desplegaba su «paraíso de pétalos», y el capullo escarlata de la ceiba, cuya sin par «masa de esplendor vegetal» ha sido descrita voluptuosamente por un viajero inglés como un festín para los ojos y por último, las oferentes empezaron a imitar con creciente fuerza y melodía algunas de aquellas cadencias y dulces sones que cada brisa parecía traer a sus oídos mientras navegaban en sus canoas alrededor de la isla encantada.

Finalmente, ocurrió una circunstancia que confirmó su carácter sagrado, así como el de su moradora. Un joven indio que había ofrecido en vano a su amada el ramo místico, cuyas flores estaban ordenadas de modo que expresaban amor, dirigió su canoa hacia la isla para consultar su destino a su supuesta habitante; y mientras remaba, compuso una canción en la que manifestaba que su amada le desdeñaba como a un paria, pero que él la amaría aunque descendiese de la cabeza de Brahma; que su piel era más tersa que el mármol de los peldaños por los que se baja al estanque de un rajá, y sus ojos más brillantes que aquellos cuyas miradas observan a los extranjeros presuntuosos por entre las aberturas del bordado purdah[40] de un nabab; que era más excelsa a los ojos de él que la negra pagoda de Juggernaut, y más brillante que el tridente del templo de Mahadeva, cuando centelleaba bajo los rayos de la luna. Y como ambas cosas eran visibles en la orilla a sus ojos, mientras remaba en la suave y esplendorosa serenidad de la noche india, no es extraño que las incorporara a su canción. Por último, prometió que si accedía a favorecer sus deseos, le construiría una cabaña a cuatro pies del suelo para evitar las serpientes; que su morada estaría a la sombra de los tamarindos, y que mientras durmiese, se encargaría él de ahuyentar los mosquitos con un abanico hecho con las hojas de las primeras flores que ella le aceptase como testimonio de su pasión.

Y sucedió que esa misma noche, la joven, cuya reserva se debía a todo menos a su indiferencia, acudió en su canoa con dos compañeras al mismo lugar para ver si las promesas de su enamorado eran sinceras. Llegaron casi al mismo tiempo; y aunque el crepúsculo y la superstición de estas tímidas criaturas conferían un tinte más tenebroso a las sombras que las rodeaban, decidieron saltar a tierra; y, llevando sus cestas de flores con mano temblorosa, decidieron colocarlas en las ruinas de la pagoda, donde suponían que la diosa había establecido su morada. Avanzaron, no sin dificultad, a través de macizos de flores que crecían espontáneamente en el terreno inculto, no sin miedo de que saltara un tigre sobre ellas a cada paso, hasta que recordaron que esos animales suelen escoger las grandes junglas para refugiarse, y que rara vez se escondían entre las flores. Menos aún debían temer al cocodrilo en estos pequeños riachuelos que podían cruzar sin que su agua pura les mojase el tobillo. El tamarindo, el cocotero y la palmera derramaron sus capullos y exhalaron su perfume y mecieron sus hojas sobre la cabeza de la temblorosa joven oferente al acercarse a las ruinas de la pagoda. Había sido un edificio imponente y cuadrado, erigido entre las rocas, que por un capricho de la naturaleza, frecuente entre las islas de la India, ocupaban su centro y parecían debidas a una erupción volcánica. El terremoto que lo había destruido había mezclado las ruinas y las rocas en una masa confusa e informe que parecía subrayar la impotencia del arte y de la naturaleza, doblegados por la fuerza que forma y puede aniquilar al uno y a la otra. Había pilares, labrados con extraños caracteres, amontonados entre piedras que no mostraban otra señal que la de la acción terrible y violenta de la naturaleza, y que parecían decir: «Mortales, vosotros escribís vuestras palabras con cincel, yo escribo mis jeroglíficos con fuego». Había rimeros de piedras dislocadas, talladas en forma de serpientes, sobre las que un día se sentara el espantoso ídolo de Siva; y en ellas brotaba la rosa, en la tierra que había penetrado en las fisuras de la roca, como si la naturaleza predicase una más benévola teología, y enviase su preciada flor como misionera a sus criaturas. El ídolo propiamente dicho había caído y yacía hecho fragmentos. Aún se veía su boca horrenda, en la que en otro tiempo introducían corazones humanos. Pero ahora, los bellos pavos reales, con sus colas de arco iris y sus cuellos arqueados, alimentaban a sus pollos entre las ramas del tamarindo que se extendían por encima de los fragmentos ennegrecidos. Las jóvenes indias avanzaron con menos temor, ya que ni veían ni oían nada que inspirase el miedo que sentimos al aproximarnos a la presencia de un ser espiritual: todo estaba tranquilo, callado, oscuro.

Sus pies pisaban con involuntaria levedad al avanzar hacia las ruinas, que combinaban la devastación de la naturaleza con la de las pasiones humanas, quizá más sangrienta y salvaje que la primera. Cerca de las ruinas había habido en otro tiempo un estanque, como es corriente que lo haya junto a las pagodas, destinado a refrescarse y purificarse; pero los peldaños estaban ahora rotos, y el agua permanecía estancada. Las jóvenes indias, no obstante, tomaron unas gotas, invocaron a la «diosa de la isla», y se acercaron al único arco que quedaba en pie. La parte exterior de este edificio había sido construida en piedra, pero el interior estaba excavado en la roca; y sus oquedades se asemejaban en cierto modo a las de la isla de Elephanta. Había figuras monstruosas talladas en piedra, unas adheridas a la roca, otras exentas, todas amenazadoras con su informe y gigantesca fealdad y ofreciendo a los ojos supersticiosos la terrible imagen de dioses de piedra.

Se adelantaron las jóvenes oferentes que se distinguían por su valor, ejecutaron una especie de danza salvaje ante las ruinas de los antiguos dioses, e invocaron (como pudieron) a la nueva moradora de la isla para que fuese propicia a los votos de su compañera, la cual se acercó a depositar su guirnalda de flores alrededor de los destrozados restos de un ídolo semioculto entre las rocas, pero semicubiertos por esa espesa vegetación que parece proclamar en los países orientales el eterno triunfo de la naturaleza sobre las ruinas del arte. Cada año se renueva la rosa; pero ¿qué año verá reconstruida una pirámide? Al depositar la joven india sus guirnaldas de flores sobre la piedra informe, murmuró una voz:

—Ahí hay una flor marchita.

—Sí… sí, hay una —dijo la oferente—; esa flor marchita es símbolo de mi corazón. He cultivado muchas rosas, pero he dejado que se marchitara la más bonita de toda la corona. ¿Quieres aceptarla de mi parte, desconocida diosa, y no será ya mi corona una deshonra para tu altar?

—¿Quieres resucitarla tú poniéndola al calor de tu pecho? —dijo el joven enamorado surgiendo de detrás de los fragmentos de roca y ruinas que le ocultaban, y desde donde había pronunciado su réplica oracular y había escuchado complacido el simbólico pero inteligible lenguaje de su amada—. ¿Quieres resucitarla tú? —preguntó, en el triunfo del amor, mientras la estrechaba contra su pecho.

La joven india, rindiéndose al punto al amor y la superstición, parecía medio derretida en brazos de él cuando profirió un alarido, le rechazó con todas sus fuerzas, y se encogió en una extraña actitud de terror, mientras señalaba con mano temblorosa hacia una figura que en ese momento surgía entre el tumultuoso e indefinido montón de piedras. El enamorado, sin alarmarse ante el grito de su amada, avanzó para cogerla en sus brazos, cuando sus ojos repararon en el objeto que la había impresionado, y cayó de bruces en tierra, en muda adoración.

Era una figura de mujer, aunque de tal naturaleza, como jamás había visto, ya que su piel era completamente blanca (al menos a los ojos de los jóvenes, que nunca habían visto más que el tinte bronceado de los nativos de las islas bengalíes). Su vestidura (según podían ver) consistía sólo en flores, cuyo rico colorido y fantásticas combinaciones armonizaban muy bien con las plumas de pavo real trenzadas entre sí, y componían un abanico de silvestre confección, como ciertamente convenía a una «diosa de la isla». Su larga cabellera, de un color castaño claro que no habían visto ellos jamás, descendía hasta sus pies, fantásticamente entrelazada con las flores y plumas que formaban su vestido. Sobre la cabeza llevaba una corona de conchas, de un brillo y matiz desconocidos, salvo en los mares de la India: el púrpura y el verde rivalizaban con la amatista y la esmeralda. Sobre su blanco hombro desnudo llevaba posado un piquituerto, y alrededor del cuello llevaba una sarta de perlas como huevos, puras y diáfanas, por la que la primera soberana de Europa habría dado su más precioso collar. Iba con los brazos y los pies totalmente desnudos, y su paso tenía la rapidez y la levedad de una diosa, lo que impresionó la imaginación de los indios tanto como el extraordinario color de su piel y de su cabello. Los jóvenes enamorados se postraron asustados al pasar esta visión ante sus ojos. Mientras se hallaban de rodillas, una deliciosa música tembló en sus oídos. La hermosa visión les habló, aunque en una lengua que ellos no entendieron. Y convencidos así de que se trataba de una lengua de dioses, volvieron a postrarse ante ella. En este momento el piquituerto, saltando de su hombro, se acercó a ellos con sus trinos.

—Va en busca de luciérnagas para alumbrar su celda[41] —se dijeron los indios. Pero el pájaro, que, con una inteligencia propia de su especie, comprendía y adoptaba la predilección de la hermosa criatura a la que pertenecía por las flores frescas, con las que la veía ataviarse a diario, fue directamente al capullo marchito de la corona de la joven india; y, clavando su delgado pico en él, lo dejó caer a sus pies. Este presagio fue interpretado felizmente por los enamorados; e inclinándose una vez más al suelo, regresaron a su isla, aunque ya no en canoas separadas. El enamorado gobernó el timón de su amada, mientras ella iba sentada a su lado en silencio; y la joven pareja que les acompañaba entonó cánticos en loor a la blanca diosa y a la isla sagrada; a ella y a los amantes.