Capítulo XIII

There sat a spirit in the vault,

In shape, in hue, in lineaments, like life.

SOUTHEY, Thalaba the Desstroyer.

Estoy convencido de que, aunque el pasadizo hubiese sido tan largo e intrincado como el mayor recorrido por los arqueólogos al descubrir la tumba de Keops en las pirámides, me habría precipitado en él cegado por mi desesperación, hasta que el hambre o el agotamiento me hubiesen obligado a detenerme. Pero no iba a enfrentarme con ese peligro: el suelo del pasadizo era regular y los muros estaban revocados; y aunque avanzaba a oscuras, caminaba seguro; y con tal que mis pasos me alejaran de la persecución o el descubrimiento por parte de la Inquisición, me importaba bien poco cómo podía terminar.

En medio de esta transitoria magnanimidad de la desesperación, de este estado de ánimo que une los extremos del valor y la cobardía, vi una débil luz. Débil pero discernible: se trataba claramente de una luz. ¡Dios mío! ¡Qué sobresalto provocó en mi sangre y mi corazón, en todas mis sensaciones físicas y mentales, este sol de mi mundo de tinieblas! Me atrevería a decir que mi carrera en esa dirección aumentó en proporción ciento por uno, comparada con el lento avance anterior en la oscuridad. Al acercarme, descubrí que la luz se filtraba a través de las anchas grietas de una puerta que, descoyuntada por las humedades subterráneas, me permitió ver el aposento del otro lado como si me la hubiese abierto su morador. A través de una de estas grietas, ante la que me había arrodillado con una mezcla de agotamiento y curiosidad, pude inspeccionar todo el interior.

Era una habitación amplia en cuyas paredes colgaban oscuros paños hasta unos cuatro pies del suelo, y esta parte descubierta se hallaba espesamente forrada, sin duda para evitar la humedad. En el centro de la estancia había una mesa cubierta con un paño negro; sobre ella se veía una lámpara de hierro de una forma antigua y singular, cuya luz me había orientado, y ahora me permitía observar los distintos objetos que parecían de lo más extraordinarios. Entre los mapas y los globos había varios instrumentos cuya aplicación no me permitió entonces averiguar mi ignorancia: algunos, según supe después, eran anatómicos; había una máquina productora de electricidad, y un curioso modelo de potro de tormento tallado en marfil; había pocos libros y varios rollos de pergamino escritos en grandes caracteres con tinta roja y ocre; y alrededor del aposento había cuatro esqueletos montados cada uno, no en una caja, sino en una especie de ataúd de pie, lo que daba a los huesos una especie de realce imperioso y horrible, como si fuesen los auténticos y legítimos moradores de esta habitación singular. Diseminados entre ellos, había animales disecados cuyos nombres me eran desconocidos, un cocodrilo, unos huesos gigantescos que me parecieron de Sansón, pero que resultaron ser restos de un mamut, y unas astas de venado que en mi terror tomé por las del diablo, aunque más tarde supe que eran de alce. Luego vi unas figuras más pequeñas, aunque no menos horribles: abortos humanos y animales, en todos sus grados de constitución anómala y deforme, no conservados en alcohol, sino de pie, en la horrible desnudez de sus huesos minúsculos; se me antojaron duendes auxiliares de alguna ceremonia infernal que el gran brujo, que ahora apareció en mi campo visual, debía presidir.

En un extremo de la mesa estaba sentado un anciano, vestido con una túnica larga; tenía la cabeza cubierta con un bonete de terciopelo negro con ancho borde de piel; sus lentes eran de tal tamaño que casi le ocultaban el rostro, y se hallaba inclinado sobre unos rollos de pergamino que pasaba con mano anhelante y temblorosa; luego cogió un cráneo que había sobre la mesa y, sosteniéndolo con dedos escasamente menos huesudos y no menos amarillos, pareció apostrofarlo de la más grave manera. Todos mis temores personales se disiparon ante la idea de que era testigo involuntario de alguna orgía infernal. Aún me encontraba de rodillas junto a la puerta, cuando mi aliento, largo rato contenido, brotó en forma de gemido, el cual llegó a la figura sentada junto a la mesa. Una alerta habitual suplía en el hombre que me oyó todos los defectos de la edad. En lo que me pareció un instante, se abrió la puerta, un brazo poderoso, aunque arrugado por los años, agarró el mío, y me sentí como entre las garras de un demonio.

Cerró la puerta y echó la llave. La terrible figura se hallaba de pie, encima de mí (ya que yo había caído al suelo), y tronó:

—¿Quién eres tú, y por qué estás aquí?

No supe qué contestar, y miré con fija y muda expresión los esqueletos y demás objetos de esta cripta terrible.

—Escucha —dijo la voz—, si de verdad estás agotado y necesitas un refrigerio, bebe de este tazón y te reconfortará como el vino: te llegará a las entrañas como el agua, y a los huesos, como el aceite.

Y mientras hablaba, me ofreció un tazón que contenía un líquido. Con un horror inenarrable, les rechacé a él y a su bebida, convencido de que se trataba de alguna droga mágica; y olvidando todos los demás temores, ante el miedo irresistible de convertirme en esclavo de Satanás y víctima de uno de sus agentes, como ya consideraba a este extraordinario personaje, invoqué el nombre del Salvador y de los santos; y santiguándome a cada jaculatoria, exclamé:

—No, tentador; guarda tus pociones infernales para los labios leprosos dc tus duendes, o bébetelo tú mismo. Acabo de escapar en este instante de las manos de la Inquisición, y prefiero un millón de veces volver a ellas y ser su víctima, a consentir en ser la vuestra.

Vuestros favores no son sino crueldades que me espantan. Aun en la prisión del Santo Oficio, donde me parecía ver encendida la hoguera ante mis ojos, y notar que la cadena se apretaba ya alrededor de mi cuerpo sujetándome al poste, me sostenía un poder que me permitía abrazar objetos tan terribles para la naturaleza, antes que escapar de ellos al precio de mi salvación. Se me ofreció la oportunidad de hacer mi elección; la hice…, la haría mil veces si volvieran a ofrecérmela, aunque la última fuese la hoguera, y con el fuego ya prendido.

Aquí, el español se detuvo agitado. Llevado del calor de su historia, había revelado en cierto modo ese secreto que él había declarado incomunicable, salvo en acto de confesión a un sacerdote. Melmoth, que, por el relato de Stanton, se hallaba ya preparado para sospechar algo de este género, no juzgó prudente presionarle para que fuese más explícito, y esperó en silencio hasta que su emoción se hubiera calmado sin hacer observación ni pregunta alguna. Finalmente, Moncada reanudó su relato.

Mientras hablaba, el anciano me observó con una expresión de serena sorpresa que me hizo sentir vergüenza de mis propios temores, aun antes de terminar de expresarlos.

—¡Cómo! —dijo por último, fijándose al parecer en algunas palabras que le habían sorprendido—; ¿has escapado del brazo que descarga su golpe en la sombra, del brazo de la Inquisición? ¿Eres tú ese joven nazareno que busca refugio en la casa de nuestro hermano Salomón, hijo de Hilkiah, al que los idólatras de esta tierra de cautiverio llaman Fernán Núñez? A decir verdad sabía ya que esta noche compartirías mi pan y beberías de mi tazón, y que vendrías a mí como escriba, pues nuestro hermano Salomón ha testificado sobre ti, diciendo: «Su pluma es recta como la pluma de un escritor diligente».

Le miré con asombro. Me vino a la cabeza el vago recuerdo de Salomón a punto de revelarme un escondrijo seguro y secreto; y aunque temblaba ante el extraño aposento en que estábamos, y la singular ocupación a la que parecía estar dedicado, sin embargo, sentí aletear en mi corazón una esperanza que parecía justificar el hecho de que conociese mi situación.

—Siéntate —dijo, al observar con compasión que me iba a caer, tanto bajo el peso del agotamiento como por la turbación del terror—; siéntate, tómate un trozo de pan y un tazón de vino, y conforta tu corazón, pues pareces escapado del cepo del trampero y del dardo del cazador.

Le obedecí involuntariamente. Necesitaba el refrigerio que me ofrecía; y estaba a punto de tomarlo, cuando me dominó un irresistible sentimiento de repugnancia y horror y, al apartar el alimento que me ofrecía, señalé los objetos que me rodeaban como la causa de mi inapetencia. Miró él en torno suyo un momento, como dudando que aquellas cosas tan familiares para él resultasen repulsivas a un extraño, y luego, moviendo negativamente la cabeza, dijo:

—Estás loco; pero eres nazareno, y siento lástima de ti; verdaderamente, los que se encargaron de tu educación en tus primeros años, no sólo cerraron el libro del saber ante ti, sino que se olvidaron de abrirlo para ellos. ¿No eran tus maestros jesuitas, maestros también en el arte de curar?; ¿cómo es que no te es familiar la visión de estos objetos corrientes? Come, te lo ruego; y ten la seguridad de que nadie, aquí, te hará el menor daño. Estos huesos sin vida no pueden cohibirte ni impedir que te alimentes; ni pueden sujetar tus articulaciones, ni forzarlas con hierros o desgarrarlas con acero, como harían los brazos vivos que se extienden para atraparte como su presa. Y tan cierto como que vive el Señor de los ejércitos, que habrías sido presa suya y te habrían atrapado con hierro y acero de no ser por la protección que te brinda el techo de Adonijah esta noche.

Tomé un poco de la comida que me ofrecía, santiguándome a cada bocado, y bebí el vino que la calenturienta sed del terror y la ansiedad me hicieron tragar como si fuese agua, aunque no sin una plegaria interior para que no se convirtiera en veneno deletéreo y diabólico. El judío Adonijah me observaba con creciente compasión y desprecio.

—¡Qué! —dijo—, ¿te aterra? Si estuviera yo en posesión de los poderes que la superstición de tu secta me atribuye, ¿no podría convertirte en banquete de demonios, en vez de ofrecerte alimento? ¿No podría hacer surgir de las cavernas de la tierra las voces de los que «miran y susurran», en vez de hablar contigo con la voz del hombre? Estás en mi poder; sin embargo, no puedo ni quiero hacerte ningún daño. ¿Y tú, que has escapado de las mazmorras de la Inquisición, te asustas de lo que ves en tu entorno, de los objetos de la celda de un médico retirado? En este aposento he pasado yo sesenta años; ¿y te estremeces tú al visitarlo tan sólo un momento? Estos son esqueletos de cuerpos, pero en el antro del que has escapado hay esqueletos de almas que perecieron. Aquí ves reliquias de fracasos o caprichos de la naturaleza, pero tú vienes de un lugar donde la crueldad del hombre, constante y permanente, implacable e inflexible, no ha cesado de dejar pruebas de su capacidad para abortar intelectos, mutilar organismos, deformar creencias y osificar corazones. Es más: hay a tu alrededor pergaminos y cartas que parecen trazados con sangre humana; aunque fuese así, ¿podrían mil volúmenes de este género causar el mismo terror; ojo humano que una página de la historia de tu prisión, escrita como está con sangre extraída, no de las frías venas de la muerte, sino de los corazones reventados de los vivos? Come, nazareno: no hay veneno ninguno en tu comida; bebe, que no hay ninguna droga en tu tazón. ¿Acaso crees que estás en la prisión de la Inquisición o en la celda de los jesuitas? Come y bebe sin temor e este sótano, aunque sea el sótano de Adonijah el judío. Si te hubieses atrevido refugiarte en casa de nazarenos, no te habría visto nunca aquí. ¿Has comido ya? —añadió, y asentí—. ¿Has bebido del tazón que te he dado? —me volví mi sed torturadora, y le devolví el tazón; él sonrió, pero la sonrisa de la vejez, sonrisa de labios sobre los que han pasado más de cien años, con una expresión más repulsiva y horrible de lo que uno puede imaginar, no es nunca agradable es un fruncimiento de boca; y me encogí ante sus pliegues horrendos, al tiempo que el judío Adonijah añadía—: Si has comido y bebido, es el momento de que descanses. Ven a tu lecho; puede que sea más duro del que te dieron en tu prisión, pero piensa que será más seguro. Ven y descansa en él; quizá el adversario y el enemigo no te encuentren en él.

Le seguí a través de pasadizos tan tortuosos e intrincados que, asustado como estaba por todos los acontecimientos de la noche, me trajeron a la memoria el hecho bien conocido de que, en Madrid, los judíos tienen pasadizos subterráneos que van de las casas de unos a las de otros, de forma que pueden burlar toda la industria de la Inquisición. Esa noche, o más bien ese día (puesto que ya había salido el sol), dormí sobre un jergón en el suelo de un pequeña habitación de techo muy alto, y forrada hasta la mitad de los muros. Una ventana estrecha y enrejada dejaba pasar la luz del sol, tras esa noche ta azarosa; y en medio de un dulce sonido de campanas, y del rumor más dulce aún de la vida humana, despierta y bulliciosa a mi alrededor, me sumí en un descanso que no turbó ensueño ninguno, hasta que el día comenzó a declinar o, según palabras de Adonijah, «hasta que las sombras de la noche cayeron sobre la faz de la tierra».