Juravi lingua, mentem injuriatam, gero.
CICERON
Who brought your first acquaintance with the devil?
JAMES SHIRLEY, St. Patrick for Ireland
Seguí corriendo sin aliento ni fuerzas (sin darme cuenta de que me hallaba en un callejón oscuro), hasta que me detuvo una puerta. Fui a dar contra ella, la abrí con el golpe, y me encontré en una habitación baja y oscura. Cuando me levanté, porque había caído de bruces, miré a mi alrededor, y me pareció todo tan extraño que, por un momento, quedaron en suspenso mi personal ansiedad y terror.
Era un aposento muy pequeño; y me di cuenta, por los desgarrones, de que no sólo había destrozado la puerta, sino también una gran cortina que colgaba delante de ella, cuyos amplios pliegues aún podían ocultarme en caso de necesidad. No había nadie en la habitación, y tuve tiempo de observar detenidamente su singular mobiliario.
Había una mesa cubierta con un paño; encima vi una vasija de extraña forma y un libro, cuyas páginas hojeé, aunque no logré entender una sola palabra. Deduje razonablemente que debía de ser un libro de magia, y lo cerré con una sensación de justificado horror (de hecho, era un ejemplar de la Biblia hebrea con puntuación samaritana). Había también un cuchillo y un gallo atado a la pata de la mesa, cuyos sonoros cacareos pregonaban su impaciencia por que le soltaran[30].
Todo este aparato me pareció bastante singular: parecían preparativos para un sacrificio. Me estremecí, y me escondí tras los pliegues de la cortina de la puerta que había desgarrado al caer. Una débil lámpara, suspendida del techo, me reveló todos estos objetos, y me permitió presenciar lo que siguió casi inmediatamente. Un hombre de mediana edad, pero de fisonomía bastante rara incluso para los ojos de un español, dada la negrura de sus cejas, su nariz prominente y cierto fulgor en los ojos, entró en la habitación, se arrodilló ante la mesa, besó el libro que había sobre ella y leyó en él unas cuantas frases que debían preceder, imaginé, a algún horrible sacrificio: comprobó el filo del cuchillo, se arrodilló otra vez, pronunció unas palabras que no entendí (ya que eran en la lengua de aquel libro), y luego llamó a alguien con el nombre de Manasseh-ben-Salomón. Nadie respondió. Suspiró, se pasó la mano por los ojos con el gesto del hombre que se pide perdón a sí mismo por un ligero olvido, y luego pronunció el nombre de «Antonio». Entró al punto un joven, y contestó:
—¿Me llamabais, padre? Pero mientras hablaba, lanzó una mirada vaga y ausente al singular mobiliario de la habitación.
—Te estaba llamando, hijo mío; ¿por qué no contestabas?
—No os oía, padre; es decir, creía que no era a mí a quien llamabais. Sólo he oído un nombre por el que nunca me habéis llamado. Al decirme «Antonio», os he obedecido y he venido.
—Pues por ese nombre te llamarán y conocerán en el futuro, al menos yo, a no ser que prefieras otro. Puedes escoger.
—Padre, adoptaré el nombre que vos elijáis.
—No; la elección de tu nuevo nombre ha de ser tuya: en adelante, habrás de adoptar el nombre que has oído, u otro.
—¿Qué otro, señor?
—El de parricida.
El joven se estremeció de horror, menos por las palabras que por la expresión que las acompañó; y tras mirar a su padre un instante en una actitud de trémula y suplicante interrogación, se echó a llorar. El padre aprovechó el momento. Cogió a su hijo por los brazos:
—Hijo mío, yo te he dado la vida, y tú puedes corresponder a esta gracia; mi vida está en tus manos. Crees que soy católico: te he educado como tal para proteger nuestras vidas, en un país donde la confesión de la verdadera fe significaría perderlas. Pertenezco a esa raza desventurada, estigmatizada en todas partes, contra la que se habla, y de cuya industria y talento depende, sin embargo, la mitad de las fuentes de prosperidad nacional del desagradecido país que nos anatemiza. Soy judío, «israelita»: uno de esos a quienes corresponde según confesión de un apóstol cristiano «la adopción y la gloria, y las alianzas, y la entrega de la ley, y el servicio de Dios, y las promesas; de quienes son los patriarcas y de quienes según la carne procede…» —aquí se detuvo; ya que no quería continuar una cita que habría estado en contradicción con sus sentimientos; añadió—: El Mesías vendrá, para sufrir o triunfar.[31] Soy judío. El día en que naciste te puse Manasseh-ben-Salomón. Te seguí llamando por ese nombre, que desde entonces sentí entrañablemente unido a mi corazón, y que, vibrando desde los abismos, casi esperaba que hubieses reconocido. Era un sueño; pero ¿no quieres, hijo mío amantísimo, convertir en realidad ese sueño? ¿No quieres? El Dios de tus padres te espera para abrazarte… y tienes a tu padre a los pies, implorándote que sigas la fe del padre Abraham, del profeta Moisés y de todos los santos profetas que están con Dios y que observan en este instante las vacilaciones de tu alma entre las abominables idolatrías de quienes no sólo adoran al hijo de un carpintero, sino que te obligan incluso a postrarte impíamente ante la imagen de la mujer que es su madre, y a adorada con el nombre blasfemo de Madre de Dios; y la voz pura de los que te exhortan a adorar al Dios de tus padres, el Dios de los siglos, el eterno Dios de los cielos y la tierra, sin hijo ni madre, sin descendencia (cómo ellos pretenden en su credo blasfemo), sin adoradores siquiera, salvo aquellos que, como yo, le sacrifican en soledad el corazón, a riesgo de sentirlo TRASPASADO POR SUS PROPIOS HIJOS.
A estas palabras, el joven, vencido por lo que veía y oía, y desprevenido ante esta súbita transición del catolicismo al judaísmo, se echó a llorar. El padre aprovechó el momento:
—Hijo mío, ahora tienes que declararte esclavo de estos idólatras, que son malditos para la ley de Moisés y el mandato de Dios… o unirte a los fieles, que descansarán en el seno de Abraham, y verán desde allí a los incrédulos arrastrándose entre las brasas del infierno, suplicando en vano una gota de agua, como dicen las leyendas de su propio profeta. Y ante tal escena, ¿no te llenará de orgullo negarles una gota?
—Yo no les negaría una gota —sollozó el joven—, yo les daría estas lágrimas.
—Resérvalas para la tumba de tu padre —añadió el judío—; porque es a la tumba a lo que me condenas. He vivido, ahorrando, vigilando, contemporizando con esos malditos idólatras, sólo por ti. Y ahora…, y ahora rechazas a Dios, que es el único capaz de salvar, ya un padre que te implora de rodillas que aceptes esa salvación.
—No, no —dijo el joven abrumado.
—Entonces, ¿qué decides? Estoy a tus pies para saber tu decisión. Mira: los misteriosos instrumentos de iniciación están preparados. Ahí está el libro incorrupto de Moisés, profeta de Dios, como esos mismos idólatras reconocen. Ahí están todos los preparativos para el año de expiación; decide ahora entre estos ritos que pueden consagrarte al verdadero Dios, o agarrar a tu padre (que ha puesto su vida en tus manos), y llevarle por el cuello a las prisiones de la Inquisición. Ahora puedes hacerlo… si quieres.
En postrada y trémula agonía, el padre alzaba sus manos entrelazadas hacia su hijo. Aproveché el momento; la desesperación me había vuelto temerario. No comprendía ni una sola palabra de lo que había dicho, salvo su alusión a la Inquisición. Me serví de esta última palabra. Intentaría captarme el corazón del padre y del hijo. Salí de detrás de la cortina, y exclamé:
—Si él no os delata a la Inquisición, yo si.
Caí a sus pies. Esta mezcla de desafío y postración, mi escuálida figura, mi hábito inquisitorial y mi irrupción en este secreto y solemne encuentro, llenó al judío de tan súbito horror que en vano boqueó para hablar, hasta que, levantándome de mi postura arrodillada, en la que había caído por mi flojedad, añadí:
—Sí, os delataré a la Inquisición, a menos que me prometáis al punto protegerme de ella.
El judío miró mi hábito, se dio cuenta de su peligro y el mío, y, con una presencia de ánimo sin igual, salvo en un hombre sometido a fuertes impresiones de excitación mental y peligro personal, hizo desaparecer todo vestigio del sacrificio expiatorio, así como de mi atuendo inquisitorial, en cuestión de un segundo. A renglón seguido llamó a Rebeca para que quitara las vasijas de la mesa; ordenó a Antonio que abandonara la estancia, y sacó a toda prisa un vestido de un ropero reunido durante siglos; entretanto, me arrancó mi indumentaria inquisitorial con una violencia que me dejó prácticamente desnudo, y el hábito hecho jirones.
Había algo a la vez pavoroso y grotesco en la escena que siguió. Rebeca, una vieja judía, acudió a la llamada; pero al ver a una tercera persona, retrocedió aterrada, mientras que su señor, en su atribulación, la llamaba por su nombre cristiano de María. Obligado a retirar la mesa solo, la volcó, partiéndole una pata al desdichado animal que estaba atado a ella, el cual, para no quedarse sin participar en el alboroto, lanzaba los más agudos e intolerables chillidos; así que el judío, alzando el cuchillo sacrificador, repitió atropelladamente:
—Statim mactat gallum.
Y libró definitivamente a la desventurada ave de todo dolor. Luego, temblando por la clara confesión de su judaísmo, se sentó entre las ruinas de su volcada mesa, trozos de vasijas rotas y restos del gallo sacrificado. Me observó con una mirada de petrificada y grotesca estupefacción, y me preguntó con voz delirante por qué «mis señores los inquisidores tienen a bien visitar mi humilde pero muy honrada casa». Yo no me encontraba menos alterado de lo que estaba él; y aunque hablábamos la misma lengua y nos veíamos obligados por las circunstancias a depositar la misma extraña y desesperada confianza el uno en el otro, echamos en falta efectivamente, durante la primera media hora, un intérprete de nuestras exclamaciones, sobresaltos de terror y repentinas revelaciones. Por último, nuestro mutuo terror influyó favorablemente en nosotros, y acabamos entendiéndonos. El resultado fue que, menos de una hora después, me hallaba cómodamente vestido, sentado ante una copiosa mesa, vigilado por mi involuntario anfitrión, y vigilándole yo a él, a mi vez, yendo mis ojos, rojos como los de un lobo, de su mesa a su persona, como si, al menor indicio de traición por su parte, fuera a cambiar yo de comida, y a saciar mi hambre en él. No había peligro; mi anfitrión tenía más miedo de mí que yo de él, y por muchos motivos. Era un judío nato, un impostor, un desdichado que, sacando su sustento del seno de nuestra madre Iglesia, convertía su alimento en veneno, y trataba de inocularlo en los labios de su hijo. Yo no era más que un fugitivo de la Inquisición: un prisionero que tenía una especie de instintiva y perdonable aversión a causar a los inquisidores la molestia de encender para mí una hoguera que estaría mucho mejor empleada si se destinase a un adicto a la ley de Moisés. De hecho, consideradas las cosas objetivamente lo tenía todo a mi favor; y el judío se comportaba como si lo comprendiese así también…, aunque yo atribuía todo esto al terror que le inspiraba la Inquisición.
Esa noche dormí… no sé cómo ni dónde. Tuve unas visiones extrañas antes de dormirme, si es que me dormí; después, esas visiones, esas cosas, se convirtieron en tremenda y rigurosa realidad ante mí. He buscado a menudo en mi memoria el recuerdo de la primera noche que pasé bajo el techo del judío, pero no puedo encontrar nada; nada, salvo la convicción de mi absoluta locura. Quizá no lo era, no lo sé. Recuerdo que me alumbraba mientras subíamos por una estrecha escalera, y que le pregunté si bajábamos a las mazmorras de la Inquisición; que abrió de golpe una puerta, y pregunté si era la cámara de tortura; que trató de desvestirme, y exclamé: «No me amarréis demasiado fuerte; sé que debo sufrir, pero tened misericordia»; que me arrojó a la cama, mientras yo gritaba: «¿Por fin me habéis atado al potro?; pues estirad al máximo, antes perderé el conocimiento; pero que no se acerque vuestro cirujano a vigilar mi pulso; dejad que cese de latir, y dejad que cese yo de sufrir». No recuerdo nada más en espacio de muchos días, por más que me esfuerzo y me vengan de vez en cuando a la conciencia imágenes que sería mejor olvidar. ¡Ah, señor!, hay criminales de la imaginación, a los que si pudiésemos encerrar en las oubliettes de su magnífica pero mal cimentada fábrica, su señor reinaría más feliz. […]
Transcurrieron muchos días antes de que el judío empezase a darse cuenta: de que había comprado algo cara su inmunidad, a lo que se añadía el mantenimiento de un huésped molesto y, me temo, perturbado. Aprovechó la primera oportunidad que le brindó mi recuperación para hablarme de esto, y me preguntó suavemente qué me proponía hacer y adónde pensaba ir. Esta pregunta me hizo ver por vez primera la perspectiva de desesperada e interminable desolación que se abría ante mí: la Inquisición había arrasado todo vestigio de vida como a sangre y fuego. No tenía lugar adonde dirigirme, comida que poder ganar, mano que estrechar, saludo que devolver, ni techo donde cobijarme en todo el ámbito de España.
Sin duda ignoráis, señal; que el poder de la Inquisición, como el de la muerte, os separa con su simple roce de todo parentesco mortal. En el instante en que te atrapa su garra, se sueltan todas las manos humanas que sujetaban la tuya: dejas de tener padre, madre, hermana o hijo. El más leal y afectuoso de los parientes, que en el curso natural de la vida humana habría puesto las manos bajo tus pies para aliviarte la aspereza del camino, sería el primero en traer la leña que te reduciría a cenizas si la Inquisición te sentenciase. Yo sabía todo esto; y era consciente, además, de que aunque no hubiese sido nunca prisionero de la Inquisición, habría sido un ser solitario, rechazado por mi padre y mi madre, dado que era involuntario homicida de mi hermano, el único ser de la tierra que me había querido, a quien yo podía haber amado, y el cual habría podido ayudarme: ese ser que pareció cruzar fulgurante por mi breve existencia humana, para iluminarla y abrasarla. El rayo había perecido con la víctima. En España me era imposible vivir sin que me descubriesen, a menos que me encerrase en una cárcel tan profunda y desesperada como la de la Inquisición. Y aun de obrarse un milagro que me trasladase fuera de España, ignorante como era del idioma, costumbres y modos de obtener el sustento de cualquier otro país, ¿cómo podría mantenerme aunque fuese un solo día? El hambre más absoluta me miró a la cara; y me invadió un sentimiento de degradación, acompañado de una conciencia de total y desolado desamparo, que fue el más agudo dardo de la aljaba, cuyo contenido llevaba clavado en el corazón. A mis propios ojos, mi importancia había disminuido al dejar de ser víctima de la persecución que durante tanto tiempo había sufrido. Mientras consideren que vale la pena atormentarnos, no dejamos de estar dotados de cierta dignidad; aunque dolorosa e imaginaria. Incluso en la Inquisición, yo pertenecía a alguien: era vigilado y custodiado; ahora era un proscrito en toda la tierra, y lloré con igual amargura y abatimiento, ante la desesperanzada inmensidad del desierto que debía atravesar.
El judío, impasible frente a estos sentimientos, salía a diario en busca de noticias; y una noche regresó con tal euforia que fácilmente pude adivinar que se había asegurado su propia inmunidad, si no la mía. Me comunicó que corría por Madrid el rumor de que yo había perecido la noche del incendio en el derrumbamiento. Añadió que esta hipótesis la reforzaba, además, el hecho de que los cuerpos de los que habían perecido bajo las ruinas del arco estaban, al ser rescatados, tan desfigurados por el fuego y el peso de los escombros que eran totalmente irreconocibles; se juntaron todos sus restos, no obstante, y se suponía que los míos se encontraban entre ellos. Formaron una pira con ellos; y sus cenizas, que ocuparon un solo ataúd,[32]fueron enterradas en la cripta de la iglesia de los dominicos, mientras algunas de las primeras familias de España, con el más profundo duelo y los rostros velados, testimoniaron su dolor en silencio por aquellos ante quienes, de haber estado con vida, les habría estremecido reconocer su parentesco mortal. Ciertamente, un montón de ceniza no era ya ni siquiera objeto de hostilidad religiosa. Mi madre, añadió, se hallaba entre los dolientes, pero con un velo tan largo y espeso, y tan poca servidumbre, que habría sido imposible reconocer a la duquesa de Moncada, de no ser por el rumor de que se había impuesto ese aspecto por penitencia. Añadió, cosa que me produjo la mayor satisfacción, que el Santo Oficio se alegraba mucho de confirmar la historia de mi muerte; querían considerarme muerto, y raramente se niega credibilidad en Madrid a lo que la Inquisición desea que se crea. Esta certificación de mi muerte era para mí el mejor seguro de vida. El judío, llevado de la exuberancia de su alegría, que le había henchido el corazón, si no su hospitalidad, me informó, en cuanto me hube tragado mi pan y mi agua (porque mi estómago se negaba todavía a digerir ningún alimento animal), que esa misma tarde iba a celebrarse una procesión, que sería la más solemne y grandiosa de las celebradas en Madrid. El Santo Oficio saldría con toda la pompa y plenitud de su magnificencia, acompañado por los estandartes de santo Domingo y la cruz, mientras que las demás órdenes religiosas de Madrid concurrirían con sus correspondientes insignias, escoltadas por una fuerte guardia militar (cosa que, por alguna razón, se consideraba necesaria o apropiada); y con la asistencia de todo el populacho de Madrid, concluiría en la iglesia principal, como acto de humildad por la reciente catástrofe que había padecido, donde imploraría a los santos que fuesen más activos personalmente, en caso de producirse otro incendio en el futuro.
Llegó la tarde; me dejó el judío. Y, dominado por un impulso a la vez inexplicable e irresistible, subí al aposento más alto de la casa, y con el corazón palpitante, me dispuse a esperar el repique de campanas que anunciaría el comienw de la ceremonia. No tuve que esperar mucho rato. Cerca ya del crepúsculo, cada campanario de la ciudad vibró con los repiques de sus bien dobladas campanas. Yo estaba en la parte más alta de la casa. Sólo había una ventana; pero, ocultándome detrás de la persiana, que apartaba de cuando en cuando, pude presenciar perfectamente el espectáculo. La casa del judío daba a un espacio abierto por el que debía pasar la procesión; y se encontraba ahora tan abarrotado que me pregunté cómo podría abrirse paso entre tan apretujada e impenetrable masa de gente. Por último, percibí un movimiento como de una fuerza distante, la cual imprimía una vaga ondulación al inmenso gentío que oscilaba y se oscurecía a mis pies como el océano bajo las primeras y lejanas agitaciones de la tormenta.
La multitud se movía y se agitaba en vaivenes, pero no parecía abrirse una sola pulgada. La procesión comenzó. Pude ver cómo se acercaba la cabeza, señalada por el crucifijo, el estandarte y los ciriales (pues habían retenido la procesión hasta última hora para darle el imponente efecto de las antorchas). Y observé cómo la multitud, a gran distancia, abría paso inmediatamente. Luego vino el flujo de la procesión, discurriendo como un río grandioso entre dos riberas de cuerpos humanos, los cuales guardaban tan regular y estricta distancia que parecían murallas de piedra, al tiempo que los estandartes y crucifijos y cirios hacían el efecto de crestas de espuma de las olas, elevándose unas veces y hundiéndose otras. Avanzaron al fin, y todo el esplendor de la procesión irrumpió ante mis ojos, y nada me pareció más imponente y grandioso. Los hábitos de los religiosos, el resplandor de los cirios en lucha con las últimas claridades, que parecían decirle al cielo: «Nosotros tenemos un sol, aunque el tuyo se haya puesto»; la expresión solemne y decidida de los participantes, que marchaban como si lo hicieran sobre cuerpos de reyes, y miraban como diciendo: «¿Qué es el cetro frente a la cruz?»; y el negro crucifijo, temblando detrás, escoltado por el estandarte de santo Domingo, con su terrible inscripción, eran una visión capaz de convertir a todos los corazones, y me alegré de ser católico. De repente se produjo un tumulto entre la multitud; al principio, no sabía a qué se debía, puesto que todos parecían embargados de contento.
Retiré la persiana y vi, a la luz de las antorchas, entre la multitud de oficiales que se apiñaban alrededor del estandarte de santo Domingo, la figura de mi compañero. Su historia era bien conocida de todos. Al principio se oyó un débil siseo, y luego un rugido sofocado y violento. A continuación oí voces entre la muchedumbre, que repetía de manera audible:
—¿A qué viene esto? ¿Cómo se preguntan por qué se ha medio quemado la Inquisición, por qué nos ha retirado la Virgen su protección y por qué los santos nos vuelven la espalda? ¿Cuándo un parricida desfila con los oficiales de la Inquisición? ¿Son las manos que degollaron a un padre las más apropiadas para sostener el signo de la cruz? Eso decían las voces, aunque al principio provenían de unos pocos; pero pronto se propagó el rumor entre la muchedumbre, que le dirigió miradas feroces, y cerró y alzó los puños, y algunos se agacharon a coger piedras. Siguió la procesión, empero, y cada uno se arrodilló al paso del crucifijo, que llevaban en alto los sacerdotes. Sin embargo, los murmullos aumentaron también, y las voces de «parricida, profanación y víctima» se elevaron de todas partes, incluso entre los que se arrodillaban en el barro al paso de la cruz. Luego el murmullo aumentó: ya no podía confundirse con los rezos y las jaculatorias. Los sacerdotes de la cabeza se detuvieron con terror mal disimulado, y esto fue como la señal para la terrible escena que iba a seguir. Un oficial de la guardia, en ese momento, osó indicar al Inquisidor General el peligro que podía venir, pero fue despachado con una corta y desabrida respuesta:
—Seguid; los siervos de Cristo no tienen nada que temer.
La procesión trató de reanudar la marcha, pero se lo impidió la multitud, que ahora parecía abrigar algún funesto propósito. Arrojaron algunas piedras; pero en el momento en que los sacerdotes alzaron sus crucifijos, la gente cayó de rodillas otra vez, con las piedras en las manos. Los oficiales militares fueron de nuevo al Inquisidor General, y solicitaron su permiso para dispersar a la multitud. Recibieron la misma severa y tajante respuesta:
—La cruz se basta sola para proteger a sus siervos; sean cuales sean vuestros temores, yo no tengo ninguno.
Furioso por esta contestación, saltó un joven oficial sobre su caballo, del que se había bajado por respeto mientras se dirigía a la Suprema, y allí mismo fue derribado de una pedrada que le fracturó el cráneo. Volvió sus ensangrentados ojos hacia el Inquisidor, y murió. La multitud profirió un tremendo rugido y se apretujó alrededor. Sus intenciones eran ahora bien claras. Se arremolinó en torno al tramo de la procesión donde marchaba su víctima. Una vez más, y en los términos más perentorios, suplicaron permiso los oficiales para dispersar a la gente, o al menos para cubrir la retirada del odioso individuo a alguna iglesia próxima, o incluso hasta los muros de la Inquisición. Y el propio desdichado se sumó a esta súplica a grandes voces (ya que veía el peligro que se cernía sobre él). La Suprema, aunque con el semblante pálido, no rebajó un ápice su orgullo.
—¡Éstas son mis armas! —exclamó, señalando los crucifijos—, y su inscripción es εν-τοντω-νιχα. Prohíbo que se desenvaine una sola espada ni se cargue un solo mosquete. Proseguid, en el nombre de Dios.
E intentaron continuar; pero las apreturas lo hicieron imposible. La gente, sin la contención de los oficiales, se desbordó; las cruces se tambalearon y oscilaron como estandartes en una batalla; los religiosos, presa de confusión y terror, se apretaron unos contra otros. En medio de este inmenso gentío, cada cambio de postura daba lugar a un claro y ostensible movimiento que arrastraba a parte de la multitud, directamente, al lugar donde se hallaba la víctima, aunque protegida por cuanto hay de formidable en la tierra y de terrible en el reino espiritual: estaba protegido por la cruz y la espada…, aunque temblaba en el fondo de su alma. La Suprema comprendió demasiado tarde su error, y ordenó en voz alta a los militares que avanzaran y dispersasen a las turbas como fuese. Trataron de obedecerle; pero ahora se encontraban mezclados entre la misma gente. Había desaparecido todo orden y además, desde el principio mismo parecía haber una especie de desgana entre los militares para cumplir este servicio. Con todo, trataron de cargar; pero sumergidos como estaban en el gentío, que se pegaba a las patas de sus caballos, ni siquiera pudieron formar, y la primera rociada de piedras provocó en ellos una total confusión. El peligro aumentaba por momentos, pues un solo espíritu parecía animar ahora a la multitud entera. Lo que había sido el gruñido apagado de unos cuantos se convirtió en este instante en un alarido audible de todos:
—¡Entregádnoslo: tenemos que castigarle!
Y se agitaban y rugían como miles de olas embistiendo contra un barco naufragado. Al retirarse los militares, un centenar de sacerdotes rodearon al pobre desdichado y, con generosa desesperación, se expusieron al furor de la multitud. Entretanto, la Suprema avanzó decidido hacia el peligroso lugar y se situó al frente de los sacerdotes, con la cruz en alto: su rostro era como el de un muerto, pero sus ojos no habían perdido una sola chispa de su fuego, ni su voz una sola piedra de su orgullo. Fue inútil: la multitud avanzó tranquilamente, incluso respetuosamente (ya que nada se le resistía), apartando cuanto se interponía a su paso; al hacerlo, tenían todos los cuidados con las personas de los sacerdotes, a los que se veían obligados a apartar, pidiendo perdón repetidamente por la violencia de la que eran culpables y esta tranquilidad de la venganza decidida fue la señal más horrible de su inquebrantable decisión de no cejar hasta ver cumplido su propósito. Rompieron el último anillo y vencieron la última resistencia. En medio de un alarido como de miles de tigres, agarraron a la víctima y la sacaron a rastras, mientras se aferraba ésta con ambas manos a los jirones de los hábitos de los que le habían rodeado en vano, y los alzaba en la impotencia de su desesperación.
Acallaron su rugido un momento, al sentirlo entre sus garras, y le miraron con ojos ávidos. Luego volvieron a la carga, y comenzó el espectáculo de sangre. Lo arrojaron al suelo, lo levantaron en vilo, lo lanzaron al aire, lo arrojaron de unas manos a otras como cornea un toro a los mastines que le ladran a derecha e izquierda. Ensangrentado, destrozado, manchado de barro y magullado por las pedradas, se debatía y rugía entre ellos, hasta que un grito poderoso anunció la esperanza de poner fin a esta escena a la vez horrible para la humanidad y vergonzosa para la civilización. Los militares, fuertemente reforzados, llegaron al galope, y los religiosos, con los hábitos desgarrados y los crucifijos rotos, detrás: todos corrían atribulados a causa de la naturaleza humana, todos deseosos de evitar esta baja y bárbara ignominia para el nombre de la cristiandad y de la naturaleza humana.
—¡Ah!, pero la intervención sólo sirvió para precipitar la horrible catástrofe. Entonces hubo menos espacio para que la multitud llevara a cabo su furioso propósito. Vi, comprendí, aunque no me es posible describir, los últimos instantes de esta escena horrible. Tras arrastrarlo por el barro y las piedras, arrojaron un mutilado amasijo de carne contra la puerta de la casa donde yo estaba. Con la lengua asomando de su boca lacerada como de toro acosado; con un ojo fuera de su órbita y colgando de su ensangrentada mejilla; con los miembros fracturados y una herida en cada poro, seguía suplicando que le perdonasen «¡la vida… la vida… la vida… por piedad!», hasta que una piedra lanzada por alguna mano misericordiosa le derribó. Cayó y, acto seguido, fue pisoteado en el barro sanguinolento y desteñido por miles de pies. Llegó la caballería y cargó con furia.
La multitud, saturada de crueldad y de sangre, le dejó paso en torvo silencio. Pero a la víctima no le habían dejado una articulación de dedo meñique, ni un pelo de la cabeza, ni una tira de su piel. De haber hipotecado España todas sus reliquias de Madrid a Montserrat, de los Pirineos a Gibraltar, no habría podido recobrar ni el corte de una uña para canonizar. El oficial que mandaba la tropa hincó los cascos de su caballo sobre una masa sanguinolenta e informe, y preguntó:
—¿Dónde está la víctima?
—Bajo las patas de vuestro caballo —le respondieron, y se marcharon[33].
El caso, señor, es que mientras presenciaba esta horrible ejecución, experimenté todos los síntomas que vulgarmente se atribuyen a la fascinación. Me estremecí al primer movimiento, al sordo y profundo murmullo de la multitud. Y dejé escapar un grito involuntario cuando iniciaron el movimiento decisivo; pero cuando finalmente arrojaron la informe carroña humana contra la puerta, repetí los gritos salvajes de la multitud con una especie de instinto salvaje. Entrelacé mis manos, las apreté fuertemente durante un momento… y luego repetí como un eco los alaridos de este ser que parecía no tener vida ya, pero que aún era capaz de gritar; y grité enloquecido, suplicando que le perdonasen la vida… la vida… ¡por piedad! Un rostro se volvió hacia mí al oírme dar aquellos chillidos inconscientes. Clavó su mirada un instante en mí, y la apartó a continuación. El fulgor familiar de sus ojos no me causó en ese momento ninguna impresión. Mi existencia era tan puramente maquinal que, sin la menor conciencia de mi propio peligro (escasamente menor que el de la víctima, de haber sido descubierto), seguí profiriendo grito tras grito, y alarido tras alarido, ofreciendo mentalmente un mundo a cambio de poder alejarme de la ventana, y notando sin embargo como si cada grito que profería fuese un clavo que me afianzara a ella; cerrando los párpados, y sintiendo como si una mano me forzara a tenerlos abiertos, o me los cortara, obligándome a mirar cuanto sucedía abajo, como obligaron a Régulo a mirar el sol con los párpados arrancados hasta que le secó los ojos… Así estuve, hasta que el sentido y la vista y el alma escaparon de mí, y caí, agarrándome a la reja de la ventana, imitando, en mi horrible trance, los gritos de la multitud y los aullidos del desventurado[34].Por un momento, creí de veras que era yo la víctima de su crueldad. El drama de terror tiene un poder irresistible para convertir a su auditorio en víctima.
El judío había permanecido alejado del tumulto de la noche. Supongo que debió de decirse a sí mismo, con palabras de vuestro admirable poeta:
¡Oh, padre Abraham, qué cristianos son éstos![35].
Pero cuando regresó, a hora tardía, se quedó horrorizado ante el estado en que me encontró. Deliraba, desvariaba, y todo cuanto dijo o hizo para tranquilizarme fue inútil. Mi imaginación había quedado tremendamente impresionada, y la consternación del pobre judío era, según me dijeron, grotesca y patética. Dominado por el terror, olvidó la formalidad técnica de designar con nombres cristianos a los miembros de su casa desde que se instalara en Madrid. Llamaba a voces a su hijo por el nombre de Manasseh-ben-Salomón y a su criada por el de Rebeca, para que le ayudasen a sujetarme.
—¡Oh, padre Abraham, mi ruina es segura!, este maníaco lo descubrirá todo, y Manasseh-ben-Salomón, mi hijo, morirá sin haber sido circuncidado.
Estas palabras disiparon mi delirio; me levanté de un salto y, agarrando al judío por el cuello, le dije que le acusaría ante la Inquisición. El aterrado infeliz, cayendo de rodillas, vociferó:
—¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! ¡Oh, estoy perdido! —luego, abrazándose a mis rodillas, prosiguió—: Yo no soy judío; mi hijo Manasseh-ben-Salomón, es cristiano; no le traicionaréis, no me traicionaréis a mí, que os he salvado la vida. Manasseh, digo Antonio, y Rebeca, no, María, me han ayudado a salvaros. ¡Oh, Dios de Abraham, mi gallo, y mi sacrificio de expiación; y este maníaco que ha irrumpido en la intimidad de nuestra casa para rasgar el velo del tabernáculo!
—Cerrad el tabernáculo —dijo Rebeca, la vieja criada que he mencionado antes—: Cerrad el tabernáculo y cubridlo con los velos, porque ahí fuera hay unos hombres que llaman a la puerta; hombres que más parecen hijos de Belial, y aporrean con bastones y piedras; y, en verdad, a punto están de echarla abajo, y de destrozar sus molduras con hachas y martillos.
—Mientes —dijo el judío presa de gran turbación—, la puerta no tiene molduras, ni se atreverán a derribarla con hachas y martillos; quizá es sólo un ataque de los hijos de Belial, en medio d su embriaguez y desenfreno. Ve, Rebeca; vigila la puerta y no dejes entrar a sos hijos de Belial, ni tampoco a los hijos de los poderosos de esta pecado ciudad de Madrid, mientras yo me libro de esta blasfema carroña que forcejea conmigo; que forcejea condenadamente.
En efecto, forcejeaba con violencia. Pero en tanto nos debatíamos, los golpes de la puerta se hicieron más sonoros y fuertes; y mientras me rechazaba, el judío siguió repitiendo:
—Plántales cara, Rebeca; sé como una roca.
Cuando Rebeca vio que se retiraba, exclamó:
—Mejor será que les plante espalda, porque de nada sirve ya mi cara. Mi espalda es lo que voy a oponerles, y les resistiré.
—¡Por favor, Rebeca! —exclamó el judío—, opónles la CARA; así es como probablemente les vencerás. No trates de oponerte a ellos de espaldas, sino enfréntate de cara y mira: si son hombres, aunque fuesen mil, en cuanto increpes al primero, huirán. Te ruego una vez más, Rebeca, que te enfrentes a ellos de cara, mientras yo echo al monte a este chivo expiatorio. Sin duda, tu cara bastaría para alejar a los que llamaron de noche a la puerta de aquella casa de Gibeah, en el caso de la mujer del benjaminita.
Entretanto, los golpes iban en aumento.
—Mirad que tengo la espalda quebrada —exclamó Rebeca, renunciando a su vigilancia—; pues, verdaderamente, las armas de los poderosos sacuden dinteles y jambas; y no tengo brazos de acero, ni costillas de hierro, y ved que desfallezco… sí, desfallezco, y caigo de espaldas, en manos de incircuncisos.
Y diciendo esto, cayó de espaldas al ceder la puerta, aunque no, como temía, en manos de incircuncisos, sino en las de dos congéneres, quienes al parecer tenían alguna extraordinaria razón para hacer tan tardía visita y violenta entrada.
El judío, al saber quiénes eran, me dejó, tras cerrar la puerta con llave, y permaneció en vela la mayor parte de la noche, en grave conferencia con sus visitantes. Fuera cual fuese el tema de su conversación, dejó huellas de la más intensa ansiedad en el semblante del judío a la mañana siguiente. Salió temprano, no regresó hasta muy tarde, y entró apresuradamente al aposento que yo ocupaba, mostrándose muy complacido al encontrarme sosegado y en mi sano juicio. Mandó colocar velas en la mesa, ordenó a Rebeca que se retirara, cerró la puerta y, tras dar varias vueltas inquieto por el estrecho aposento y aclararse repetidamente la garganta, se sentó al fin, dispuesto a confiarme la causa de su turbación, en la que, con la fatal conciencia del infeliz, empezaba yo a comprender que tenía parte. Me dijo que, aunque la noticia de mi muerte, tan completamente aceptada en todo Madrid, le había tranquilizado el ánimo, corría ahora un insensato rumor que, pese a lo falso e imposible que era, podía traer, al difundirse, las más graves consecuencias para nosotros. Me preguntó si había sido yo tan imprudente como para exponerme a que me vieran el día de la horrible ejecución; y cuando le confesé que me había asomado a la ventana, y que involuntariamente había proferido gritos que, temía yo, podían haber llegado a oídos de alguien, se retorció las manos, y un sudor de consternación bañó su pálido semblante. Cuando se recobró, me dijo que era creencia general que se había aparecido mi espectro en esa terrible ocasión, que me habían visto vagar por los aires, acudiendo a presenciar los sufrimientos del desdichado moribundo, y que habían oído mi voz enviándole a su eterna condenación. Añadió que esta historia, que poseía toda la credibilidad de la superstición, andaba repitiéndose de boca en boca; y por desechable que se considerase este absurdo, irremisiblemente daría lugar a una atenta vigilancia y una constante dedicación por parte del Santo Oficio, y podía conducir finalmente a mi descubrimiento. Así que iba a revelarme un secreto, con cuyo conocimiento podía seguir gozando de completa seguridad, incluso en el centro de Madrid, hasta tanto ideara la forma de llevar a cabo mi huida y contara con medios de subsistencia en algún país protestante, fuera del alcance de la Inquisición.
Cuando estaba a punto de revelarme el secreto, del que dependía la seguridad de ambos, y permanecía yo atento en muda agonía, se oyó un golpe en la puerta, muy distinto de las llamadas de la noche anterior. Fue una llamada simple, solemne, autoritaria, seguida de una orden de abrir la casa, en nombre de la más Sagrada Inquisición. A estas terribles palabras, el desdichado judío cayó de rodillas, apagó las velas, invocó el nombre de los doce patriarcas, y se echó sobre el brazo un gran rosario en menos tiempo del que es posible imaginar que la humana estructura ejecute tal diversidad de movimientos. Repitieron la llamada; yo estaba paralizado. Pero el judío, poniéndose en pie de un salto, levantó en un segundo una tabla del suelo y, con un movimiento entre convulsivo e instintivo, me indicó que bajara. Así lo hice, y en un instante me encontré a oscuras y a salvo.
Había descendido unos cuantos escalones, y me había detenido temblando en el último, cuando los oficiales de la Inquisición entraron en el aposento, pisando la misma tabla bajo la cual me ocultaba. Pude oír cada palabra que intercambiaron.
—Don Fernán —dijo un oficial al judío, el cual había entrado con ellos tras abrir respetuosamente la puerta—, ¿por qué habéis tardado en abrir?
—Santo padre —dijo el tembloroso judío—; mi única criada, María, es vieja y sorda; mi hijo, un niño, está en la cama, y yo me hallaba entregado a mis devociones.
—Parece que cumplís con ellas a oscuras —dijo otro, señalando las velas que el judío estaba encendiendo nuevamente.
—Cuando los ojos de Dios se vuelven hacia mí, reverendísimos padres, jamás estoy a oscuras.
—Los ojos de Dios están siempre puestos en vos —dijo el oficial, sentándose austeramente—, y otros también, en los cuales ha delegado Él la atenta vigilancia y la irresistible penetración de los suyos propios: los del Santo Oficio. Don Fernán de Núñez —nombre por el que atendía el judío—, no ignoráis la indulgencia que la Iglesia concede a los que renuncian a los errores de esa maldita y herética raza de la que descendéis; pero debéis saber igualmente la incesante vigilancia que mantiene sobre tales individuos dada la sospecha que necesariamente despierta su dudosa conversión, y su posible reincidencia. Sabemos que corría negra sangre en Granada por las venas emponzoñadas de vuestros mayores, y que sólo han transcurrido cuatro siglos desde que vuestros antepasados pisotearon esa cruz ante la cual os arrodilláis ahora. Sois anciano, don Fernán; pero no cristiano viejo, y en esas circunstancias, incumbe al Santo Oficio ejecutar una atenta vigilancia de vuestra conducta.
El desventurado judío, invocando a todos los santos, declaró que consideraba la más estricta vigilancia con que tuviese el Santo Oficio a bien honrarle como un favor y un motivo de agradecimiento, renunciando al mismo tiempo al credo de su raza con términos tan exagerados y vehementes que me hizo dudar de la sinceridad de cualquier creencia suya, y de su fidelidad a mí. Los oficiales de la Inquisición, sin hacer el menor caso de sus protestas, siguieron informándole del objeto de su visita. Manifestaron que una historia disparatada e increíble sobre que se había visto vagar por los aires, cerca de su casa, el espectro de un prisionero muerto de la Inquisición, había sugerido a la prudencia del Santo Oficio la idea de que tal individuo estuviese con vida y oculto entre sus muros.
No podía ver yo el nerviosismo del judío, pero noté que la vibración de las tablas sobre las que se hallaba se transmitía a los escalones donde me había detenido. Con voz trémula y estrangulada, suplicó a los oficiales que registrasen cada aposento de la casa, y la arrasaran y le enterrasen a él bajo sus escombros si encontraban algo en ella que un devoto hijo de la Iglesia no debiera albergar.
—Eso es lo que sin duda vamos a hacer —dijo el oficial, tomándole la palabra con la mayor sang froid—; pero entretanto, permitid que os prevenga, don Fernán, del peligro en que incurriríais si, en el futuro, por remoto que sea, se descubre que albergasteis o ayudasteis a ocultarse a un prisionero de la Inquisición y enemigo de la Iglesia: la primera y más ligera parte de ese castigo será el arrasamiento de vuestra casa —el inquisidor alzó la voz y, haciendo una pausa con enfática deliberación entre frase y frase, como midiendo el efecto de sus golpes en el creciente terror de su oyente, dijo—: Seréis conducido a nuestra prisión, bajo sospecha de judío relapso. Vuestro hijo será confiado a un convento para apartarle de la pestilente influencia de vuestra presencia, y toda vuestra propiedad será confiscada, hasta la última piedra de vuestros muros, hasta la última prenda de vuestra persona y el último denario de vuestra bolsa.
El pobre judío, que había manifestado la gradación de su miedo con gemidos más audibles y prolongados al final de cada frase acusadora, ante la mención de una confiscación tan total y desoladora, perdió todo dominio de sí, y profiriendo: «¡Oh, padre Abraham y todos los santos profetas!», cayó, según deduje por el ruido, de rodillas en el suelo. Me di por perdido. Vencido por su pusilanimidad, las palabras que profirió bastaron para traicionarse ante los oficiales de la Inquisición; y sin vacilar un momento entre el peligro de caer en manos de ellos y sumergirme en la oscuridad del escondrijo al que había descendido, bajé los pocos escalones que quedaban y traté de llegar a tientas a un pasadizo en el que parecía terminar.