Oh! torture me no more, I will confess.
Enrique VI
You have betrayed her to her to own reproof.
LA COMEDIA DE LOS ERRORES.
Y era verdad: era prisionero de la Inquisición. Las situaciones excepcionales nos inspiran sentimientos acordes con ellas; son muchos los hombres que han hecho frente a una tempestad en el océano, y luego se han acobardado al oírla retumbar en la chimenea. Creo que eso es lo que me pasó a mí: se había desencadenado la tormenta, y me preparé para afrontarla. Estaba en la Inquisición; pero sabía que mi crimen, por atroz que fuese, no caía propiamente bajo su jurisdicción. Era una de las más graves faltas conventuales, pero su sanción competía solamente al poder eclesiástico. El castigo de un monje que se había atrevido a escapar de su convento podía ser espantoso: merecía la cárcel, o la muerte quizá; pero no podía ser legalmente prisionero de la Inquisición. Jamás, a lo largo de todas mis desventuras, había pronunciado una sola palabra irrespetuosa para con la Santa Madre Iglesia, o que pusiera en duda nuestra sagrada fe; no había vertido expresión ninguna que fuese herética, ofensiva o ambigua con relación a algún punto del deber o de los artículos de la fe. Las absurdas acusaciones de brujería y posesión, esgrimidas contra mí en el convento, habían sido totalmente invalidadas durante la visita del Obispo. Mi aversión al estado monacal era de sobra conocida y estaba fatalmente demostrada, pero no era motivo para las investigaciones o castigos de la Inquisición. Nada tenía que temer de la Inquisición; al menos, eso me decía a mí mismo en la prisión, al tiempo que me sentía convencido de ello. El séptimo día después de mi recuperación fue el designado para mi interrogatorio, de lo que recibí puntual notificación; aunque creo que eso va en contra de las normas habituales de la Inquisición. Y el interrogatorio tuvo lugar en el día y hora señalados.
Sin duda sabéis, señor, tocante a las historias que se cuentan sobre la disciplina interior de la Inquisición, que nueve de cada diez son pura fábula, ya que los prisioneros están obligados bajo juramento a no revelar lo que ocurre entre sus muros; y quienes se atreven a violar este juramento, no tienen tampoco escrúpulos en deformar la verdad sobre los detalles que hicieron posible su liberación. Me está prohibido, por un juramento que nunca quebrantaré, revelar las circunstancias de mi encarcelamiento o interrogatorio. Soy libre, sin embargo, para referir ciertos aspectos de ambas cosas, ya que tienen que ver con mi extraordinario relato. Mi primer interrogatorio acabó bastante favorablemente; se deploró y desaprobó, efectivamente, mi contumacia y aversión al monacato, pero no se tocó ninguna otra cuestión: nada que alarmase los especiales temores de un huésped de la Inquisición. De modo que me sentía todo lo feliz que la soledad, la oscuridad, el jergón de paja, el pan y el agua podían hacerme a mí o a cualquiera, hasta que, a la cuarta noche de mi interrogatorio, me despertó una luz. Brillaba con tal fuerza ante mis ojos que me incorporé de un salto. Entonces se retiró la persona que sostenía dicha luz, y descubrí una figura sentada en el rincón más alejado de mi celda. Aunque gratamente sorprendido ante la visión de una forma humana, había adquirido de tal modo los hábitos de la Inquisición que pregunté con voz fría y tajante quién se había atrevido a irrumpir de esa manera en la celda de un prisionero. La persona contestó con el acento más suave que jamás haya apaciguado oído humano alguno, y me dijo que era, como yo, un prisionero de la Inquisición; que, por indulgencia de ésta, se le había permitido visitarme, y que esperaba…
—¿Pero es posible nombrar aquí la esperanza? —exclamé sin poderme contener. Él contestó en el mismo tono suave y suplicante; y, sin referirse a nuestras circunstancias particulares, aludió al consuelo que podía derivarse de la compañía de dos hombres que sufrían, a los que se permitía poder verse y comunicarse.
Este hombre me visitó varias noches seguidas; yo no pude por menos de notar tres detalles extraordinarios en sus visitas y su aspecto. El primero era que siempre (cuando podía) mantenía los ojos apartados de mí; se sentaba de lado o de espaldas, cambiaba de postura o de sitio, o se ponía la mano delante de los ojos; pero cuando le sorprendía, o levantaba la luz por encima de mí, comprobaba que jamás había visto ojos tan llameantes en un rostro mortal: en la oscuridad de mi prisión, me veía obligado a protegerme con la mano de tan preternatural resplandor. El segundo era que venía y se iba aparentemente sin ayuda ni obstáculo; que entraba a cualquier hora como si tuviese la llave maestra de mi calabozo, sin pedir permiso ni tropezar con prohibición alguna, que recorría las prisiones de la Inquisición como el que tiene una ganzúa capaz de abrir el más recóndito departamento. Finalmente, hablaba no sólo en un tono claro y audible, totalmente distinto de las comunicaciones en voz baja de la Inquisición, sino que me hablaba de su aversión a todo el sistema, su indignación contra la Inquisición, los inquisidores y todos sus auxiliares y secuaces, desde santo Domingo al más bajo oficial, con tan irreprimible furor, tan extremado sarcasmo, tan desenvuelta licencia de ridícula y no obstante inhumana gravedad, que me hacía temblar.
Sin duda sabéis, señor, o todavía no, quizá, que hay en la Inquisición personas autorizadas para consolar la soledad de los prisioneros, a condición de obtener, bajo pretexto de una conversación amistosa, aquellos secretos que ni aun bajo tortura se les ha logrado arrancar. En seguida descubrí que mi visitante no era una de estas personas: sus injurias al sistema eran demasiado generales; su indignación, demasiado sincera. Sin embargo, en sus continuas visitas había una circunstancia más que me inspiraba un sentimiento de terror que me paralizaba, y anulaba todos los terrores de la Inquisición.
Aludía continuamente a sucesos y personajes que estaban más allá de su posible recuerdo, después callaba, y proseguía luego con una especie de risa burlona y violenta ante su propia distracción. Pero esta constante alusión a cosas ocurridas bastante tiempo atrás y a hombres que hacía mucho que descansaban en sus tumbas, me producían una impresión imposible de describir. Su conversación era rica, variada e inteligente; pero se hallaba tan salpicada de alusiones a los muertos que se me podía perdonar que tuviera la sensación de que mi interlocutor era uno de ellos. Hacía continuas referencias a anécdotas de la historia; y como yo era un ignorante en ese aspecto, me encantaba escucharle, ya que lo contaba todo con la fidelidad de un testigo ocular. Habló de la Restauración en Inglaterra, y repitió, recordando puntualmente, el comentario de la reina madre Enriqueta de Francia de que, de haber sabido la primera vez que llegó el inglés lo que sabía en la segunda, jamás la habrían arrancado del trono; luego añadió, para mi asombro, que se encontraba él junto a su carroza, la única que entonces existía en Londres.[25] Más tarde habló de las espléndidas fiestas que daba Luis XIV, Y describió, con una minuciosidad que me llenó de alarma, la suntuosa carroza en que el monarca personificó al dios del día, mientras todos los alcahuetes y rameras de la corte le seguían como la plebe del Olimpo. Después se refirió a la duquesa de Orleans, hermana de Carlos II; al espantoso sermón del Père Bourdaloue [26] pronunciado ante el lecho mortal de la real belleza, muerta por envenenamiento (según se sospechó); y añadió que había visto las rosas amontonadas en su tocador, destinadas a engalanarla para una fiesta esa misma noche, y junto a ellas el píxide y los cirios y el óleo, amortajadas en el encaje de ese mismo atavío. Luego pasó a Inglaterra; habló del desventurado y justamente censurado orgullo de la esposa de Jacobo II, la cual «consideró una vejación» sentarse a la mesa con un oficial irlandés que había comentado a su esposo (entonces duque de York) que él había estado a la mesa como oficial al servicio de Austria, cuando el padre de la duquesa (el duque de Módena) había estado de pie, detrás de una silla, como vasallo del emperador de Alemania.
Estas anécdotas eran insignificantes y podía contarlas cualquiera; pero había una minuciosidad en los detalles que obligaba constantemente al pensamiento a aceptar la idea de que había visto las cosas que describía, y que había conversado con los personajes de los que hablaba. Yo le escuchaba con una mezcla de curiosidad y terror. Por último, mientras refería un incidente trivial ocurrido en el reinado de Luis XIII, empleó las siguientes palabras: [27] Una noche en que el Rey estaba en una fiesta, en la que se hallaba presente también el cardenal Richelieu, tuvo éste la insolencia de salir precipitadamente de salón antes que su Majestad, justo cuando se anunció el coche del Rey. El Rey sin manifestar la menor indignación ante la arrogancia del ministro, dijo con mucha bonhommie: «Su Eminencia el Cardenal siempre quiere ser el primero». «El primero en asistir a su Majestad», contestó el Cardenal con admirable y cortés presencia de ánimo; y quitándole la antorcha a un paje que había a mi lado alumbró al Rey hasta su carruaje». No pudieron por menos de sorprenderme las extraordinarias palabras que se le habían escapado, y le pregunté:
—¿Dónde estabas?
Él me contestó de manera evasiva y, evitando el tema, siguió distrayéndome con otras curiosas anécdotas de la historia privada de esa época, de la que hablaba con una minuciosidad inquietante. Confieso que mi placer en escucharlas disminuía debido a la extraña sensación que me inspiraban su presencia y su conversación. Cuando se marchaba, lamentaba su ausencia; aunque no podía explicarme el extraordinario sentimiento que me invadía durante sus visitas.
Unos días después, iba a tener lugar mi segundo interrogatorio. La noche antes me visitó uno de los oficiales. Estos hombres no son como los oficiales corrientes de una prisión, sino que están respaldados en cierto modo por los altos poderes de la Inquisición; y escuché con el debido respeto su notificación, sobre todo por transmitirla con más énfasis y energía de lo que se podía esperar de un habitante de esta silenciosa mansión. Esta circunstancia me hizo esperar algo extraordinario, y su discurso lo confirmó cabalmente; mucho más de lo que yo calculaba. Me dijo con toda claridad que desde hacía poco había cierta perturbación e inquietud en la Inquisición, cosa que jamás había ocurrido. Su motivo era el rumor de que había una figura humana que se aparecía en las celdas de algunos prisioneros, profiriendo palabras no sólo hostiles al catolicismo y a la disciplina de la sagrada Inquisición, sino a la religión en general, a la creencia en un Dios y en una vida en el más allá. Añadió que la más estrecha vigilancia de los oficiales, en el potro, no había logrado sorprender a este ser en sus visitas a las celdas de los prisioneros; que se habla doblado la guardia y se habían adoptado todas las precauciones que la circunspección de la Inquisición podía emplear, sin resultado hasta ahora; y que el único indicio que tenían de tan extraño visitante provenía de algunos prisioneros en cuyas celdas había entrado, a los que había dirigido palabras que parecían dichas por el enemigo de la humanidad para hundir en la perdición a estos infelices. Hasta aquí, había evitado que le descubrieran; pero confiaba en que, con las medidas recientemente adoptadas, le resultase imposible a este agente del mal seguir ofendiendo y burlando más tiempo al sagrado tribunal. Me advirtió que estuviese prevenido sobre este punto, ya que indudablemente sería abordado en mi próximo interrogatorio, y quizá con más apremio de lo que yo podía imaginar; y tras encomendarme a la sagrada custodia de Dios, se marchó.
No enteramente ignorante de la cuestión a que aludía esta extraordinaria comunicación, pero inocente de cualquier ulterior significación en lo que a mí se refería, esperé mi siguiente interrogatorio más con esperanza que temor. Tras las usuales preguntas sobre por qué estaba allí, quién me había acusado, por qué delito, y si recordaba alguna frase que hubiese hecho pensar en algún tipo de desconsideración hacia la Santa Iglesia, etc., etc., con un detalle que el oyente perdonará si paso por alto, me formularon determinadas cuestiones extraordinarias que parecían relacionadas de algún modo con la aparición de mi anterior visitante. Les contesté con una sinceridad que pareció impresionar hondamente a mis jueces. Declaré con toda claridad, respondiendo a sus preguntas, que había aparecido una persona en mi calabozo.
—Debes decir celda —dijo el Supremo.
—Pues en mi celda. Habló con la mayor desenvoltura del Santo Oficio; profirió palabras que no sería respetuoso por mi parte repetir. Me costaba trabajo creer que semejante persona tuviera permiso para visitar los calabozos (las celdas, quiero decir) de la Santa Inquisición.
Al decir estas palabras, uno de los jueces, temblando en su asiento (mientras su sombra, aumentada por la imperfecta luz, trazaba en el muro que yo tenía enfrente la figura de un gigante paralítico), trató de dirigirme unas preguntas. Al hablar, brotó de su garganta un ruido cavernoso, y sus ojos giraron en sus cuencas: sufrió un ataque de apoplejía, y murió antes de que hubiese tiempo para trasladarle a otro aposento. El interrogatorio se suspendió de repente, y con cierta confusión; pero al enviarme de nuevo a mi celda, pude percibir, para consternación mía, que había causado en el ánimo de los jueces una impresión de lo más desfavorable. Habían interpretado este accidente fortuito de la manera más extraordinaria e injusta, y comprendí las consecuencias que todo esto tendría en mi próximo interrogatorio.
Esa noche recibí en mi celda la visita de uno de los jueces de la Inquisición, quien conversó conmigo largamente, y de manera seria y desapasionada. Comentó la impresión atroz y desagradable con que había llegado yo ante la Inquisición: la de un monje apóstata, acusado del crimen de brujería en el convento y que en su impío intento de escapar, había ocasionado la muerte de su hermano, al que había seducido para que colaborara con él, sumiendo finalmente a una de las primeras familias en la desesperación y la vergüenza. Aquí iba a replicar yo; pero me contuvo, y dijo que no había venido a escuchar, sino a hablar; y siguió informándome de que, aunque había sido absuelto del cargo de comunicación con el espíritu maligno en la visita del Obispo, habían adquirido sorprendente fuerza ciertas sospechas acerca de mí, por el hecho de que nunca se habían conocido en la prisión de la Inquisición las visitas del extraordinario ser, de quien había oído lo suficiente como para convencerme de su realidad, hasta mi entrada en ella. Que la conclusión clara y probable no podía ser sino que yo era víctima del enemigo de la humanidad, a cuyo poder (merced al renuente permiso de Dios y de santo Domingo; y se santiguó mientras lo decía) se consentía vagar incluso a través de los muros del Santo Oficio. Me prevenía, en términos severos y claros, contra el peligro de la situación en que me encontraba, por las sospechas que universal y (según temía él) justamente despertaba; por último, me conminaba, si tenía en algo mi salvación, a que depositara mi entera confianza en la misericordia del Santo Oficio, y, si la figura me visitaba nuevamente, espiase lo que sus impuros labios pudieran sugerir, y lo transmitiese fielmente al Santo Oficio.
Cuando el inquisidor se hubo marchado, reflexioné sobre lo que había dicho. Me pareció que era como las conspiraciones que tan a menudo tienen lugar en el convento. Pensé que quizá fuera un intento de involucrarme en alguna maquinación contra mí mismo, algo que pudiera hacerme colaborar activamente en mi propia condenación… Comprendí que necesitaba adoptar una atenta y cuidadosa prudencia. Yo sabía que era inocente, y ésta es una conciencia que desafía incluso a la propia Inquisición; pero dentro de los muros de la Inquisición, esa conciencia, y el desafío que inspira, son inútiles por igual. Finalmente, resolví vigilar cualquier contingencia que ocurriese dentro de mi propia celda, amenazado como estaba a la vez por los poderes de la Inquisición y los del demonio infernal; pero no tuve que esperar mucho tiempo. A la segunda noche de mi interrogatorio, vi entrar a este personaje en mi celda. Mi primer impulso fue llamar a los oficiales de la Inquisición. Sentí una especie de vacilación, imposible de describir, entre arrojarme en manos de la Inquisición o en las de este ser extraordinario, más formidable quizá que todos los inquisidores de la tierra, desde Madrid a Goa. Temía la impostura por ambas partes. Imaginaba que esgrimían el terror frente al terror; no sabía qué creer ni qué pensar. Me sentía rodeado de enemigos, y habría dado mi corazón al primero que hubiese arrojado la máscara y me hubiese confesado que era mi decidido y declarado enemigo. Tras meditarlo un rato, consideré que era mejor desconfiar de la Inquisición, y escuchar lo que este extraordinario visitante tuviera que decir. En mi fuero interno le creía agente secreto de ellos: les hacía una grave injusticia. Su conversación esta vez fue más entretenida de lo normal, aunque desde luego tomó unos derroteros que justificaban las sospechas de los inquisidores. A cada frase que pronunciaba, me daban ganas de levantarme de un salto y llamar a los oficiales. Luego consideré que la acusación se volvería contra mí, y que me señalarían como víctima de su condenación. Temblé ante la idea de entregarme yo mismo con una palabra, con lo que los poderes de esta espantosa institución podrían sentenciarme a una muerte por tortura, o peor aún, a una lenta y prolongada muerte por inanición, con todos sus horrores: la mente famélica, el cuerpo desnutrido, el anonadamiento por efecto de una interminable y desesperada soledad, la terrible inversión del sentimiento natural que hace de la vida objeto de depreciación, y de la muerte, una indulgencia.
El resultado fue que permanecí escuchando el discurso (si puedo llamarlo así) de este extraordinario visitante que parecía considerar los muros de la Inquisición como si fuesen paredes de un aposento doméstico, mientras él hablaba sentado junto a mí con la misma tranquilidad que si estuviese en el más lujoso sofá que hayan mullido nunca los dedos de la voluptuosidad. Yo tenía los sentidos tan aturdidos, y la mente tan confundida, que apenas recuerdo su conversación. Parte de ella discurrió así:
—Eres prisionero de la Inquisición. Evidentemente, el Santo Oficio se ha instituido con fines discretos que están fuera de la capacidad de comprensión de pecadores como nosotros; pero, hasta donde a mí se me alcanza, sus prisioneros no sólo son insensibles a los beneficios que podrían derivarse de su vigilancia providente, sino vergonzosamente desagradecidos respecto de esta labor. Como tú, que estás acusado de brujería y fratricidio, así como de sumir en la desesperación con tu atroz desvarío a una familia ilustre y afectuosa, y que ahora te encuentras afortunadamente exento de más violencias contra la naturaleza, la religión y la sociedad debido a tu saludable reclusión en este lugar; y tienes tan poca conciencia de estas bendiciones que tu mayor deseo es huir, en vez de seguir disfrutando de ellas. En una palabra, estoy convencido de que el deseo secreto de tu corazón (todavía no convertido, a pesar de la inmensa caridad que en ti derrocha el Santo Oficio) no es en absoluto acrecentar el peso de tu agradecimiento a ellos, sino, al contrario, disminuir lo más posible el agobio que sienten estas beneméritas personas, dado que tu permanencia aquí contamina sus sagradas paredes, abreviando tu estancia mucho más de lo que ellos tienen intención de retenerte. Tu deseo es escapar de la prisión del Santo Oficio si es posible…, y sabes que lo es. No contesté una sola palabra. Sentí terror ante esta salvaje y brutal ironía; terror ante la sola mención de escapar (y tenía razones fatales para ello); un terror indescriptible a todos y cada uno de los que se acercaban a mí. Me imaginaba a mí mismo oscilando en lo alto de una estrecha cresta montañosa, como una Al-araf, entre los abismos alternos del espíritu infernal y la Inquisición (no menos temible) abiertos a cada lado de mi insegura marcha. Apreté los labios; apenas dejé escapar el aliento.
Mi interlocutor prosiguió:
—Respecto a tu huida, aunque puedo prometértela (y eso es algo que ningún poder humano te puede prometer), debes tener en cuenta la dificultad que entraña. ¿Te aterrará esa dificultad, vacilarás?
Continué callado; mi visitante interpretó, quizá este silencio como de duda, y prosiguió:
—Tal vez crees que tu permanencia aquí, en esta mazmorra de la Inquisición, te garantiza infaliblemente la salvación. No existe error más absurdo y, no obstante, más arraigado en el corazón humano, que el de creer que los sufrimientos favorecen la salvación espiritual.
Aquí me sentí seguro al replicar que sabía y confiaba en que mis sufrimientos serían efectivamente aceptados como una parcial mitigación de mi bien merecido castigo en el más allá. Reconocía mis muchos errores, me confesaba culpable de mis desventuras como si hubiesen sido crímenes; y con la energía de mi pesar, unida a la inocencia de mi corazón, me encomendé al Todopoderoso con una unción verdaderamente sentida; invoqué el nombre de Dios del Salvador, y de la Virgen, con la fervorosa súplica de mi sincera devoción. Cuando abandoné mi postura arrodillada, mi visitante se había ido […].
Se siguieron uno tras otro mis interrogatorios ante los jueces, con, una rapidez sin precedentes en los anales de la Inquisición. ¡Ay! ¡Ojalá hubiera anales, ojalá hubiera algo más que simples actas de un día de abusos, opresión, falsedad y tortura! En mi siguiente comparecencia ante los jueces, fui interrogado conforme a las normas usuales, y luego me llevaron a hablar, mediante preguntas astutamente elaboradas (como si hubiese necesidad de astucia para llevarme a ese terreno), del asunto del que tantas ganas tenía yo de descargarme. En cuanto se mencionó el tema, comencé mi relato con unos deseos de sinceridad que habrían dejado satisfecho a cualquiera menos a los inquisidores. Informé que había tenido otra visita del ser desconocido. Repetí, con precipitada y temblorosa ansiedad, cada una de las palabras de nuestra última conversación. No suprimí ni una sílaba de sus insultos al Santo Oficio, de la cruel y diabólica acritud de su sátira, de su confesado ateísmo, de lo demoníaco de su conversación. Me extendí en cada pormenor, y esperaba hacer méritos ante la Inquisición acusando a su enemigo y al de la humanidad. ¡Oh, es imposible describir el celo angustioso con que nos afanamos entre dos enemigos mortales, esperando ganarnos la amistad de uno de ellos! La Inquisición me había hecho sufrir mucho, pero en este momento me habría prosternado ante los inquisidores, les habría pedido la plaza de oficial más humilde de su prisión, habría suplicado que me concediesen el puesto repugnante de verdugo, habría soportado lo que la Inquisición hubiese querido infligirme, con tal que no se me considerase aliado del enemigo de las almas. Para mi confusión, observé que cada palabra que decía, con toda la angustia de la verdad, con toda la desesperada elocuencia del alma que lucha con los demonios que la arrastran más allá de toda piedad, era desoída. Los jueces parecían efectivamente impresionados por la franqueza con que hablaba. Por un momento, dieron una especie de crédito instintivo a mis palabras, arrancadas por el terror; pero un momento después pude darme cuenta de que era yo, no mi declaración, quien les impresionaba de aquella manera. Parecían mirarme a través de una deformante atmósfera de misterio y de sospecha. Me instaban una y otra vez a que les diera nuevos detalles, nuevos pormenores, algo en fin que estaba en sus cerebros y no en el mío. Cuanto más trabajo se tomaban en formular sus hábiles preguntas, más incomprensibles me resultaban éstas. Yo les había dicho lo que sabía, estaba deseoso de contarlo todo, pero no podía decirles más de lo que sabía; y la angustia de mi solicitud por conocer el objeto de los jueces se agravaba en proporción a mi ignorancia de cuál podía ser. Al enviarme de nuevo a mi celda, se me advirtió de la manera más solemne que si dejaba de vigilar, recordar y comunicar cada una de las palabras pronunciadas por el extraordinario ser, cuyas visitas reconocían tácitamente no poder impedir ni descubrir, podía esperar el mayor rigor del Santo Oficio. Prometí todo esto y cuanto se me pidió; finalmente, como prueba última de mi sinceridad, supliqué que se le permitiera a alguien pasar la noche en mi celda; o si esto era contrario a las reglas de la Inquisición, que se apostara en el pasadizo que comunicaba con mi celda un guardián con el que yo pudiera ponerme en contacto mediante una señal convenida, caso de que este ser innominado se apareciese, pudiendo así ser descubierta y castigada su impía intrusión de una vez por todas. Al hablar así, se me concedía un privilegio de todo punto excepcional en la Inquisición, donde el prisionero debe responder a preguntas, pero jamás hablar, a menos que se le exhorte a ello. Mi propuesta, no obstante, dio lugar a cierta deliberación. Y al terminar, averigüé con horror que ninguno de los oficiales, ni aun bajo la disciplina de la Inquisición, se encargaría de vigilar la puerta de mi celda.
Regresé a ella, presa de una angustia indecible. Cuanto más me había esforzado en librarme de sospechas, más me había enredado. Mi único recurso y consuelo estaba en la determinación de obedecer estrictamente los requerimientos de la Inquisición. Me mantuve diligentemente despierto, pero él no vino en toda la noche. Hacia el amanecer, me dormí. ¡Oh, qué sueño tuve!, los genios o demonios del lugar parecieron introducirse en la pesadilla que me atormentó. Estoy convencido de que ninguna víctima del (pretendido) auto de fe ha sufrido más, durante su horrible procesión hasta las llamas temporales y eternas, de lo que sufrí yo durante esa pesadilla. Soñé que había concluido el juicio, que había sonado la campana, y que salíamos de la Inquisición; había quedado demostrado mi crimen, y decidida mi sentencia como monje apóstata y hereje diabólico y comenzó la procesión: primero iban los dominicos, luego seguían los penitentes con los brazos y pies desnudos, cada uno de ellos con un cirio, unos con el sambenito, otros sin él, pálidos todos, ojerosos, jadeantes, con sus caras espantosamente parecidas al color terroso de sus brazos y sus piernas. A continuación, iban los que tenían en sus negras vestiduras el fuego revolto.[28] Luego… me vi a mí mismo; y esa horrible visión que tiene uno de sí mismo en sueños, ese acoso que sufres de tu mismo espectro cuando aún estás con vida, es quizá una maldición casi equivalente a la de tus crímenes visitándote en los castigos de la eternidad. Me vi vestido con el indumento del condenado, con las llamas apuntando hacia arriba, mientras los demonios pintados en mi ropa eran escarnecidos por los demonios que me cercaban los pies y revoloteaban en torno a mis sienes. Los jesuitas, a uno Y otro lado, me instaban a que considerase la diferencia entre este fuego pintado, y el que iba a envolver mi alma por toda la eternidad. Las campanas de Madrid parecían resonar en mis oídos. No había luz, sino un oscuro crepúsculo, como ocurre siempre en los sueños (ningún hombre ha soñado jamás con la luz del sol); había un resplandor confuso y humeante de antorchas, cuyas llamas no tardarían en arder en mis ojos. Vi la escena ante mí: yo encadenado en mi asiento, en medio de tañidos de campanas, prédicas de jesuitas y gritos de la multitud. Un espléndido anfiteatro se alzaba delante: el rey y la reina de España, y toda la nobleza y jerarquía del país, estaban allí para presenciar nuestra quema. Nuestros pensamientos vagan en los sueños; yo había oído contar un auto de fe en el que una joven judía no mayor de dieciséis años, condenada a ser quemada viva, se había postrado ante la reina, exclamando: «Salvadme, salvadme, no dejéis que me quemen; mi único crimen es creer en el Dios de mis padres»; la reina (creo que era Isabel de Francia, esposa de Felipe II) lloró, pero siguió la procesión. Algo así ocurrió en mi sueño. Vi rechazado al suplicante; a continuación, su figura era la de mi hermano Juan, que se agarraba a mí gritando: «¡Sálvame, sálvame!». Un momento después, estaba yo encadenado otra vez a mi silla; habían encendido las hogueras, tocaban las campanas, se oía el canto de las letanías, mis pies abrasados se habían convertido en ceniza, mis músculos crujían, mi sangre y mis tuétanos siseaban, mi carne se consumía como el cuero que se encoge; los huesos de mis piernas eran dos palos negros, secos, inmóviles entre las llamas que ascendían y prendían en mi pelo… las llamas me coronaban; mi cabeza era una bola de metal fundido, mis ojos fulguraban y se derretían en sus cuencas; abrí la boca y bebí fuego; la cerré, y noté el fuego dentro; las campanas seguían tocando y la muchedumbre gritaba, y el rey y la reina y toda la nobleza y el clero miraban. ¡Y nosotros ardíamos y ardíamos!… En el sueño, yo era un cuerpo y un alma de ceniza.
Desperté con las horribles exclamaciones eternamente proferidas aunque jamás oídas por nadie de esos desdichados, cuando las llamas se elevan rápidamente, y me caí.
¡Misericordia, por amor de Dios! Me despertaron mis propios gritos: estaba en la prisión, y junto a mí se hallaba el tentador. Con un impulso que no pude contener, un impulso nacido de los horrores de mi su ño, me puse de pie y le supliqué que «me salvara». No sé, señor si es problema que pueda resolver el entendimiento humano, el de si tenía o no este ser inescrutable poder para influir en mis sueños, y dictar a un demonio tentador las imágenes que me habían arrojado a sus pies implorando la esperanza y salvación. Fuera como fuese, lo cierto es que aprovechó mis agonías, medio quiméricas medio reales; y mientras me aseguraba que podía llevar a efecto mi huida de la Inquisición, me propuso esa incomunicable condición que me está prohibido revelar, salvo en acto de confesión». Aquí Melmoth no pudo por menos de recordar la incomunicable condición que le fue propuesta a Stanton en el manicomio… Se estremeció, pero no dijo nada. El español prosiguió:
—En el siguiente interrogatorio, las preguntas fueron más acuciantes y graves, y yo estaba mucho más deseoso de que me escucharan que de que me preguntaran; así, pese a la eterna circunspección y gravedad del interrogatorio inquisitorial, llegamos a entendemos muy pronto. Yo tenía algo que ganar, y ellos nada que perder con que yo ganase. Confesé sin vacilación que había recibido otra visita de este ser misteriosísimo, el cual podía penetrar en lo más recóndito de la Inquisición sin su permiso ni impedimento (los jueces temblaron en sus asientos al pronunciar yo estas palabras); que yo estaba totalmente dispuesto a revelar cuanto habíamos abordado en nuestra última conversación, pero que solicitaba primero confesar con un sacerdote y recibir la absolución. Aunque esto era contrario a las reglas de la Inquisición, me lo concedieron gracias a lo extraordinario del caso. Corrieron un negro cortinaje en uno de los rincones; me arrodillé ante un sacerdote, y le confié el tremendo secreto que, de acuerdo con las reglas de la Iglesia católica, no puede revelar el confesor más que al Papa. No entiendo cómo se manejó el asunto, pero el caso es que se me pidió que repitiera la misma confesión ante los inquisidores. La repetí, palabra por palabra, omitiendo solamente lo que mi juramento y mi conciencia del sagrado secreto de la confesión me impedían revelar. La sinceridad de esta confesión, pensé, obraría un milagro en mi favor. Y así fue; aunque no el milagro que yo esperaba. Me requirieron para que revelase el secreto incomunicable; les dije que estaba ya en el pecho del sacerdote con quien me había confesado. Conferenciaron en voz baja, y deliberaron, al parecer, sobre la conveniencia de aplicar tortura.
A todo esto, como es de suponer, eché una mirada ansiosa y desamparada en torno al aposento, donde el enorme crucifijo, de trece pies de alto, se alzaba por encima del sillón del Supremo. En ese momento vi, sentada ante una mesa cubierta con negros crespones, a una persona que hacía las veces de secretario o encargado de anotar las deposiciones del acusado. Cuando me condujeron hasta esa mesa, dicha persona me lanzó una mirada de reconocimiento: era mi temible compañero; ahora era oficial de la Inquisición. Comprendí que todo estaba perdido al ver su ceño feroz y escrutador, semejante al del tigre antes de saltar de su matorral, o el lobo de su madriguera. Este individuo me lanzaba miradas de cuando en cuando, sobre cuyo significado no podía equivocarme, aunque no me atrevía a interpretar; y tengo razones para creer que la tremenda sentencia pronunciada contra mí salió, si no de sus labios, al menos de su dictado:
Tú, Alonso de Moncada, monje profeso en la orden de… acusado de los crímenes de herejía, apostasía, fratricidio («¡Oh, no, no!», grité, pero nadie me hizo caso) y conspiración con el enemigo de la humanidad contra la paz de la comunidad en la que ingresaste como devoto de Dios, y contra la autoridad del Santo Oficio; acusado, además, de tener comunicación en tu celda de la prisión del Santo Oficio con un mensajero infernal del enemigo de Dios, del hombre y de tu propia alma apostatada; condenado, según tu propia confesión, por el espíritu infernal que ha tenido acceso a tu celda, serás por ello relajado a…
No oí nada más. Grité, pero mi voz fue sofocada por el murmullo de los oficiales. El crucifijo colgado detrás del sillón del juez giró, vaciló ante mis ojos; la lámpara que colgaba del techo pareció emitir veinte luces. Alcé las manos en señal de abjuración, pero otras manos más fuertes me las bajaron. Traté de hablar, pero me taparon la boca. Caí de rodillas; y estaban a punto de sacarme de allí de ese modo, cuando un inquisidor de avanzada edad hizo una seña a los oficiales, me soltaron, y se dirigió a mí con estas palabras, palabras terribles por la misma sinceridad del que hablaba. Por su edad, por su súbita intervención, esperé misericordia. Era muy anciano, hacía veinte años que se había quedado ciego, pero se levantó para maldecirme; mis pensamientos volaron de Apio Claudio, de Roma (bendiciendo su ceguera, que le salvaba de presenciar la vergüenza de su país), a este ciego, Inquisidor General de España, que afirmaba que Felipe, al sacrificar a su hijo, imitaba al Todopoderoso, que había sacrificado a su Hijo por la salvación de la humanidad. ¡Horrenda profanación, y asombrosa comparación, en el corazón de un católico! Éstas fueron las palabras del Inquisidor:
—Desdichado, apóstata y excomulgado, bendigo a Dios por haber secado estos ojos que ya no pueden verte. El demonio te ha rondado desde tu nacimiento; naciste en el pecado, los demonios mecieron tu cuna y hundieron sus garras en la sagrada pila bautismal, mientras escarnecían a los padrinos de tu impío bautismo.
Ilegítimo y maldecido, fuiste siempre una carga para la Santa Iglesia. Y ahora, el espíritu infernal viene a reclamar lo que es suyo, y tú le reconoces como tu dueño y señor. Te ha buscado y te ha confirmado como su propiedad, incluso en la cárcel de la Inquisición. ¡Vete, maldito, te relajamos al brazo secular, al que pedimos que no se muestre demasiado severo contigo! A estas palabras, cuyo significado comprendí demasiado bien, dejé escapar un grito de angustia: único sonido humano que ha sonado siempre entre los muros de la Inquisición. Pero me sacaron de allí; y ese grito, en el que había puesto yo toda la fuerza de la naturaleza, no fue escuchado sino como uno de los muchos que resuenan en la cámara de tortura. Al regresar a mi celda, tuve el convencimiento de que todo era un plan inquisitorial para implicarme en una autoacusación (su objetivo constante, que siempre trata de conseguir), y castigarme por un crimen, cuando sólo era culpable de haberme dejado arrancar una confesión.
Con un arrepentimiento y una angustia indecibles, maldije mi torpe y crédula estupidez. ¿Quién podía haber caído en semejante intriga sino un idiota, un necio? ¿Era razonable creer que las prisiones de la Inquisición podían ser visitadas a voluntad por un desconocido al que nadie podía ver ni apresar? ¿Que ese ser pudiese traspasar celdas impenetrables al poder humano, y trabar conversación con los prisioneros a su antojo, aparecer y desaparecer; insultar, ridiculizar y blasfemar; proponer fugas y sugerir los medios con una precisión y facilidad que debían de ser resultado de sereno y profundo cálculo, y todo entre los muros de la Inquisición, casi al alcance del oído de los jueces, y en presencia de los guardianes que paseaban noche y día por los pasadizos con atenta e inquisitorial vigilancia? ¡Era ridículo, monstruoso, imposible! No había sido sino un complot para que yo mismo me condenara. Mi visitante era agente y cómplice de la Inquisición, y yo era mi propio traidor y verdugo. Ésa fue mi conclusión; y aunque demoledora, parecía la única probable.
Ahora no me cabía esperar otra cosa que el más espantoso de los destinos, en medio de la oscuridad y el silencio de mi celda, donde la total suspensión de las visitas del desconocido confirmaba a todas horas mi convicción acerca de su naturaleza y objeto, hasta que acaeció algo cuyas consecuencias desbarataron por igual el miedo, la esperanza y las suposiciones. Me refiero al gran incendio que se declaró dentro de los muros de la Inquisición, hacia finales del pasado siglo.
La noche del 29 de noviembre de 17… fue cuando tuvo lugar tan extraordinario suceso; extraordinario, dadas las conocidas precauciones que adopta la vigilancia del Santo Oficio para evitar tales accidentes; y también por la escasa cantidad de combustible que se consume en su interior. A la primera voz de que el fuego se propagaba rápidamente y amenazaba peligro, se ordenó sacar a los prisioneros de sus celdas y que fueran custodiados en un patio de la prisión. Debo reconocer que nos trataron con gran humanidad y consideración. Nos sacaron de nuestras celdas con toda prudencia, cada uno escoltado por dos guardianes que no nos infligieron violencia alguna ni nos trataron con áspero lenguaje, sino que nos aseguraban a cada momento que si el peligro llegaba a hacerse inminente, nos dejarían escapar. Componíamos una escena digna del lápiz de Salvatore Rosa o de Murillo. Nuestra lamentable indumentaria y lúgubre aspecto contrastaban con el igualmente sombrío aunque imponente y autoritario semblante de los guardianes y oficiales, iluminados todos por la luz de las antorchas que ardían, o parecían arder, cada vez más débilmente a medida que las llamas se elevaban y rugían triunfales por encima de las torres de la Inquisición. El cielo se veía en llamas, y las antorchas, sostenidas por manos ya no firmes, difundían una luz pálida y temblona. Se me antojaba un impresionante cuadro del fin del mundo. Dios parecía descender en medio de la luz que envolvía los cielos, mientras nosotros permanecíamos pálidos y estremecidos en la luz de abajo.
Entre el grupo de prisioneros había padres e hijos que quizá habían estado en celdas contiguas durante años, ignorantes de su mutua vecindad… y que no se atrevían a reconocerse el uno al otro. ¿No era, acaso, como el día del juicio, en el que semejantes parientes mortales pueden encontrarse como distintas clases de ovejas y cabras, sin atreverse a reconocer a la que han extraviado en el rebaño de un pastor diferente? Había también padres e hijos que sí se reconocieron, y se tendían sus brazos escuálidos, aunque comprendían que no se reunirían jamás, por estar condenados unos a la hoguera, otros al encarcelamiento, y otros a los servicios de la Inquisición, como medio de mitigar sus sentencias. ¿No era esto como en el día del juicio, en el que padre e hijo reciben destinos diferentes, y los brazos que atestiguarían la última prueba de mortal afecto se tienden en vano sobre el abismo de la eternidad? Detrás y alrededor de nosotros se hallaban distribuidos los oficiales y guardianes de la Inquisición, vigilando y calculando el avance de las llamas, aunque sin temor a las consecuencias respecto a sí mismos. Tal debe ser el sentir de los espíritus que presencian la sentencia del Todopoderoso, y saben cuál es el destino de aquellos a quienes deben vigilar. ¿Y no era eso como en el día del juicio? Muy altas, muy por encima de nosotros, se elevaron las llamas en voluminosas y sólidas masas de fuego, ascendiendo en volutas hacia los cielos incendiados. Las torres de la Inquisición se derrumbaron carbonizadas: aquel tremendo monumento del poder y el crimen y la tenebrosidad del espíritu humano se deshizo como un pergamino entre las llamas. ¿No era eso, también, como en el día del juicio? El auxilio llegó lentamente: los españoles son muy indolentes, los aparatos funcionaban mal, el peligro crecía, el fuego se elevaba cada vez más; las personas que manejaban los ingenios, paralizadas de terror, cayeron de rodillas y suplicaron a todos los santos que fueron capaces de invocar que detuviesen el avance de las llamas. Sus exclamaciones eran tan fuertes y llenas de convicción que no parecía sino que los santos estaban sordos o se complacían en el incendio, dado que no les escuchaban. Fuera como fuese, prosiguió el fuego. Todas las campanas de Madrid repicaban. Se impartieron órdenes a cada alcaide. El propio rey de España (tras una agotadora jornada de caza),[29] acudió en persona. Se iluminaron todas las iglesias, y miles de devotos rezaron de rodillas, junto a sus antorchas o cualquier luz que pudieron procurarse, para que las almas condenadas que había encerradas en la Inquisición pudieran sentir los fuegos que consumían sus muros como una mera anticipación de esas otras llamas en las que arderían por los siglos de los siglos. El fuego seguía su acción devastadora, haciendo el mismo caso a los reyes y a los sacerdotes que a los bomberos. Estoy convencido de que veinte hombres expertos, avezados en este trabajo, podían haber extinguido el incendio; pero cuando nuestros hombres debían manejar sus ingenios, se pusieron todos de rodillas.
Por último, las llamas descendieron hacia el patio. Entonces empezó una escena de indescriptible horror. Los infelices que habían sido condenados a la hoguera creyeron que les había llegado la hora. Idiotizados por el largo encierro, y sumisos, según los deseos del Santo Oficio, comenzaron a delirar al ver acercarse las llamas, gritando: «Ahorradme dolor, hacedme sufrir lo menos posible». Otros, arrodillándose ante las llamas, las invocaban como si fuesen santos. Creían contemplar las visiones que ellos habían adorado, los ángeles celestiales y hasta la Santísima Virgen, descendiendo en llamas para acoger sus almas cuando saliesen de la hoguera; y proferían aullidos de aleluya mitad de horror, mitad de esperanza. En medio de esta escena de confusión, los inquisidores conservaban su frialdad. Era admirable ver su actitud firme y solemne.
Mientras las llamas se propagaban, no les falló el pie, ni hicieron signo alguno con la mano, ni parpadearon tampoco; su deber, su rígido e inhumano deber, parecía ser el único principio y motivo de su existencia. Se asemejaban a una falange protegida de impenetrable hierro. Cuando rugió el fuego, se santiguaron serenamente; cuando gritaron los prisioneros, hicieron una seña imponiendo silencio; cuando se atrevieron a rezar de rodillas, les levantaron a la fuerza, indicándoles la inutilidad de la oración en trance semejante, cuando podían estar seguros de que las llamas a las que impetraban serían aún más abrasadoras en aquella región de la que no había manera de escapar ni esperanza de salir. Y entonces, estando entre el grupo de prisioneros, mis ojos se quedaron estupefactos ante una extraordinaria visión. Puede que sea en esos momentos de desesperación cuando más fuerza cobra la imaginación, y por ello son los que han sufrido los que mejor pueden describir y sentir. Con el resplandor de las llamas, el campanario de la iglesia de los dominicos se veía como si fuese mediodía. Estaba al lado de la prisión de la Inquisición. La noche era intensamente oscura; pero tan fuerte era la luz del incendio que podía verse brillar el chapitel, con el resplandor, como un meteoro. Las manecillas del reloj eran tan visibles como si hubiesen colocado una antorcha delante de ellas; y quizá ese mudo e imperturbable progreso del tiempo, en medio de la tumultuosa confusión de los horrores de la noche, de esa escena de angustia del mundo físico y mental en infructuosa e incesante agitación, habría impreso en mí una honda y singular imagen, de no haber centrado toda mi atención en una figura humana situada en uno de los pináculos del chapitel, la cual contemplaba la escena con absoluta tranquilidad. Era una figura inequívoca: la del que me había visitado en las celdas de la Inquisición. Las esperanzas de mi justificación me hicieron olvidarlo todo. Llamé a los guardianes, les señalé la figura visible a todo el mundo por la intensa claridad que reinaba. Nadie tuvo tiempo de verla, sin embargo, porque en ese mismísimo instante cedió la arcada del patio que teníamos ante nosotros, y se derrumbó a nuestros pies, derramando hacia nosotros un océano de llamas. Esto arrancó un alarido de todas las gargantas. Prisioneros, guardianes e inquisidores, todos retrocedieron en aterrada confusión.
Un instante después, al quedar sofocadas las llamas por el derrumbamiento de semejante masa de piedras, se elevó una nube de humo y polvo tan cegadora que fue imposible distinguir el rostro ni la figura de quienes estaban a nuestro lado. El tumulto aumentó debido al contraste de esta súbita oscuridad, frente a la intolerable luz que había estado quemándonos la vista durante la última hora, ya los gritos de los que estaban junto a la arcada y ahora yacían mutilados y retorciéndose bajo los fragmentos.
En medio de los gritos y la oscuridad y las llamas, se abría un espacio ante mí. El pensamiento y el impulso actuaron a la vez: nadie me vio, nadie me persiguió; y horas antes de que se descubriese mi ausencia o se preguntase por mí, me había escabullido secretamente entre los escombros, y estaba en las calles de Madrid.
Para los que se han salvado de un peligro extremo, cualquier otro peligro parece banal. Al desdichado que se salva nadando de un naufragio no le preocupa a qué costa es arrojado; y aunque Madrid era para mí, de hecho, sólo una prisión más amplia que la Inquisición, el saber que ya no estaba en manos de los oficiales me produjo una vaga sensación de seguridad. De haberme parado a pensar un segundo, me habría dado cuenta de que mi extraña indumentaria y mis pies descalzos me delatarían allá donde fuera. La coyuntura, no obstante, fue muy favorable para mí: las calles estaban totalmente desiertas; todo habitante que no estaba en la cama o enfermo se encontraba en la iglesia suplicando a la ira del cielo, y pidiendo la extinción de las llamas.
Seguí corriendo, sin saber hacia dónde, hasta que no pude más. El aire puro, que tanto tiempo hacía que no respiraba, actuaba, mientras corría, como una mortificante espiguilla en mi garganta y mis pulmones, y me impedía respirar, pese a que al principio pareció reanimarme. Vi un edificio cerca cuyas grandes puertas estaban abiertas. Entré precipitadamente: era una iglesia. Caí jadeante en el pavimento. Había entrado en la nave lateral, separada del presbiterio por grandes rejas. En el interior, pude distinguir a los sacerdotes en el altar, junto a las lámparas recién encendidas, y unos cuantos fieles arrodillados. Había un gran contraste entre el resplandor de las lámparas del interior del presbiterio, y la desmayada luz que se filtraba por los vitrales de la nave lateral, alumbrando vagamente los túmulos, en uno de los cuales me había apoyado para sosegar un instante el pulso de mis sienes. No podía, no me atrevía a descansar; así que me levanté, eché una involuntaria mirada a la inscripción del túmulo. La luz pareció aumentar maliciosamente, contribuyendo a que viera mejor. Leí: Orate pro anima. Y llegué al nombre: «Juan de Moncada». Salí corriendo de aquel lugar como perseguido por los demonios; la prematura tumba de mi hermano me había servido de lugar de descanso».