Men who with mankind were foes.
Or who, in desperate doubt of grace.
SCOTT, Marmion.
Un instante enloquecedor de alaridos de agonía; un destello de fiera y viva luz que pareció envolverme y consumirme en cuerpo y alma; un sonido que me traspasó el oído y el cerebro, como hará estremecer la trompeta del juicio final los sentidos de los que duermen en la culpa y despiertan en la desesperación; un momento así, que sintetiza y resume todos los sufrimientos imaginables en un breve e intenso dolor, y parece agotarse en el golpe que ha asestado ¡ése es el instante que recuerdo, nada más! Muchos meses de oscura inconsciencia corrieron sobre mí, sin fecha ni noticia. Mil olas pueden romper sobre el barco naufragado, y sentirlas nosotros como si fuesen una sola. Conservo un vago recuerdo de haber rechazado el alimento, de haberme resistido a cambiar de lugar, etc. Pero era como los débiles e inútiles forcejeos que hacemos ante el agobio de la pesadilla; y aquellos con quienes trataba, probablemente consideraban cualquier oposición mía como las agitaciones de un durmiente desasosegado.
Por las referencias que después pude recoger, debí pasar lo menos cuatro meses en ese estado; y unos perseguidores corrientes habrían renunciado a mí, viéndome irremisiblemente sumido en nuevos sufrimientos; pero la maldad de los religiosos es demasiado industriosa, y demasiado ingeniosa, para renunciar a la esperanza de atrapar a una víctima, a menos que ésta pierda la vida. Si el fuego se extingue, se sientan a vigilar las ascuas. Si oyen saltar las fibras del corazón, esperan a ver si es la última la que se ha roto. Es un espíritu que se complace en cabalgar sobre la décima ola, y observa cómo ésta hunde y sepulta para siempre a la víctima […].
Habían ocurrido muchos cambios sin que yo hubiera tenido ningún conocimiento de ellos. Quizá la profunda tranquilidad de mi última morada contribuyó más que ninguna otra cosa a que recobrase el juicio. Recuerdo claramente que desperté a la vez al pleno ejercicio de mis sentidos y de mi razón, para descubrir que me hallaba en un lugar que examiné con asombrada y recelosa curiosidad. Mi memoria no me inquietaba lo más mínimo. Nunca se me ocurrió preguntar por qué estaba allí o qué había sufrido antes de que me llevaran a ese lugar. El retorno de las facultades intelectuales fue lento, como las olas de la marea creciente; y afortunadamente para mí, la memoria fue la última: la ocupación de mis sentidos, al principio, era suficiente. No esperéis horrores novelescos, señor, en mi relato. Quizá una vida como la mía repugne al paladar que se ha regalado hasta la saciedad; pero la verdad a veces proporciona plena y espantosa compensación, presentándonos hechos en lugar de imágenes.
Me encontré con que estaba acostado en un lecho no muy distinto del de mi celda, aunque el aposento sí era diferente por completo del anterior. Era algo más amplio, y estaba cubieno de esteras. No había crucifijo, ni cuadros, ni recipiente para el agua bendita; la cama, una mesa tosca sobre la que había una lámpara encendida, y una vasija que contenía agua eran todo el mobiliario. No había ventana; y los clavos de la puerta, a los que la luz de la lámpara daba una especie de lúgubre brillo y prominencia, revelaban que estaba fuertemente reforzada. Me incorporé, apoyándome en mi brazo, y miré a mi alrededor con el recelo del que teme que el más leve movimiento pueda romper el encanto, y le hunda otra vez en las tinieblas. En ese momento, me vino de golpe, como el estallido de un trueno, el recuerdo de lo que había pasado. Proferí un grito que me dejó sin aliento, y me derrumbé en la cama, no desvanecido sino exhausto. Recordé instantáneamente todos los sucesos, con una intensidad que sólo podría equipararse a la experiencia real y actual de los mismos: mi huida, mi salvación, mi desesperación. Sentí el abrazo de Juan; y luego, su sangre manando sobre mí. Vi girar sus ojos con desesperación, antes de cerrarlos para siempre, y proferí otro grito como nunca en la vida se había oído entre esos muros. Tras este nuevo alarido se abrió la puerta, se acercó una persona vestida con un hábito que jamás había visto, y me indicó mediante señas que debía observar el más profundo silencio. En efecto, nada podía expresar mejor lo que quería decir que su propia renuncia a hacer uso de la voz. Miré en silencio esta aparición: mi asombro tuvo toda la apariencia de una clara sumisión a sus requerimientos. Se retiró, y yo empecé a preguntarme dónde estaba. ¿Era entre los muertos? ¿O en un mundo subterráneo de seres mudos y sin voz, donde no había aire que transmitiera el sonido ni eco que lo repitiese, y donde el oído hambriento esperaba en vano su más delectable banquete: la voz humana? Estas divagaciones se me disiparon al entrar de nuevo la misma persona. Colocó pan, agua y una pequeña porción de carne sobre la mesa, me ayudó acercarme a ella (lo que hice maquinalmente), y cuando estuve sentado, susurró que, dado que mi estado de postración me había tenido incapacitado para comprender las normas del lugar en que me hallaba, se había visto obligado a aplazar el ponerme al corriente de ellas; pero ahora tenía obligación advertirme que no debía elevar nunca la voz más arriba del tono con que él dirigía a mí, y que eso bastaba para todo tipo de comunicación; por último, me aseguró que los gritos, exclamaciones de cualquier género, y hasta toser demasiado fuerte[23] (que podía interpretarse como una señal), se consideraban un atentado contra las normas inviolables del lugar, y se castigaban con máxima severidad. A mis repetidas preguntas de dónde estaba, qué lugar e éste, y cuáles eran sus misteriosas reglas, me contestó en voz baja que su cometido consistía en transmitir órdenes, no en contestar preguntas; y dicho esto marchó. Por extraordinarios que parezcan estos requerimientos, el modo comunicarlos fue tan imperioso, perentorio y habitual, parecía tan poco un disposición particular o una manifestación transitoria y tanto el lenguaje establecido de un sistema absoluto y largamente estatuido, que era inevitable obedecerlos. Me eché en la cama, y murmuré para mis adentros: «¿Dónde estoy?» hasta que el sueño me venció.
He oído decir que el primer sueño de un maníaco recuperado es sumamente profundo. El mío no lo fue; estuvo turbado por muchos sueños inquietos. Uno de ellos, sobre todo, me devolvió al convento. Soñé que era interno que estudiaba a Virgilio. Leía ese pasaje del Libro Segundo en el que el espectro de Héctor se aparece a Eneas, y su forma horrible e infamada suscita la dolida exclamación:
«Heu quantum mutatus ab illo,
Quibus ab oris, Hector expectate venis?».
Luego soñé que Juan era Héctor; que el mismo fantasma, pálido y sangriento, se alzaba gritándome que huyera: «Heu fuge»; mientras yo intentaba en vano obedecerle. ¡Oh, qué lúgubre mezcla de veracidad y delirio, de realidad e ilusión, de elementos conscientes e inconscientes de la existencia, visita los sueños de los desventurados! Él era Pantea, y murmuraba:
«Venit summa dies, et ineluctabile tempus».
Al parecer, lloraba y me debatía en mi sueño. Me dirigía a la figura que estaba ante mí unas veces como Juan, y otras como la imagen de la visión troyana. Por último, la figura exclamó, con una especie de alarido quejumbroso, en esa vox stridufa que sólo oímos en sueños:
«Proximus ardet Ucalegon».
y me levanté completamente despierto, con todos los horrores del que espera ver un incendio.
Es increíble, señor, cómo los sentidos y la mente pueden funcionar durante la aparente suspensión de sus respectivas actividades; cómo el sonido puede impresionar al oído que parece sordo, un objeto a la vista cuando su órgano parece estar cerrado, ni cómo se pueden grabar en la conciencia dormida imágenes aún más horriblemente vívidas que las presentadas por la realidad. Desperté con idea de que las llamas rozaban los globos de mis ojos, y vi sólo una pálida luz, sostenida por una mano aún más pálida; en efecto, la tenía cerca de mis ojos, aunque se retiró en el instante en que desperté. La persona que la sostenía la cubrió un momento; luego avanzó, y todo el resplandor se proyectó sobre mí y sobre ella. Y de repente me vinieron los recuerdos de nuestro último encuentro. Me levanté de un salto y dije:
—Entonces, ¿estamos libres?
—Chisst; uno de nosotros sí lo está; pero no debes hablar alto.
—Bueno, ya me lo han dicho antes, pero no comprendo la necesidad de cuchichear. Si estoy libre, dímelo, y dime si Juan ha sobrevivido a ese horrible momento final: mi entendimiento empieza ahora a funcionar. Dime cómo está Juan.
—¡Oh, espléndidamente! Ningún príncipe en toda la tierra descansa bajo un dosel más suntuoso. Imagínate: columnas de mármol, banderas flameantes y cabeceantes penachos de plumas. Tuvo música también, pero no creo que la oyera.
Yacía sobre terciopelo y oro; aunque parecía indiferente a todos esos lujos. Había una curva en sus labios blancos que parecía expresar una inefable burla ante todo lo que sucedía… Pero fue orgulloso hasta su hora final.
—¡Su hora final! —exclamé—; entonces, ¿ha muerto?
—¿Puedes dudarlo, cuando sabes quién le asestó el golpe? Ninguna de mis víctimas ha necesitado de mí una segunda vez.
—¿Tú, tú? Durante unos instantes, floté en un mar de llamas y de sangre. Me volvió el furor, y sólo recuerdo que proferí maldiciones que habrían colmado la venganza divina hasta el agotamiento, de haberles dado cabal cumplimiento. Podría haber continuado hasta perder la razón; pero me acalló una carcajada, y me aturdió en medio de mis maldiciones, anulándolas. Esa risa me hizo callar, y alcé los ojos hacia él como esperando ver a persona; pero seguía siendo el mismo.
—¿Y soñaste, en tu temeridad —exclamó—, soñaste que podrías burlar la vigilancia de un convento? Dos muchachos, el uno loco de miedo y el otro de temeridad, eran los antagonistas idóneos para ese estupendo sistema cuyas raíces se hunden en las entrañas de la tierra, y cuya cabeza se alza hasta las estrellas: ¡escapar tú de un convento!, ¡desafiar tú a un poder que desafía a los soberanos! A un poder cuya influencia es ilimitada, infinita y desconocida aun para quienes la ejercen, del mismo modo que hay mansiones tan inmensas que moradores, llegada su última hora, confiesan no haber visitado todos sus aposentos; un poder cuya actividad es como su divisa: una e indivisible. El alma del Vaticano alienta hasta en el convento más humilde de España; y tú, insecto encaramado en una rueda de esta máquina descomunal, imaginaste que serías capaz de detener su marcha, mientras su rotación se apresuraba a aplastarte, reduciéndote a átomos.
Mientras decía estas palabras, con una rapidez y energía inconcebible (rapidez en la que, literalmente, cada palabra parecía devorar a la siguiente), tuve que hacer, para comprenderle y seguirle, un esfuerzo mental parecido jadeante respiración de aquel cuyo aliento ha estado suspendido o contenido mucho tiempo. Lo primero que me vino al pensamiento, lógicamente en mi situación, fue que no era la persona que parecía ser, que no era mi compañero de fuga el que ahora me hablaba; hice acopio de todo mi entendimiento para verificarlo. Unas cuantas preguntas resolverían esta cuestión, si tenía el valor de formularlas.
—¿No me ayudaste tú a escapar? ¿No fuiste tú el hombre que…? ¿Qué lo que te tentó a dar ese paso, cuyo fracaso tanto parece alegrarte?
—El soborno.
—Y dices que me has traicionado, y te jactas de tu traición; ¿qué es lo que te ha tentado para esto?
—Un soborno mayor. Tu hermano me dio oro, pero el convento me prometido la salvación: y éste es un negocio que deseaba ardientemente poner en manos de ellos, ya que me reconozco incompetente para manejarlo yo solo.
—¿La salvación, con tus traiciones y asesinatos?
—Traiciones y asesinatos: dos palabras muy duras. Bueno, para hablar con sentido común, ¿no es la tuya la más vil de las traiciones? Recurriste contra tus votos; declaraste ante Dios y ante el hombre que las palabras que pronunciaste ante ellos no habían sido sino balbuceos de niño; al seducir a tu hermano, apartándole de su deber y de tus padres, le indujiste a intrigar contra la paz y la santidad de una institución monástica; ¿y te atreves tú a hablar de traición? ¿Y no aceptaste, o mejor, no te uniste en tu huida, con una insensibilidad de conciencia sin precedentes en una persona tan joven, a un socio a quien sabías que estabas seduciendo contra sus votos, contra todo lo que el hombre tiene por sagrado y todo lo que Dios (si es que lo hay) debe de considerar que ata al hombre? Sabías mi crimen, sabías mi atrocidad; sin embargo, me alzaste como tu estandarte, desafiando al Todopoderoso, aunque la divisa, escrita en luminosos caracteres, era: impiedad, parricidio, irreligión. Aunque desgarrada, todavía colgaba esta bandera junto al altar, hasta que tú la arrancaste de allí para envolverte en sus pliegues y evitar que te descubrieran; ¿y tú hablas de traición? No existe sobre la tierra un desdichado más traidor que tú. ¿Crees que por ser yo más ruin y culpable, el tinte de mis crímenes iba a borrar el rojo de tu sacrilegio y apostasía? En cuanto al asesinato, sé que soy parricida.
Es cierto que degollé a mi padre; pero no sintió el golpe; ni yo tampoco, ya que me encontraba ebrio de vino, de pasión, de sangre, de… no importa qué; pero tú, con mano fría y deliberada, asestaste sendos golpes al corazón de tu padre y de tu madre. Tú asesinaste pulgada a pulgada; yo, en cambio, de un solo golpe. ¿Quién de los dos es asesino de verdad? ¿Y tú hablas de traición y de asesinato? A tu lado, soy tan inocente como el niño que acaba de nacer. Tu padre y tu madre se han separado: ella ha ingresado en un convento para ocultar su desesperación y su vergüenza por tu conducta antinatural; y tu padre se sumerge alternativamente en el abismo de la voluptuosidad y en el de la penitencia, y es igualmente desdichado en ambos; tu hermano, en su desesperado intento de liberarte, ha perecido. Has sembrado la desolación en toda tu familia: has apuñalado la paz y el corazón de cada uno de sus miembros con una mano que ha meditado y deliberado el golpe, y luego lo ha asestado tranquilamente; ¿y te atreves a hablar de traición y de asesinato? Eres mil veces más condenable que yo, y tan culpable como me consideras a mí. Yo me mantengo como un árbol seco, estoy herido en el corazón, en la raíz; me marchito solo… tú, en cambio, eres el upas[24], bajo cuyas gotas venenosas perecen todos los seres: tu padre, tu madre, tu hermano, y finalmente, tú mismo. Las erosiones del veneno, cuando ya no queda nada por consumir, se vuelven hacia dentro, y se apoderan de tu propio corazón. ¡Desdichado, condenado más allá de la compasión del hombre, más allá de la redención del Salvador!, di, ¿qué puedes añadir a esto? Me limité a contestar:
—¿Ha muerto Juan, y tú fuiste tú su homicida… fuiste efectivamente tú? Creo todo lo que dices; debo de ser muy culpable; pero, ¿ha muerto Juan?
Mientras hablaba, alcé hacia él mis ojos, que no parecían ver, y mi semblante, que no reflejaba otra expresión que la del estupor o el intenso dolor. No fui capaz de expresar ni sentir reproche alguno: mi sufrimiento había rebasado mi capacidad de queja. Esperé su respuesta; él permaneció callado; pero su diabólico silencio era bien elocuente.
—¿Y se ha recluido mi madre en un convento? —asintió—. ¿Y mi padre? Sonrió, y yo cerré los ojos. Podía soportarlo todo menos su sonrisa. Alcé la cabeza un momento después, y le vi hacer, en un gesto habitual (no podía ser otra cosa) el signo de la cruz, al dar la hora un reloj en alguna parte. Este gesto me recordó la obra tan frecuentemente representada en Madrid, y que yo había visto en los escasos días en que fui libre, El diablo predicador. Veo que sonreís, señor, ante tal recuerdo en semejante momento, pero así es; y si hubieseis visto esa obra en las singulares circunstancias en que la vi yo, no os sorprendería que me chocara la coincidencia. En esta obra, el espíritu infernal es el héroe, se aparece en un convento disfrazado de monje, y allí atormenta y acosa a la comunidad con una mezcla de maldad y alegría verdaderamente satánica. La noche en que vi la representación, un grupo de monjes llevaba el Santísimo Sacramento a una persona moribunda; los muros del teatro eran tan endebles que se pudo oír con claridad la campana que iban tocando en esa ocasión. Al punto, actores y espectadores, todos en fin, cayeron de rodillas; y el diablo, que se hallaba casualmente en escena, se arrodilló con los demás y se santiguó con visibles muestras de una devoción igualmente excepcional y edificante. Me concederéis que la coincidencia fue irresistiblemente asombrosa.
Cuando terminó su monstruosa profanación del sagrado signo, clavé la mirada en él con expresión inequívoca. Se dio cuenta. No existe reproche más profundo en la tierra que el silencio, ya que siempre remite al culpable a su propio corazón, cuya elocuencia rara vez deja de llenar la pausa en detrimento del acusado. Estoy seguro ahora de que mi mirada le produjo una furia como no había podido producírsela el más amargo reproche que le hubiese arrojado a la cara. La imprecación más tremenda habría llegado a su oído como una melodía arrulladora; le habría convencido de que su víctima sufría cuanto él le estaba infligiendo. Todo esto delató la violencia de sus exclamaciones:
—¡Qué pasa, desdichado! —gritó—; ¿acaso crees que entré en el convento por vuestras misas y mojigangas, vuestras vigilias y ayunos, y vuestro absurdo desgranar de rosarios, para echar a perder mi descanso todas las noches levantándome para maitines, y abandonar mi estera para hincar las rodillas en la piedra hasta echar raíces en ella y pensar que se me vendría pegada cuando me levantase? ¿Crees que entré para escuchar sermones en los que no creen ni los predicadores, y rezos pronunciados por labios que bostezan con la indiferencia de su infidelidad; para cumplir penitencias que pueden encargarse a un hermano lego a cambio de una libra de café o de rapé, o hacer los más bajos menesteres que se le antojan al capricho y pasión de un Superior; para escuchar a hombres que tienen a Dios perpetuamente en la boca y al mundo en el corazón, hombres que no piensan en otra cosa que en aumentar su distinción temporal, y ocultan bajo la más repugnante afectación de bienes espirituales su codiciosa rapacidad en cuanto a encumbramiento terrenal? ¡Desdichado!, ¿crees que ha sido para esto? ¿Que este ateísmo intolerante, este credo de sacerdotes que han estado siempre en conexión con el poder (esperando incrementar así sus intereses) podía tener alguna influencia sobre mí? Yo había sondeado antes que ellos todas las profundidades abismales de la depravación. Les conocía, y les detestaba. Me inclinaba ante ellos con el cuerpo, y les despreciaba con el alma. Con toda su beatería, tenían el corazón tan mundano que casi no merecía la pena acechar su hipocresía: el secreto tardó muy poco en salir a la luz por sí mismo. No necesité de averiguaciones, ni de lugares donde descubrirles. He visto a prelados y abades y sacerdotes apareciendo ante los fieles como dioses descendidos, resplandecientes de oro y joyas, entre el fulgor de los cirios y el esplendor de una atmósfera que irradiaba una luz viva, entre suaves y delicadas armonías y deliciosos perfumes; hasta que, al desaparecer en medio de nubes de incienso graciosamente esparcidas en el aire con dorados incensarios, los embriagados ojos imaginaban verles subir al paraíso. Ése era el decorado; pero, ¿qué había detrás? Yo lo veía todo. Dos o tres de ellos salían apresuradamente de la ceremonia y corrían a la sacristía so pretexto de cambiarse.
Uno podría pensar que estos hombres tendrían al menos la decencia de contenerse durante los intervalos de la santa misa. Pero no; yo les oía a veces. Mientras se cambiaban, hablaban sin cesar de promociones y nombramientos, de este o aquel prelado, moribundo o difunto ya, de alguna rica prebenda vacante, de un dignatario que había regateado lo indecible con el Estado para que ascendieran a un pariente, de otro que abrigaba fundadas esperanzas de obtener un obispado; ¿por qué?, no por su sabiduría o su piedad, ni por su talante pastoral, sino por los valiosos beneficios a los que renunciaría a cambio, y que podrían repartirse los numerosos candidatos. Ésa era su conversación, y ésos sus únicos pensamientos, hasta que se iniciaban los últimos sones del aleluya en la iglesia, y corrían presurosos a ocupar otra vez sus puestos en el altar. ¡Ah!, qué mezcla de bajeza y orgullo, de estupidez y presunción, de mojigatería clara y torpemente trasnochada, cuyo esquema mental (esquema de una mente «terrenal, sensual y diabólica») resultaba visible a cualquier ojo. ¿Para vivir entre estos desdichados, quienes, aun siendo yo un malvado, hacían que me alegrase pensar que al menos no era, como ellos, un reptil insensible, un ser hecho de formas y ropajes, mitad de raso y harapos, mitad de avemarías y credos, inflado y abyecto, que trepa y ambiciona, que se enrosca para subir más y más por el pedestal del poder, una pulgada por día, abriéndose paso hacia la cúspide mediante la flexibilidad de sus culebreos, la oblicuidad de su trayectoria y la viscosidad de su baba? …¿Para esto? Calló, medio ahogado por la emoción.
Este hombre podía haber sido buena persona en circunstancias más favorables; al menos, sentía desprecio por todo lo que significaba vicio, al tiempo que una gran avidez por lo atroz.
—¿Para eso me he vendido —prosiguió—, y me he encargado de sus trabajos tenebrosos, y me he convertido en esta vida en una especie de aprendiz de Satanás, tomando lecciones anticipadas de tortura, y he firmado un pacto aquí que habrá de cumplirse abajo? No; yo lo desprecio, lo detesto todo, a los agentes y al sistema, a los hombres y a sus asuntos.
Pero es en el credo de ese sistema (y no importa que sea verdadero o falso: es necesario que exista algún tipo de credo, y quizá sea preferible el falso; porque la falsedad, al menos, halaga), donde el mayor criminal puede expiar sus pecados, vigilando atentamente, y castigando con severidad a los enemigos del cielo. Cada malhechor puede comprar su inmunidad aceptando convertirse en verdugo del pecador al que traiciona y denuncia. En términos legales de otro país, pueden «delatar al cómplice» y comprar su propia vida al precio de la de otro; transacción que todo hombre está siempre dispuesto a realizar. Pero en la vida religiosa, esta clase de transferencia, este sufrimiento sustitutivo, se adopta con suma avidez. ¡Cómo nos gusta castigar a los que la Iglesia denomina enemigos de Dios, conscientes de que, aunque nuestra animosidad contra Él es infinitamente mayor, nos volvemos aceptables a sus ojos atormentando a quienes quizá sean menos culpables, pero están en nuestro poder! Te odio, no porque tenga un motivo natural o social para odiarte, sino porque el agotar mi resentimiento en ti puede hacer que disminuya el de la deidad hacia mí. Si yo persigo y atormento a los enemigos de Dios, ¿no puedo llegar a ser amigo de Dios? Cada dolor que yo inflijo a otro, ¿no se inscribe en el libro del Omnisciente como una expurgación de uno de los sufrimientos que me esperan en el más allá? Yo no tengo religión, no creo en ningún Dios, no repito ningún credo; pero tengo esa superstición del miedo al más allá que aspira a lograr un desesperado alivio en los sufrimientos de otro cuando se ha agotado el nuestro, o cuando (caso mucho más frecuente) no estamos dispuestos a soportarlos. Estoy convencido de que mis crímenes serán borrados por los crímenes que yo pueda fomentar o castigar en los demás, sean cuales fueren. ¿No tengo, pues, sobrados motivos para incitarte al crimen? ¿No tengo sobrados motivos para vigilar y agravar tu castigo? Cada tizón que acumulo sobre tu cabeza equivale a uno que quitan de ese fuego que arde eternamente para la mía. Cada gota de agua que evito que llegue a tu lengua abrasada, espero que me sirva para apagar el fuego apocalíptico al que un día seré arrojado. Cada lágrima que exprimo, cada gemido que arranco, estoy convencido, contribuirá a redimir mis propios pecados; así que imagina el valor que doy a los tuyos, o a los de cualquier víctima. El hombre de la antigua leyenda tembló y se detuvo ante los miembros esparcidos de su hijo, y renunció a la persecución; el verdadero penitente se abalanza sobre los miembros despedazados de la naturaleza y la pasión, los recoge con una mano sin pulso, y un corazón sin sentimiento alguno, y los levanta ante la Divinidad como una ofrenda de paz. Mi teología es la mejor de todas: la de la absoluta hostilidad hacia los seres cuyos sufrimientos puedan mitigar los míos. En esta teoría aduladora, tus crímenes se convierten en virtudes mías; no necesito tener ninguna que sea mía propia. Aunque soy culpable de un crimen que injuria a la naturaleza, tus crímenes (los crímenes de quienes ofenden a la Iglesia) son de un orden mucho más nefando. Pero tu culpa es mi exculpación, y tus sufrimientos son mi triunfo. No necesito arrepentirme; no necesito creer. Si tú sufres, yo estoy salvado: eso es suficiente para mí.
¡Cuán glorioso y fácil es alzar el trofeo de nuestra salvación sobre las pisoteadas y sepultadas esperanzas de otro! ¡Cuán sutil y sublime es la alquimia que puede convertir el hierro de la contumacia y la impenitencia en el oro precioso de la propia redención! Yo me he ganado literalmente mi salvación con tu miedo y tu temblor. Con esa esperanza fingí cooperar en el plan trazado por tu hermano, cuyos detalles fui comunicando paso a paso al Superior. Con esa esperanza pasé esa desventurada noche y ese día en la mazmorra contigo; pues, de haber llevado a cabo la huida a la luz del día, habría suscitado la alarma de una credulidad tan estúpida como la tuya. Pero durante todo ese tiempo, acariciaba la daga que llevaba en mi pecho, y que me habían facilitado con un propósito ampliamente cumplido. En cuanto a ti, el Superior consintió en tu intento de fuga sólo para tenerte más en su poder. Él y la comunidad estaban cansados de ti; comprendieron que nunca serías monje: tu apelación había traído la deshonra sobre ellos; tu presencia era un reproche y una carga para todos. Tenerte delante era una espina para los ojos: y pensaron que cumplirías mejor como víctima que como prosélito, y pensaban bien. Eres un huésped más apropiado para tu actual morada que para la anterior. Y aquí no hay peligro de que escapes.
—Entonces, ¿dónde estoy?
—Estás en las prisiones de la Inquisición.