Aunque la vida y la libertad parecían estar tan cerca, nuestra situación era todavía muy crítica. La luz de la madrugada que colaboraba en nuestra huida podría ayudar a muchos ojos a que nos descubrieran. No había un momento que perder. Mi compañero me propuso subir primero, y no me atreví a oponerme. Me hallaba demasiado en sus manos para contradecirle; ya la temprana juventud, la arrogancia de la depravación siempre le parece superioridad de poder. Veneramos con prostituida idolatría a quienes han recorrido los grados del vicio antes que nosotros. Este hombre era un criminal, y el crimen le concedía una especie de inmunidad heroica ante mis ojos. El conocimiento prematuro de la vida se compra siempre con la culpa. Sabía más que yo: era mi único asidero en este desesperado intento. Le temía como a un demonio pero le invocaba como a un dios.
Al final, me sometí a su propuesta. Yo soy alto, pero él era mucho más fuerte que yo. Se subió sobre mis hombros; me tambaleé bajo su peso, pero consiguió levantar la trampa… y la luz del día irrumpió de lleno sobre nosotros. Acto seguido bajó la trampa y se dejó caer al suelo con una brusquedad que me derribó.
—Los obreros están ahí; han venido a continuar las reparaciones; si nos descubren estamos perdidos. Andan por todo el jardín, y seguirán ahí todo el día. ¡Esa maldita lámpara nos ha hecho una buena faena! De haber durado unos momentos más, podríamos haber salido al jardín, haber saltado la tapia, y ahora estaríamos libres; pero así… Mientras hablaba, se dejó caer al suelo crispado de rabia y de frustración.
Para mí, no podía haber noticia peor. Era evidente que habíamos fracasado por cuestión de momentos, pero nos habíamos salvado del más horrible de los terrores: el de vagar hambrientos en la oscuridad hasta perecer; habíamos encontrado el camino hasta la trampa. Yo tenía una fe inquebrantable en la paciencia y el celo de Juan. Estaba seguro de que, si nos había esperado esa noche, nos esperaría muchas noches más. Finalmente, pensé que sólo era cuestión de esperar veinticuatro horas o menos, lo cual no suponía nada, comparado con la eternidad de horas que de otro modo consumiríamos en el convento. Le susurré todo esto a mi compañero mientras cerraba la trampa; pero en sus lamentos, sus imprecaciones y sus inquietos gestos de impaciencia y desesperación percibí la diferencia entre hombre y hombre, a la hora de la verdad. Él poseía una fortaleza activa, yo pasiva. Dadle algo que hacer, y lo hará sin una queja, aun a riesgo de perder un miembro, la vida y hasta el alma. Dadme a mí algo que sufrir, que soportar, o a lo que resignarme, y al punto me convertiré en el héroe de la resignación. Mientras este hombre, con toda su reciedumbre física y su audacia mental, se retorcía en el suelo con la imbecilidad de un niño en un paroxismo de implacable pasión, yo hacía de consolador, de consejero y de báculo. Por último, accedió a escuchar a la razón; convino en que debíamos permanecer veinticuatro horas más en el pasadizo, al que dedicó toda una letanía de maldiciones. Así, decidimos esperar en el silencio y la oscuridad hasta la noche; pero es tal la inquietud del corazón humano que este acuerdo, que unas horas antes habríamos recibido como el ofrecimiento de un ángel benévolo para nuestra liberación, comenzaba a revelar, examinado más de cerca, ciertos rasgos repulsivos que casi rayaban en el espanto. Estábamos mortalmente agotados. Nuestros esfuerzos físicos, durante las últimas horas, habían sido casi increíbles; en realidad estoy convencido de que solamente la conciencia de estar empeñados en una lucha a vida o muerte pudo permitimos soportarlo; y ahora que la lucha había terminado, empezábamos a sentir nuestra debilidad. Nuestros sufrimientos mentales no habían sido menos importantes: el tormento lo habíamos sufrido en el cuerpo y en el alma por igual. De haber actuado nuestros esfuerzos espirituales como los corporales, se nos habría visto llorar lágrimas de sangre, tal como nos parecía a nosotros que las derramábamos a cada paso. Recuerdo también, señor, el aire horrendo que llevábamos respirando tanto tiempo, en medio de la oscuridad y el peligro, y que ahora empezaba a manifestar su insalubre y pestilente efecto provocando en nuestros cuerpos diluvios de sudor, seguidos de un frío que parecía calamos hasta el tuétano. En este estado de fiebre psíquica y agotamiento corporal, teníamos que esperar ahora muchas horas, a oscuras, sin alimento, hasta que el cielo quisiese enviarnos la noche. Pero ¿cómo transcurrirían esas horas? El día anterior había sido de una estricta abstinencia, y empezábamos a sentir la comezón del hambre, de un hambre que no sería aplacada. Debíamos ayunar hasta el momento de nuestra liberación, y hacerlo entre muros de piedra, y sentados en un suelo húmedo, lo cual nos iba mermando la fuerza necesaria para enfrentamos a su impenetrable dureza y su frío aniquilador.
El último pensamiento que me vino fue: ¿con qué compañero tengo que pasar estas horas? Con un ser que detestaba con toda el alma, aunque comprendía que su presencia era a la vez una maldición insoslayable y una invencible necesidad. Así, pues, nos quedamos temblando bajo la trampa, sin atrevemos a expresar nuestros mutuos pensamientos, aunque experimentando esa desesperación de la incomunicación que es, quizá, la más cruel maldición que puede infligirse a quienes se ven obligados a permanecer juntos; y obligados, por la misma necesidad que impone su incompatible unión, a no comunicarnos ni siquiera nuestros mutuos temores. Cada uno ola los latidos del corazón del otro, y sin embargo no se atrevía a decir: «Mi corazón late al unísono con el tuyo». Mientras estábamos así, se eclipsó de pronto la claridad. No supe a qué atribuirlo, hasta que sentí una lluvia; la más violenta, quizá, que se había precipitado sobre la tierra. Se coló incluso por la trampa, y en cinco minutos me empapó hasta los huesos. Me retiré de ese lugar, aunque no antes de haberla recibido en cada poro de mi cuerpo. Vos, señor; vivís en la feliz Irlanda, que Dios ha bendecido con la exención de esas vicisitudes de la atmósfera, y no podéis haceros una idea de su violencia en los países continentales. Esta lluvia fue seguida de un estrépito de truenos que me hizo temer que Dios me perseguía hasta los abismos en los que me había escondido para escapar de su venganza, y arrancaron a mi compañero blasfemias más sonoras aún que los mismos truenos, al sentirse calado también por el agua que ahora, inundando la cripta, nos llegaba casi al tobillo. Por último, sugirió que nos retirásemos a un lugar que decía conocer, donde estaríamos protegidos. Añadió que era a unos pasos de donde estábamos, y que de allí encontraríamos fácilmente el camino de regreso. No me atreví a oponerme, y le seguí hacia una oscura cavidad que sólo se distinguía del resto de la cripta por los vestigios de lo que una vez había sido puerta. Había ahora algo de claridad, y pude distinguir los objetos sin esfuerzo. Por los profundos agujeros para pasar la barra del cerrojo, y el tamaño de los goznes de hierro que aún seguían allí, aunque cubiertos de herrumbre, deduje que debió de ser de una solidez nada común, y que probablemente cerraría la entrada de un calabozo; ya no había puerta, pero me estremecí al entrar. Una vez dentro, agotados en cuerpo y alma, nos tendimos los dos en el duro suelo. No intercambiamos una sola palabra, y un sueño irresistible nos venció; y si iba a ser este sueño el último de mi vida o no, me era totalmente indiferente. Sin embargo, me encontraba ahora a dos dedos de la libertad; y aunque empapado, hambriento e incómodo, estaba, desde cualquier punto de vista racional, en una situación mucho más envidiable que la de la estéril seguridad de mi celda. ¡Ay! Demasiado cierto es que nuestras almas se encogen siempre ante la proximidad de una bendición, y parece como si sus potencias, exhaustas ante el esfuerzo por alcanzarla, no tuvieran ya energía para tomar posesión de ella. Así nos vemos siempre forzados a sustituir el placer de la posesión por el de la persecución, a invertir los medios y los fines, o a confundirlos para extraer algún goce de ellos, hasta que, por último, la fruición se convierte en un nombre más del cansancio. Evidentemente, estas reflexiones no se me ocurrieron cuando, agotado de cansancio, de terror y de hambre, caí al suelo vencido por un sopor que no era sueño, sino que parecía la suspensión de mi naturaleza mortal e inmortal. Mi vida animal y racional cesaron al mismo tiempo. Hay casos, señor; en que la capacidad de pensar parece acompañarnos hasta el mismo límite del sueño, y nos dormimos llenos de pensamientos agradables, para revivirlos en nuestros sueños: pero hay también casos en que percibimos que nuestro sueño es un «sueño para siempre», en que renunciamos a la esperanza de inmortalidad a cambio de la esperanza de un profundo descanso, en que pedimos, en medio de las tribulaciones del destino, «descansar, descansar» nada más, en que alma y cuerpo desfallecen juntamente, y todo lo que rogamos a Dios o al hombre es que nos deje dormir.
En este estado caí al suelo; y en ese momento, habría trocado todas mis esperanzas de liberación por doce horas de profundo descanso, del mismo modo que vendió Esaú sus derechos de primogenitura por un modesto aunque indispensable plato de comida. Pero no iba a disfrutar de este descanso mucho tiempo. Mi compañero dormía también. ¡Dormía! ¡Dios mío!, ¿qué clase de sueño era el suyo? Uno en cuya vecindad nadie podía cerrar los ojos ni, lo que es peor, los oídos. Hablaba en voz alta sin cesar, como si hubiese ejercido todas las ocupaciones activas de la vida. Involuntariamente, oí los secretos de sus sueños. Sabía que había matado a su padre, pero ignoraba que la escena del parricidio le perseguía en sus visiones inconexas. Al principio turbó mi sueño murmurando palabras tan horribles como las que había oído junto a mi lecho en el convento. Eran unos murmullos que me desasosegaron aunque no me desvelaron del todo. Luego aumentaron, se redoblaron; y me despertaron los terrores de mis asociaciones habituales. Imaginé al Superior y la comunidad entera persiguiéndonos con antorchas encendidas. Sentí el calor de las antorchas en contacto incluso con los globos de mis ojos. Grité:
—Perdonadme la vista, no me dejéis ciego, no me volváis loco, y lo confesaré todo.
Una voz profunda, cerca de mí, dijo:
—Confiesa.
Me incorporé de un salto, completamente despierto: sólo era la voz de mi compañero dormido. Me puse en pie y le observé largamente. Resollaba y se removía en su lecho de piedra como si éste fuese de plumas. Mi compañero parecía tener una constitución de diamante. Los dentados picos de la piedra, la dureza del suelo, los surcos y asperezas de su inhospitalario lecho no le molestaban en absoluto. Podía dormir; pero dentro tenía sus sueños. Yo había leído, relatos sobre los horrores que aguardaban al culpable en su lecho de muerte. Nos habían hablado a menudo de esto en el convento. Un monje, concretamente, que era sacerdote, solía referir una agonía que había presenciado, y describir con frecuencia sus horrores. Contaba que había pedido a una persona, serenamente sentada en su silla, aunque moribunda, que se descargara en él mediante confesión. El moribundo respondió:
—Lo haré, cuando ésos abandonen la habitación.
El monje, imaginando que se refería a los parientes y amigos, les hizo seña de que se retiraran. Así lo hicieron, y otra vez reiteró el monje su ofrecimiento a la conciencia del penitente. La habitación estaba ahora vacía. E instó el monje al moribundo a que revelara los secretos de su conciencia. La respuesta fue la misma:
—Lo haré cuando se marchen ésos.
—¡Ésos!
—Sí, ésos a quienes no podéis ver, ni conjurar… haced que se vayan y os revelaré la verdad.
—Dímela ahora; aquí no hay nadie más que tú y yo.
—Sí hay —contestó el moribundo.
—No hay nadie a quien yo pueda ver —dijo el monje mirando en torno suyo.
—Pero en cambio, sí están los que yo veo —replicó el desdichado moribundo—; y los que me ven a mí; porque me vigilan, esperando a que el último aliento salga de mi cuerpo. Los veo, los siento… están ahí, a mi derecha.
El monje cambió de sitio.
—Ahora están a la izquierda.
El monje se corrió otra vez.
—Ahora están a la derecha.
El monje ordenó a los hijos y parientes del moribundo que entraran en la habitación y rodearan la cama. Obedecieron.
—Ahora están por todas partes —exclamó el hombre, y expiró.
Esta terrible historia me vino a la memoria, junto con otras muchas. Había oído contar bastantes cosas sobre los terrores que rondan el lecho del culpable en su última hora; pero, por lo que tuve que escuchar en esta ocasión, asi llegué a pensar que eran muy inferiores a los del sueño culpable. Ya he dicho que mi compañero empezó con leves murmullos, aunque podía distinguir algunas palabras que muy pronto me recordaron cosas que estaba deseando olvidar, al menos mientras estuviéramos juntos. Murmuró:
—¿Es viejo? Sí, bueno; menos sangre tendrá. ¿Cabellos grises?, no importa, mis crímenes han contribuido a volverlos de ese color… Él mismo debía habérselos arrancado hace mucho. ¿Decís que son blancos?; pues esta noche se teñirán con sangre; así ya no volverán a ser blancos. Sí… el día del juicio los llevará como un estandarte de condenación contra mí. Marchará a la cabeza de un ejército más fuerte que el de los mártires: la hueste de aquellos cuyos asesinos fueron sus propios hijos. Qué importa si apuñalaron el corazón o el cuello de sus padres. Yo le clavé ya el cuchillo una vez, hasta lo más hondo; ahora, en la próxima, resultará menos doloroso, estoy seguro…
Y reía, se estremecía y se retorcía en su lecho de piedra. Sobrecogido de horror, traté de despertarle. Sacudí sus brazos musculosos, le volví boca abajo, boca arriba, pero nada pudo despertarle. Parecía como si le estuviera meciendo en su cuna de piedra.
Prosiguió:
—A por la bolsa; sé en qué cajón del armario la tiene… pero despachadle primero a él.
Vaya, así que no podéis… ¡os estremecéis ante sus blancos cabellos y su sueño tranquilo! ¡Ja, ja!, estos bribones deben de ser idiotas. Bueno, yo lo haré entonces, no será más que un breve forcejeo entre él y yo; él puede que se condene, pero yo lo haré irremisiblemente. ¡Chisst!… cómo crujen los escalones, ¿no le dirán que son los pasos de su hijo que sube? No se atreverán; las piedras del muro los desmentirían. ¿Por qué no engrasasteis los goznes de la puerta? Bueno: adentro. Duerme profundamente… ¡qué tranquilo está! Cuanto más tranquilo, más apto para ir al cielo. Ahora tengo la rodilla sobre su pecho; ¿y el cuchillo? ¿Dónde está el cuchillo? …Si me mira estoy perdido. El cuchillo… soy un cobarde; el cuchillo… si abre los ojos, se acabó; el cuchillo, malditos collones, ¿quién se atreve a echarse atrás cuando tengo agarrado a mi padre por el cuello? ¡Toma, toma, toma!… mirad: sangre hasta el mango… la sangre del viejo. Buscad el dinero mientras yo limpio la hoja. No puedo limpiarla, sus cabellos grises se mezclan con la sangre… esos cabellos que rozaron mis labios la última vez que me besó. Yo era un niño entonces. En aquel entonces no le habría matado ni por todo el oro del mundo; ahora en cambio… Ahora, ¿qué soy? ¡Ja, ja! Dejad que Judas contrapese su bolsa de plata con la mía: él traicionó a su Salvador, y yo he asesinado a mi padre. Plata contra plata, y alma contra alma. Yo he sacado más de la mía… él fue un estúpido al vender la suya por treinta monedas. Pero, ¿para quién de los dos arderá más el último fuego? No importa; ya lo comprobaré. Mientras mi compañero profería estas horribles expresiones, y las repetía una y otra vez, le sacudía yo y le gritaba que despertase. Por fin lo hizo, con una carcajada casi tan salvaje como el parloteo de sus sueños.
—Bueno, ¿qué has oído? Yo le asesiné… lo sabías hace mucho. ¿Has confiado en mí en esta maldita aventura en la que corre peligro la vida de los dos, y no puedes soportar el oírme hablar conmigo mismo, aun sabiendo de antemano todo lo que decía?
—No, no puedo soportarlo —contesté en una agonía de horror—: Ni siquiera para llevar a cabo mi huida podría soportar otra hora como la que acabo de pasar: la perspectiva de estar encerrado aquí todo un día, hambriento, en medio de humedades y tinieblas y oyendo los delirios de un… No me mires con esos ojos de burla; lo sé todo, y tu mirada me hace estremecer. Nada sino el férreo eslabón de la necesidad podría haberme atado a ti aun por un instante. Estoy atado a ti, y debo soportarlo mientras esto dure; pero no me hagas estos momentos más difíciles. Mi vida y mi libertad están en tus manos; y debo añadir que mi razón también, dadas las circunstancias en las que estamos inmersos… no puedo resistir la horrible elocuencia de tus sueños. Si me fuerzas a escucharte otra vez, me sacarás vivo de estos muros, pero demente, trastornado por terrores que mi cerebro es incapaz de soportar. No duermas, te lo ruego. Deja que vele a tu lado durante este día malhadado, este día que debemos medir por tinieblas y sufrimientos, en vez de por luz y alegría. Estoy dispuesto a padecer hambre, a tiritar de frío, a acostarme sobre estas duras piedras; pero no puedo soportar tus sueños. Si te duermes, tendré que despertarte para proteger mi razón. Me están abandonando rápidamente mis fuerzas físicas, y me vuelvo más celoso en el cuidado de mi entendimiento. No me lances miradas de desafío; soy menos fuerte que tú, pero la desesperación nos hace iguales. Mi voz sonó como un trueno a mis propios oídos; mis ojos relampaguearon visiblemente incluso para mí. Sentía la fuerza que nos confiere la pasión, y me di cuenta de que mi compañero también la sentía. Continué en un tono que a mí mismo me sobresaltó:
—Si llegas a dormirte, te despertaré; si te mantienes firme, no te molestaré lo más mínimo: debes velar conmigo. Este largo día nos toca pasar hambre y frío juntos; y estoy decidido a que sea así. Puedo soportarlo todo; todo, menos los sueños de un hombre cuyo descanso delata la visión de su padre asesinado. ¡Despabílate, enfurécete, blasfema, pero no te duermas!
El hombre me miró unos momentos, casi incrédulo de que fuera capaz de semejante arranque de energía y decisión. Pero cuando, con los ojos dilatados y la boca abierta, se hubo convencido de la realidad, su expresión cambió súbitamente. Pareció sentir por voz primera cierta comunión de naturaleza conmigo. Cualquier manifestación de ferocidad era agradable y balsámica para él; y entre blasfemias que me helaron la sangre, juró que ahora le agradaba más, por mi resolución.
—Me mantendré despierto —añadió, con un bostezo que le abrió las mandíbulas como las del ogro que se prepara para su caníbal festín. Luego, relajándose súbitamente, añadió—: ¿Pero cómo vamos a mantenemos despiertos? No tenemos comida ni bebida; ¿qué podemos hacer para no dormirnos? —y descargó una andanada de juramentos.
A continuación se puso a cantar. Pero qué canciones. Estaban tan salpicadas de obscenidades y expresiones licenciosas que, habiendo pasado yo mis primeros años en el aislamiento doméstico, y en la rigidez conventual después, me pareció que junto a mí aullaba la encarnación del demonio. Le rogué que callara, pero pasaba este hombre tan instantáneamente de los extremos de la atrocidad a los de la ligereza, de los delirios de la culpa y el horror indecible a canciones que ofenderían a un burdel, que no sabía qué hacer con él. Jamás se me había ocurrido que pudiera darse esta unión de antípodas, esta alianza antinatural de los extremos de culpa y frivolidad. Empezaba con visiones de parricida, y acababa con canciones que habrían hecho enrojecer a una ramera. Cuán ignorante de la vida debía ser yo, al no saber que a menudo conviven la culpa y la insensibilidad, y destruyen la misma mansión; y que no hay alianza más fuerte e indisoluble en la tierra que la que se da entre la mano que se atreve a todo y el corazón que no es capaz de sentir nada. Mi compañero se detuvo de repente a mitad de una de las más licenciosas canciones. Miró a su alrededor durante un rato; y pese a la débil y lúgubre claridad en que nos mirábamos el uno al otro, me pareció observar que su semblante se ensombrecía con una rara expresión. No me atreví a decir nada.
—¿Sabes dónde estamos? —susurró.
—Ya lo creo: en la cripta de un convento; fuera del alcance del hombre, sin comida, sin luz, y casi sin esperanza.
—Sí; es lo que podrían haber dicho sus últimos moradores.
—¡Sus últimos moradores! ¿Quiénes fueron?
—Te lo diré, si eres capaz de soportarlo.
—No soy capaz de soportarlo —exclamé, tapándome los oídos—; no quiero oírlo. Por el narrador, adivino que debe de ser algo horrible.
—En efecto, fue una noche horrible —dijo, aludiendo inconscientemente a una circunstancia del relato; y su voz se apagó en un murmullo, y se abstuvo de hablar más sobre el asunto. Me aparté de él todo lo que permitía la cripta; y apoyando mi cabeza sobre mis propias rodillas, traté de no pensar. ¡Qué estado espiritual debe ser ése que nos vemos empujados a desear no sufrirlo más, en el que de buena gana nos volveríamos «como las bestias que perecen», para olvidar ese privilegio de la humanidad que sólo parece un indiscutido don para la infelicidad superlativa! Dormir era imposible. Aunque el sueño parezca sólo una necesidad de la naturaleza, exige siempre que concurra un acto de la mente. Y si yo hubiese deseado descansar, la comezón del hambre, que ahora empezaba a trocarse en la más desagradable ansiedad, lo habría hecho imposible. En medio de esta complicación de sufrimiento físico y mental, resulta difícil de creer, señor, pero lo cierto es que lo que más me afectaba era la ociosidad, la falta de ocupación que inevitablemente implicaba mi monótona situación. Obligar a no hacer nada a un ser consciente de su fuerza para la acción, y que arde en deseos de emplearla, prohibir todo intercambio o adquisición de ideas a un ser intelectual, era inventar una tortura capaz de hacer ruborizar a Fálaris por lo inocuo de su crueldad.
Yo había soportado sufrimientos casi intolerables, pero éste me parecía imposible de resistir; y creedme, señor: después de luchar con ese sufrimiento durante una hora (según contaba yo las horas) de inimaginable desdicha, me levanté y supliqué a mi compañero que me contara el episodio al que había aludido, en relación con nuestra espantosa morada. Su feroz naturaleza accedió al punto a mi petición, aunque su fuerte constitución había sufrido más que la mía, que era relativamente más endeble, en los esfuerzos de la noche y las privaciones del día, y se dispuso a realizar dicho esfuerzo con una especie de torva oficiosidad.
Ahora estaba en su elemento. Tenía autorización para amedrentar a un espíritu debilitado relatando horrores, y asombrar a un ignorante exhibiendo crímenes ante él: y no necesitó más para dar comienzo.
—Recuerdo —dijo—, un suceso extraordinario relacionado con esta cripta.
Al entrar me ha sorprendido lo familiar que me resultaba esta puerta, este arco. No lo recordaba al principio; son tantos los extraños pensamientos que me vienen a la cabeza cada día, que sucesos que en otros dejarían una huella imperecedera cruzan ante mí como sombras; en cambio, los pensamientos son sólidos como las cosas. Mis acontecimientos son las emociones. Tú sabes qué es lo que me trajo a este maldito convento; bien, no tiembles ni te pongas más pálido de lo que estás. Sea como fuere, el caso es que entré en el convento, y me tuve que someter a su disciplina. Parte de ésta es que los criminales extraordinarios deben sufrir lo que ellos llaman una penitencia extraordinaria; o sea, someterse no sólo a toda la ignominia y rigor de la vida conventual (afortunadamente para sus penitentes, nunca faltan tan entretenidos recursos), sino hacer de verdugos cuando hay que infligir o aplicar un castigo señalado. Me hicieron el honor de considerarme especialmente capacitado para esta especie de diversión, aunque quizá no pretendían halagarme. Mostré toda la humildad del santo puesto a prueba; sin embargo, tenía confianza en mi habilidad a este respecto, con tal que se presentara un caso adecuado; y los monjes tuvieron la bondad de asegurarme que en el convento nunca estaría mucho tiempo sin ocuparme de alguno. Era muy tentador el cuadro de mi situación, pero descubrí que esta gente respetable no había exagerado lo más mínimo. La ocasión se presentó pocos días después de haber tenido la dicha de convertirme en miembro de esta amable comunidad, a cuyos méritos eres sin duda sensible. Se me pidió que vigilase a un joven monje de familia distinguida, el cual había pronunciado sus votos hacía poco y realizaba sus deberes con tan inhumana puntualidad que hizo sospechar a la comunidad que su corazón estaba en otra parte. El caso pasó en seguida a mis manos; y en cuanto se me ordenó que me ocupara yo, comprendí que estaba obligado a concebir la más mortal hostilidad contra él. La amistad en los conventos es siempre una alianza traicionera: nos vigilamos, desconfiamos unos de otros y nos atormentamos por amor a Dios. El único crimen de este joven era el de ser sospechoso de alimentar una pasión terrenal. Como digo, era hijo de una distinguida familia, la cual (por temor a que contrajera lo que suele llamarse un matrimonio deshonroso, id est, que se casara con una mujer de nivel inferior, a la que amaba y con quien habría sido feliz, tal como los necios —o sea, media humanidad— entienden la felicidad) le había obligado a tomar los votos. Y unas veces parecía angustiado, pero otras había una luz de esperanza en su mirada que resultaba ominosa a los ojos de la comunidad. Lo cierto es que, no siendo la esperanza planta natural en el parterre de un convento, despertó sospechas en cuanto a su origen y su desarrollo.
Algún tiempo más tarde, entró un joven novicio en el convento. Desde aquel mismo instante, se pudo apreciar un cambio de lo más sorprendente en el joven monje. Él y el novicio se hicieron compañeros inseparables. Había algo sospechoso en esta relación. Mis ojos se pusieron alerta inmediatamente. Los ojos se vuelven especialmente agudos en descubrir la miseria cuando se tiene la esperanza de agravarla. El afecto entre el joven monje y el novicio siguió en aumento. Siempre estaban juntos en el jardín: aspiraban el perfume de las flores, cultivaban las mismas plantas de claveles, se entrelazaban la cintura cuando paseaban juntos, y en el coro, sus voces eran como el incienso. La amistad, en la vida conventual, se lleva a menudo hasta el exceso; pero en aquel caso se parecía demasiado al amor. Por ejemplo, los salmos que se cantan en el coro adoptan a veces un lenguaje especial; en esas ocasiones, el joven monje y el novicio se dirigían las frases el uno al otro con tal sentimiento que no podría haber error alguno. Si se aplicaba a uno el más leve correctivo, el otro solicitaba sufrirlo por él. Si se concedía un día de asueto, cualquier regalo que llegaba a la celda del uno aparecía indefectiblemente en la del otro. Eso fue suficiente para mí. Adiviné el secreto de la misteriosa felicidad, que es la mayor desdicha para quienes no la pueden compartir. Redoblé mi vigilancia, y vi recompensados mis esfuerzos al descubrir un detalle revelador: un detalle que tuve que comunicar, y por el que alcanzaría mérito. No te puedes figurar la importancia que se da en un convento al descubrimiento de un secreto (sobre todo cuando la remisión de nuestras faltas depende del descubrimiento de las de los demás).
Una tarde, estando el joven monje y su amado novicio en el jardín, el primero arrancó un melocotón y lo ofreció a su protegido; éste lo aceptó con un movimiento que a mí se me antojó bien embarazoso; parecía lo que yo pensaba que podría ser la reverencia de una mujer. El joven monje partió el melocotón con un cuchillo; al cortarlo se hizo un rasguño en un dedo, y el novicio, presa de inexplicable agitación, desgarró su hábito para vendarle la herida. Lo vi todo: en seguida comprendí el asunto. Fui a ver al Superior esa misma noche. Puedes imaginarte el resultado. Fueron vigilados, aunque al principio con precaución. Probablemente estaban alertados, porque durante algún tiempo ni siquiera mi acecho consiguió descubrir lo más mínimo. Cuando la sospecha está satisfecha de sus propias sugerencias como de la verdad del evangelio, se produce una situación enormemente seductora; sin embargo, hace falta un pequeño hecho para hacerlas creíbles a los demás. Una noche en que, por consejo del Superior, me había apostado en la galería (donde me gustaba pasarme hora tras hora, y noche tras noche, en medio de la soledad, la oscuridad y el frío, por la posibilidad de desquitarme en otros del sufrimiento que se me infligía a mí), una noche, me pareció oír ruido en la galería (como te he dicho, estaba a oscuras). Unos pasos tenues cruzaron junto a mí. Pude oír la respiración entrecortada y palpitante de la persona. Poco después, oí abrirse una puerta, y supe que era la del joven monje. Lo supe porque, debido a mis largas vigilancias a oscuras, ,ya haberme familiarizado con el número de celdas, los gemidos de uno, los rezos de otro, los débiles lamentos de un tercero en sus sueños inquietos, mi oído se había afinado a tal extremo que era capaz de distinguir sin vacilación cuándo se abría aquella puerta, de la que (para mi pesar) no había salido ningún ruido antes. Estaba yo provisto de una pequeña cadena, y trabé con ella el picaporte de la puerta con el de la puerta contigua, de manera que era imposible abrir ninguna de las dos desde dentro. A continuación corrí en busca del Superior, con un orgullo que nadie sino el descubridor de secretos culpables de los conventos puede experimentar. Creo que el propio Superior se sentía excitado por esos mismos sentimientos, ya que le encontré despierto y levantado, en su aposento, asistido por cuatro monjes, a los que quizá recuerdes —me estremecí al recordarlos—. Le di mi información con locuaz ansiedad, lo que no sólo era impropio del respeto que debía a sus personas, sino que incluso debió de hacer incomprensibles mis palabras; sin embargo, fueron lo bastante benévolos, no sólo para pasar por alto esa falta de corrección (que en cualquier otro caso habría sido severamente castigada), sino incluso para suplir ciertas pausas de mi relación con una condescendencia y facilidad verdaderamente milagrosas. Sabía qué era lo que iba a adquirir importancia a los ojos del Superior, y lo recalqué con toda la exaltada depravación de un confidente. Nos dirigimos allá sin perder un instante; llegamos a la puerta de la celda, y les mostré triunfal la cadena en su sitio, aunque una ligera oscilación, perceptible de cerca, indicaba que los desdichados del interior sabían ya el peligro que corrían. Quité la cadena: ¡cómo debieron de estremecerse! El Superior y sus acólitos irrumpieron en la celda, mientras yo sostenía la luz. Veo que tiemblas… ¿por qué? Yo era culpable, y deseaba presenciar una culpa que paliara la mía, al menos en opinión del convento. Yo había violado solamente las leyes de la naturaleza; mientras que ellos habían ultrajado el decoro de un convento; y por supuesto, para el credo de un convento, no había proporción entre ambas transgresiones. Además, yo ansiaba presenciar esta desdicha que podía igualar o superar la mía; curiosidad que no era fácil satisfacer. De hecho, uno puede convertirse en amateur del sufrimiento. He oído contar a hombres que han visitado países donde se presencian a diario horribles ejecuciones por la emoción que jamás deja de producir la visión del sufrimiento, desde el espectáculo de una tragedia o un auto de fe a las contorsiones del reptil más despreciable que se pueda torturar, que uno siente como si esa tortura fuese consecuencia de su propio poder. Es un sentimiento del que nunca llegamos a despojamos; un triunfo sobre aquellos a los que el sufrimiento ha puesto debajo de nosotros (el sufrimiento denota siempre debilidad), y del que nos jactamos en nuestra insensibilidad. Así lo sentí yo cuando irrumpimos en la celda. Los desdichados esposos estaban abrazados. Puedes imaginar la escena que siguió. Aquí debo hacer justicia al Superior, mal de mi grado. Era un hombre (naturalmente, por sus sentimientos conventuales) cuya noción de las relaciones entre los dos sexos era como la de dos seres de especies distintas. La escena que contempló no pudo repugnarle más que si hubiese sorprendido los horribles amores de unos babuinos con las mujeres hotentotes del cabo de Buena Esperanza, o esos otros, más repugnantes aún, que se dan entre las serpientes de Sudamérica y sus víctimas humanas,[22] cuando consiguen atraparlas y envolverlas con sus anillos, en monstruosa e indescriptible unión. Verdaderamente, se quedó tan asombrado y aterrado al ver a dos seres humanos de distinto sexo que osaban amarse a pesar de los vínculos monásticos, como si presenciase las horribles uniones a las que he aludido. De haber visto dos víboras copulando en esa espantosa unión que más parece expresión de mortal hostilidad que de amor, no habría manifestado más horror; y le hago la justicia de creer que era sincero cuanto manifestaba. Cualquiera que fuese la afectación que adoptaba tocante a la austeridad conventual, aquí no había ninguna. El amor era algo que él siempre consideraba relacionado con el pecado, aunque estuviera consagrado por un sacramento y se llamase matrimonio, como lo está en nuestra Iglesia. Pero, ¡amor en un convento! ¡Oh!, es imposible imaginar su furor, y más aún concebir la pomposa y desmesurada magnitud de esa ira, cuando se ve fortalecida por principios y santificada por la religión. Yo gocé de la escena lo indecible. Vi a aquellos desdichados que habían triunfado sobre mí reducidos en un instante a mi nivel: su pasión descubierta, y el descubrimiento aupándome como un héroe por encima de todos. Yo me había refugiado en sus muros como un proscrito infeliz y degradado; ¿y cuál era mi crimen? Bueno, veo que te estremeces; dejémoslo ya. Sólo puedo decir que me empujó la necesidad. Y aquí había dos seres ante los que, unos meses antes, me habría arrodillado como ante las imágenes de la capilla, y a los que, en mis momentos de desesperada penitencia, me habría agarrado como a los «cuernos del altar», y que no obstante habían caído muy bajo, mucho más bajo que yo. Y aun siendo «hijos de la mañana», como yo les había considerado en la agonía de mi humillación, «¡cómo se habían precipitado!». Me deleité en la degradación de ambos apóstatas; gocé, hasta el fondo de mi corazón ulcerado, de la pasión del Superior: me hacía ver que todos eran hombres como yo. Aunque yo les había tenido por ángeles, demostraban ahora que eran mortales; y vigilando sus movimientos, y adulando sus pasiones y suscitando sus intereses, o bien exaltando mi propia hostilidad hacia ellos, mientras les hacía creer que estaba atento a la suya solamente, podía llevarles a concebir tanta aversión hacia los demás, y conseguir tanta ocupación para mí, como si realmente viviese en el mundo. Cortarle el cuello a mi padre fue en cierto modo una acción noble (perdona; no ha sido intención mía arrancarte lamento alguno); pero aquí había corazones que partir, y hasta el fondo, todos los días, y de la mañana a la noche. De manera que no me faltaba ocupación.
Aquí se enjugó su ruda frente, aspiró profundamente, y luego dijo:
—Prefiero no entrar en los detalles con que esta desventurada pareja concibió la ilusoria esperanza de llevar a cabo su huida del convento. Baste decir que yo fui el agente principal, autorizado por el Superior, para guiarles por los mismos pasadizos que has recorrido tú esta noche, y que iban temblando bendiciéndome a cada paso… y que…
—¡Calla, desdichado! —exclamé—; estás contando mi camino de esta noche paso a paso.
—¿Qué —replicó él con una carcajada feroz—; crees que te voy a traicionar?; si fuera cierto, ¿de qué te valdrían tus sospechas? Estás en mis manos.
Mi voz podría atraer a medio convento, y te cogerían en seguida; mi brazo podría sujetarte a ese muro, hasta que los perros de la muerte, que sólo esperan a que les dé un silbido, hundan sus colmillos en tu cuerpo. Imagino que sus dentelladas no serían menos penetrantes por el hecho de habérselos afilado durante tanto tiempo en una inmersión de agua bendita. Otra carcajada, que pareció brotar de los pulmones de un demonio, rubricó esta frase.
—Sé que estoy en tu poder —contesté—; y si tuviese que confiar en él, o en tu corazón, mejor sería que estrellara mis sesos contra estas paredes de piedra, que no creo que sean tan duras. Pero sé que tus intereses están de uno u otro modo relacionados con mi huida, y por eso confío en ti… o debo confiar. Aunque la sangre, fría como la tengo por el hambre y la fatiga, se me hiela gota a gota al oírte, debo oírte sin embargo, y confiarte mi vida y mi libertad. Te hablo con la horrible franqueza que me ha enseñado nuestra situación: te odio, y te tengo pavor. Si nos encontrásemos en la vida, me apartaría de ti con infinita aversión, pero nuestra mutua desventura ha mezclado las más repugnantes sustancias en una coalición antinatural. La fuerza de esa alquimia debe cesar en el momento en que escape del convento y de ti; sin embargo, durante estas horas de angustia, mi vida depende de tus esfuerzos y tu asistencia, en la misma medida que mi capacidad para soportarlas depende de que continúes tu horrible relato; así que prosigue.
Luchemos mientras transcurre este día espantoso. ¡Día! Esa palabra se desconoce aquí, donde el mediodía y la medianoche se dan la mano en un saludo inacabable. Luchemos «odiosos, y odiándonos el uno al otro»; y cuando esto haya pasado, maldigámonos, y eche cada uno por su lado.
Al decir estas palabras, señor; sentí esa terrible confianza de la hostilidad a la que son empujados los peores seres en las peores situaciones; y me pregunto si hay situación más horrible que aquella en la que nos aferramos al odio, en vez de al amor, en la que a cada paso que damos, ponemos una daga en el pecho de nuestro compañero, y decimos: «Si me fallas un instante, te la clavo en el corazón. Te odio, te temo; pero tengo que sufrir contigo». Me resultaba extraño, aunque no lo sería para quien investigue la naturaleza humana, el que mientras mi estado me inspiraba una ferocidad totalmente inadecuada a nuestras situaciones relativas, y que debía de ser consecuencia de la locura y la desesperación y el hambre, el respeto de mi compañero hacia mí parecía aumentar. Tras una larga pausa, me preguntó si podía continuar su historia. Yo no podía hablar; porque, tras el último esfuerzo, me volvió el malestar del hambre, y sólo fui capaz de indicarle con un débil movimiento de mano que podía seguir.
—Fueron conducidos aquí —prosiguió—; yo había sugerido el plan, y el Superior lo había aprobado. No estaría él presente, pero bastaba su mudo asentimiento. Yo fui el guía de la (pretendida) huida de ambos; creían que iban a fugarse con el consentimiento del Superior. Les guié por los mismos pasadizos que hemos recorrido tú y yo. Yo tenía un plano de esta región subterránea, pero se me heló la sangre al recorrerla; y de ningún modo me volvía a su pulso normal, porque sabía cuál iba a ser el destino de mis acompañantes. Una de las veces volví la lámpara, fingiendo avivarla, para echar una mirada a los infelices enamorados.
Se abrazaban el uno al otro, la luz de la alegría temblaba en sus ojos. Se susurraban mutuas palabras de esperanza, libertad y dicha, y mezclaban mi nombre en sus oraciones. Esta visión apagó el último vestigio de remordimiento que mi horrible misión me había inspirado. Se atrevían a ser felices en presencia de uno que debía ser eternamente desdichado. ¿Podía haber mayor ofensa? Decidí castigarles en el acto. Estábamos cerca ya de este mismo lugar; yo lo sabía, y el plano de sus vagabundeos no temblaba ya en mi mano. Les insté a que entraran aquí (la puerta se hallaba entonces en perfecto estado), mientras yo inspeccionaba el pasadizo. Entraron, dándome las gracias por mi precaución… no sabían que jamás saldrían vivos de este lugar. Pero ¿qué significaban sus vidas, al lado de la agonía que su felicidad me costaba a mí? En el momento en que estuvieron dentro, y se echaron en brazos el uno del otro (escena que me hizo rechinar los dientes), cerré y pasé el cerrojo. Esta acción no les produjo una inmediata alarma; la consideraron una precaución amistosa. Tan pronto como hube cerrado, corrí a ver al Superior, que estaba furioso por la ofensa infligida a la santidad de su convento, y más aún a la pureza de su perspicacia, de la que el buen Superior se preciaba, como si hubiese tenido alguna vez la más mínima. Bajó conmigo al pasadizo; los monjes nos siguieron con ojos llameantes. Agitados por el furor que les embargaba, les costó descubrir la puerta, aun después de señalarla yo repetidamente. El Superior, entonces, con sus propias manos, clavó la puerta con varios clavos, que los monjes le procuraron ansiosamente, asegurando el cerrojo para que no se descorriera jamás; y cada golpe que daba, era para él como una llamada al ángel acusador para que le borrara un pecado de la lista de sus acusaciones. Pronto concluyó el trabajo, un trabajo que no se desharía jamás. Al primer ruido de pasos en el pasadizo y de golpes en la puerta, las víctimas empezaron a proferir gritos aterrados. Imaginaban que habían sido descubiertos, y que un grupo de monjes furiosos trataban de echar la puerta abajo. A estos terrores les sustituyeron muy pronto otros peores, al comprender que habían clavado la puerta, y oír alejarse nuestros pasos. Siguieron gritando; pero, ¡ué distinto era el acento de su desesperación! Habían comprendido cuál era su destino […].
Y fue mi penitencia (no: mi deleite) vigilar la puerta so pretexto de evitar ue escaparan (cosa que sabían que no era posible); aunque, en realidad, no sólo para infligirme la indignidad de ser el carcelero del convento, sino para avezarme en esa insensibilidad de corazón, dureza de nervios, terquedad de ojo y apatía de oído que eran lo más conveniente para mi oficio. Pero podían haberse ahorrado la molestia: yo tenía todo eso ya antes de ingresar en el convento. De haber sido yo el Superior de la comunidad, habría asumido de todos modos el trabajo de vigilar la puerta. Tú llamarás a eso crueldad; yo lo llamo curiosidad: esa curiosidad que arrastra a miles de personas a presenciar una tragedia, y por la que la mujer más delicada se deleita en los gemidos y las agonías. Yo tenía una ventaja sobre ellas: el gemido y la agonía en los que me recreaba eran reales. Me instalaba junto a la puerta (esa puerta que, como la del infierno de Dante, podía haber llevado la inscripción de «aquí no hay esperanza») con gesto de fingida penitencia, y con sincera y cordial delectación. Podía oír cada palabra que transpiraba. Durante las primeras horas trataron de consolarse el uno al otro: se infundían esperanzas de liberación. Y cuando mi sombra, al cruzar el umbral, oscureció o restableció la luz, se dijeron:
Es él; luego, tras repetirse esto mismo sin que nada sucediera, dijeron: «No, no es él», y se tragaron el amargo sollozo de la desesperación, para ocultárselo el uno al otro. Hacia el anochecer vino un monje a relevarme y a ofrecerme comida. No habría abandonado mi puesto ni por todo el oro del mundo; así que hablé con el monje en su propio idioma, y le dije que quería hacer meritorios mis sacrificios ante Dios, y que estaba dispuesto a quedarme allí toda la noche, con el permiso del Superior. El monje se alegró de haber encontrado un sustituto de manera sencilla, y yo también, por la comida que me había traído, porque ya tenía hambre; aunque reservaba el apetito de mi alma para bocados más exquisitos. Les oí hablar dentro. Mientras comía, viví realmente el hambre que les devoraba a ellos, aunque no se atrevían a decirse una sola palabra. Discutieron, deliberaron; y como la desdicha se vuelve ingeniosa en su propia defensa, se aseguraron finalmente, el uno al otro, que era imposible que el Superior les hubiese encerrado allí para hacerles perecer de hambre. Al oír estas palabras, no pude reprimir una carcajada. Mi risa llegó hasta ellos, y callaron al instante. Durante toda la noche, sin embargo, estuve oyendo sus gemidos: esos gemidos de sufrimiento físico que se burlan de los suspiros sentimentales que exhalan los corazones de los amantes más embriagados que hayan existido jamás. Les estuve oyendo toda esa noche. Yo había leído un montón de tonterías inimaginables en las novelas francesas. La propia madame de Sevigné afirma que se habría cansado de su hija en un largo viaje a solas con ella; pero encerradme dos amantes en un calabozo, sin comida, ni luz, ni esperanza; que me condenen (ya lo estoy, a propósito) si no acaban hartándose el uno del otro antes de que transcurran doce horas. El hambre y la oscuridad, al segundo día, ejercieron su acostumbrada influencia. Gritaron pidiendo que les soltaran, dieron fuertes y prolongados golpes en la puerta del calabozo. Dijeron a grandes voces que estaban dispuestos a someterse al castigo que fuera; y al oír aproximarse a unos monjes, a los que tanto habían temido la noche anterior, empezaron a suplicarles de rodillas. ¡Qué burla son, a fin de cuentas, las vicisitudes más espantosas de la vida humana! Ahora pedían lo que veinticuatro horas antes habían querido evitar, incluso sacrificando el alma a cambio. Luego, aumentó la agonía del hambre; se apartaron de la puerta y, a rastras, se separaron el uno del otro. ¡Se separaron! Cómo vigilaba yo todas estas cosas. De repente se habían vuelto hostiles… ¡Oh, qué festín para mí! No podían ocultarse las irritantes circunstancias de sus respectivos sufrimientos. Una cosa es, para los enamorados, sentarse ante un banquete espléndidamente servido, y otra muy distinta tumbarse en la lobreguez y el hambre, y cambiar ese apetito que no se puede soportar sin exquisiteces y halagos, por ese otro que cambiaría a la misma Venus por un bocado de comida. La segunda noche, hablaban y gemían (como suele ocurrir); y, en medio de sus angustias (debo hacer justicia a las mujeres, a las que odio tanto como a los hombres), el hombre acusaba a la mujer de ser la causa de sus sufrimientos, en cambio, ella nunca le reprochó nada a él, nunca. Puede que sus gemidos fueran un amargo reproche a su compañero; pero no pronunció una sola palabra que pudiera haberle causado dolor. Un cambio se operó, sin embargo, en sus sentimientos físicos que yo pude observar muy bien. El primer día estuvieron abrazados, y cada movimiento que yo notaba me parecía como el de una sola persona. Al día siguiente, el hombre se revolvía y la mujer lloraba con desamparo. La tercera noche… ¿lo contaré?; bueno, tú me has pedido que continúe. Habían soportado todas las horribles y espantosas torturas del hambre; la ruptura de los lazos del corazón, de la pasión, de la naturaleza, había comenzado. En el suplicio de sus náuseas de hambre, se detestaron el uno al otro, y podían haberse maldecido, de haber sido capaces de maldecir. Fue al cuarto día cuando oí el alarido de la desventurada mujer: su enamorado, en la agonía del hambre, le había hincado los dientes en un hombro; ese cuerpo en el que se había deleitado tan a menudo se había convertido ahora en manjar para él […].
—¡Monstruo!, ¿y te ríes?
—Sí, me río de toda la humanidad, y de la impostura que se atreven a representar cuando hablan de sus corazones. Me río de las pasiones y los cuidados humanos: el vicio y la virtud, la religión y la impiedad; todo son consecuencia de minúsculos regionalismos y situaciones artificiales. Una necesidad física, una severa e imprevista lección de los pálidos y marchitos labios de la necesidad, valen por toda la lógica de esos vacuos desventurados que se han jactado de dominarla, desde Zenón a Burgersdyck. ¡Ah!, ella hace enmudecer en un instante toda la absurda sofistería de la vida convencional y la pasión transitoria. Aquí había una pareja que no habría creído al mundo entero de rodillas, ni a los ángeles que hubiesen bajado a confirmarlo, que les fuera posible existir el uno sin el otro. Lo habían arriesgado todo, habían pasado por encima de lo humano y lo divino, para estar el uno en brazos del otro. Una hora de hambre había bastado para desengañarles. Una necesidad normal y corriente, cuyas exigencias habrían considerado en otro momento como una vulgar interrupción de su comunión espiritual, no sólo escindió para siempre esa comunión con su acción natural, sino que, antes de cesar, la convirtió en fuente de inconcebible tormento y hostilidad, salvo entre caníbales. Los más implacables enemigos de la tierra no se habrían mirado con más aversión que estos amantes. ¡Pobres miserables! Alardeáis de tener corazón; yo alardeo de no tenerlo, y la vida decidirá quién gana en esta presunción. Mi historia casi ha concluido, y espero que el día también. La última vez que estuve aquí, había algo que me excitaba; hablar en cambio de estas cosas ahora es una pobre distracción para quien las ha presenciado. Al sexto día, todo estaba en calma. Desclavamos la puerta y entramos: habían perecido. Los encontramos apartados el uno del otro, más que en ese lecho voluptuoso en que su pasión había convertido la esterilla del convento. Ella yacía encogida sobre sí misma, con un mechón de su pelo en la boca. Tenía un rasguño en el hombro: la rabiosa desesperación del hambre no había producido ninguna otra herida. Él estaba tendido cuan largo era, con la mano entre los labios; al parecer no había tenido valor para ejecutar el propósito con el que se la había llevado a la boca. Llevamos sus cuerpos a enterrar. Al sacarlos a la luz, la larga cabellera de la mujer se derramó sobre su cabeza, que ya no ocultaba su disfraz de novicio, y sus facciones me parecieron familiares. La miré más de cerca: era mi hermana, mi única hermana… y yo había estado oyendo cómo su voz se debilitaba cada vez más. Había oído… Y su voz se debilitó poco a poco, y cesó.
Temiendo por la vida a la que estaba atada la mía, me acerqué tambaleante a él. Le incorporé en mis brazos y, acordándome de que debía de entrar alguna pequeña corriente de aire a través de la trampa, traté de arrastrarle hasta allí. Lo conseguí y, mientras soplaba la brisa sobre él, descubrí con inmensa alegría que había disminuido la claridad que entraba por las ranuras. Era el crepúsculo; ya no hacía falta perder más tiempo. Se recobró, ya que su desvanecimiento no se debía a un agotamiento de su sensibilidad, sino a la mera inanición. Fuera como fuese, todo mi interés estaba en vigilar su recuperación; y de haber sido yo lo bastante sagaz en observar las extraordinarias vicisitudes de la mente humana, me habría chocado el cambio operado en él al recuperarse. Sin hacer la menor alusión a su reciente relato, ni a sus últimos sentimientos, saltó de mis brazos al descubrir que la luz había disminuido, y preparó nuestra huida a través de la trampa con renovada energía y una sensatez que podrían haberse calificado de milagrosas, de haber ocurrido en el convento; dado que estábamos a más de treinta pies de la superficie para tenerse por milagro, había que atribuirlas meramente a su fuerte excitación. En efecto, no me atrevía a creer que un milagro viniese a favorecer mi profana tentativa, así que me alegré de poderlo atribuir a las causas segundas. Con destreza increíble, trepó por el muro aprovechando las irregularidades de las piedras y con la ayuda de mis hombros, abrió la trampa, me anunció que no había peligro, me ayudó a subir y, con jadeante alegría, respiré una vez más el hálito del cielo. La noche estaba completamente oscura. No se distinguían los edificios de los árboles, salvo cuando un débil soplo de brisa imprimía a éstos un ligero movimiento. A esta oscuridad, estoy convencido, debo el haber conservado mi lucidez en semejante trance: la claridad de una noche esplendorosa me habría hecho enloquecer al salir de las tinieblas, el hambre y el frío. Habría llorado, habría reído; habría caído de rodillas, y me habría convertido en idólatra. Habría ‘adorado a la hueste del cielo, y a la luminosa y errante luna’. La oscuridad fue mi mejor seguridad en toda la extensión de la palabra. Cruzamos el jardín sin notar el suelo bajo nuestros pies. Al acercamos al muro experimenté otra vez un irresistible malestar: sentí vértigo, me tambaleé. Susurré a mi compañero:
—¿No hay luces en las ventanas del convento?
—No; esas luces sólo están en tus ojos; es efecto de la oscuridad, el hambre y el miedo; vamos.
—Pero oigo repicar campanas.
—Esas campanas repican sólo en tu oído; el estómago vacío es tu sacristán; por eso crees oír campanas. Éste no es momento de vacilaciones. Venga, vamos.
No eches esa carga tan pesada sobre mis hombros; no desfallezcas, si puedes evitarlo. ¡Oh, Dios, se ha desmayado! Ésas fueron las últimas palabras que oí. Me desmayé, creo, en sus brazos. Con ese instinto que actúa más favorablemente en ausencia del pensamiento y el sentido, me arrastró hasta el muro, y cerró mis fríos dedos en torno a las cuerdas de la escala. El tacto me reanimó en seguida; y, casi antes de que mis manos agarraran las cuerdas, mis pies comenzaron a subirla. Mi compañero me siguió a continuación. Llegamos arriba, y yo me tambaleé de debilidad y de terror. Tenía un miedo tremendo de que, aunque la escala estaba allí, no estuviese Juan. Un instante después brilló una linterna ante mis ojos, y vi una figura abajo. Salté en ese insensato momento, sin preocuparme de si iba al encuentro de la daga de un asesino o el abrazo de un hermano.
—Alonso, querido Alonso —murmuró una voz.
—Juan, mi querido Juan —fue cuanto pude articular al sentir mi estremecido pecho apretado contra el más generoso y entrañable de los hermanos.
—¡Cuánto debes de haber sufrido! ¡Cuánto he sufrido! —susurró—; durante las últimas veinticuatro horribles horas, casi te di por perdido. Date prisa, el coche está a menos de veinte pasos de aquí.
Y mientras hablaba, el balanceo de la linterna alumbró aquellas facciones arrogantes y bellas que una vez tuve como prenda de eterna emulación, pero que ahora contemplaba como la sonrisa del orgulloso pero benevolente dios de mi liberación. Señalé a mi compañero, y no pude hablar: el hambre me consumía por dentro. Juan me sostuvo, me consoló, me animó; hizo más, mucho más, de lo que ningún hombre ha hecho nunca por otro; más, quizá, de lo que ningún hombre ha hecho jamás por el más estremecido y delicado ser del otro sexo bajo su protección. ¡Oh, con qué angustiado corazón evoco ahora esta varonil ternura! Esperamos a mi compañero, y éste se descolgó del muro.
—¡Deprisa, deprisa! —susurró Juan—. Yo estoy hambriento también; hace cuarenta y ocho horas que no he probado nada, esperándoos.
Echamos a correr. Era un paraje solitario. Distinguí a duras penas el coche, a la débil luz de la linterna; pero fue suficiente para mí. Salté ágilmente a su interior.
—Ya está a salvo —exclamó Juan, siguiéndome.
—Pero ¿eres tú? —exclamó una voz atronadora. Juan se tambaleó en el estribo del coche, y cayó hacia atrás. Salté afuera y caí también… sobre su cuerpo. Me manché con su sangre… había muerto.