Ye monks, and nuns throughout the land,
Who go to church at night in pairs,
Never take bell-ropes in your hands,
Toraise you up again from prayers.
COLMAN
No soy supersticioso, pero al entrar en la iglesia sentí un frío indecible en el cuerpo y en el alma. Me acerqué al altar y traté de arrodillarme: una mano invisible me lo impidió. Una voz pareció dirigirse a mí desde lo más recóndito del altar, y preguntarme qué me traía allí. Pensé que los que acababan de dejar el lugar habían estado absortos en oración, y que los que me iban a relevar se entregarían al mismo profundo homenajes, mientras que yo acudía a la iglesia con propósitos de impostura y engaño, y aprovechaba la hora destinada a la adoración divina para maquinar la forma de huir de ella. Me sentí como un impostor al encubrir mi engaño con los mismos velos del templo. Temblé por mi propósito y por mí mismo. Me arrodillé, no obstante, pero no me atreví a rezar. Los peldaños del altar estaban terriblemente fríos…; me estremecí ante el silencio que me vi obligado a guardar. ¡Ay!, ¿cómo podemos esperar que triunfe un proyecto que no nos atrevemos a confiar a Dios? La oración, señor, cuando nos recogemos profundamente en ella, no sólo nos hace elocuentes, sino que comunica también una especie de elocuencia a los objetos de nuestro alrededor. Al principio, mientras desahogaba mi corazón ante Dios, me pareció que las lágrimas eran más luminosas, que las imágenes sonreían, que el aire quieto de la noche estaba lleno de formas y de voces, y que cada soplo de brisa que entraba por la puerta traía a mi oído músicas de arpa de mil ángeles. Ahora todo estaba inmóvil: las lámparas, las imágenes, el altar, el techo parecían contemplarme en silencio. Me rodeaban como testigos, cuya sola presencia basta para condenar sin articular una sola palabra. No me atrevía a mirar hacia arriba, no me atrevía a hablar, no me atrevía a rezar, por miedo a descubrir un pensamiento para el que no pudiera suplicar una bendición; y esta especie de reserva mental, que Dios debía de conocer de todos modos, era a la vez inútil e impía.
No hacía mucho que me hallaba en este estado de agitación cuando oí acercarse unos pasos: era el sujeto que yo esperaba.
—Levántate —dijo, dado que yo estaba de rodillas—; levántate, no tenemos tiempo que perder. Vas a estar sólo una hora en la iglesia, y tengo muchas cosas que decirte en ese tiempo —me levanté—. Mañana por la noche será la ocasión de escapar.
—¡Mañana por la noche…, Dios misericordioso!
—Sí; en las decisiones desesperadas es siempre más peligroso el retraso que la precipitación. Hay ya mil ojos y oídos que están alerta. Un simple movimiento siniestro o ambiguo haría imposible que escaparas a la vigilancia de todos ellos. Quizá corras algún peligro al apresurar las cosas de este modo, pero es inevitable. Mañana por la noche, después de las doce, baja a la iglesia; probablemente no habrá nadie aquí. Si hubiese alguien (que hubiera venido a recogerse o a cumplir alguna penitencia), retírate para evitar sospechas. Vuelve a la iglesia tan pronto como esté vacía: yo estaré aquí. ¿Ves esa puerta? —y señaló una puerta baja que yo había observado muchas veces, aunque no recordaba haberla visto abierta jamás—; he conseguido la llave de esa puerta… no importa cómo. Antiguamente conducía a la cripta del convento; pero por razones que no tengo tiempo de contarte, se ha abierto otro pasadizo, y el primero ha dejado de utilizarse o frecuentarse desde hace muchos años. De ahí parte otro pasadizo que, según he oído decir, comunica con una trampa del jardín.
—¡Que has oído decir! ¡Válgame Dios! ¿Te basas en el rumor, entonces, para un asunto tan vital? Si no estás seguro de que existe ese pasadizo, y de que conoces sus vueltas y revueltas, ¿no corremos peligro de andar vagando por él toda la noche? O quizá…
—No me interrumpas con objeciones vanas; no tengo tiempo para escuchar temores que no puedo compadecer ni disipar. Cuando salgamos al jardín a través de la trampa (si es que salimos), nos aguardará otro peligro.
Calló, me pareció a mí, como el hombre que estudia el efecto de los temores que suscita, no por maldad, sino por vanidad; para aumentar únicamente su propio mérito al afrontarlos. Yo guardé silencio; y al ver que ni le elogiaba ni me echaba a temblar, prosiguió:
—Por la noche sueltan en el jardín dos fieros perros; hay que tener cuidado con ellos. La tapia tiene dieciséis pies de altura, pero tu hermano posee una escala de cuerda, que lanzará, y podrás bajar por ella al otro lado sin peligro.
—¡Sin peligro!; pero mi hermano Juan sí que lo correrá.
—No me interrumpas más; el peligro que vas a correr de muros adentro es mínimo; de muros afuera, ¿en dónde buscarás refugio o escondite? El dinero de tu hermano te facilitará probablemente la salida de Madrid. Puede sobornar por todo lo alto, y cada pulgada de tu camino puede ser pavimentada con su oro. Pero después se presentarán tantos riesgos que la empresa y el peligro no parecerá sino que acaban de empezar. ¿Cómo cruzarás los Pirineos? ¿Cómo?
Y se pasó la mano por la frente con el gesto del hombre empeñado en un esfuerzo superior a su propia naturaleza, y que se siente indeciso sobre qué medios utilizar. Esta expresión, tan llena de sinceridad, me sorprendió sobremanera. Hizo de contrapeso frente a todos mis anteriores prejuicios. Pero cuanta más confianza tenía en él, más me impresionaban sus temores. Repetí:
—¿Cómo podré escapar finalmente? Con tu ayuda puedo recorrer esos pasadizos intrincados cuyas frías humedades siento ya destilar sobre mí. Puedo salir a la luz, subir y bajar por el muro; pero después, ¿cómo escapar? ¿Cómo voy incluso a vivir? España entera no es más que un gigantesco monasterio… Caeré prisionero haga lo que haga.
—Tu hermano se ocupará de eso —dijo con brusquedad—; yo habré cumplido la parte que me toca.
Entonces le apremié con varias preguntas sobre los detalles de mi huida. Su respuesta fue monótona, insuficiente y evasiva hasta el punto de llenarme nuevamente de recelo primero, y de terror después. Le pregunté:
—¿Pero cómo has conseguido esas llaves?
—Eso no te importa.
Era extraño que contestara lo mismo a cada pregunta que le hacía acerca de cómo había llegado a conseguir el medio de facilitarme la huida, de modo que no tuve más remedio que desistir, insatisfecho, y volver a lo que me había contado.
—Pero entonces, ese terrible pasadizo que pasa cerca de las criptas… ¡la posibilidad, el temor de no salir nunca a la luz! Piensa en lo que es andar vagando entre ruinas sepulcrales, tropezando con los huesos de los muertos, chocando con cosas que no puedo describir; el horror de estar entre los que no son ni vivos ni muertos: esos seres sin sombra que se divierten con los restos de los muertos y aman y celebran sus festines en medio de la corrupción, lívidos, burlescos, y terribles. ¿Debemos pasar cerca de esas criptas?
—¿Qué ocurre?, puede que tenga yo más razones que tú para temerlas.
¿Esperas que el espíritu de tu padre surja de la tierra para maldecirte? Ante estas palabras, que pronunció en un tono que pretendía inspirar confianza, me estremecí de horror. Las decía un parricida, jactándose de su crimen, en una iglesia, a medianoche, entre los santos cuyas silenciosas imágenes parecían temblar. Para disipar la creciente tensión volví a la insalvable tapia y a la dificultad de manejar una escala de cuerda sin que me descubriesen. La misma respuesta brotó de sus labios:
—Eso déjalo de mi cuenta; ya está arreglado.
Siempre que contestaba así, desviaba el rostro y sus palabras se fragmentaban en monosílabos. Por último, comprendí que el caso era desesperado, que debía confiar plenamente en él. ¡En él! ¡Dios mío! ¡Lo que sentí cuando tuve que decirme eso a mí mismo! El convencimiento que hizo estremecer mi alma fue éste: estoy en su poder. Y, sin embargo, aun bajo esta impresión, no pude por menos de insistir en las insalvables dificultades que parecían impedir mi huida. Entonces perdió la paciencia…, me acusó de timidez y de ingratitud; y al adoptar de nuevo su tono naturalmente feroz y amenazador, sentí renacer en mí la confianza en él, más que si hubiera tratado de disimularlo. Aunque sus palabras eran mitad reproche, mitad insulto, lo que decía revelaba tanta habilidad, intrepidez y destreza, que empecé a sentir una especie de dudosa seguridad. Me pareció, al menos, que si había alguien en la tierra capaz de llevar a cabo mi liberación, ese alguien era este hombre. No sabía lo que era el miedo, no sabía lo que era la conciencia. Había hecho alusión al asesinato de su padre para impresionarme con su osadía. Lo vi en su expresión al levantar involuntariamente la mirada hacia él. No había en sus ojos ni el vacío del remordimiento ni el delirio del miedo: me miró descarado, desafiante, decidido. Para él sólo había una emoción vinculada a la palabra peligro: la de una fuerte excitación. Se lanzaba a una peligrosa empresa como el jugador que se sienta para enfrentarse a un adversario digno de él; y el que estuviese en juego la vida y la muerte era para él como jugar con apuestas más elevadas, y las crecientes exigencias de valor y talento le proporcionaban realmente el modo de afrontarlas. Íbamos a dar por terminada nuestra entrevista, cuando se me ocurrió que este hombre se estaba exponiendo por mí a un grado de peligro casi increíble; y yo estaba dispuesto a desentrañar al menos este misterio. Dije:
—¿Pero cómo te las arreglarás para quedar a salvo? ¿Qué será de ti cuando se descubra mi huida? ¿No te aguardarán los más espantosos castigos ante la mera sospecha de que has sido el agente, y no digamos ya cuando la sospecha se convierta en la certeza más irrefutable? No me es posible describir el cambio de expresión que se operó en él mientras pronunciaba yo estas palabras. Me miró un momento sin hablar, con una mezcla indefinible de sarcasmo, desprecio, duda y curiosidad en su semblante; luego trató de reír, pero los músculos de su rostro eran demasiado duros y rígidos para admitir tal modulación. En rostros como el suyo, el ceño es hábito, y la sonrisa convulsión. No pudo esbozar otra cosa que un rictus sardonicus, cuyos terrores no hay por qué describir; es espantoso ver el crimen en su júbilo: su sonrisa puede compararse a muchos gemidos. Se me heló la sangre al verle. Esperé el sonido de su voz como una especie de alivio. Por último, dijo:
—¿Me crees tan idiota como para organizar tu huida arriesgándome a que me encarcelen de por vida, o que me empareden, o que me entreguen a la Inquisición? —se echó a reír otra vez—. No; escaparemos juntos. ¿Pensabas que me iba a tomar tantos cuidados en una aventura en la que no iba a participar sino como ayudante? Era en mi propio peligro en lo que pensaba; es mi propia seguridad lo que me preocupa. Nuestra situación ha venido a unir a dos personas opuestas en una misma aventura, pero es una unión inevitable e inseparable. Tu destino ahora está unido al mío por unos lazos que ninguna fuerza humana puede romper: ya no nos separaremos nunca más. El secreto que cada uno de nosotros posee debe ser vigilado por el otro. Nuestras vidas están cada una en manos del otro, y un momento de ausencia podría significar traición. Tendremos que pasamos la vida vigilando cada suspiro que el otro deje escapar, cada mirada que el otro lance…, temiendo el sueño como a un traidor involuntario, y escuchando atentos los murmullos inconexos de las inquietas pesadillas del otro. Podemos odiamos, atormentamos… o peor aún, podemos cansarnos el uno del otro (pues el odio mismo sería un alivio comparado con el tedio de nuestra inseparabilidad); pero no podremos separamos jamás.
Ante este cuadro de libertad por el que había arriesgado yo tanto, mi alma retrocedió. Miré al formidable ser con el que de este modo se había asociado mi existencia. Se iba ya, y se detuvo a unos pasos para repetir sus últimas palabras, o quizá para observar su efecto. Yo me senté en los peldaños del altar. Era tarde; las lámparas de la iglesia ardían débilmente y, al detenerse él en la nave, lo hizo en tal posición con respecto a la luz que provenía del techo que quedó iluminado solamente su rostro y su mano extendida hacia mí. El resto de su figura, envuelta en la oscuridad, dio a esta cabeza espectral y sin cuerpo un efecto verdaderamente aterrador. La ferocidad de sus facciones quedó suavizada por una sombra densa y mortal, mientras repetía:
—Jamás nos separaremos; tendré que estar junto a ti eternamente.
Y el tono profundo de su voz resonó como un trueno en la iglesia. Siguió un largo silencio. Él seguía en la misma postura, y yo no tenía fuerzas para cambiar la mía. El reloj dio las tres; su sonido me recordó que mi hora había expirado. Nos separamos, cada uno en distinta dirección; y por fortuna los dos monjes que debían relevarme llegaron con unos minutos de retraso (bostezando los dos espantosamente), de modo que nuestra salida de la iglesia pasó inadvertida. No me es posible describir el día que siguió, como no podría analizar tampoco un sueño en sus elementos componentes de cordura, delirio, recuerdos frustrados y triunfante imaginación. Jamás soportó el sultán del cuento oriental que sumergía la cabeza en una jofaina de agua y, antes de incorporarse, vivía en cinco minutos las aventuras más accidentadas e inconcebibles —era monarca, esclavo, marido, viudo, padre, hombre sin hijos—, los cambios emocionales que yo experimenté ese día memorable. Me sentí prisionero, libre, persona feliz rodeada de niños sonrientes, víctima de la Inquisición consumiéndome en medio de las llamas y las execraciones. Era un loco, oscilando entre la esperanza y la desesperación. Todo el día me pareció estar tirando de la cuerda de la campana, cuyo alternado tañido era cielo-infierno, y resonaba en mis oídos con toda la lúgubre e incesante monotonía de la campana del convento. Por fin, llegó la noche. Casi podría decir llegó el día, pues ese día había sido noche para mí. Todo me era propicio: el convento estaba totalmente en silencio. Asomé la cabeza varias veces al pasillo para cerciorarme bien: todo estaba en silencio. No se oía ningún rumor de pasos, ni una voz, ni un susurro, bajo este techo que albergaba tantas almas. Salí furtivamente de mi celda y bajé a la iglesia. No era raro que lo hicieran aquellos a quienes inquietaba la conciencia o el desasosiego, durante la insomne tenebrosidad de una noche conventual. Al dirigirme hacia la puerta de la iglesia, donde se mantenían perpetuamente encendidas varias lámparas, oí una voz humana. Retrocedí aterrado; a continuación me aventuré a echar una mirada. Un anciano monje rezaba ante la imagen de un santo; y el objeto de sus plegarias era pedir alivio, no para la angustia de la conciencia o la supresión del monacato, sino para los tormentos de un dolor de muelas, para el que le habían aconsejado que aplicase las encías a la imagen de un santo famoso por su eficacia en tales casos.[21] El pobre, anciano y torturado monje, rezaba con todo el fervor de la angustia, y luego restregaba repetidamente las encías sobre el frío mármol, lo que acrecentaba su sufrimiento y su devoción. Vigilé, escuché… había algo a la vez ridículo y espantoso en mi situación. Me daban ganas de reírme de mi propia desdicha, al tiempo que llegaba a la angustia a cada momento. Temía, también, que apareciera otro intruso, y cuando oí que mis temores se iban a convertir en realidad, porque se acercaba alguien, me volví: para mi inmenso alivio, vi a mi compañero. Le hice comprender con una seña que no debía entrar en la iglesia; él me respondió del mismo modo, y se retiró unos pasos; aunque no sin mostrarme un manojo de llaves que se sacó de debajo del hábito. Esto me levantó el ánimo, y esperé otra media hora en un estado de tortura mental que, de habérsela infligido a mi mayor enemigo sobre la tierra, creo que yo mismo habría gritado:
«Basta… basta; perdonadle». El reloj dio las dos. Me retorcí y di una patada, sin atreverme a hacer mucho ruido, en el suelo del pasadizo. No me sentía tranquilo, ni mucho menos, ante la visible impaciencia de mi compañero, que, de cuando en cuando, asomaba de su escondite —una columna del claustro—, me dirigía una mirada de salvaje e inquieta interrogación (a la que yo contestaba con otra de desaliento), y se retiraba profiriendo maldiciones entre dientes, cuyo horrible rechinar podía oír yo claramente durante los intervalos en que contenía el aliento. Finalmente, me decidí a dar un paso desesperado. Entré en la iglesia y, dirigiéndome directamente al altar, me postré en los peldaños. El anciano me observó. Creyó que había ido con el mismo propósito que él, si no con los mismos sentimientos; y se me acercó para comunicarme su intención de unirse a mis rogativas y a pedirme que me interesase en las suyas, ya que el dolor le había pasado de la mandíbula de abajo a la de arriba. Hay algo imposible de describir en esta conjunción de los intereses más bajos y los más elevados de la vida. Yo era un prisionero que anhelaba la libertad, y me jugaba la vida en el paso que me veía obligado a dar. Mi único interés temporal y quizá eterno, dependía de un momento; y junto a mí había arrodillado un ser cuyo destino estaba ya decidido, que no podía ser otra cosa que monje durante los pocos años que le quedaban de inútil existencia, y que suplicaba la breve remisión de un dolor temporal que yo habría querido soportar durante toda mi vida a cambio de una hora de libertad. Al acercarse a mí, y suplicarme que le permitiera unirse a mis oraciones, di un paso atrás. Me parecía que había una diferencia en el objeto de nuestras peticiones a Dios, cuyo motivo no osaba indagar en mi corazón. De momento, no sabía cuál de los dos iba mejor encaminado: si él, cuya oración no deshonraba el lugar, o yo, que luchaba contra una condición de vida desorganizada y antinatural, cuyos votos estaba a punto de violar. Me arrodillé con él, no obstante, y recé por que se le pasara el dolor con una sinceridad fuera de duda, ya que el éxito de mis plegarias podía ser un modo de facilitar que se marchara. Entretanto, temblaba ante mi propia hipocresía. Estaba profanando el altar de Dios; estaba burlándome de los sufrimientos del ser por el cual suplicaba; me sentía el peor de los hipócritas, un hipócrita de rodillas, y ante el altar. Pero ¿acaso no me obligaban a ello? Si yo era hipócrita, ¿de quién era la culpa? Si profanaba el altar, ¿quién me había arrastrado hasta él para ofenderlo con votos que mi alma desmintió y rechazó más deprisa de lo que mis labios tardaron en pronunciarlos? Pero no había tiempo para exámenes de conciencia. Seguí de rodillas, recé y temblé hasta que el pobre doliente, cansado de la ineficacia de sus plegarias, y de la falta de respuesta a ellas, se levantó y emprendió la retirada. Durante unos minutos, tirité, presa de horrible ansiedad, ante la posibilidad de que se presentara otro intruso; pero los pasos rápidos y decididos que sonaron en la nave me devolvieron en seguida la confianza: era mi compañero. Se detuvo junto a mí. Soltó unas cuantas maldiciones, que sonaron horriblemente a mis oídos, más por el hábito que llevaba y por la influencia del lugar que por el significado que tenían, y echamos a correr hacia la puerta. Llevaba un puñado de llaves en la mano, y seguí instintivamente a esta promesa de liberación.
La puerta era muy baja: bajamos cuatro escalones hasta ella. Metió la llave, cubriéndola con la manga para amortiguar el ruido. A cada esfuerzo, retrocedía, hacía rechinar sus dientes, pateaba… y luego aplicaba las dos manos. La cerradura no quería ceder. Yo juntaba las manos angustiado, me las retorcía con fuerza por encima de la cabeza.
—Trae una luz —dijo él en voz baja—, coge una lámpara de una de esas estatuas.
Me sobrecogió la ligereza con que habló de las sagradas imágenes: y el acto que me ordenaba no me pareció sino un sacrilegio. Sin embargo, fui y cogí la lámpara, y la sostuve con mano temblorosa, mientras el intentaba otra vez hacer girar la llave. Durante este segundo intento, nos comunicamos en susurros esos temores que cortan el aliento hasta para murmurar.
—¿No ha sido eso un ruido?
—No; ha sido el eco de esta ruidosa y obstinada cerradura. ¿Viene alguien?
—No. Nadie.
—Asómate al pasadizo.
—No te podré sostener la luz.
—No importa… con tal que no nos descubran.
—Con tal que escapemos —repliqué con una energía que le hizo estremecer, mientras dejaba la lámpara en el suelo y unía mi fuerza a la suya para hacer girar la llave. Chirrió, resistió: la cerradura parecía invencible. Lo intentamos otra vez, con los dientes apretados, la respiración contenida y los dedos despellejados casi hasta los huesos. En vano. Luego, otra vez… En vano. No sé si fue que la natural ferocidad de su carácter sentía la contrariedad más que el mío, o que, como muchos hombres de indudable valor, se impacientaba ante un ligero dolor físico en una lucha en la que era capaz de poner en juego la vida y perderla sin una queja, o a qué se debió, pero se sentó en los peldaños que bajaban a la puerta, se secó las gruesas gotas de cansancio y terror de su frente con la manga de su hábito, y me lanzó una mirada que era a la vez promesa de sinceridad y de desesperación. El reloj dio las tres. El sonido vibró en mis oídos como la trompeta del día del juicio… la trompeta que ha de sonar. Juntó las manos con fiera y convulsa agonía, como los últimos forcejeos de un malhechor impenitente: esa agonía sin remordimiento, ese sufrimiento sin compensación ni consuelo que el crimen viste, por así decir, con el ropaje deslumbrante de la magnanimidad, y nos hace admirar al espíritu caído, al que no nos atrevemos a compadecer.
—Estamos perdidos —exclamó—; tú estás perdido. A las tres le toca venir a velar a otro monje —y añadió en un tono bajo de infinito horror—: Oigo sus pasos en el corredor.
En el momento en que pronunciaba estas palabras, la llave, en la que casi había dejado yo de forcejear, giró en la cerradura. Se abrió la puerta, y el pasadizo quedó libre ante nosotros. Mi compañero se reanimó al verlo, y nos metimos al instante en el pasadizo. Nuestra primera precaución fue quitar la llave y cerrar la puerta por dentro; entretanto, tuvimos la satisfacción de comprobar que no había nadie más en la iglesia, ni se acercaba nadie tampoco. Nuestros temores nos habían engañado; nos retiramos de la puerta, nos miramos con una especie de renovada y jadeante confianza, e iniciamos nuestra marcha por la cripta en silencio y a salvo. ¡A salvo! ¡Dios mío! Aún tiemblo al pensar en esa expedición subterránea entre las criptas de un convento, con un parricida por compañero. ¿Pero hay algo con lo que el peligro no sea capaz de familiarizarnos? Si me hubieran contado este mismo episodio de otro, le habría tenido por la persona más temeraria y desesperada de la tierra; sin embargo, ése era yo. Me había quedado con la lámpara (cuya luz parecía acusarme de sacrilegio con cada destello que arrojaba ante el camino por el que avanzábamos), y seguía a mi compañero en silencio. Las novelas, señor, han familiarizado a vuestro país con relatos sobre pasadizos subterráneos y horrores naturales. Todos ellos, descritos por la pluma más elocuente, se quedarían pequeños ante el paralizador espanto que experimenta un ser empeñado en una empresa que está más allá de su capacidad, experiencia y cálculo, y se ve obligado a confiar su vida y su liberación a unas manos manchadas con la sangre de un padre. En vano intenté tomar una resolución, y decirme a mí mismo: «Esto es cuestión de poco tiempo», y luchar para convencerme de que era necesario tener esta clase de sociedades en empresas desesperadas. Todo fue inútil. Temblaba al pensar en mi situación, en mí mismo; y ése es un terror que jamás podemos superar. Chocaba con las lápidas y me estremecía a cada paso. Una niebla azulenca se formó ante mis ojos, y cubrió los bordes de la lámpara con una empañada y brumosa luz. Mi imaginación comenzó a trabajar; y al oír las maldiciones con que mi compañero reprochaba mi involuntario retraso, casi empecé a temer que seguía los pasos de un demonio que me había seducido con fines que mi imaginación no era capaz de representarse. Me venían a la memoria historias de superstición, de la misma manera que acuden imágenes de horror a quienes se hallan en la oscuridad. Había oído decir que seres infernales seducían a los monjes con esperanzas de liberación atrayéndolos hacia las criptas del convento, y allí les proponían condiciones casi tan horribles de describir como de soportar. Pensé que iban a obligarme a presenciar las algazaras monstruosas de un festín diabólico, que iba a presenciar cómo distribuían carne podrida y cómo bebían sangre corrompida de los muertos, y que oiría aullar los anatemas de los demonios a manera de insultos, en este límite espantoso donde se entremezclan la vida y la eternidad, que oiría las aleluyas del coro, repetidas incluso por las criptas, donde los demonios celebraban la misa negra de su aquelarre infernal. Pensé todo lo que los interminables pasadizos, la lívida luz y el diabólico compañero podían sugerir.
Nuestros vagabundeos por el pasadizo parecían no tener fin. Mi compañero torció a la derecha, a la izquierda, avanzó, retrocedió y se detuvo (esto último fue espantoso). Luego reanudó la marcha otra vez, se adentró en otra dirección, donde el pasadizo era tan bajo que me vi obligado a andar a gatas para seguirle, e incluso en esta postura me golpeaba la cabeza contra el techo desigual. Cuando ya llevábamos avanzando así un buen rato (eso al menos me parecía a mí, ya que los minutos se vuelven horas en las tinieblas del terror —el terror carece de diurnidad—), el pasadizo se volvió tan estrecho y tan bajo que me fue imposible continuar, y me pregunté cómo podía seguir adelante mi compañero. Le llamé, pero no recibí respuesta; en la oscuridad del pasadizo, o más bien agujero, era imposible ver más allá de diez pulgadas. Yo llevaba la lámpara todavía, y la sostenía con mano precavida y temblorosa; pero la llama empezaba a menguar en aquella atmósfera angosta y condensada. Una ola de terror me subió hasta la garganta. Rodeado de humedades y goterones, mi cuerpo empezaba a ser presa de la fiebre. Llamé otra vez, pero no me contestó ninguna voz. En las situaciones de peligro, la imaginación es desgraciadamente fértil, y no pude evitar recordar y aplicar a mi caso una historia que había leído sobre unos viajeros que intentaron explorar las criptas de las pirámides egipcias. Uno de ellos, avanzando a gatas como yo, quedó encajado en el pasadizo y, ya fuera por terror o por las consecuencias naturales de su situación, se hinchó de tal modo que le era imposible retroceder, avanzar, ni permitir el paso a sus compañeros. El grupo volvía de regreso; y al ver que el pasadizo estaba obstruido por este obstáculo inamovible, con las luces a punto de apagarse y el guía aterrado hasta el punto de no poder dirigir ni dar consejo alguno, decidieron con el egoísmo a que reduce la conciencia de un peligro vital, cortarle las piernas al desventurado que taponaba el pasadizo. Oyó éste la proposición, y contrayéndose al máximo con angustia, merced a un fuerte espasmo muscular, se redujo a sus dimensiones usuales, le sacaron a rastras, y dejó sitio libre para que pasaran los demás. No obstante, le asfixió el esfuerzo, y dejaron un cadáver tras ellos. Este incidente, aunque requiere bastantes palabras contarlo, me cruzó por el espíritu como un relámpago; ¿por el espíritu? No, no; fue por mi cuerpo. Fue un sentimiento físico, una intensa angustia corporal: sólo Dios puede saber, y el hombre sentir, cómo esa agonía puede absorber y aniquilar en nosotros cualquier otro sentimiento… cómo podemos, en un momento así, alimentamos de un pariente, o abrimos un acceso con los dientes hacia la libertad y la vida, como se sabe que hacen los náufragos, royendo su propia carne para sustentar esa existencia que el antinatural mordisco va haciendo menguar a cada agónico pedazo.
Intenté retroceder a rastras, y lo conseguí. Creo que la historia que recordé hizo efecto en mí; notaba una contracción de músculos que concordaba con lo que había leído. Me sentí casi liberado por dicha sensación, y un momento después lo estaba realmente: había salido del pasadizo sin saber cómo. Debí de hacer uno de esos esfuerzos extraordinarios, cuya energía no sólo aumenta nuestro inconsciente, sino que depende de él. Sin embargo, me había desembarazado de esa estrechez y me detuve, agotado y sin aliento, con la agonizante lámpara en la mano, mirando a mi alrededor y sin ver otra cosa que los negros y goteantes muros y los bajos arcos de la bóveda que parecían bajar sobre mí como el ceño de una hostilidad eterna, un ceño que prohíbe toda esperanza o huida. La lámpara se apagaba deprisa en mi mano; la miré fijamente. Sabía que mi vida y, lo que me era aún más querido que la vida, mi liberación, dependía de este último reconocimiento; sin embargo, seguí observando la llama con mirada idiota, estupefacta. La lámpara vaciló débilmente; su agónico resplandor me hizo volver en mí. Me levanté y miré a mi alrededor. Una fugaz llamarada me reveló un bulto a mi lado. Me estremecí, y debí de gritar, aunque no me di cuenta, porque me dijo una voz:
—Chisst, calla; te he dejado un momento para reconocer otros pasadizos. He descubierto el que conduce a la trampa… guarda silencio; todo va bien.
Avancé temblando; mi compañero parecía temblar también. Susurró:
—¿Se está apagando la lámpara?
—Ya lo ves.
—Trata de hacerla durar unos momentos más.
—Lo intentaré; pero si se apaga, ¿qué?
—Pereceremos —añadió, con una maldición que creí que venía de la bóveda de encima de nosotros.
Es cierto, señor, que los sentimientos desesperados son los más acordes con las situaciones desesperadas, y las blasfemias de este desdichado me dieron una especie de horrible confianza en su valor. Emprendió la marcha soltando maldiciones delante de mí; yo le seguí, al tiempo que vigilaba los últimos parpadeos de la lámpara con una angustia que aumentaba mi temor a exasperar otra vez a mi horrible guía. Ya he referido antes cómo nuestros sentimientos, aun en las exigencias más espantosas, se adhieren a los detalles pequeños y despreciables. Pese a todos mis cuidados disminuyó la llama, parpadeó, produjo un súbito y pálido destello, como sonriéndome de desesperación, y se apagó. Nunca olvidaré la mirada que me dirigió mi guía al extinguirse la luz. La había vigilado como los últimos latidos de un corazón moribundo, como los estremecimientos de un espíritu a punto de partir hacia la eternidad. La vi apagarse, y me consideré ya entre aquellos a quienes «la negrura de las tinieblas les está reservada para siempre».
Fue en ese momento cuando nos llegó un rumor débil al oído: era el cántico de maitines, ejecutado a la luz de las velas en esta época del año, que había empezado en la capilla situada ahora muy por encima de nosotros. Esta voz del cielo nos emocionó: parecíamos exploradores de las tinieblas, en las mismas fronteras del infierno. Este soberbio alarde del triunfo celestial, que en medio de los acordes de la esperanza nos hablaba de desesperación, que anunciaba a Dios a quienes se tapaban los oídos al sonido de su nombre, produjo un efecto indeciblemente espantoso. Caí al suelo, no sé si porque tropecé en la oscuridad, o vencido por la emoción. Me levantó un rudo brazo, y la voz aún más ruda de mi compañero. Entre una sarta de maldiciones que me helaron la sangre, me dijo que no había tiempo para desfallecimientos ni temores. Le pregunté, temblando, que qué podía hacer yo. Me contestó:
—Sígueme, y te abrirás paso en la oscuridad.
¡Terribles palabras! Quienes sólo nos dicen toda nuestra desventura parecen siempre malvados; nos halaga más el que nos dice que no es tan grande como la realidad nos demuestra que es. La verdad nos llega siempre por una boca distinta de la nuestra.
En la oscuridad, en una oscuridad total, y a gatas, pues ya no podía andar de pie, seguí tras él. Este movimiento me afectó pronto a la cabeza; primero me produjo vértigo, y luego atontamiento. El otro gruñó una maldición, y yo, instintivamente, aligeré mis movimientos, como el perro que oye la voz regañona del amo. Mi hábito estaba hecho un guiñapo debido a mis forcejeos, y tenía las rodillas y las manos desolladas. Me había dado varios golpes en la cabeza, con las melladas y toscas piedras que formaban las irregulares paredes y los techos de este pasadizo eterno. Y sobre todo, el aire estancado, unido a la intensidad de mi emoción, me había provocado una sed cuya angustia era comparable a la de un carbón ardiendo en la garganta, que yo parecía chupar buscando humedad, aunque sólo me dejaba gotas de fuego en la lengua. Tal era mi estado cuando grité a mi compañero que no podía seguir adelante.
—Quédate y púdrete entonces —fue su respuesta; y quizá las más confortantes palabras de aliento no habrían producido en mí un efecto tan vivo.
Esa confianza de la desesperación, ese desafío del peligro, que amenazaba al poder en su misma ciudadela, me infundió temporalmente valor; pero ¿qué es el valor en medio de la oscuridad y de la duda? Por los pasos vacilantes, la respiración sofocada, las maldiciones masculladas en voz baja, deduje lo que ocurría. Estaba en lo cierto. Era el fin… A continuación sobrevino la detención sin esperanza, anunciada con el último sollozo feroz, el desesperado castañetear de dientes, el retorcer o más bien golpear de manos crispadas, en la terrible enajenación de la agonía total. Yo estaba de rodillas detrás de él, en ese momento, y repetí cada grito y gesto suyo con una violencia que sobresaltó a mi guía. Me impuso silencio profiriendo maldiciones. Luego intentó rezar; pero sus plegarias sonaban a maldiciones, y sus maldiciones parecían tanto plegarias al malo que, sobrecogido de horror, le supliqué que se callase. Guardó silencio, y durante casi media hora ninguno de los dos pronunciamos una sola palabra. Nos tumbamos el uno junto al otro como aquellos dos perros jadeantes que, según he leído, murieron junto al animal que perseguían, exhalando sus últimos alientos sobre su piel, sin poder llegar a morderle.
Así nos parecía a nosotros la liberación: cercana, y no obstante, inalcanzable. Así yacíamos en el suelo: sin atrevemos a hablar; porque ¿de qué podíamos hablar sino de la desesperación, y cual de nosotros se atrevía a agravar la desesperación del otro? Esa clase de miedo que sabemos que sienten otros, y que tememos agravar si hablamos aun con quienes ya lo saben, es quizá la más horrible sensación jamás experimentada. La misma sed de mi cuerpo parecía desvanecerse ante la ardiente sed de comunicarse del alma, cuando toda la comunicación era inexpresable, imposible, desesperanzada. Quizá se sientan así los espíritus condenados al llegarles su sentencia final, cuando saben todo lo que tienen que sufrir, y no se atreven a revelarse uno a otro la horrible verdad, que ya no es un secreto, aunque el profundo silencio de su desesperación así lo hace parecer. El secreto del silencio es el único secreto. Las palabras son una blasfemia contra ese Dios taciturno e invisible cuya presencia nos envuelve en nuestra última extremidad. Estos momentos, que me parecieron interminables, no tardaron en cesar. Mi compañero se levantó de un salto y profirió un grito de alegría. Pensé que había perdido el juicio, pero no. Exclamó:
—¡Luz, luz… la luz del cielo; estamos cerca de la trampa, veo luz a través de ella! En medio de todos los horrores de nuestra situación, él había marchado constantemente con la mirada hacia arriba; porque sabía que, si nos acercábamos a la trampa, el más mínimo indicio de luz resultaría visible en la intensa oscuridad que nos envolvía y había estado en lo cierto. Me levanté de un salto… y la vi también. Con los puños cerrados, los labios apretados, los ojos dilatados y sedientos, miramos hacia arriba. Una delgada raya de luz grisácea aparecía sobre nuestras cabezas. Y se ensanchó, y se hizo más brillante: era la luz del cielo; y nos llegó también el soplo de sus brisas a través de las grietas de la trampa que daba acceso al jardín.