Capítulo VII

Pandere res alta terra et caligine mersas.

VIRGILlO

I’ll shew your Grace the strangest sight,

Body òme, what is it, Butts?

SHAKESPEARE(Enrique VIII).

—No me es posible describir el estado de desolación mental en que me sumió la noticia de que había sido desestimada mi causa, ya que no conservo una idea muy clara. Todos los colores desaparecen de noche, y la desesperación carece de diario: la monotonía es su esencia y su maldición. Así, pasé horas enteras en el jardín sin percibir otra cosa que el ruido de mis propios pasos: el pensamiento, los sentidos, la pasión y todo cuanto ocupa esas actividades, la vida y el porvenir, se habían borrado y extinguido. Yo era ya como un habitante del país en el que «todo está prohibido». Flotaba por regiones crepusculares de la mente donde la «luz es como la tiniebla». Se estaban concentrando nubes que anunciaban la proximidad de la oscuridad más completa… Sin embargo, vino a disiparlas una luz repentina y extraordinaria.

El jardín era mi constante refugio. Una especie de instinto, ya que yo no tenía la suficiente energía para elegir, me guiaba a él para evitar la presencia de los monjes. Una tarde noté un cambio. La fuente estaba estropeada. El manantial que la alimentaba se hallaba fuera de los muros del convento, y los obreros, para efectuar sus reparaciones, consideraron necesario excavar un paso por debajo de la tapia del jardín que comunicara con un descampado de la ciudad. Este acceso, no obstante, estaba estrechamente vigilado durante el día, mientras trabajaban los obreros, y se cerraba firmemente por la noche, en cuanto se iban los obreros, mediante una puerta colocada para este fin, con cadena, tranca y candado. Sin embargo, estaba abierta durante el día; y una tentadora idea de huida y de libertad, en medio de la tremenda certeza de este encarcelamiento de por vida, proporcionaba una especie excitante de comezón a los ya embotados dolores. Me introduje en dicho acceso y me acerqué lo que pude a la puerta que me separaba de la vida. Me senté en una piedra que habían quitado, apoyé la cabeza en mi mano y fijé los ojos tristemente en el árbol y el pozo, escenario del falso milagro. No sé cuánto tiempo permanecí así. Me sacó de mi abstracción un roce ligero que sonó cerca de donde yo estaba, y vi un papel que alguien trataba de introducir por debajo de la puerta, donde cierta irregularidad del suelo dejaba una ranura. Me agaché y traté de cogerlo. Lo retiraron; pero un instante después, una voz cuyo agitado tono no permitió que la identificara, susurró:

—Alonso…

—Sí, sí —contesté anhelante.

Entonces fue introducido el papel, pasó a mis manos y oí el ruido de unos pasos que se alejaban rápidamente. Leí las pocas palabras que contenía sin perder un instante:

«Estate aquí mañana al anochecer, a la misma hora. He sufrido mucho por ti… destruye este papel». Era letra de mi hermano Juan, aquella letra que yo recordaba tan bien por nuestra memorable correspondencia, aquella letra cuyos rasgos jamás había contemplado sin sentir que los correspondientes caracteres de esperanza y confianza se transmitían a mi alma como los trazos invisibles que surgen al ser expuestos al calor, que parece darles vida. Me sorprende que esa tarde, y la siguiente, no me traicionara mi agitación ante la comunidad. Pero quizá es que sólo se exterioriza la agitación que surge de causas triviales; yo estaba abismado en la mía. Lo cierto es que mi cerebro estuvo todo el día oscilando como un reloj que marca cada minuto con latidos alternos: «Hay esperanza, no la hay». El día, el eterno día, concluyó al fin. Llegó el crepúsculo; ¡cómo vigilé yo las sombras crecientes! En vísperas, ¡con qué placer seguí el cambio gradual de los matices oro y púrpura a través del gran ventanal de poniente, y calculé su declinar, el cual, aunque lento, debía llegar al fin!… y llegó. Jamás hubo noche más propicia. Todo estaba tranquilo y a oscuras: en el jardín, desierto, no se veía a nadie ni se oía rumor de pasos en los senderos. Me dirigí apresuradamente al lugar convenido. De pronto, me pareció oír el ruido de alguien que me seguía. Me detuve: no eran sino los latidos de mi propio corazón, audibles en la profunda quietud de ese momento trascendental. Me apreté la mano contra el pecho, como haría una madre con un niño al que tratara de apaciguar; sin embargo, no dejó de latir con fuerza. Entré en el pasadizo. Me acerqué a la puerta, de la que parecían ser guardianas eternas la esperanza y la desesperación. Las palabras sonaban aún dentro de mí: «Estate aquí mañana al anochecer, a la misma hora». Me incliné, y vi aparecer, con ojos voraces, un trozo de papel por debajo de la puerta. Lo cogí y lo oculté en mi hábito. En mi éxtasis, temblé al pensar que no lograría llevarlo inadvertidamente a mi celda. Pero sí lo logré; y su contenido, cuando lo hube leído, justificó mi emoción. Con indecible desasosiego, descubrí que gran parte del escrito era ilegible, debido a que se había arrugado al pasar entre las piedras, y por la humedad de la tierra de debajo de la puerta, por lo que, de la primera página, apenas pude sacar en claro que mi hermano había estado retenido en el campo casi como un prisionero por consejo del director; que un día, mientras andaba de caza con sólo un asistente, le renació de súbito la esperanza de liberación, al ocurrírsele la idea de someter a este hombre atemorizándole. Apuntó con la escopeta cargada al pobre diablo aterrado, y le amenazó con matarle al instante si ofrecía la menor resistencia. El hombre se dejó atar a un árbol. En la página siguiente, aunque bastante borrosa, pude leer que había llegado a Madrid sin percance, y entonces fue cuando se enteró del fracaso de mi apelación. El efecto de la noticia en el impetuoso, ardiente y entrañable Juan podía inferirse fácilmente de las líneas separadas e irregulares con que intentaba en vano describirlo. La carta proseguía después: «Ahora estoy en Madrid, empeñado en cuerpo y alma en no cejar hasta que seas liberado. Si eres decidido, no será imposible: ni siquiera las puertas de los conventos son inaccesibles para una llave de plata. Mi primer objetivo, conseguir comunicarme contigo, parecía tan irrealizable como tu fuga; sin embargo, lo he logrado. Me enteré de que se estaban haciendo reparaciones en el jardín y me aposté en la puerta noche tras noche, susurrando tu nombre; pero hasta la sexta no has pasado por aquí».

En otra parte me explicaba sus planes más detalladamente: Ahora los objetivos fundamentales son dinero y reserva; esto último me resulta fácil por el disfraz que llevo, pero lo primero no sé cómo conseguirlo. Mi huida fue tan repentina que salí sin nada, y me he visto obligado a vender mi reloj y mis anillos al llegar a Madrid para comprar disfraces y comer. Podría pedir prestada la cantidad que quisiera dándome a conocer, pero eso sería fatal. La noticia de que estoy en Madrid llegaría en seguida a oídos de mi padre. El único recurso que me queda es acudir a un judío; y cuando haya conseguido dinero, no me cabe duda ninguna de que podré llevar a cabo tu liberación. Ya me han dicho que hay en el convento una persona que, mediante condiciones muy especiales, estaría probablemente dispuesta a […]

Aquí tenía la carta un gran espacio escrito en distintos momentos. Las siguientes líneas que pude descifrar expresaban toda la alegría de este ser, el más ardoroso, voluble y abnegado de todos los creados. […]

No te inquietes lo más mínimo por mí; es imposible que me descubran. En el colegio destaqué siempre por mi talento dramático, y una capacidad de caracterización casi increíbles, cosas que ahora me son útiles. A veces me contoneo como un majo[20] de enormes patillas. Otras, adopto acento vizcaíno y, como el marido de doña Rodríguez, «soy tan caballero como el rey, porque vengo de las montañas». Aunque mis disfraces favoritos son los de mendigo y de adivino: el primero me facilita el acceso a los conventos, y el segundo me proporciona dinero e información. De este modo, me pagan, aunque soy yo quien parece el comprador. Cuando termino los vagabundeas y las estratagemas del día, te reirías si vieses el desván y el jergón donde descansa el heredero de los Moncada. Esta mascarada me divierte más que a los espectadores. La consciencia de nuestra propia superioridad es más deliciosa, normalmente, cuando permanece encerrada en nuestro pecho, que cuando nos la expresan otros. Además, siento como si el lecho mugriento, la silla desvencijada, las vigas cubiertas de telarañas, el aceite rancio de la lámpara y todas las demás comodidades de mi morada, fuesen una especie de expiación por el daño que te he causado, Alonso. Mi ánimo me abandona a veces ante privaciones tan nuevas para mí, pero una especie de energía audaz e indomable, propia de mi carácter, me sostiene. Me estremece mi situación cuando me retiro por la noche y pongo la lámpara por primera vez con mis propias manos, en el miserable hogar; pero me río cuando, por la mañana, me atavío con los fantásticos harapos, me doy tinte pálido en el rostro, y modulo mi acento, de suerte que la gente de la casa (donde he alquilado una buhardilla), al cruzarse conmigo en la escalera, no sabe a quién vio la noche anterior. Cambio de residencia y de indumentaria todos los días. No te preocupes por mí, ven todas las noches a la puerta del pasadizo, pues cada noche te daré nuevas noticias. Mi actividad es incansable, mi corazón y mi espíritu arden por defender la causa y una vez más me comprometo en cuerpo y alma a no abandonar este lugar hasta que estés libre. Confía en mi, Alonso.

Os ahorraré, señor, el detalle de los sentimientos… ¡Los sentimientos! ¡Oh, Dios mío, perdóname que besara aquellas líneas con una unción que podía haber consagrado a la mano que las trazó, y que sólo debe rendirse a la imagen del gran Sacrificio! Pensar que era una persona joven, generosa, ferviente, con un corazón a la vez fiero y cálido, que sacrificaba su posición, su juventud, y el placer de que podía gozar, y se sometía a los disfraces más plebeyos, y aceptaba las más lamentables privaciones, luchando con lo que debía de ser intolerable para un muchacho orgulloso y voluptuoso (yo sabía que lo era), ocultando su repugnancia bajo una alegría simulada y una magnanimidad real… ¡Y todo eso por mí! ¡Oh, qué sentimientos me embargaban! […]

A la tarde siguiente acudí a la puerta; no apareció ningún papel, a pesar de que estuve esperando hasta que la luz se hizo tan confusa que habría sido imposible verlo aunque hubiera estado allí. El día siguiente fue más afortunado para mí: sí recibí mensaje. La misma voz disimulada susurró: «Alonso», en un tono que era la música más dulce que jamás oyeron mis oídos. Esta vez el billete sólo contenía unas líneas (por lo que no tuve dificultad en tragármelo tan pronto como acabé de leerlo). Decía: «Al fin he encontrado un judío que me adelantará una gran suma. Finge no conocerme, aunque estoy convencido de que sí me conoce. Pero su interés usurario y sus prácticas ilegales son para mí una garantía. Dentro de unos días contaré, pues, con los medios para liberarte; y he sido bastante afortunado como para descubrir cómo pueden utilizarse esos medios. Hay un desdichado…».

Aquí terminaba el billete y durante las cuatro tardes siguientes las reparaciones despertaron tanta curiosidad en el convento (donde siempre es muy fácil despertar curiosidad), que no me atreví a permanecer en el pasadizo por temor a levantar sospechas. Durante ese tiempo sufrí no sólo la angustia de que mi esperanza se frustrase, sino el temor de que esta comunicación fortuita quedara suprimida definitivamente, ya que sabía que a los obreros les quedaban sólo unos días para terminar su trabajo. Se lo comuniqué a mi hermano en la primera ocasión que tuve. Luego me reproché haberle apremiado. Pensé en sus dificultades para ocultarse, en sus tratos con los judíos, en sus sobornos a los criados del convento. Pensé en lo que había emprendido, y en lo que había arrostrado. Luego temí que todo fuera inútil. No quisiera volver a vivir esos cuatro días, ni aun a cambio de ser el soberano de la tierra. Os daré una ligera idea de lo que sentí cuando oí decir a los obreros que iban a terminar muy pronto: me levantaba una hora antes de maitines, quitaba las piedras, pisoteaba el mortero y lo mezclaba con arcilla para dejarlo totalmente inservible; y de este modo, deshacía el tejido de Penélope, con tal éxito que los obreros creyeron que era el diablo quien entorpecía la tarea, hasta que optaron por no acudir al trabajo si no era provistos de un recipiente de agua bendita que asperjaban con mucha beatería y profusión. Al quinto día recogí unas líneas de debajo de la puerta. Todo está arreglado: me he puesto de acuerdo con el judío, con condiciones judías. Aparenta ignorar mi verdadero rango y cierta (futura) riqueza, pero lo sabe todo, y no se atreverá, por su propio bien, a traicionamos. La Inquisición, a la que puedo delatarle en cualquier momento, es mi mejor garantía… debo añadir, la única. Hay un miserable en tu convento que se acogió a sagrado por parricida, y optó por hacerse monje a fin de escapar a la venganza del cielo, en esta vida al menos. He oído decir que este monstruo degolló a su propio padre, cuando estaba cenando, para robarle una pequeña cantidad de dinero con que saldar una deuda de juego. Parece que su compañero, que perdió también, le había hecho promesa a una imagen de la Virgen que había cerca de la desdichada casa donde jugaban, de ponerle dos cirios en caso de ganar. Perdió; y con la furia propia del jugador, al pasar por delante de la imagen la golpeó y la escupió. Fue una acción horrible; pero ¿qué representa al lado del crimen del que ahora es compañero tuyo de convento? El uno mutiló una imagen, el otro asesinó a su padre; sin embargo, el primero murió bajo las torturas más horribles, y el otro, tras vanos esfuerzos por eludir la justicia, se acogió a sagrado, y ahora es hermano lego de tu convento. En los crímenes de ese miserable cifro todas mis esperanzas. Su alma debe de estar saturada de avaricia, sensualidad y desesperación. No hay nada ante lo que vacile si le sobornan; por dinero es capaz de facilitarte la liberación, y por dinero es capaz de estrangularte en tu propia celda. Le envidia a Judas las treinta monedas de plata por las que vendió al Redentor del mundo. Podría comprarse a mitad de precio su alma. Tal es el instrumento con el que debemos trabajar: repugnante, pero necesario. He leído que de los reptiles y las plantas más venenosos se han extraído las medicinas más curativas. Exprimiré el jugo y arrojaré el yerbajo.

«Alonso, no tiembles ante estas palabras. No permitas que tus hábitos prevalezcan sobre tu carácter. Confíame tu liberación, pese a los instrumentos que me veo obligado a manejar; y no dudes que la mano que escribe estas líneas estrechará muy pronto la de su hermano en completa libertad».

Cuando me hube calmado del nerviosismo de vigilar, subir secretamente y leer estas líneas por primera vez, las releí una y otra vez en la soledad de mi celda, y entonces empezaron a acumularse sobre mí las dudas y los temores como si fuesen nubes tenebrosas. A medida que aumentaba la confianza de Juan, parecía disminuir la mía. Había un terrible contraste entre la intrepidez, independencia y decisión de su situación, y la soledad, la timidez y el peligro de la mía. Aunque la esperanza de escapar gracias a su valentía y destreza brillaba aún como una luz inextinguible en lo más profundo de mi corazón, sin embargo, me asustaba confiar mi destino a un joven tan impulsivo, aunque afectuoso, que había huido de casa de sus padres, vivía en el disimulo y la impostura en Madrid, y acababa de contratar como ayudante a un miserable a quien la naturaleza debía execrar. ¿En quién y en qué cifraba yo mis esperanzas de liberación? En las afectuosas energías de un ser violento, atrevido y solitario, y en la cooperación de un demonio, que podía abalanzarse sobre el dinero del soborno y luego agitarlo triunfalmente en sus oídos, como el sello de nuestra mutua y eterna desesperación, mientras arrojaba la llave de la libertad a un abismo donde ninguna luz pudiera penetrar, y del que no lograra rescatarla poder alguno.

Con estas impresiones deliberaba, rezaba y lloraba ahogado por la duda. Finalmente escribí unas líneas a Juan, en las que exponía modestamente mis aprensiones y recelos. Primero le hablé de mis reservas sobre la posibilidad de escapar. Le decía: ¿Acaso imaginas que un ser a quien todo Madrid, toda España, anda buscando, sea capaz de eludir su detención? Piensa, querido Juan, que me enfrento a una comunidad, a un clero, a una nación. La huida de un monje es casi imposible; su ocultación, imposible del todo. Cada campana de cada convento de España tocaría por sí misma en persecución del fugitivo. Los poderes militares, civiles y eclesiásticos estarían alerta. Acosado, jadeante, desesperado, andaría huyendo de pueblo en pueblo sin encontrar protección. Piensa que hay que hacer frente a los irritados poderes de la Iglesia, a la fiera y vigorosa garra de la ley, a la execración y el odio de la sociedad, a las sospechas de las clases inferiores entre las que me debo mover, a las que debo evitar, y cuya perspicacia tengo también que maldecir… mientras la llameante cruz de la Inquisición arde en la vanguardia, seguida de toda la jauría que, gritando y riendo, acosa a su presa. ¡Oh, Juan, si supieras los terrores en que vivo… y en que moriré, seguramente, antes de que nos volvamos a ver libres los dos! ¡Libres! ¡Dios mío! ¿Qué posibilidades de liberación tiene un monje en España? No hay cabaña donde pueda descansar una noche… no hay caverna cuyos ecos no resuenen al grito de mi apostasía. Si me ocultara en el seno de la tierra, me descubrirían y me arrancarían de sus entrañas. Mi querido Juan, cuando pienso en la omnipotencia del poder eclesiástico en España, me digo si no podría dirigírsele las palabras que reservamos a la Omnipotencia misma: «Si subo al cielo, allí estás tú; si bajo al infierno; allí estás también…; si tomo las alas de la mañana y vuelo hasta el punto más lejano de los mares, también allí…» y suponiendo que el convento se halla sumido en el más profundo embotamiento, y que el ojo siempre en vela de la Inquisición hace la vista gorda ante mi apostasía: ¿adónde iré a vivir?, ¿cómo voy a ganarme el sustento? La lujosa indolencia de mis primeros años me ha incapacitado para cualquier trabajo activo. El horrible conflicto de la apatía más profunda con la más mortal hostilidad, en la vida monástica, me inhabilita para vivir en sociedad. Derriba las puertas de cada uno de los conventos de España: ¿para qué les servirá a los que se alojan en ellos? Para nada que los embellezca o mejore. ¿Qué podría hacer yo por mí mismo?, ¿qué podría hacer para no traicionarme? Sería un Caín perseguido, jadeante, fugitivo… y marcado. ¡Ay!, quizá al expirar en las llamas, viese a Abel, no como mi víctima, sino como la de la Inquisición.

Al concluir estas líneas, con un impulso que todos pueden explicar menos el escritor, hice pedazos el papel, los quemé con ayuda de la lámpara de mi celda, y fui otra vez a vigilar la puerta del pasadizo: la puerta de la esperanza. Al pasar por la galería me crucé con un individuo de aspecto de lo más desagradable. Me hice a un lado, pues había adoptado el principio de evitar el más ligero contacto con la comunidad, fuera del que la disciplina de la casa me obligaba a observar. Al pasar, sin embargo, me rozó el hábito y me lanzó una mirada significativa. Inmediatamente comprendí que se trataba de la persona a la que Juan hacía referencia en su carta. Y unos instantes después, al bajar al jardín, encontré una nota que confirmaba mis conjeturas. Contenía estas palabras: «He conseguido dinero y me he puesto de acuerdo con nuestro agente. Es un demonio encarnado, pero su resolución e intrepidez son incuestionables. Date una vuelta por el claustro mañana por la tarde; alguien te rozará el hábito, cógele por la muñeca izquierda; ésa será la señal. Si le ves que vacila, susúrrale: Juan; él te contestará: Alonso. Ése será tu hombre, consulta con él. Cada paso que yo dé te lo comunicaré a través de él».

Después de leer estas líneas me sentí como la pieza de un mecanismo que realiza determinadas funciones para las que su cooperación es imprescindible. El precipitado vigor de los movimientos de Juan impulsaba a los míos sin que yo hiciese nada por mi parte; y como la falta de tiempo no me daba ocasión para reflexionar, tampoco la tenía para elegir. Me sentía como un reloj cuyas manecillas son empujadas adelante, y daba las horas que me obligaban a dar. Cuando ejercen una fuerza poderosa sobre nosotros, cuando se encarga otro de pensar, sentir y actuar por nosotros, nos alegramos de relegar en él la responsabilidad no sólo física, sino también moral. Decimos con cobarde egoísmo: «De acuerdo; tú decides por mí», sin paramos a pensar que en el tribunal de Dios no hay fiador que valga. Así que a la tarde siguiente bajé a pasear por el claustro. Ordené mi hábito, mi aspecto; cualquiera habría imaginado que me hallaba sumido en profunda meditación… y lo estaba, pero no sobre las cuestiones en que ellos creían que me ocupaba. Mientras paseaba, alguien me rozó el hábito. Me sobresalté y, para consternación mía, uno de los monjes me pidió perdón por haberme rozado con la manga de su túnica. Dos minutos después vino otro a tocarme. Noté la diferencia: había una fuerza secreta y comunicativa en su modo de cogerme. Era como el que no teme que le descubran, ni necesita excusarse. Así es como el crimen nos atrapa con mano decidida, mientras que el roce de la conciencia tiembla en la orla de nuestro vestido. Uno casi podría remedar las conocidas palabras del proverbio italiano, y decir que el delito es masculino y la inocencia femenina. Le agarré la muñeca con mano temblorosa, y susurré: «Juan», con el mismo aliento. Él contestó: «Alonso», y siguió andando un instante después. Entonces tuve unos momentos para reflexionar sobre mi destino, tan singularmente confiado a un ser cuyos afectos honraban a la humanidad, y a otro cuyos crímenes la infamaban. Me hallaba suspendido, como la tumba de Mahoma, entre el cielo y la tierra. Sentía una aversión indescriptible a comunicarme con un monstruo que había tratado de ocultar las manchas del parricidio arrojando sobre sus sangrientas e imborrables huellas la vestidura del monacato. Sentía también un terror indecible a las pasiones y el atropello de Juan; finalmente, sentía que me hallaba en poder de lo que más temía, y que debía someterme a la acción de ese poder para liberarme.

A la tarde siguiente anduve por el claustro. No puedo decir que deambulé con paso firme, pero estoy seguro de que era artificialmente regular. Por segunda vez tocó mi hábito la misma persona, y susurró el nombre de Juan. Después de esto, no me cupo la menor duda. Dije al pasar:

—Estoy en tus manos.

Una voz ronca desagradable contestó:

—No, soy yo quien está en las tuyas.

—Bien —murmuré—, comprendo: dependemos el uno del otro.

—Sí. No podemos hablar aquí, pero se nos brinda una ocasión providencial para nuestra comunicación. Mañana es víspera de Pentecostés; será vigilia para toda la comunidad; cada hora deberemos ir de dos en dos al altar, pasar la hora en oración, y luego ser relevados por otros dos; así durante toda la noche. Es tal la aversión que inspiras en el convento que todos se niegan a acompañarte durante tu hora, que es de dos a tres. Así que estarás solo; entonces bajaré yo contigo… Estaremos a solas y no despertaremos sospechas. Dichas estas palabras, se alejó. La noche siguiente fue víspera de Pentecostés; los monjes estuvieron yendo de dos en dos al altar durante toda la noche y a las dos en punto me tocó a mí. Llamaron a la puerta de mi celda, y bajé a la iglesia solo.