Τήλε μείργονοτ Ψνχαι, ειδοωλα χαμοντων.
HOMERO.
Cuando transcurridos varios días, el español trató de describir sus sentimientos al recibir la carta de su hermano, y la súbita resurrección de su corazón, y esperanza y existencia al concluir su lectura; tembló… profirió unos sonidos inarticulados, lloró, y a Melmoth —dada su poco continental sensibilidad— le pareció su agitación tan violenta que le rogó que prescindiese de la descripción de sus sentimientos, y prosiguiese su narración.
—Tenéis razón —dijo el español secándose las lágrimas—, la alegría es una convulsión, pero la aflicción es un hábito; y describir lo que no se puede comunicar es tan absurdo como hablarle de colores a un ciego. Pasaré, no a hablar de mis sentimientos, sino de los resultados que produjeron. Un nuevo mundo de esperanza se abrió para mí. Me parecía ver la libertad ante el cielo, cuando paseaba por el jardín. Me reía del chirrido discordante de las puertas al abrirse, y me decía a mí mismo: «Pronto os abriréis para mí, definitivamente». Me comporté con desusada consideración para con la comunidad. Pero, en medio de todo esto, no dejaba de observar las más escrupulosas precauciones que me había sugerido mi hermano. ¿Estoy confesando la fuerza o la debilidad de mi corazón? En medio de todo el disimulo sistemático que estaba dispuesto y deseoso de llevar a cabo, la única circunstancia que me apenaba era el verme obligado a destruir las cartas de aquel amado y generoso joven que lo arriesgaba todo por mi emancipación. Entretanto, proseguí mis preparativos con una industria inconcebible para vos, que no habéis estado jamás en un convento.
Había empezado la cuaresma, y toda la comunidad se preparaba para la confesión general. Guardábamos completo silencio, los monjes se postraban ante las capillas de los santos, ocupaban sus horas tomando nota de sus conciencias y convirtiendo las triviales negligencias en la disciplina conventual en pecados a los ojos de Dios, a fin de dar importancia a su penitencia ante el confesor. De hecho, les habría gustado acusarse de un crimen para escapar de la monotonía de una conciencia monástica. Había una especie de sorda agitación en la casa, lo que favorecía enormemente mis propósitos. Hora tras hora, andaba yo pidiendo papel para redactar mi confesión. Me lo daban; aunque mis frecuentes peticiones despenaban recelo. Pero estaban muy lejos de saber lo que yo escribía. Algunos decían (porque todo llama la atención en un convento): «Está escribiendo la historia de su familia, y se la va a soltar al confesor, junto con los secretos de su propia alma». Otros comentaban: «Ha vivido en estado de enajenación durante bastante tiempo; ahora va a dar cuenta a Dios de todo ello… nunca oiremos una palabra sobre el particular». Otros, más sensatos, decían: «Está hastiado de la vida monástica; está redactando un informe de su monotonía y su tedio, y como es natural ha de ser largo» y después de dar sus opiniones, bostezaban, lo cual venía a corroborar lo que decían. El Superior me observaba en silencio. Estaba alarmado, y con razón. Consultó con algunos hermanos discretos, a los que ya he aludido anteriormente, y el resultado fue que iniciaron una inquieta vigilancia, que yo mismo estimulaba sin cesar con mi absurda y constante demanda de papel. En esto, lo reconozco, cometí una gran equivocación. Era imposible que la conciencia más exagerada llegara a cargarse, aun en un convento, con el suficiente número de crímenes como para llenar las hojas que yo pedía. Las estaba llenando con sus crímenes, no con los míos. Otro gran error que cometí fue dejar que la confesión general me cogiera desprevenido. Me lo anunciaron mientras paseábamos por el jardín. Ya he dicho que había adoptado una actitud amistosa hacia ellos. Así que me dijeron:
—Te has preparado ampliamente para la gran confesión.
—Sí, así es.
—Entonces esperamos grandes beneficios espirituales de su resultado.
—Confío en que los tendréis —y no dije más; pero estas alusiones me inquietaron enormemente.
Otro me dijo:
—Hermano, en medio de los numerosos pecados que abruman tu conciencia, y para cuya redacción necesitas pliegos enteros de papel, ¿no sería un alivio para ti abrir tu espíritu al Superior, y pedirle a él previamente unos momentos de consuelo y dirección?
A lo que contesté:
—Te lo agradezco, y lo tomaré en consideración… —pero yo pensaba en otra cosa.
Unas noches antes de la confesión general, le entregué al portero el último pliego de mi memorial. Hasta ahora, nuestras entrevistas habían pasado inadvertidas. Había recibido misivas de mi hermano y había contestado a ellas, y nuestra correspondencia se había efectuado con un sigilo sin precedentes en un convento. Pero esta última noche, al poner las hojas en manos del portero, observé un cambio en su semblante que me aterró. Había sido un hombre fuerte, robusto; pero ahora, a la luz de la luna, pude comprobar que era una sombra de sí mismo: sus manos temblaron al cogerme el pliego… y le falló la voz al prometerme la habitual discreción. Su cambio, que todo el convento había notado, me había pasado inadvertido hasta esta noche; mi atención había estado demasiado ocupada en mi propia situación. De todos modos, me di cuenta entonces; y le dije:
—Pero ¿qué te pasa?
—¿Y me lo preguntas tú? Me han consumido los terrores del oficio al que me ha empujado el soborno. ¿Sabes cuál es el riesgo que corro? El de ser encarcelado de por vida, o más bien de por muerte… y quizá el de que me denuncien a la Inquisición. Cada línea que yo te entrego, o que paso de parte tuya, es un cargo contra mi propia alma… Tiemblo cada vez que me veo contigo. Yo sé que tienes las fuentes de la vida y la muerte, las temporales y las eternas, en tus manos. El secreto del que soy transmisor no debe ser confiado más que a uno, y tú eres otro. Cuando me siento en mi puesto, pienso que cada paso que suena en el claustro viene a mandarme a la presencia del Superior. Cuando asisto al coro, en medio de los cánticos de devoción, tu voz se eleva para acusarme. Cuando estoy acostado por la noche, el espíritu maligno se encuentra junto a mi lecho, me acusa de perjurio, y reclama su presa; y sus emisarios me asedian allá donde voy… me acosan las torturas del infierno. Los santos arrugan el ceño en sus altares cuando me detengo ante ellos, y veo el retrato del traidor Judas allí donde vuelvo los ojos. Si me duermo un momento, me despiertan mis propios gritos. Y exclamo: «No me acuséis; él todavía no ha violado los votos, yo sólo soy un agente… he sido sobornado… no encendáis esos fuegos por mí». Y me estremezco, y me incorporo empapado de un sudor frío. He perdido el sosiego, el apetito. Quiera Dios que te vayas del convento; y de no haber sido yo el instrumento de tu libertad, habríamos escapado los dos de la condenación eterna.
Traté de apaciguarle, de asegurarle su impunidad; pero nada pudo satisfacerle sino mi solemne y sincera promesa de que éste era el último pliego que le pedía que entregase. Se marchó tranquilizado ante esta seguridad; y yo sentí que los peligros de mi empresa se multiplicaban a mi alrededor a cada hora.
Este hombre era de fiar, aunque tímido de carácter; ¿y qué confianza podemos tener en un ser que alarga la mano derecha, mientras le tiembla la izquierda al utilizarla para transmitir tu secreto al enemigo? Murió pocas semanas después. Creo que su fidelidad a mí, en su agonía, se debió al delirio que se apoderó de él en sus últimos momentos. Pero, ¡cuánto sufrí durante esas horas!… Su muerte en tales circunstancias, y la poco cristiana alegría que experimenté por ello, no eran sino nuevas pruebas en contra del antinatural estado de vida que hacía casi necesarios tal suceso y tales sentimientos. La noche siguiente a nuestra última entrevista recibí en mi celda la sorprendente visita del Superior, acompañado de cuatro monjes. Presentí que el acontecimiento no auguraba nada bueno. Me eché a temblar de pies a cabeza, aunque los recibí con respeto. El Superior se sentó frente a mí, colocando el asiento de forma que me hallase yo de cara a la luz. No entendí qué podía significar esta medida, pero pienso ahora que deseaba captar hasta el más mínimo cambio de expresión de mi semblante, mientras el suyo permanecía oculto para mí. Los cuatro monjes se quedaron de pie detrás de su silla, con los brazos cruzados, los labios cerrados, los ojos entornados y las cabezas inclinadas: parecían designados obligadamente a presenciar la ejecución de un criminal. El Superior comenzó con voz suave:
—Hijo mío, estos últimos días has estado intensamente dedicado a redactar tu confesión… lo cual es muy loable. Pero ¿te has acusado de todos los crímenes de los que te culpa tu conciencia?
—Sí, padre.
—¿Seguro que de todos?
—Padre, me he acusado de todos aquellos de los que tengo conciencia. ¿Quién sino Dios puede penetrar en los abismos del corazón? Yo he hurgado en el mío cuanto he podido.
—¿Y has anotado todas las acusaciones que has descubierto en él?
—Sí.
—¿Y no has descubierto entre ellas el crimen de obtener medios de escribir tu confesión para utilizarlos con fines bien distintos? Estábamos llegando al asunto; consideré necesario recurrir a mi decisión… y dije, con perdonable equívoco:
—Ése es un crimen del que mi conciencia no me acusa.
—Hijo mío, no disimules ante tu conciencia ni ante mí. Yo debería estar en tu estimación, incluso por encima de ella; pues si ella te desvía y te engaña, es a mí a quien deberías acudir y dirigirte. Pero veo que es inútil tratar de conmover tu corazón. Apelo a él por última vez con estas sencillas palabras. Cuentas tan sólo con unos momentos de indulgencia: utilízalos o desperdícialos: haz lo que quieras Voy a hacerte unas cuantas preguntas muy sencillas, pero si te niegas a contestar, o no lo haces con sinceridad, caerá tu sangre sobre tu propia cabeza. Me estremecí, pero dije:
—Padre, ¿acaso me he negado a contestar a vuestras preguntas?
—Tus respuestas son siempre interrogaciones o evasivas. Tienen que ser directas y simples, a las preguntas que voy a hacerte en presencia de estos hermanos. De tus respuestas dependen más cosas de las que tú te crees. La voz de la advertencia me sale muy a pesar mío…
Aterrado ante estas palabras, y anonadado por el deseo de conjurarlas, me levanté de la silla; luego aspiré con dificultad, y me apoyé en ella.
—¡Dios mío! —dije—, ¿a qué vienen estos terribles preámbulos? ¿De qué soy culpable? ¿Por qué se me amonesta con tanta frecuencia con palabras que no son sino veladas amenazas? ¿Por qué no se me dice cuál es mi pecado?
Los cuatro monjes, que ni habían hablado ni habían levantado la cabeza hasta ese momento, dirigieron ahora sus lívidos ojos hacia mí, y repitieron a la vez, con una voz que parecía brotar del fondo de un sepulcro:
—Tu crimen es…
El Superior les hizo una seña para que callaran, y esta interrupción aumentó mi alarma. Es cierto que, cuando tenemos conciencia de ser culpables, sospechamos siempre que los demás van a dar a nuestras culpas mucha más importancia. Sus conciencias se vengan de la lenidad de la nuestra con las más horribles exageraciones. No sabía de qué crimen venían a acusarme; y ya sentía yo la acusación de mi correspondencia clandestina como un peso en la balanza de sus sentimientos. Había oído decir que los crímenes de los conventos eran a veces abominablemente atroces; y me sentí tan ansioso ahora por oír una acusación clara contra mí como unos momentos antes por evitarla. A estos vagos temores les sustituyeron inmediatamente otros más reales, al formularme sus preguntas el Superior:
—Has pedido gran cantidad de papel: ¿cómo lo has empleado? Me recobré y dije:
—Como debía.
—Cómo, ¿descargando tu conciencia?
—Sí, descargando mi conciencia.
—Eso es falso; el más grande pecador de la tierra no podría emborronar tantas páginas con las anotaciones de sus crímenes.
—Me han dicho muchas veces en el convento que yo era el más grande pecador de la tierra.
—Otra vez divagas, y conviertes tus ambiguedades en reproches… eso no; debes contestar con claridad: ¿con qué fin pediste tanto papel, y cómo lo has empleado?
—Ya os lo he dicho.
—¿Lo has utilizado, entonces, para tu confesión? Guardé silencio, pero asentí con la cabeza.
—Entonces puedes mostrarnos las pruebas de tu aplicación a los deberes. ¿Dónde está el manuscrito con tu confesión?
Me ruboricé y vacilé, al tiempo que les enseñaba media docena de páginas garabateadas a manera de confesión. Era ridículo. No suponían más que una décima parte del papel que había recibido.
—¿Ésta es tu confesión?
—Ésta es.
—¿Y te atreves a decir que has empleado todo el papel que se te ha entregado en esto? —guardé silencio—. ¡Desdichado! —exclamó el Superior perdiendo toda paciencia—, explica ahora mismo con qué fin has empleado el papel que se te ha facilitado. Confiesa al punto que lo has empleado con fines contrarios a los intereses de esta casa.
Estas palabras me indignaron. Otra vez vi la pezuña hendida bajo la vestidura monástica.
—¿Por qué voy a ser yo sospechoso —contesté—, si vos no sois culpable? ¿De qué puedo acusaros? ¿De qué podría quejarme, si no hay motivo? Vuestra propia conciencia debe responder a esta pregunta por mí.
A estas palabras, los monjes se dispusieron a intervenir nuevamente, cuando el Superior, acallándoles con una seña, siguió con preguntas precisas que paralizaban toda la energía de la pasión.
—¿No quieres decirme qué has hecho con el papel que se te ha entregado? —guardé silencio—. Te ordeno, por la sagrada obediencia que me debes, que me lo reveles ahora mismo.
Su voz se había elevado, furiosa, mientras hablaba, y actuó de estímulo en la mía.
—No tenéis derecho, padre —dije—, a exigirme tal declaración.
—No es cuestión de derecho, ahora. Te ordeno que me lo digas. Te lo exijo por el juramento que hiciste ante el altar de Cristo, junto a la imagen de su bendita madre.
—No tenéis derecho a demandarme ese juramento. Conozco las reglas de la casa: soy responsable ante el confesor.
—¿Opones, entonces, el derecho al poder? No tardarás en comprobar que, entre estos muros, son una misma cosa.
—Yo no opongo nada… quizá sean lo mismo.
—¿Y no quieres decir qué has hecho con esos pliegos, emborronados seguramente con las más infernales calumnias?
—No.
—¿Y quieres cargar las consecuencias de tu terquedad sobre tu propia cabeza?
—Sí.
Y los cuatro monjes corearon con el mismo tono afectado: —Caigan las consecuencias sobre su propia cabeza— pero mientras así decían, dos de ellos me susurraron al oído: Entrega tus papeles y no te pasará nada. Todo el convento está enterado de que has estado escribiendo.
—No tengo nada que entregar —contesté—; nada, a la confianza de un monje. No tengo una sola página en mi poder, aparte de las que me habéis cogido.
Los monjes, que antes me habían hablado en tono conciliador, me dejaron. Conferenciaron en voz baja con el Superior, quien, lanzándome una terrible mirada, exclamó:
—¿No quieres entregar tus papeles?
—No tengo nada que entregar: registrad mi persona, registrad mi celda… todo está a vuestra disposición.
—Todo va a ser registrado, y ahora mismo —dijo el Superior, furibundo.
Se pusieron a registrar inmediatamente. No quedó objeto alguno en mi celda por examinar. Pusieron la silla y la mesa patas arriba, las sacudieron y las rompieron finalmente en un intento de averiguar si había ocultado papeles en ellas secretamente. Arrancaron los grabados de las paredes, y los inspeccionaron al trasluz. Luego rompieron los marcos, tratando de descubrir cualquier cosa que estuviese oculta en ellos. Después registraron la cama; pusieron el mueble en medio de la celda, destriparon el colchón y esparcieron la paja; uno de ellos, durante la operación, recurrió a los dientes para facilitarse la tarea… y la malevolencia de su actividad contrastaba singularmente con la inmóvil y rígida apatía en que habían estado sumidos momentos antes. Durante todo este tiempo permanecí en el centro de la estancia, como se me había ordenado, sin volverme a derecha ni a izquierda. Nada encontraron que justificara sus sospechas. A continuación me rodearon; y el registro de mi persona fue igualmente rápido, minucioso e indecoroso. En un instante estuvieron en el suelo todas las prendas que llevaba puestas. Hasta descosieron las costuras de mi hábito. Y durante el registro, me cubrí con una de las sábanas de mi cama. Cuando hubieron terminado, dije:
—¿Habéis descubierto algo? El Superior contestó con voz furiosa, reprimiendo con orgullo, aunque en vano, su decepción:
—Tengo otros medios para descubrirlos; prepárate, y tiembla cuando recurra a ellos.
Y dichas estas palabras, salió a toda prisa de mi celda, haciendo una seña a los cuatro monjes para que le siguieran. Me quedé solo.
Ya no tenía ninguna duda del peligro que corría. Me veía expuesto al furor de hombres que no moverían un dedo por aplacarlo. Vigilaba, esperaba, temblaba a cada ruido de pasos que oía en la galería, o de la puerta que se abría o se cerraba junto a mí. Pasaron las horas en esta angustia y suspenso, y concluyeron finalmente sin que ocurriera nada. Nadie vino a verme esa noche. La siguiente iba a ser la de la confesión general. En el curso del día, ocupé mi sitio en el coro, temblando y atento a las miradas. Me daba la impresión de que cada rostro se volvía hacia mí, y cada lengua me decía en silencio: «Tú eres el hombre». A menudo deseé que estallara de una vez por todas la tormenta que notaba que se iba formando a mi alrededor. Es preferible oír el trueno que vigilar la nube. Sin embargo, no estalló entonces. Y cuando concluyeron los deberes del día, me retiré a mi celda, y permanecí en ella pensativo, anhelante, indeciso.
Había empezado la confesión; y al oír a los penitentes regresar uno tras otro de la iglesia, y cerrar las puertas de sus celdas, empecé a temer que se me excluyera de este acercamiento a la sagrada cátedra, y que esta exclusión de un derecho sagrado e indispensable fuera el comienzo de algún misterioso período de rigor. Esperé, no obstante, y finalmente me llamaron. Esto me devolvió el ánimo, y cumplí con mis deberes más tranquilo. Después de confesarme, me hicieron unas preguntas sencillas, tales como si debía acusarme de alguna secreta violación de los deberes conventuales, de algo que me hubiese reservado, de algo que me hubiese guardado en la conciencia, etc; y tras mis respuestas negativas, se me dejó marchar. Fue esa misma noche cuando murió el portero. Mi último envío había salido unos días antes; todo estaba a salvo y sin problemas. Ni una palabra o línea podría aducirse ahora en contra mía, y comenzó a renacer la esperanza en mi interior, pensando que la celosa industria de mi hermano hallaría algún otro medio para nuestra futura comunicación.
Todo siguió profundamente tranquilo durante unos días; pero pronto iba a estallar la tormenta. La cuarta noche después de la confesión, me hallaba sentado en mi celda, cuando oí una desusada agitación en el convento. Sonó la campana. El nuevo portero parecía muy agitado; el Superior bajó al locutorio, luego regresó a su celda, ya continuación fueron llamados algunos monjes de avanzada edad. Los más jóvenes cuchicheaban en los corredores, cerraban las puertas violentamente… todos parecían excitados. En un edificio pequeño, ocupado por una familia reducida, tales circunstancias apenas habrían sido advertidas; pero en un convento, la gris monotonía de lo que puede llamarse su existencia interna, da importancia e interés al detalle más trivial de la vida corriente. Me daba cuenta de esto. Me dije: «Algo ocurre». Y añadí: «Algo ocurre que va contra mí». Ambas conjeturas eran acertadas. Avanzada la noche, recibí orden de presentarme ante el Superior en su propio aposento. Dije que estaba dispuesto. Dos minutos después fue anulada esta orden, y se me pidió que permaneciese en mi celda y esperase la visita del Superior. Contesté que obedecería. Pero este repentino cambio de órdenes me llenó de un temor indefinido; y jamás, en todos los cambios de mi vida y vicisitudes de mis sentimientos, he experimentado un miedo más espantoso. Me puse a pasear arriba y abajo, repitiéndome sin cesar: «¡Dios mío, protégeme! ¡Dios mío, dame fuerzas!». A continuación tuve miedo de pedir la protección de Dios, dudoso de que la causa en que me hallaba involucrado mereciese su protección. Mis dudas, no obstante, se disiparon ante la súbita entrada del Superior y los cuatro monjes que le habían escoltado en la visita anterior a la confesión. Al verles entrar me levanté: nadie me pidió que me sentara. El Superior avanzó con mirada furibunda; y arrojando unos papeles en la mesa, dijo:
—¿Lo has escrito tú? Eché una mirada fugaz y llena de terror a los papeles: eran una copia de mi memorial Tuve la suficiente presencia de ánimo para decir:
—Ésa no es mi letra.
—¡Desdichado!, siempre con equívocos; eso es una copia de tu escrito —guardé silencio—. Aquí hay una prueba de ello —añadió, arrojando otro papel.
Era una copia del informe del abogado, dirigida a mí, el cual, debido al peso de un tribunal superior, no podían retenérmelo. Yo me moría de ganas de leerlo, pero no me atreví a tocarlo. El Superior hojeó página tras página. Dijo:
—¡Lee, desdichado, lee!… míralo, examínalo frase por frase. Me acerqué temblando… lo miré… en las primeras líneas leí la palabra esperanza. El valor renació en mí.
—Padre —dije—, reconozco que esto es una copia de mi memorial. Os pido permiso para leer la respuesta del abogado; no podéis negarme ese derecho.
—Léela —dijo el Superior, y la lanzó hacia mí.
Podéis creer, señor; que, en aquellas circunstancias, no me fue posible leerlo con mirada muy segura, y mi discernimiento no se aclaró ni mucho menos al desaparecer los cuatro monjes de mi celda a una señal que no percibí. Ahora estábamos solos el Superior y yo. Él comenzó a pasear arriba y abajo por mi celda mientras yo leía el informe del abogado. De repente se detuvo; descargó la mano enérgicamente sobre la mesa; las páginas sobre las que yo temblaba se estremecieron con la violencia del golpe. Di un brinco en mi silla.
—¡Desdichado! —dijo el Superior—, ¿cuándo han profanado el convento papeles como ésos? ¿Cuándo, hasta tu impío ingreso, hemos sido ofendidos con informes de abogados? ¿Cómo te has atrevido a…?
—¿A qué, padre?
—¿A rechazar tus votos y a exponemos a nosotros al escándalo de un tribunal civil y de un proceso?
—Lo he puesto todo frente al peso de mis propias miserias.
—¡Miserias!, ¿es así como hablas de la vida conventual, la única que puede ofrecer tranquilidad aquí, y asegurar la salvación después? Estas palabras, pronunciadas por un hombre crispado por la más frenética pasión, constituían su misma refutación. Mi ánimo aumentaba en proporción a su furor; y además, me habían acosado y me obligaban a actuar en mi defensa. La visión de los papeles me devolvió la confianza.
—Padre —dije—, es inútil que os esforcéis en minimizar mi repugnancia por la vida monástica; la prueba de que mi desagrado es invencible la tenéis ahí delante. Si he sido culpable de haber dado un paso que atenta contra el decoro de un convento, lo siento… pero no se me puede reprochar. Quienes me han encerrado aquí a la fuerza tienen la culpa de la violencia que injustamente se me atribuye. Estoy decidido, si puedo, a cambiar mi situación. Ya veis los esfuerzos que he hecho; tened la seguridad de que nunca cesarán. Los fracasos no harán sino redoblar mi energía; y si hay poder en el cielo o en la tierra capaz de anular mis votos, a ninguno dejaré de recurrir.
Esperaba que no me hubiera oído, pero sí. Incluso me escuchó con serenidad; y me dispuse a enfrentarme y rechazar esa alternancia de reproche y amonestación, requerimiento y amenaza, que saben emplear tan bien en un convento.
—¿Es entonces invencible tu repugnancia por la vida conventual?
—Lo es.
—Pero ¿a qué te opones? …No a tus deberes, puesto que los cumples con la más ejemplar puntualidad; no al trato que recibes, ya que ha sido siempre más indulgente de lo que permite nuestra disciplina; no a la comunidad misma, que está dispuesta siempre a apreciarte y amarte… ¿De qué te quejas?
—De la vida misma… la cual lo abarca todo. No estoy hecho para ser monje.
—Te ruego que no olvides que, aunque hay que obedecer las disposiciones de los tribunales terrenales por la necesidad que nos hace depender de las instituciones humanas en todas las cuestiones entre hombre y hombre, sin embargo no son válidas jamás en las cuestiones entre Dios y el hombre. Ten la seguridad, mi pobre muchacho alucinado, de que aunque todos los tribunales de la tierra te absuelvan de tus votos en este momento, tu propia conciencia no te absolverá jamás. Durante toda tu ignominiosa vida te estará reprochando la violación de un voto cuyo quebrantamiento ha tolerado el hombre, pero no Dios. Y en tu última hora, ¡qué horribles serán esos reproches!
—No tan horribles como en la hora en que pronuncié ese voto, o más bien en que me obligaron a pronunciarlo.
—¡Que te obligaron!
—Sí, padre, sí: tengo al cielo por testigo contra vos. Esa desventurada mañana, vuestra ira, vuestros reproches, vuestros alegatos, fueron tan inútiles como ahora, hasta que echasteis el cuerpo de mi madre a mis pies.
—¿Y me recriminas mi celo y mi interés por tu salvación?
—No pretendo recriminaros nada. Sabéis el paso que he dado, y quiero haceros saber que continuaré en este sentido con todas las fuerzas de la naturaleza, que no descansaré hasta que sean anulados mis votos, mientras tenga esperanza de lograrlo… y que un alma decidida como la mía puede convertir la desesperación en esperanza. Aunque rodeado, vigilado y acechado, he encono trado el medio de hacer llegar mis escritos a las manos del abogado. Calculad la fuerza de esa resolución, que es capaz de llevar a efecto algo así en el corazón de un convento. Juzgad lo inútil que será toda futura oposición, cuando veáis vuestros fracasos, o descubráis siquiera los primeros pasos de mis propósitos.
Al oír estas palabras, el Superior se quedó callado. Yo creí que le habían causado impresión.
—Si queréis ahorrarle a la comunidad —añadí— la vergüenza de que siga con mis apelaciones dentro de sus muros, la alternativa es fácil. Dejad un día la puerta sin vigilancia, permitid que escape, y mi presencia no volverá a molestaros ni a deshonraros ni una hora más.
—¡Cómo!, ¿quieres hacer de mí, no ya un testigo, sino un cómplice de tu crimen? Después de apostatar de Dios y de hundirte en la perdición, ¿recompensas a la mano que tiendo para salvarte tirando de ella, arrastrándome contigo al abismo infernal? —y reanudó sus paseos por la celda, presa de la más violenta agitación; esta desafortunada propuesta actuó sobre su pasión dominante (pues era ejemplarmente estricto en cuanto a disciplina), y produjo únicamente convulsiones de hostilidad. Yo seguía de pie, esperando a que se apaciguar: esta nueva explosión, mientras él seguía exclamando sin cesar—: ¡Dios mío!, ¿en virtud de qué pecados recibo esta humillación? …¿Qué crimen inconcebible ha arrojado esta desgracia sobre todo el convento? ¿Qué será de nuestra reputación? ¿Qué dirá todo Madrid?
—Padre, si un oscuro monje vive, muere o renuncia a sus votos, es cosa de poca importancia fuera de los muros de este convento. Me olvidarán pronto, vos os consolaréis al restablecerse la armonía de la disciplina, en la cual debíais poner el más vibrante acento. Además, ni todo Madrid, con ese interés que le atribuís, podría ser responsable de mi salvación.
Siguió paseando arriba y abajo, y repitiendo: «¿Qué dirá el mundo? ¿Qué será de nosotros?»; hasta que se puso furioso y, volviéndose súbitamente hacia mí, exclamó:
—¡Desdichado!, ¡renuncia a tu horrible decisión… renuncia ahora mismo! Te doy cinco minutos para que reflexiones.
—Ni cinco mil me harían cambiar.
—Tiembla entonces, pues acaso no te quede vida para ver cumplidos tus impíos deseos.
Tras estas palabras salió precipitadamente de mi celda. Los momentos que pasé durante su ausencia fueron, creo, los más horribles de mi vida. El terror aumentó con la oscuridad, ya que ahora era de noche, y se había llevado la luz consigo. Mi agitación había hecho que no me diese cuenta de esto al principio. Vi que estaba a oscuras, pero no sabía cómo ni por qué. Mil imágenes de indescriptible horror me asaltaron en tropel. Había oído hablar muchas veces de los terrores de los conventos… de los castigos que a menudo se aplicaban hasta la muerte, o que dejaban a la víctima en un estado en el que la muerte habría sido una bendición. Ante mis ojos desfilaron en ardiente bruma calabozos, cadenas y flagelos. Las amenazadoras palabras del Superior aparecían esmaltadas en las oscuras paredes de mi celda con caracteres llameantes. Me estremecí; grité, aunque consciente de que mi voz no despertaría el eco de una sola voz amiga en una comunidad de sesenta personas… tal es la sequedad de humanitarismo que reina en un convento. Por último, los temores, precisamente por lo que tenían de excesivo, hicieron que me recobrara. Me dije: «No se atreverán a matarme; no se atreverán a encarcelarme: son responsables ante el tribunal al que he apelado con mi denuncia… No se atreverán a cargar con la culpabilidad de violencia ninguna». No bien había llegado a esta reconfortante conclusión, que en realidad era el triunfo de la sofisticación de la esperanza, se abrió de golpe la puerta de mi celda, y entró de nuevo el Superior, escoltado por sus cuatro acólitos. Mis ojos estaban cegados por la oscuridad en que me habían dejado; pero pude distinguir que traían una cuerda y un trozo de saco. Inferí los más pavorosos presagios de este instrumental. Inmediatamente modifiqué mi razonamiento; y en vez de concluir que no se atreverían a hacer esto y aquello, razoné: «¿Qué no se atreverán a hacer? Estoy en sus manos y lo saben. Les he provocado al máximo… ¿Qué es lo que los monjes no harán, llevados de la impotencia de su malignidad? ¿Qué será de mí?». Avanzaron, y creí que la cuerda iba a servirles para estrangularme, y el saco para meter mi cuerpo sin vida. Mil imágenes sangrientas desfilaron ante mí; un chorro de fuego me sofocó la respiración. De las criptas del convento parecieron elevarse los gemidos de mil víctimas que habían sucumbido por un destino como el mío. No sé qué es la muerte, pero estoy convencido de que en ese momento sufrí las agonías de muchas muertes. Mi primer impulso fue caer de rodillas.
—Estoy en vuestras manos —dije—, soy culpable a vuestros ojos… Ejecutad vuestro propósito; pero no me hagáis sufrir demasiado.
El Superior, sin hacerme caso, o quizá sin oírme, dijo:
—Ahora estás en la postura que te va.
Al oír estas palabras, que sonaban menos terribles de lo que yo había temido, me postré en el suelo. Unos momentos antes, habría considerado este gesto una degradación; pero el miedo es envilecedor. Tenía miedo a los procedimientos violentos… era muy joven, y la vida, aún ataviada con el brillante ropaje de la imaginación, no era menos atractiva. Los monjes observaron mi actitud y temieron que impresionara al Superior. Dijeron en esa coral monotonía, ese discordante unísono que me había helado la sangre cuando me arrodillé de la misma manera unas noches antes:
—Reverendo padre, no consintáis que os engañe con esta prostituida humillación; el tiempo de la piedad ha pasado. Le habéis concedido sus momentos de deliberación. Se ha negado a aprovecharlos. Ahora venís, no a escuchar alegatos, sino a aplicar justicia.
A estas palabras, que anunciaban lo más horrible, fui de rodillas de uno a otro, mientras ellos, de pie, formaban como una fila de inflexibles verdugos. Les dije a cada uno, con lágrimas en los ojos:
—Hermano Clemente, hermano Justino, ¿por qué tratáis de irritar al Superior contra mí? ¿Por qué precipitáis una sentencia que, justa o no, será severa, ya que vais a ser los verdugos? ¿Qué he hecho yo para ofenderos? Intercedí por vosotros cuando fuisteis culpables de una leve falta. ¿Es así como me lo pagáis?
—Esto es perder el tiempo —dijeron los monjes.
—¡Alto! —dijo el Superior—; dejad que hable. ¿Deseas aprovechar el último momento de indulgencia que puedo concederte para renunciar a esa horrible decisión de revocar tus votos? Estas palabras renovaron todas mis energías. Me puse inmediatamente de pie ante ellos. Dije en voz alta y clara:
—Nunca, estoy ante el tribunal de Dios.
—¡Desdichado!, tú has renunciado a Dios.
—Entonces, padre, sólo me queda la esperanza de que Dios no renuncie a mí. He apelado, también, a un tribunal sobre el que no tenéis poder ninguno.
—Pero lo tenemos aquí, y lo vas a sentir.
Hizo una seña, y se acercaron los cuatro monjes. Yo dejé escapar un leve grito de terror, pero a continuación me sometí. Estaba convencido de que había llegado mi fin. Me quedé atónito cuando, en vez de ponerme la soga alrededor del cuello, me ataron los brazos. A continuación me despojaron del hábito y me cubrieron con el saco. No opuse resistencia; pero debo confesaras, señor que sentí cierto desencanto. Estaba preparado para la muerte, pero algo peor que la muerte parecía amenazarme, con todos estos preparativos. Cuando nos empujan al precipicio de la muerte, saltamos con decisión, y a menudo frustramos el triunfo de nuestros asesinos convirtiéndolo en el nuestro. Pero cuando nos llevan a él paso a paso, nos suspenden sobre él, y luego nos retiran, perdemos toda nuestra decisión, a la vez que nuestra paciencia; y nos damos cuenta de que el golpe definitivo sería un acto de compasión, comparado con los roces retardados, descendentes, lentos, oscilantes, que van mutilando poco a poco. Estaba preparado para todo menos para lo que siguió. Atado sólidamente con esa soga como un reo o un galeote, y cubierto sólo con el saco, me llevaron por la galería. No proferí un solo grito, no opuse la menor resistencia. Descendimos las escaleras que conducían a la iglesia. Yo les seguía; o más bien me arrastraban tras ellos. Cruzamos la nave lateral; allí cerca había un oscuro corredor en el que nunca había reparado. Entramos en él. Una puerta baja, al final, ofrecía una pavorosa perspectiva. Al verla, grité:
—¡No iréis a emparedarme! ¡No iréis a meterme en esa horrible mazmorra y dejar que me consuma en esas humedades y me devoren los reptiles! No, no podéis hacerla… recordad que debéis responder de mi vida.
A estas palabras, me rodearon; entonces, por primera vez, forcejeé, pedí socorro… Era el momento que ellos esperaban; deseaban que yo manifestase mi repugnancia. Hicieron inmediatamente una seña a un hermano lego que aguardaba en el pasadizo. Sonó la campana, la terrible campana que manda a cada miembro de un convento que se recluya en su celda, porque algo extraordinario sucede en la casa. Al oír el primer tañido, perdí toda esperanza. Sentí como si no existiera un solo ser en el mundo más que los que me rodeaban, que parecían, a la luz lívida de un cirio que ardía débilmente en este lúgubre pasadizo, espectros conduciendo a su destino a un alma condenada. Me precipitaron por los peldaños hasta esa puerta, que estaba considerablemente más baja que el suelo del pasadizo. Pasó mucho tiempo hasta que consiguieron abrirla; probaron multitud de llaves; quizá se sentían nerviosos ante la idea de la violencia que iban a cometer. Pero esta demora acrecentó mis terrores hasta lo indecible; pensé que esta cripta terrible no había sido abierta jamás; que iba a ser la primera víctima sepultada en ella; y que habían decidido que no saliera de ella vivo. Mientras me venían estos pensamientos grité, presa de indecible angustia, aunque sabía que nadie me podía oír; pero mis gritos fueron ahogados por el chirrido de la pesada puerta, al ceder bajo los esfuerzos de los monjes que, todos a una, la empujaron con los brazos extendidos, restregándola en todo el recorrido contra el suelo de piedra. Los monjes me empujaron adentro, mientras el Superior permanecía en la entrada con la luz; pareció estremecerse ante la visión que se reveló. Tuve tiempo de ver los detalles de lo que creí que iba a ser mi última morada. Era de piedra; el techo formaba bóveda, un bloque de piedra sostenía un crucifijo, con una calavera, un pan y una jarra de agua. Había una esterilla en el suelo para acostarse en ella, y otra enrollada en un extremo que hacía de almohada. Me arrojaron allí y se dispusieron a marcharse. No forcejeé, pues sabía que no era posible la huida; pero les supliqué que me dejaran al menos una luz; y lo pedí con la misma vehemencia con que podía haber pedido mi libertad. Así es como la desdicha fragmenta la conciencia en minúsculos detalles. No tenemos fuerza para comprender toda nuestra desventura. No sentimos la montaña que se acumula sobre nosotros, sino los granos más cercanos que nos aplastan y nos trituran. Dije:
—Por caridad cristiana, dejadme una luz, aunque sólo sea para defenderme de los reptiles que sin duda pululan por aquí —y vi que era cierto, pues algunos, de enorme tamaño, se agitaron ante el fenómeno de la luz, y se arrastraron al pie de los muros; entretanto los monjes hacían fuerza para cerrar la puerta. No dijeron una palabra—. Os lo suplico: dejadme una luz, aunque sea sólo para ver esa calavera; no temáis que el ejercicio de la vista suponga ninguna indulgencia en este lugar, sino dejadme una luz; pienso que cuando tenga deseos de rezar, debo saber al menos dónde está ese crucifijo.
Y mientras hablaba, la puerta se cerró lentamente, y sonó la llave al dar la vuelta; luego oí los pasos que se alejaban. Quizá no me creáis, señor, si os digo que dormí profundamente; pero así fue; sin embargo, nunca volvería a dormir, para tener un despertar tan horrible. Desperté en la oscuridad del día. No iba a ver más la luz, ni a comprobar las divisiones del tiempo que, al medir fragmentadamente nuestro sufrimiento, parecen disminuirlo. Cuando suena el reloj, sabemos que ha pasado una hora de desdicha que nunca volverá. Mi único marcador de tiempo era la llegada del monje que cada día me traía mi ración de pan y de agua; y de haber sido el ser más amado por mí de la tierra, el rumor de sus pasos no habría tenido música más deliciosa. Esos lapsos con los que computamos las horas de oscuridad y de inanición son inconcebibles para nadie que no se halle en la situación en que me encontraba yo. Sin duda habéis oído decir, señor, que el ojo que, sumido por primera vez en la oscuridad, parece privado del poder de la visión para siempre, adquiere imperceptiblemente una capacidad de acomodación a su ámbito oscuro, y acaba por distinguir objetos, merced a una especie de luz convencional. Evidentemente, el cerebro tiene ese mismo poder; si no, ¿cómo habría podido yo reflexionar, concebir alguna resolución, y hasta abrigar cierta esperanza, en ese lugar espantoso? Así es como, cuando todo el mundo parece habernos jurado hostilidad, nos volvemos amigos de nosotros mismos con toda la terquedad de la desesperación, y cuando todo el mundo nos adula y deifica, somos víctimas constantes de la languidez y del remordimiento. El prisionero cuyas horas visita un sueño de libertad es menos presa del aburrimiento que el soberano en su trono, rodeado de adulación, voluptuosidad y saciedad. Pensé que todos mis papeles estaban a salvo; que mi causa se estaba llevando a cabo con vigor; que, debido al celo de mi hermano, yo tenía al abogado más sagaz de Madrid; que no se atreverían a matarme, y que estaban obligados a garantizar mi reaparición cuando el tribunal lo requiriese; que el rango mismo de mi familia era una poderosa protección, aunque ninguno de sus miembros, salvo mi exaltado y generoso Juan, fuese favorable a mi causa; que si se me permitía recibir y leer el primer informe del abogado, incluso por mano del Superior, era absurdo imaginar que se me negara entrar en contacto con él en una etapa más avanzada e importante del caso. Éstas eran las sugerencias de mi esperanza, y eran bastante plausibles. Cuáles eran las de mi desesperación, es cosa que todavía me estremezco al pensar en ellas. Lo más terrible de todo es que podían asesinarme conventualmente, antes de poder llevar a cabo mi liberación.
Ésas eran, señor; mis reflexiones; quizá os preguntéis cuáles serían mis ocupaciones. Mi situación me proporcionaba algunas; y aunque repugnantes, ocupaciones eran. Tenía mis devociones que cumplir; la religión era mi único recurso en la soledad y la oscuridad, y aunque es verdad que sólo rezaba pidiendo libertad y paz, consideraba que al menos no ofendía a Dios con las oraciones hipócritas que me habían obligado a rezar en el coro. Allí se me forzaba a unirme a un sacrificio que era odioso para mí, e injurioso para Él; en mi calabozo, ofrecí el sacrificio de mi corazón, y comprendí que no era inaceptable. Durante el breve momento de luz que me proporcionaba la llegada del monje que me traía el pan y el agua, colocaba el crucifijo de forma que supiese dónde estaba al despertarme. Esto me sucedía a menudo; y no distinguiendo el día de la noche, rezaba al azar. No tenía idea de si eran maitines o vísperas; para mí no había ni mañana ni noche; pero el crucifijo, al tocarlo, era como un talismán, y cuando palpaba a tientas buscándolo decía: «Mi Dios está conmigo en la oscuridad de mi calabozo; es un Dios que ha sufrido, y puede apiadarse de mí. Mi grado más extremo de desdicha no debe de ser nada comparado con lo que el símbolo de la divina humillación por los pecados del hombre ha padecido por los míos»; y besaba la sagrada imagen (con labios errantes en la oscuridad) con más emoción que la que había sentido viéndolo iluminado por el resplandor de los cirios, en medio de la elevación de la Hostia, las agitaciones de los perfumados incensarios, los hábitos suntuosos de los sacerdotes, y la postración emocionada de los fieles. Los reptiles que llenaban el antro en el que me habían arrojado me dieron ocasión para exteriorizar una especie de hostilidad constante, miserable, ridícula. Mi esterilla había sido dispuesta en el mismísimo lugar de batalla; la cambié de sitio, pero siguieron persiguiéndome; la coloqué junto al muro; el frío reptar de sus cuerpos hinchados me sacaba a menudo de mi sueño, y más aún, me hacía estremecer cuando me despertaba. Los golpeaba; trataba de asustarlos con mi voz, empleaba la esterilla a modo de arma contra ellos, pero sobre todo, mi ansiedad era constante en cuanto a defender mi pan de sus repugnantes incursiones, y mi jarra de agua del peligro de que cayesen dentro. Adopté mil precauciones que, si bien eran triviales e ineficaces, me mantenían ocupado. Os aseguro, señor; que encontraba más cosas que hacer en mi calabozo que en mi celda. Luchar con reptiles en la oscuridad parece la batalla más horrible que cabe asignar a un hombre; pero qué es, comparada con su combate con los reptiles que engendra hora tras hora, en una celda, su propio corazón, y de los que, si su corazón es el padre, la soledad es la madre.
Tenía también otro trabajo… no puedo llamarlo ocupación. Había calculado los sesenta minutos que hacían una hora, y los sesenta segundos del minuto. Empecé a pensar que podía calcular el tiempo con precisión como cualquier reloj de convento, y medir las horas de mi encierro, o de mis reflexiones. Así que me senté y conté sesenta; siempre me asaltaba la duda de si los contaba más deprisa que el reloj. Luego deseé ser reloj: no tener sentimientos, no tener motivos para apresurar el paso del tiempo. Así que me puse a contar más despacio. A veces me vencía el sueño en este ejercicio (quizá lo adoptaba yo con esa esperanza); pero cuando despertaba, lo reanudaba instantáneamente. Así, oscilaba, contaba y medía el tiempo en mi esterilla, mientras el tiempo me ocultaba sus deliciosos amaneceres y ocasos diarios, su rocío del alba y del crepúsculo… y las claridades matinales y las sombras del anochecer. Cuando el sueño interrumpía mi cómputo y no sabía si dormía de día o de noche), procuraba acompasarlo con mi incesante repetición de minutos y segundos; y lo conseguía, pues siempre era un consuelo saber que, fuera la hora que fuese, sesenta minutos tenían que hacer forzosamente una hora. De haber llevado esta vida mucho más tiempo, me habría convertido en un idiota de esos que, según he leído, con el hábito de mirar el reloj, imitan su mecanismo tan bien que cuando llega el punto, dan la hora con toda la fidelidad que puede desear el oído. Ésa era mi vida. Al cuarto día (según conté por las visitas del monje), éste me colocó el pan y el agua sobre el bloque de piedra, como siempre, pero vaciló un momento antes de marcharse. A decir verdad, le sabía mal facilitarme la menor lucecita de esperanza; no iba eso con su profesión, ni con el oficio que, con toda la impudicia de la malevolencia monástica, había aceptado como penitencia.
Veo que os estremecéis, señor, pero es cierto; este hombre creía que era un servicio a Dios vigilar los padecimientos de un ser encarcelado, a causa del hambre, la oscuridad y los reptiles. Y terminada su penitencia, inició la retirada. ¡Ay!, cuán falsa es la religión que hace del agravar el sufrimiento de otros nuestro mediador con ese Dios que quiere que se salven todos los hombres. Pero ésta es una cuestión que debe resolverse en los conventos. El hombre vaciló largo rato, luchó con la ferocidad de su naturaleza, y por último se dirigió a la puerta y abrió con la llave, lo que le entretuvo un poco más. Quizá en esos momentos rezó a Dios, y elevó un deseo de que esta prolongación de mis sufrimientos se aceptase como sacrificio para aliviar los suyos. Me atrevo a decir que era muy sincero; pero si se enseñase a los hombres a recurrir al Gran Sacrificio, ¿estarían tan dispuestos a creer que el suyo propio, o el de los demás, puede aceptarse como conmutación de aquél? Os sorprendéis, señor, de estos sentimientos en un católico; pero otra parte de mi historia revelará la causa de que los exponga así. Finalmente este hombre no pudo retrasar más su encargo. Se vio obligado a comunicarme que el Superior se había compadecido de mis sufrimientos, que Dios había ablandado su corazón en mi favor, y que me permitía abandonar el calabozo. Apenas salieron esas palabras de su boca, me levanté, y salí corriendo con un grito que le electrizó. La emoción es muy rara en los conventos, y la expresión es todo un fenómeno. Antes de que él se hubiera recuperado de su sorpresa había llegado yo al pasadizo, y los muros del convento, que yo había considerado como una prisión, me parecieron ahora tierra de emancipación. De haberme abierto las puertas de par en par en ese momento, no creo que hubiese sentido una sensación de libertad más intensa. Ya en el pasadizo, caí de rodillas para dar gracias a Dios. Se las daba por la luz, por el aire, por poder respirar de nuevo. Y mientras daba expresión a estas efusiones (las más sinceras que se pronunciaron jamás entre aquellos muros), sentí súbitamente un mareo: se me iba la cabeza: había gozado en exceso de la luz. Caí al suelo desvanecido, y no recordé nada durante muchas horas después.
Al recobrar el conocimiento, me hallaba en mi celda, que encontré tal como la había dejado. Era de día; y estoy convencido de que esta circunstancia contribuyó más a mi recuperación que el alimento y los cordiales que ahora me administraban con liberalidad. Durante todo ese día no oí nada, y tuve tiempo de meditar sobre los motivos de la indulgencia con que había sido tratado. Imaginé que le habría llegado orden al Superior de que se me excarcelara; o, en todo caso, que no podía evitar mis entrevistas con el abogado, en las que habría insistido éste mientras seguía la causa. Hacia el anochecer entraron unos monjes en mi celda; hablaron de cuestiones indiferentes, fingieron atribuir mi ausencia a una indisposición, y no les desengañé. Dijeron, como de pasada, que mi padre y mi madre, abrumados de dolor por el escándalo que representaba para la religión que yo apelase contra mis votos, se habían marchado de Madrid. La noticia me produjo mucha más emoción de la que dejé traslucir. Entonces pregunté cuánto tiempo había estado enfermo. Contestaron que cuatro días. Esto confirmó mis sospechas sobre la causa de mi liberación, pues la carta del abogado me informaba que al quinto día solicitaría una entrevista conmigo para hablar de mi apelación. Luego se marcharon; pero no tardé en recibir otra visita. Después de vísperas (de las que yo estaba dispensado), entró en mi celda el Superior, solo. Se acercó a mi lecho. Traté de incorporarme, pero él me pidió que estuviese cómodo, y se sentó cerca de mí con una mirada serena aunque penetrante. Dijo:
—Habrás visto que está en nuestro poder castigar.
—Nunca lo he dudado.
—Antes de que tientes a este poder hasta unos extremos que, te lo advierto, no serías capaz de soportar, vengo a pedirte que desistas de esa descabellada apelación contra tus votos, que sólo puede terminar con la afrenta a Dios y tu desengaño.
—Padre, sin entrar en detalles, ya que los pasos dados por ambas partes lo hacen enteramente innecesario, sólo puedo contestaros que sostendré mi apelación con toda la fuerza que la Providencia ponga a mi alcance, y que el castigo no ha hecho sino confirmarme en mi resolución.
—¿Es ésa tu decisión final?
—Ésa es, y os ruego que os ahorréis toda ulterior porfía… no serviría de nada.
Guardó silencio durante largo rato; por último dijo:
—¿Insistes en tu derecho a entrevistarte con el abogado mañana?
—Lo exigiré.
—No será necesario, sin embargo, que menciones tu último castigo.
Estas palabras me sorprendieron. Comprendí el sentido que él deseaba ocultar en ellas.
—Quizá no sea necesario —respondí—, pero probablemente será conveniente.
—¡Cómo!, ¿vas a violar los secretos de esta casa mientras estás entre sus muros?
—Perdonadme, padre, por deciros que sin duda sois consciente de que os habéis excedido en vuestro deber, por ese deseo vehemente de ocultarlo. No es, pues, el secreto de vuestra disciplina, sino su violación, lo que tengo que revelar —guardó silencio, y añadí—: Si habéis abusado de vuestro poder, aunque haya sido yo quien lo ha sufrido, sois vos el culpable.
El Superior se levantó y abandonó mi celda en silencio. A la mañana siguiente asistí a maitines. El servicio se desarrolló como de costumbre; pero al final, cuando la comunidad iba a ponerse de pie, el Superior se levantó del banco violentamente, y con la mano en alto, ordenó a todos que permanecieran donde estaban; y añadió con voz atronadora:
—La intercesión de toda esta comunidad ante Dios ha sido para suplicar por un monje que, abandonado del Espíritu de Dios, está a punto de cometer un acto deshonroso para Él, ignominioso para la Iglesia e inexorablemente destructor de su propia salvación.
Ante estas terribles palabras, los monjes se estremecieron, y se hincaron de rodillas otra vez. Estaba yo arrodillado entre ellos, cuando el Superior, llamándome por mi nombre, dijo en voz alta:
—¡Levanta, desdichado! ¡Levanta, y no contamines nuestro incienso con tu aliento impío!
Me levanté, tembloroso y confuso, y huí a mi celda, donde permanecí hasta que un monje vino a comunicarme que me presentara en el locutorio para ver al abogado, que ya esperaba allí. Esta entrevista resultó completamente ineficaz a causa de la presencia del monje, el cual asistió a nuestra conferencia por deseo expreso del Superior, sin que el abogado consiguiera hacer que se marchase. Cuando entramos en detalles, nos interrumpió diciendo que su deber no le permitía tal violación de las reglas del locutorio y cuando yo afirmaba un hecho, él lo contradecía, sosteniendo insistentemente que era falso. Perturbó de manera tan completa el objeto de nuestra entrevista que, a manera de autodefensa, abordé el asunto de mi castigo, que él no podía negar, y al que mi demacrado semblante aportaba una prueba irrefutable. En cuanto me puse a hablar, el monje calló (tomaba nota mentalmente de cada una de las palabras para transmitirlas al Superior), y el abogado redobló su atención. Escribía cuanto yo decía, y parecía dar más importancia al caso de lo que yo había imaginado, y hasta hubiera deseado. Cuando terminó la conferencia, me retiré de nuevo a mi celda. Las visitas del abogado se repitieron durante algunos días, hasta que tuvo la información necesaria para hacerse cargo del pleito; y en ese tiempo, el trato que recibí en el convento fue tal que no tuve motivo alguno de queja; y ésa era, sin duda, la razón de su indulgencia conmigo… Pero en cuanto concluyeron las visitas, empezó una guerra de persecución. Me consideraron como alguien a quien ninguna medida podía preservar, y me trataron según eso. Estoy convencido de que se proponían que no sobreviviese al resultado de mi apelación; en todo caso, no dejaron nada por intentar en ese sentido. Empezaron, como he dicho, el día de la última visita del abogado. La campana llamó a refección; iba yo a ocupar mi sitio de costumbre, cuando me dijo el Superior:
—Alto; pon una esterilla en el centro de la sala.
Hecho esto, me ordenó que me sentara en ella; y allí me sirvieron pan y agua. Comí un poco de pan, que mojé con mis propias lágrimas. Preveía lo que tendría que soportar, y no intenté protestar. Cuando fue a bendecirse la mesa, se me rogó que saliese, no fuera que mi presencia frustrara la bendición que ellos imploraban. Me retiré; y cuando la campana tocó a vísperas, me presenté con los demás a la puerta de la iglesia. Me sorprendió encontrarla cerrada, y a todos reunidos. Al cesar la campana apareció el Superior; abrieron la puerta y los monjes se apresuraron a entrar. Iba yo a seguirles, cuando el Superior me rechazó, exclamando:
—¡Aparta desdichado! Quédate donde estás.
Obedecí; y toda la comunidad entró en la iglesia, mientras yo me quedaba en la puerta. Esta especie de excomunión me produjo un terror tremendo. Al salir los monjes poco a poco, dirigiéndome miradas de mudo horror, me sentí el ser más miserable de la tierra; habría querido ocultarme bajo las losas hasta que acabara todo el litigio.
A la mañana siguiente, cuando acudí a maitines, se repitió la misma escena, a la que vinieron a sumarse sus sonoros reproches y casi imprecaciones contra mí, cuando entraron y salieron. Yo permanecí arrodillado en la puerta. No contesté una sola palabra. No devolví «injuria por injuria», y elevé mi corazón con la temblorosa esperanza de que esta ofrenda fuese tan grata a Dios como los cánticos sonoros de los que era excluido, haciendo que me sintiese desdichado.
En el curso de ese día se abrieron las compuertas de la maldad y la venganza monacales. Me presenté a la puerta del refectorio. No me atreví a entrar. ¡Ay!, señor, ¿que a qué se dedican los monjes durante la hora de refección? Pues es una hora en la que, a la vez que se tragan su alimento, celebran cualquier pequeño escándalo del convento. Preguntan: «¿Quién ha sido el último en las oraciones? ¿Quién tiene que sufrir penitencia?». Esto les sirve de tema de conversación; y los detalles de sus miserables vidas no proporcionan otro tema a esa inagotable mezcla de malevolencia y curiosidad, hermanas inseparables de origen monacal. Y estando en la puena del refectorio, vino un hermano lego, al que había hecho una seña el Superior, y me rogó que me retirara. Me marché a mi celda y esperé varias horas; y justo cuando la campana tocaba a vísperas, me subieron una comida ante la cual la misma hambre habría retrocedido. Traté de tragármela, pero no pude; y eché a correr para asistir a vísperas, ya que no quería que fuese motivo de queja el abandono de mis obligaciones. Bajé apresuradamente. La puerta estaba cerrada otra vez; empezó el servicio, y de nuevo me obligaron a retirarme sin participar. Al día siguiente se me excluyó de maitines, y se representó la misma escena degradante cuando acudí a la puerta del refectorio. Me enviaron a la celda una comida que un perro habría rechazado; y cuando traté de entrar en la iglesia, encontré la puerta cerrada. Cada día se iban acumulando nuevos detalles persecutorios, demasiado pequeños, demasiado intrascendentes para ser recordados o repetidos, aunque tremendamente mortificantes para quien los soportaba. Imaginad, señor; una comunidad de más de sesenta personas, confabuladas todas ellas para hacerle la vida insufrible a una sola, unidas en una común determinación de ofenderla, atormentarla y perseguirla; y luego imaginad en qué condiciones puede sobrellevar dicha persona esa clase de vida. Empecé a temer por mi propia razón… y por mi existencia; la cual, aunque miserable, aún la mantenía la esperanza de mi apelación. Os describiré uno de esos días de mi vida. Ex uno disce omnes. Bajé a maitines y me arrodillé ante la puerta; no me atreví a entrar. Al regresar a mi celda descubrí que habían quitado el crucifijo. Fui al aposento del Superior a quejarme de esta ofensa; cuando iba por el corredor, me crucé con un monje y dos seminaristas. Inmediatamente se pegaron a la pared; se recogieron el hábito, como si temiesen contaminarse si me rozaban. Yo les dije suavemente:
—No hay peligro; el corredor es bastante amplio.
El monje replicó:
—Apage, Satana. Hijos míos —añadió, dirigiéndose a los seminaristas—, repetid conmigo: apage Satana; evitad la proximidad de este demonio que ofende el hábito que profana.
Así lo hicieron; y para remachar el exorcismo, me escupieron en la cara al pasar. Me sequé, y pensé en el poco espíritu de Jesús que reinaba en la casa de sus hermanos de nombre. Seguí mi camino hacia el aposento del Superior, y llamé tímidamente a la puerta. Oí las palabras: «Entrad en paz», y deseé que así fuera. Al abrir la puerta, vi que había varios monjes reunidos con el Superior. Éste, al verme, profirió una exclamación de horror y se echó la toga sobre los ojos; los monjes comprendieron la señal, cerraron la puerta y no me dejaron entrar. Ese día aguardé varias horas en mi celda sin que me trajeran la comida. No hay estado de ánimo alguno que nos exima de las necesidades de la naturaleza. Hacía muchos días que no recibía alimento suficiente para las exigencias de mi adolescencia, que entonces se manifestaba rápidamente en mi alta aunque delgada constitución. Bajé a la cocina a pedir mi ración de comida. El cocinero, al verme aparecer por la puerta, se santiguó; porque, aunque era la puerta de la cocina, mancillaba el umbral. Le habían enseñado a mirarme como a un demonio encarnado, y se estremeció al preguntarme:
—¿Qué quieres?
—Comida —contesté—; comida, nada más.
—Bueno, la tendrás; pero no entres… Ahí tienes.
Y me tiró al suelo los residuos de la cocina; yo estaba tan hambriento que los devoré ansiosamente. Al día siguiente no tuve tanta suerte; el cocinero se sabía el juego secreto del convento (atormentar a los que ya no tienen esperanza de mandar), revolvió los restos con ceniza, pelos y tierra, y me los arrojó. Apenas pude encontrar un bocado comestible, pese al hambre que tenía. No se me permitía tener agua en mi celda; no me dejaban tomarla en la refección; y, en las angustias de la sed, agravadas por la constante obsesión de la mente, me veía obligado a arrodillarme al borde del pozo (ya que no tenía recipiente con qué beber), y coger agua con la mano, o beber como un perro. Si bajaba al jardín un momento, aprovechaban mi ausencia para entrar en mi celda y quitar o destruir todos los artículos de mobiliario. Ya he dicho que se habían llevado el crucifijo. Yo seguía arrodillándome y repitiendo mis oraciones ante la mesa en la que había estado. Poco a poco, fueron desapareciendo la mesa, la silla, el misal, el rosario, todo; y no quedaron en mi celda más que las cuatro paredes desnudas, con un lecho en el que debido al trato que le dieron me era imposible intentar descansar. Quizá temían ellos que pudiera hacerlo de todos modos, y lo golpearon con tal propósito que, de haber tenido éxito, me habría hecho perder el juicio lo mismo que el descanso.
Una noche me desperté, y vi mi celda incendiada; me levanté de un salto, horrorizado, pero retrocedí al descubrir que estaba rodeado de demonios, que, cubiertos de fuego, exhalaban nubes de humo hacia mí. Desesperado de horror, me pegué contra la pared; y al tocarla la encontré fría. Esto me devolvió la serenidad, y comprendí que eran horrendas figuras garabateadas con fósforo para asustarme. Así que regresé a mi cama, ya medida que amanecía, observé que estas figuras iban desapareciendo gradualmente. Por la mañana tomé la desesperada resolución de llegar hasta el Superior, y hablar con él. Me daba cuenta de que perdería la razón en medio de estos horrores con que me acosaban.
Antes de poder llevar a cabo esta decisión se hizo mediodía. Llamé a su celda, y cuando se abrió la puerta, el Superior manifestó el mismo horror que la vez anterior; pero yo no estaba dispuesto a que me rechazaran.
—Padre, exijo que me escuchéis, y no abandonaré este lugar hasta haberlo conseguido.
—Habla.
—Me están matando de hambre; no me dan el alimento imprescindible para sustentar mi naturaleza.
—¿Lo mereces?
—Lo merezca o no, ni las leyes de Dios ni las del hombre me han condenado todavía a morir de hambre; y si vos lo hacéis, cometeréis un crimen.
—¿Tienes alguna queja más?
—Muchas más: no se me permite entrar en la iglesia, se me prohíbe rezar, han despojado mi celda del crucifijo, el rosario y el recipiente del agua bendita. No puedo cumplir con mis devociones ni siquiera a solas.
—¡Tus devociones!
—Padre, aunque no sea monje, ¿no puedo al menos ser cristiano?
—Al renunciar a tus votos, has abjurado de uno y otro carácter.
—Pero aún soy un ser humano; y como tal… Pero no quiero apelar a vuestra humanidad, acudo solamente a vuestra autoridad en busca de protección. La pasada noche me llenaron la celda de imágenes de demonios. Me desperté en medio de llamas y de espectros.
—Así te ocurrirá en el último día.
—Bastará con que sea entonces mi castigo; no hace falta que empiece ya.
—Ésos son los fantasmas de tu conciencia.
—Padre, si os dignáis examinar mi celda, veréis huellas de fósforo en las paredes.
—¿Examinar yo tu celda? ¿Entrar yo en ella?
—Entonces, ¿no me cabe esperar reparación alguna? Imponed vuestra autoridad en la casa que presidís. Recordad que, cuando mi apelación se haga pública, se harán públicos también todos los detalles, así que podéis juzgar la fama que esto va a dar a la comunidad.
—¡Retírate!
Me retiré, y no tardé en comprobar que había sido escuchada mi reclamación; al menos en lo que se refería a la comida, aunque mi celda siguió en el mismo estado de desmantelamiento, y yo seguí sujeto a la misma desoladora prohibición de hacer vida en común, fuera religiosa o social. Os aseguro sinceramente que era para mí tan horrible esta amputación de la vida, que me paseaba durante horas por el claustro y los corredores con el fin de cruzarme con los monjes; los cuales, como ya sabía yo, me saludaban con alguna que otra maldición o epíteto humillante. Incluso esto era preferible al devastador silencio con que me rodeaban. Casi empecé a acoger sus insultos como una salutación habitual, y siempre respondía a ellos con una bendición. En un par de semanas quedó lista para sentencia mi apelación; me mantuvieron en la ignorancia al respecto; pero el Superior había recibido la correspondiente notificación, lo que precipitó su decisión de privarme del beneficio de su posible éxito mediante uno de los más horribles planes que jamás ha maquinado el corazón humano o (corrijo la expresión) monacal. Tuve un vago indicio la noche misma en que fui a visitarle; pero de haber sabido desde un principio toda la dimensión y todos los sufrimientos que comportaba su plan, ¿qué recursos habría podido emplear contra él?
Ese atardecer había bajado yo al jardín; sentía el corazón inusitadamente oprimido. Sus violentos latidos parecían los compases de un reloj cuando mide nuestra aproximación a una hora de desdicha.
Era el crepúsculo; el jardín estaba vacío; y arrodillándome en tierra, al aire libre (único oratorio que me habían dejado), intenté rezar. El intento fue inútil; dejé de articular sonidos que no significaban nada y, vencido por una pesadez mental y corporal insuperable, caí al suelo y permanecí tendido boca abajo, embotado, aunque no inconsciente. Pasaron dos figuras sin reparar en mí; sostenían una grave conversación. Una de ellas dijo:
—Hay que adoptar medidas más rigurosas. Vos tenéis la culpa de demorarlas tanto. Tendréis que responder de la ignominia de toda la comunidad, si persistís en esa estúpida blandura.
—Pero su resolución sigue siendo inquebrantable —dijo el Superior (pues era él).
—No habrá pruebas contra la medida que os propongo.
—Entonces lo dejo en tus manos; pero recuerda que no quiero ser responable de…
Se alejaron, y no pude oír más. Me sentí menos aterrado de lo que cabría suponer, por lo que oí. Los que han sufrido mucho, están siempre dispuestos a aclamar con el infortunado Agag: «Seguramente ha pasado ya la amargura de a muerte». No saben que en ese momento se desenvaina la espada que va a despedazarles. No llevaba yo mucho tiempo durmiendo, esa noche, cuando me despertó un ruido extraño en la celda: me incorporé rápidamente y escuché. Me pareció oír que se alejaba alguien apresuradamente con los pies descalzos. Yo sabía que mi puerta no tenía cerrojo, y que no podía impedir que entrara quien fuese, si se le antojaba hacerlo; pero aún consideraba la disciplina del convento demasiado estricta para que nadie se permitiera una cosa así. Me tranquilicé, pero apenas había conciliado el sueño, cuando me despertó nuevamente algo que acababa de rozarme. Me incorporé otra vez; una voz suave, cerca de mí, me susurró:
—Tranquilízate; soy tu amigo.
—¿Mi amigo? ¿Acaso tengo alguno? Pero ¿por qué me visitas a esta hora?
—Es la única en que se me permite visitarte.
—Pero ¿quién eres, entonces?
—Alguien a quien estos muros jamás podrán impedir la entrada. Alguien de quien, si te entregas, puedes esperar servicios que están más allá del poder humano.
Había algo terrible en estas palabras. Exclamé:
—¿Es el enemigo del alma quien me está tentando? Al pronunciar estas palabras, entró un monje, del corredor (donde evidentemente había estado vigilando, ya que estaba vestido). Exclamó:
—¿Qué ocurre? Me has desvelado con tus gritos… has pronunciado el nombre del espíritu infernal… ¿Acaso lo has visto?, ¿de qué tienes miedo? Me recobré y dije:
—No he visto ni he oído nada extraordinario. He tenido una pesadilla, eso es todo. ¡Ah!, hermano san José, no te extrañe que, después de los días que estoy pasando, mis noches sean inquietas.
Se retiró el monje, y el día siguiente transcurrió como de costumbre; pero por la noche me despertaron los mismos susurros. La primera vez, aquella voz sólo me había sobresaltado, ahora me llenó de alarma. En la oscuridad de la noche, y en la soledad de mi celda, esta repetida visita me abatió el ánimo. Casi empecé a admitir la idea de que era víctima de los asedios del enemigo del hombre. Repetí una oración; pero el susurro, que parecía sonar muy cerca de mi oído, siguió hablándome. Dijo:
—Escúchame… escúchame, y serás feliz. Renuncia a tus votos, ponte bajo mi protección y no tendrás motivo de queja con ese cambio. Levántate, pisotea el crucifijo que encontrarás a los pies de la cama, escúpele al cuadro de la Virgen que hay al lado, y…
Al oír estas palabras, no pude reprimir un grito de horror. La voz cesó instantáneamente, y el mismo monje, que ocupaba la celda contigua a la mía, volvió a entrar con las mismas exclamaciones de la noche anterior; y al abrir la puerta, la luz que traía en la mano iluminó el crucifijo y un cuadro de la Santísima Virgen colocados al pie de mi lecho. Yo me había incorporado al oír entrar al monje; vi los objetos y los reconocí como el mismo crucifijo y el mismo cuadro de la Virgen que habían retirado de mi celda. Todos los gritos hipócritas del monje sobre que le había vuelto a despertar no pudieron disipar la impresión que me produjo este pequeño detalle. Pensé, y no sin razón, que eran las manos de algún tentador humano las que habían traído tales objetos. Me levanté, completamente despierto ante tan horrible fingimiento, y ordené al monje que saliese de mi celda. Él me preguntó, con una espantosa palidez en el semblante, por qué le había despertado otra vez; dijo que era imposible descansar mientras se oyesen tales voces en mi celda; y finalmente, tropezando con el crucifijo y el cuadro, preguntó cómo era que estaban allí. Le contesté:
—Tú lo sabes mejor que yo.
—¡Cómo!, ¿acaso me acusas de tener un pacto con el demonio infernal? ¿Por qué medios pueden haber entrado estos objetos en tu celda?
—Por las mismísimas manos que se los llevaron —contesté.
Estas palabras parecieron hacer mella en él durante un instante; pero se retiró, declarando que si continuaban los alborotos en mi celda, tendría que comunicárselo al Superior. Le contesté que, por mi parte, no continuarían… pero temblaba pensando en la noche siguiente.
Y con razón. Esa noche, antes de acostarme, repetí una oración tras otra, con el alma abrumada por los terrores de mi posible excomunión. Murmuré también las oraciones contra la posesión y los asedios del malo. Me vi obligado a repetir estas últimas de memoria porque, como he dicho, no me habían dejado ningún libro en la celda y rezando tales plegarias, que eran muy largas y algo retóricas, me quedé dormido. No me duró mucho este sueño. Nuevamente me interpeló la voz susurrante junto a mi cama. Tan pronto como la oí, me levanté sin temor. Anduve por la celda con la manos extendidas y los pies descalzos. No logré dar más que con las paredes desnudas: no tropecé con ningún objeto visible o tangible. Me acosté otra vez; y apenas había empezado la oración con que trataba de fortalecerme, cuando se repitieron los mismos susurros junto a mi oído, sin que pudiera averiguar de dónde provenían ni evitar que llegaran a mí. Así, me vi completamente privado del sueño. Pero si me adormilaba en algún momento, los mismos susurros se introducían en mis sueños. La fiebre se apoderó de mí a causa de la falta de descanso y de este modo, pasaba las noches vigilando los susurros, o escuchándolos, y los días haciendo mil conjeturas o pronósticos espantosos. Cuando se acercaba la noche, sentía una mezcla inconcebible de impaciencia y terror. Sabía que todo era impostura; pero eso no me consolaba, pues la malicia y ruindad humana: pueden llevarse a extremos capaces de hacer palidecer las del demonio. Cada noche se repetía el asedio, y cada noche se hacía más terrible. A veces, la voz me insinuaba las impurezas más abominables… Otras, eran blasfemias que harían estremecer al demonio. Unas veces me aplaudía en tono de burla, y me aseguraba el éxito final de mi apelación; otras me lanzaba las más espantosas amenazas. El escaso sueño que lograba conciliar durante los intervalos de esta visita, era todo menos reparador. Me despertaba empapado en un sudor frío, cogido a los barrotes de mi cama, y repitiendo con voz inarticulada los últimos susurros vertidos en mi oído. Cuando me incorporaba sobresaltado, encontraba mi lecho rodeado de monjes, quienes me aseguraban que les había desvelado con mis gritos, y que habían acudido aterrados a mi celda. Luego, se dirigían unos a otros, y a mí, miradas de consternación; decían:
—A ti te ocurre algo extraordinario… Algo de lo que no quieres descargarte agobia tu mente.
Me suplicaban, con las más tremendas expresiones, y en interés de mi propia salvación, que revelara la causa de tan extraordinarias visitas. Al oír estas palabras, aunque antes me sintiera agitado, me serenaba siempre. Y decía:
—No ocurre nada… ¿por qué entráis en mi celda? Ellos movían la cabeza y fingían retirarse lentamente y de mala gana, mientras yo repetía:
—¡Ah!, hermano Justino, ¡ah!, hermano Clemente, os creo, os comprendo; pero recordad que hay un Dios en el cielo.
Una noche permanecí echado en la cama mucho tiempo sin oír nada. Me dormí; pero no tardó en despertarme una luz extraordinaria. Me incorporé en la cama, y vi ante mí a la madre de Dios, en toda su gloriosa y radiante encarnación de beatitud. Más que estar de pie, flotaba en una atmósfera de luz a los pies de mi lecho, con un crucifijo en la mano, y parecía invitarme con gesto amable, a que besara las cinco llagas misteriosas[17]. Por un momento, casi creí en la presencia real de esta gloriosa visita; pero justo en ese momento se oyó la voz más fuerte que nunca: «Recházalas, escúpelas… Eres mío, y exijo este homenaje de mi vasallo». Tras estas palabras, desapareció la imagen instantáneamente, y la voz reanudó sus susurros; pero los repitió a un oído insensible, porque yo me había desmayado. Pude distinguir fácilmente entre este estado y el sueño por el tremendo malestar, los sudores fríos y la horrible sensación de desvanecimiento que lo precedió, y por los penosos y prolongados esfuerzos que acompañaron a mi recuperación. Entretanto, la comunidad entera comentó y aun exageró este terrible fingimiento; el descubrirlo fue para mi un tormento, tanto mayor cuanto que era yo la víctima. Cuando la ficción adopta la omnipotencia de la realidad, cuando comprobamos que nos hacen sufrir tanto las ilusiones como la realidad, nuestros sufrimientos pierden toda dignidad y todo consuelo. Nos volvemos demonios contra nosotros mismos, y nos reímos de aquello bajo lo cual nos retorcemos. Durante el día, me veía expuesto a gestos de horror, estremecimientos de recelo y, lo peor de todo, a hipócritas miradas de conmiseración, apresuradamente desviadas, que dirigían un instante hacia mí su piadosa atención, y luego, al punto, se elevaban al cielo como implorando perdón por el involuntario crimen de haber compadecido a alguien a quien Dios había rechazado. Cuando me encontraba con alguien en el jardín, éste torcía en otra dirección, y se santiguaba en presencia mía. Si me cruzaba con ellos en los corredores del convento, se recogían los hábitos, volvían la cara hacia la pared y desgranaban las cuentas de sus rosarios al pasar yo junto a ellos. Si me atrevía a humedecer la mano en el agua bendita de la puerta de la iglesia, toda la comunidad adoptaba precauciones contra el poder del malo. Se distribuyeron fórmulas de exorcismo y se utilizaron oraciones adicionales en el servicio de maitines y de vísperas. Muy pronto se difundió la noticia de que Satanás había recibido permiso para visitar a un ferviente y favorecido servidor suyo en el convento, y que todos los hermanos debían estar preparados para la redoblada malicia de sus asaltos. El efecto de esta noticia en los jóvenes internos fue indescriptible. Huían de mí a velocidad meteórica cada vez que me veían. Si la necesidad nos obligaba a estar cerca en algún momento, se armaban de agua bendita y me la arrojaban a cubos; y cuando eso no podía ser, ¡qué gritos, qué convulsiones de terror! Se arrodillaban, chillaban, cerraban los ojos y gritaban:
—¡Satanás, ten misericordia de mí, no me claves tus garras infernales… llévate a tu víctima! —y mencionaban mi nombre.
Finalmente, empecé a sentir en mí el terror que yo inspiraba. Empecé a creerme… no sé qué, lo que ellos me creían. Era un estado de ánimo espantoso, pero imposible de evitar. En ocasiones, cuando el mundo entero está contra nosotros, empezamos a compartir esta hostilidad contra nosotros mismos para evitar la vergonzosa sensación de estar solos en nuestro bando. Y era tal mi aspecto, también, mi rostro encendido y ojeroso, mi vestido desgarrado, mi paso desigual, mi constante murmurar en voz baja y mi total aislamiento respecto de la vida de la casa, que mi exterior debía de justificar, sin duda, cuanto horrible y espantoso podía suponerse que ocurría en mi mente. Tal debía de ser el efecto que producía yo entre los miembros más jóvenes. Les habían enseñado a odiarme, pero su odio estaba ahora mezclado de terror; y esa mezcla es la más terrible de las complicaciones de la pasión humana. Pese a lo desolado de mi celda, me retiraba a ella, dado que estaba excluido de los ejercicios de la comunidad. Cuando la campana tocaba a vísperas, oía los pasos de los que corrían presurosos a unirse al servicio de Dios; y pese a lo tedioso que me había parecido siempre ese servicio, ahora habría dado un mundo, con tal de que se me permitiera asistir, como defensa contra esa horrible misa satánica de medianoche[18] a la que esperaba ser llamado. No obstante, me arrodillaba en mi celda, repetía cuantas oraciones podía recordar, mientras cada tañido de la campana golpeaba mi corazón, y los cánticos del coro que me llegaban de abajo resonaban como un eco repulsivo a una respuesta que ya mis temores anticipaban de cielo.
Una noche en que aún estaba yo rezando, pasaron unos monjes por delante de mi celda, y dijeron de manera audible:
—¿Por qué finges rezar? Muérete, infeliz desesperado… muérete ya, y sufre tu condenación. Precipítate ya en el abismo infernal, y no sigas profanando estos muros con tu presencia.
A estas palabras, yo me limité a redoblar mis plegarias; pero consideraron eso una ofensa aún mayor, pues los clérigos no soportan oír rezar de manera distinta a la suya. La voz que un individuo solitario eleva a Dios suena en sus oídos como una profanación. Preguntan: «¿Por qué no utiliza nuestra fórmula? ¿Cómo se atreve a esperar ser oído?». ¡Ay!, ¿son pues, las fórmulas lo quc Dios tiene en cuenta? ¿No es, más bien, la oración del corazón lo único que llega hasta Él, y la que prospera en su petición? Cuando decían en voz alta, a pasar por delante de mi celda: «Muérete, ya, desdichado impío, muérete Dios no te escucha», y yo les contestaba de rodillas con bendiciones, ¿quién de nosotros tenía espíritu de oración?». Esa noche tuve una prueba que ya no fui capaz de resistir más. Mi cuerpo estaba agotado, mi mente excitada; y dada la fragilidad de nuestra naturaleza no se prolonga demasiado esa batalla entre los sentidos y el alma sin que acabe venciendo la parte peor. Tan pronto como estuve acostado, empezó a susurrar la voz. Yo me puse a rezar, pero la cabeza se me iba, y mis ojos despedían fuego un fuego casi tangible, porque la celda parecía envuelta en llamas. Recuerdo que tenía el cuerpo exhausto por el hambre, y la mente, por la persecución Luché con lo que tenía conciencia de que era un delirio…, pero esta conciencia agravaba su horror. Es preferible volverte loco de una vez a creer que todo el mundo se ha confabulado para simular y hacer que lo seas, pese a que estás convencido de tu cordura. Esa noche los susurros fueron tan horribles, y estuvieron tan llenos de inenarrables abominaciones, de… cosas que no quiero pensar, que mis propios oídos enloquecieron. Mis sentidos parecieron trastornarse juntamente con mi juicio. Os pondré un ejemplo, un pequeño ejemplo nada más, de los horrores que…». Aquí el español le habló en voz baja a Melmoth.[19] El oyente se estremeció, y el español prosiguió en tono agitado:
—No pude soportar más. Salté de la cama, eché a correr por la galería como un maníaco, y fui llamando a las puertas de las celdas, exclamando: «Hermano tal, reza por mí… reza por mí, te lo suplico». Levanté a todo el convento. Luego bajé desalado a la iglesia; estaba abierta y entré. Eché a correr por la nave lateral, me precipité hacia el altar. Abracé las imágenes, me agarré al crucifijo y oré en voz alta insistiendo en mis súplicas. Los monjes, despertados por mis gritos, o quizá a la espera de que los diese, bajaron en tropel a la iglesia, pero al descubrir que estaba yo allí, se abstuvieron de entrar: se quedaron en la puerta, con luces en las manos, mirándome. Formamos un singular contraste: mi figura corriendo frenética por la iglesia a oscuras (ya que sólo había unas pocas lámparas que ardían débilmente), y el grupo de la puerta, cuya expresión de horror resaltaba vigorosamente a causa de la luz, que parecía haberme abandonado a mí para concentrarse en ellos. En el estado en que ellos me veían, la persona más imparcial de la tierra habría podido tomarme por un loco o un poseso, o ambas cosas a la vez. El cielo sabe, también, qué interpretación se habría podido dar a mis atropelladas acciones, que la oscuridad reinante exageraba y distorsionaba, o a las oraciones que yo pronunciaba, dado que incluía en ellas los horrores de las tentaciones contra las que imploraba protección.
Agotado al fin, caí al suelo, y allí permanecí, sin fuerzas para levantarme, aunque sí para escuchar y observar cuanto ocurría. Les oí discutir sobre si debían dejarme donde estaba o no, hasta que el Superior les ordenó que sacaran del santuario esa abominación; y era tal el miedo que yo les inspiraba, y que ellos mismos se fomentaban con sus fingimientos, que tuvo que repetir su orden antes de que le obedecieran. Por último se acercaron adonde estaba yo, con la misma precaución que habrían adoptado ante un cadáver infecto, y me sacaron tirando de mi hábito, dejándome sobre el pavimento, delante de la puerta de la iglesia. Luego se retiraron, y en ese estado me quedé verdaderamente dormido, permaneciendo así hasta que me despertaron las campanas que llamaban a maitines. Volví en mí, y traté de levantarme; pero dado que había dormido en el suelo húmedo, en un estado febril, de excitación y terror, sentí mis miembros tan entumecidos que no pude hacerlo sin experimentar los dolores más agudos. Al entrar la comunidad al servicio de maitines, no pude reprimir algún gemido de dolor. Ellos se dieron cuenta sin duda de lo que me pasaba; pero nadie me ofreció ayuda, ni yo me atrevía a pedirla. Tras lentos y penosos esfuerzos, llegué finalmente a mi celda; pero al ver mi cama, me estremecí y me dejé caer en el suelo para descansar.
Yo sabía que algo habría trascendido de tan extraordinaria situación, que una subversión como ésta del orden y la tranquilidad de un convento obligaría a efectuar algún tipo de indagación, aunque la causa fuese menos importante. Pero tenía el lúgubre presentimiento (porque el sufrimiento nos llena de presagios) de que esta indagación, aunque se llevase a cabo, resultaría desfavorable para mí. Yo era el Jonás del barco: soplara la tormenta del lado que soplase, presentía que el golpe caería sobre mí. Hacia mediodía, recibí la orden de presentarme en el aposento del Superior. Fui; pero no como antes, con una mezcla de súplica y protesta en los labios, y de esperanza y temor en el corazón, presa de una fiebre o excitación de terror, sino sombrío, escuálido, indiferente, sin miedo; mis fuerzas físicas estaban agotadas por la fatiga y la falta de descanso, y mi capacidad mental, por el acoso incesante e insoportable. Ya no iba cohibido y suplicando a su maldad, sino desafiándola, casi deseándola, con la terrible e indefinida curiosidad que da la desesperación. El aposento estaba repleto de monjes; el Superior estaba de pie, en medio del semicírculo que formaban a cierta respetuosa distancia de su persona. Yo debí de ofrecer un lamentable contraste ante aquellos hombres que se enfrentaban a mí con el orgullo de su poder, con largos y nada desgarbados hábitos que conferían a sus figuras un aire solemne, quizá más imponente que el mismo esplendor, mientras que yo, al contrario que ellos, andrajoso, flaco, lívido, obstinado, era la mismísima personificación de un espíritu maligno llamado a la presencia de los ángeles del juicio. El Superior me dirigió un largo discurso en el que rozó muy de pasada el escándalo ocasionado por mi determinación de rechazar los votos. Soslayó asimismo toda referencia a la circunstancia conocida por el convento, menos por mí, de que la sentencia sobre mi apelación se sabría en pocos días Pero, con unos términos que (a pesar de mi conciencia de que eran engañosos) me hicieron estremecer, aludió al horror y consternación que reinaba en el convento por mi última y terrible visita, como él la llamó.
—Satanás ha decidido tomar posesión de ti —dijo— porque has querido ponerte en sus manos con la impía revocación de tus votos. Eres Judas entre los hermanos; un Caín marcado en medio de una familia primitiva, un chivo expiatorio que lucha para ir de las manos de la asamblea a la espesura. Los horrores que tu presencia acumula sobre nosotros hora tras hora no sólo son intolerables para la disciplina de una institución religiosa, sino para la paz de una sociedad civilizada. No hay un solo monje que pueda dormir a tres celdas de la tuya. Les despiertas con tus horribles alaridos… gritas que el espíritu infernal está perpetuamente junto a tu cama… que te suspira al oído. Corres de celda en celda suplicando a los hermanos que recen por ti. Tus alaridos turban el sagrado sueño de la comunidad, ese sueño que ellos concilian sólo en los intervalos entre sus devociones. Todo orden se halla alterado, toda disciplina subvertida, mientras estés con nosotros. La imaginación de los miembros más jóvenes se encuentra a la vez contaminada e inflamada por la idea de las infernales e impuras orgías que el demonio celebra en tu celda, de las que no sabemos si tus gritos (que todos podemos oír) las celebran o proclaman tu remordimiento. Irrumpes a medianoche en la iglesia, destruyes las imágenes, ultrajas el crucifijo, pisoteas el altar; y cuando la comunidad entera se ve obligada, ante semejante atrocidad y blasfemia, a sacarte a rastras del lugar que has profanado, molestas con tus gritos a los que pasan a tu lado para asistir al servicio de Dios. En una palabra, tus aullidos, tus contorsiones, tu lenguaje demoníaco, así como tus actitudes y gestos, justifican sobradamente la sospecha que abrigamos desde tu entrada en el convento. Has sido abominable desde tu nacimiento… eres fruto del pecado… y lo sabes. En medio de esa lívida palidez, esa blancura antinatural que decolora hasta tus labios, veo como un tinte rojo que arde en tus mejillas ante la mera alusión de esta verdad. El demonio que presidió tu nacimiento (demonio de la impureza y del antimonaquismo) te persigue por las mismas paredes del convento. El Todopoderoso, por medio de mi voz, te suplica que te vayas; vete y no nos turbes más. Alto —añadió al ver que yo obedecía sus instrucciones literalmente—; detente; los intereses de la religión y de la comunidad exigen que tome nota de las extraordinarias circunstancias que han rodeado tu impía presencia entre estos muros. Dentro de poco recibirás la visita del Obispo; prepárate como puedas para ella.
Consideré que eran las últimas palabras que me dirigía; y me disponía a retirarme, cuando me llamó otra vez. Deseaba oírme alguna palabra, que ya todos ponían en mi boca, de reproche, de protesta, de súplica. Me resistí a ello tan firmemente como si estuviese enterado (aunque no era así) de que el Obispo había iniciado personalmente la investigación sobre la alterada situación del convento; y de que, en vez de invitar el Superior al Obispo a investigar la causa de tales alteraciones (es lo último que habría hecho), el Obispo (hombre cuyo carácter describiré más adelante), había sido informado de todo este escándalo y había decidido encargarse del caso personalmente. Inmerso como me hallaba yo en la soledad y la persecución, ignoraba que todo Madrid estaba en ascuas, que el Obispo había decidido no ser más un oyente pasivo de los extraordinarios incidentes que, según le contaban, ocurrían en el convento; que, en una palabra, mi exorcismo y mi apelación oscilaban en los platos opuestos de la balanza, y que ni siquiera el Superior sabía de qué lado se inclinaría ésta. Yo ignoraba por completo todo esto, ya que nadie se atrevía a contármelo. Así que me dispuse a retirarme sin pronunciar una palabra de respuesta a las numerosas sugerencias que me susurraban de que me sometiera al Superior e implorase su intercesión ante el Obispo para que suspendiera tan ignominiosa investigación que a todos nos amenazaba. Me abrí paso entre ellos, ya que me tenían rodeado, me detuve en la puerta, sereno y adusto; les dirigí una mirada retadora, y dije:
—Dios os perdone a todos y os conceda la absolución en su tribunal, porque yo no dudaré en apelar ante el del Obispo.
Estas palabras, aunque pronunciadas por un endemoniado harapiento (como ellos me consideraban), les hicieron temblar. Rara vez se oye la verdad en los conventos, y por ello su lenguaje es igualmente enfático y amenazador.
Los monjes se santiguaron y, al abandonar yo el aposento, repitieron:
Pero, ¿qué pasaría si evitáramos este desacato?
—¿Con qué medios?
—Con los que convengan a los intereses de la religión: está en juego el prestigio del convento. El Obispo es un hombre de carácter estricto y escudriñador; estará con los ojos abiertos… averiguará lo que ocurre… ¿qué será de nosotros? ¿No sería mejor que? …
—¿Que qué?
—Ya nos comprendéis.
—Aunque os comprendiera, queda muy poco tiempo.
—Hemos oído decir que la muerte de los maníacos sobreviene de repente, y que…
—¿Qué os atrevéis a insinuar?
—Nada, nosotros hablábamos de cosas que todo el mundo sabe, que un sueño profundo puede ser un buen reconstituyente para los lunáticos. Él es lunático, como todo el convento está dispuesto a jurar: un desdichado poseído por el espíritu infernal, al que invoca cada noche en su celda… y que perturba a todo el convento con sus gritos.
A todo esto, el Superior se paseaba impaciente de extremo a extremo de su aposento. Enredaba los dedos en su rosario, lanzaba a los monjes miradas furibundas de cuando en cuando. Por último, dijo:
—A mí mismo me ha despertado con sus gritos, sus delirios y su indudable trato con el enemigo del alma. Necesito descansar… me hace falta un profundo sueño que repare mi ánimo quebrantado… ¿qué me prescribiríais? Algunos monjes dieron un paso adelante, sin haber comprendido la insinuación, y le recomendaron ansiosamente somníferos corrientes, mitridato, etc, etc. Un viejo monje le susurró al oído:
—Láudano; el láudano os procurará un sueño profundo y reparador. Probadlo, padre, si necesitáis descansar; pero experimentadlo sobre seguro; ¿no sería mejor probarlo primero en otro? El Superior asintió; y ya iba la reunión a disolverse, cuando cogió al viejo monje por el hábito y le dijo en voz muy baja:
—Pero nada de homicidios.
—¡Oh, no!, sólo un profundo sueño. ¿Qué importa cuándo despierte? Cuando lo haga, quizá sea para sufrir en esta vida, o en la otra. Nosotros no tenemos nada que ver en ese asunto. ¿Qué significan unos momentos antes o después? El Superior era de carácter tímido y apasionado. Aún seguía sujetando al monje por el hábito, y le dijo:
—Pero no tiene que saberse.
—¿Y quién podría saberlo? En ese momento sonó el reloj, y un monje viejo y ascético que ocupaba la celda contigua a la del Superior, y que acostumbraba a exclamar: «Dios todo lo sabe», a cada hora que daba el reloj, repitió eso mismo en voz alta. El Superior soltó el hábito del monje, y éste se retiró a su celda golpeado por Dios, si puedo usar esa expresión: no se administró láudano esa noche, no oí la voz, dormí de un tirón, y el convento entero se vio libre de los acosos del espíritu infernal. ¡Ay!, nadie lo turbó, sino ese espíritu que la natural malignidad y soledad invocan en lo íntimo de cada corazón, y nos fuerza, por terrible economía de la infelicidad, a alimentarlo con los elementos vitales de los demás, ahorrando los nuestros propios.
Esta conversación me la repitió más tarde un monje en su lecho de muerte. Había estado presente en ella, y no tengo motivos para dudar de su veracidad. De hecho, siempre he pensado que paliaba más que agravaba la crueldad de todos ellos para conmigo. Me habían hecho sufrir más que el equivalente de muchas muertes: el simple sufrimiento de la muerte habría sido instantáneo, el simple acto habría sido piadoso. Al día siguiente, se esperaba la visita del Obispo. Se efectuaron una especie de aterrados e indescriptibles preparativos entre la comunidad. Esta casa era la primera de Madrid, y la circunstancia singular de que el hijo de una de las más elevadas familias de España hubiera ingresado en ella muy joven, hubiera protestado contra sus votos a los pocos meses, se le hubiera acusado de pactar con el espíritu infernal unas semanas después, junto con la esperanza de una sesión de exorcismo, la duda sobre el éxito de mi apelación, la probable intervención de la Inquisición, la posible celebración de un auto de fe, habían inflamado la imaginación de Madrid entero; y jamás anheló tanto un auditorio que se alzara el telón de una ópera popular, como anhelaban los religiosos y no religiosos de Madrid que se iniciase la función que se estaba preparando en el convento de los ex jesuitas.
En los países católicos, señor, la religión es el drama nacional; los sacerdotes son los actores principales, y el pueblo su auditorio: y tanto si la obra concluye con un «Don Giovanni» precipitándose en las llamas, o con la beatificación de un santo, el aplauso y el regocijo son idénticos.
Yo temía que mi destino fuese ser de los primeros. No sabía nada del Obispo, y no esperaba nada de su visita; pero mis esperanzas empezaban a aumentar en proporción a los visibles temores de la comunidad. Me decía, con la natural malignidad de la desdicha: «Si ellos tiemblan, yo puedo alegrarme». Cuando el sufrimiento se contrapesa de este modo con el sufrimiento, la mano es firme; siempre estamos dispuestos a inclinar la balanza de nuestro lado. El Obispo llegó temprano, y pasó unas horas con el Superior en el aposento de éste. Durante ese intervalo, reinó una quietud en la casa que contrastaba de manera notable con la agitación que la había precedido. Yo estaba en mi celda de pie; de pie, porque no me habían dejado una silla donde sentarme. Me decía: «Este acontecimiento no presagia nada, ni bueno ni malo, para mí. No soy culpable de lo que me acusan. Jamás podrán probarlo: ¡cómplice de Satanás! ¡Víctima de una ilusión diabólica!… ¡Ah!, mi único crimen es mi involuntaria sujeción a los engaños que ellos practican en mí. Este hombre, el Obispo, no puede darme la libertad; pero al menos puede hacerme justicia». Entretanto, la comunidad se mostraba enfebrecida: estaba en juego el prestigio de la casa: mi situación era de dominio público. Ellos se habían esforzado en presentarme, de puertas para fuera, como un poseso, y en hacer que me sintiese como tal de puertas para dentro. En consideración a la naturaleza humana, por temor a violentar la decencia y miedo a deformar la verdad, no intentaré referir los medios a que recurrieron ellos, la mañana de la visita del Obispo, para hacerme representar el papel de un poseso, loco y desdichado blasfemo. Los cuatro monjes a que antes he aludido fueron los principales verdugos (así es como debo llamarles). Con el pretexto de que no había parte de mi persona que no estuviese bajo la influencia del demonio.
[…].
Eso no fue suficiente. Me rociaron casi hasta ahogarme con agua bendita. Luego siguió…
[…].
El resultado fue que me hallaba medio desnudo, medio ahogado, jadeante, atragantado y delirando de furia, de vergüenza y de miedo, cuando me ordenaron que me presentara al Obispo, el cual, rodeado por el Superior y la comunidad, me esperaba en la iglesia. Éste era el momento que habían esperado; yo me sometí a ellos. Dije extendiendo los brazos:
—Sí, llevadme desnudo, loco (con la religión y la naturaleza igualmente violadas en mi injuriada persona) ante vuestro Obispo. Si es hombre sincero, si tiene conciencia, ¡ay de vosotros, hipócritas, despóticos desdichados! ¡Me habéis vuelto medio loco!; ¡me habéis casi asesinado con las monstruosas crueldades que habéis practicado en mí!… ¡Y en este estado queréis llevarme ante el Obispo! ¡Sea, pues; os seguiré! Mientras pronunciaba yo estas palabras, me ataron los brazos y las piernas con cuerdas, me bajaron, me dejaron junto a la puerta de la iglesia, y se quedaron cerca de mí. El Obispo se hallaba delante del altar, con el Superior; la comunidad ocupaba el coro. A continuación me arrojaron al suelo como un montón de carroña, y retrocedieron como si temiesen contagiarse al tocarme. Esta escena asombró al Obispo. Dijo en voz alta:
—Levanta, infeliz, y acércate.
Yo contesté con una voz cuyo acento pareció conmoverle:
—Ordenadles que me desaten, y os obedeceré.
El Obispo dirigió una mirada fría y, no obstante, indignada al Superior, quien inmediatamente se acercó a él y comenzó a susurrarle. Esta consulta en voz baja duró algún tiempo; sin embargo, aunque tendido en el suelo, pude ver que el Obispo decía que no con la cabeza a cada cosa que el Superior le susurraba; y al final ordenó que me desataran. No mejoró mucho mi situación con esta orden, pues los cuatro monjes no se separaban de mí. Me sujetaron por los brazos y me llevaron hasta los peldaños del altar. Y entonces, por pri mera vez, me hallé ante el Obispo. Era un hombre cuya fisonomía producía un efecto tan imborrable como su carácter: la primera dejaba su huella en los sentidos tan vivamente como el segundo en el alma. Era alto, majestuoso, con el pelo blanco; ni un solo sentimiento agitaba su semblante, ni una pasión había dejado huella en su rostro. Era una estatua de mármol del Episcopado, cincelada por la mano del catolicismo: una figura espléndida e inmóvil. Sus ojos, fríos y negros, no parecían mirarte cuando se volvían hacia ti. Su voz, cuando te llegaba, no se dirigía a ti, sino a tu alma. Ése era su exterior; por lo demás, su carácter era intachable, su disciplina ejemplar, su vida la de un anacoreta tallado en piedra. Pero era sospechoso en cierto modo de lo que se llama liberalidad de opiniones (es decir, de cierta propensión al protestantismo), y la santidad d su carácter era inútil garantía contra la heterodoxia que se le imputaba, de suerte que apenas podía corregir con su rígido conocimiento los abusos de cada convento de su diócesis, entre los que estaba el mío. Tal era el hombre ante el que me encontraba. Al ordenar que me soltasen, el Superior se mostró muy agitado; pero la orden fue categórica, y no hubo más remedio que cumplirla. Me encontraba, pues, entre los cuatro monjes que me sujetaban, y comprendí que mi aspecto justificaba sin duda la impresión que él había recibido. Yo estaba andrajoso, famélico, lívido y muy alterado por el trato horrible que acababa de recibir. Confiaba, sin embargo, en que mi sumisión a cuanto se decidiera modificase favorablemente, en alguna medida, la opinión del Obispo. Soportó de evidente mala gana las fórmulas de exorcismo que recitaron en latín, durante las cuales no pararon los monjes de santiguarse, y los acólitos de hacer uso del incienso y el agua bendita. Cada vez que se pronunciaba la expresión diabole te adjuro, los monjes que me sujetaban me retorcían disimuladamente los brazos, de modo que pareciesen contorsiones, y me arrancaban gritos de dolor. Esto, al principio, pareció turbar al Obispo; pero cuando la ceremonia de exorcismo hubo concluido, me ordenó que me acercara solo al altar. Traté de hacerlo, pero los cuatro monjes me rodearon, de forma que pareciese que yo tropezaba con una gran dificultad. Así que dijo:
—Apartaos, dejadle solo.
Se vieron obligados a obedecer. Avancé solo, temblando. Me arrodillé. El Obispo, colocando su estola sobre mi cabeza, preguntó:
—¿Crees en Dios y en la Santa Madre Iglesia católica? En vez de contestar, proferí un alarido, aparté la estola de una manotada y, presa de un vivo dolor, pateé en los peldaños del altar. El Obispo retrocedió, al tiempo que el Superior y los demás avanzaron. Hice acopio de valor al verles venir hacia mí; y sin pronunciar una palabra, señalé los trozos de cristales rotos que habían esparcido sobre los peldaños donde yo estaba, los cuales habían traspasado mis sandalias rotas. Ordenó el Obispo a un monje que los barriera con la manga de su hábito. Se obedeció al punto su mandato, y seguidamente me coloqué de pie ante él sin temor ni dolor. Siguió preguntándome:
—¿Por qué no rezas en la iglesia?
—Porque se me cierran las puertas.
—¿Cómo es eso? Tengo un informe en mis manos en el que se alegan muchas quejas contra ti, y entre las primeras está que no rezas en la iglesia.
—Os digo que me cierran sus puertas. ¡Ay!, yo no podría abrirlas, como tampoco podría abrir los corazones de la comunidad; aquí todo está cerrado para mí.
Se volvió hacia el Superior, quien contestó:
—Las puertas de la iglesia están siempre cerradas para los enemigos de Dios.
El Obispo dijo con su severa calma habitual:
—Es una pregunta muy simple la que pretendo formular; las evasivas y los rodeos no me sirven. ¿Se le han cerrado las puertas de la iglesia a esta desdichada criatura? ¿Le habéis negado el privilegio de dirigirse a Dios?
—Sí, porque creí y pensé que…
—No os pregunto qué creísteis o qué pensasteis; pregunto tan sólo una cosa muy concreta. ¿Le habéis negado, sí o no, el acceso a la casa de Dios?
—Yo tenía motivos para creer que…
—Os advierto que esas respuestas pueden obligarme a haceros permutar en un instante la situación con el individuo a quien acusáis. ¿Le cerrasteis o no las puertas de la iglesia?; contestad sí o no.
El Superior, temblando de miedo y de rabia, dijo:
—Sí; tenía motivos para hacerlo.
—Eso le corresponde juzgarlo a otro tribunal. Pero parece que sois culpable de lo que le acusáis a él.
El Superior se quedó callado. El Obispo, tras examinar sus documentos, se dirigió a mí otra vez:
—¿Cómo es que los monjes no pueden dormir en sus celdas porque les perturbas?
—No lo sé; preguntadles a ellos.
—¿No te visita el espíritu del mal por la noche? ¿No se debe a tus blasfemias, a las execrables impurezas que profieres, y que oyen los que tienen la desgracia de alojarse cerca de ti? ¿No eres tú el terror y el tormento de toda la comunidad?
—Soy lo que ellos me han hecho —contesté—. No niego que hay ruidos extraños en mi celda, pero ellos pueden explicarlos mejor que yo. Me acosan ciertos susurros junto a mi cama. Parece que esos susurros llegan a los oídos de los hermanos, pues irrumpen en mi celda, y aprovechan el terror que me anonada para darle las más increíbles interpretaciones.
—¿No se oyen gritos, entonces, en tu celda durante la noche?
—Sí, gritos de terror, gritos proferidos no por quien celebra orgías infernales, sino por quien las teme.
—Pero ¿y las blasfemias, imprecaciones e impurezas que brotan de tus labios?
—A veces, presa de irreprimible terror, he repetido los susurros que se vierten en mi oído; pero siempre ha sido en una exclamación de horror y aversión; lo que prueba que esos susurros no son pronunciados, sino repetidos por mí, como el hombre que coge un reptil con la mano y observa un instante su fealdad, antes de arrojarlo lejos de sí. Pongo a toda la comunidad por testigo de que es cierto lo que digo. Los gritos que he proferido, las expresiones que he utilizado eran evidentemente de hostilidad hacia las infernales sugerencias que se me vertían al oído. Preguntad a todos: ellos pueden confirmar que cuando irrumpían en mi celda, me hallaban solo, temblando, convulso. He sido yo la víctima de esas alteraciones, de las que fingen quejarse; y aunque nunca he podido averiguar con qué medios han llevado a cabo esta persecución, no sería aventurado atribuirla a las mismas manos que cubrieron las paredes de mi celda con imágenes de demonios, cuyos rastros aún perduran.
—Se te acusa también de irrumpir en la iglesia a media noche, mutilar las imágenes, pisotear el crucifijo y ejecutar todos los actos de un demonio al violar un santuario.
Ante tan injusta y cruel acusación, no fui capaz de dominarme, y exclamé:
—¡Corrí a la iglesia en busca de protección en un paroxismo de terror, que sus maquinaciones habían inspirado en mí! ¡Corrí allí de noche porque durante el día estaba cerrada para mí! ¡Y me postré ante la cruz, en vez de pisotearla!, ¡y abracé las imágenes de los santos, en vez de profanarlas! ¡Y dudo que se hayan rezado oraciones más sinceras entre estos muros que las que recé yo esa noche en medio del desamparo, el terror y la persecución!
—¿No trataste de interrumpir y disuadir a la comunidad, a la mañana siguiente, con tus gritos, cuando ellos se dirigían a la iglesia?
—Me sentía entumecido por haber pasado la noche tendido en el pavimento, donde ellos me arrojaron. Intenté levantarme y alejarme, al oír que se acercaban; y al hacerlo, mis esfuerzos me arrancaron gritos de dolor; esfuerzos que me resultaron tanto más dolorosos cuanto que me negaron todos la más pequeña ayuda. En una palabra, todo es impostura. Yo corrí a la iglesia a suplicar misericordia, y ellos presentan mi acción como el ultraje de un espíritu renegado.
¿No podría utilizarse la misma arbitraria y absurda explicación para las visitas diarias de multitud de almas afligidas que lloran y gimen tan audiblemente como yo? Si hubiese tratado de derribar el crucifijo, de mutilar las imágenes, ¿no habrían quedado huellas de esa violencia? ¿No las habrían conservado cuidadosamente para reforzar la acusación contra mí? ¿Hay rastro de ellas? …No lo hay, no puede haberlo, porque no lo ha habido nunca.
El Obispo permaneció en silencio. Habría sido inútil apelar a sus sentimientos, pero el recurrir a los hechos produjo pleno efecto. Un instante después, dijo:
—Entonces, ¿no tienes inconveniente en ofrecer, delante de toda la comunidad, el mismo homenaje a las imágenes del Redentor y de los santos que dices que pretendías rendirles esa noche?
—Ninguno.
Me trajeron un crucifijo, lo besé con respeto y unción, y oré, mientras me brotaban lágrimas de los ojos ante los infinitos méritos del sacrificio que representaba. El Obispo dijo entonces:
—Haz un acto de fe, de amor, de esperanza.
Así lo hice; y aunque improvisadas, mis expresiones, según pude darme cuenta, hicieron que los dignos eclesiásticos que atendían al Obispo se dirigieran miradas en las que había compasión, interés y admiración. El Obispo dijo:
—¿Dónde has aprendido esas oraciones?
—Mi corazón es mi único maestro; no tengo otro… no se me permite tener ningún libro.
—¡Cómo! ¡Fíjate bien en lo que dices!
—Os repito que no tengo ninguno. Me han quitado mi breviario y mi crucifijo; han despojado mi celda de cuanto tenía. Me arrodillo en el suelo… y rezo con el corazón. Si os dignáis visitar mi celda, comprobaréis que os digo la verdad.
A estas palabras, el Obispo lanzó una terrible mirada al Superior. No obstante, se recobró en seguida ya que era un hombre que no estaba acostumbrado a ninguna emoción, y lo consideró al punto una falta a sus normas y un atropello de su dignidad. Me ordenó con voz fría que me retirase; luego, cuando iba a obedecerle, me llamó de nuevo: mi aspecto pareció sorprenderle por primera vez. Era un hombre tan absorto en la contemplación de esas frías e imperturbables aguas del deber, en las que su mente se hallaba anclada, sin flujos, corrientes ni progresos, que los objetos físicos había que ponérselos delante con mucha antelación, para que causasen alguna impresión en él a su debido tiempo; tenía los sentidos casi osificados. Así fue como se había puesto a examinar a un supuesto endemoniado; pero había decidido que debía ser un caso de injusticia e impostura, y actuó en el asunto con un espíritu, una decisión y una integridad que le honraban.
Pero el horror y la miseria de mi aspecto, que habrían sido lo primero en impresionar a un hombre de sentimientos superficiales, fueron lo último que le llegó a él. Se quedó perplejo al verme alejarme lenta y dolorosamente del altar, y su impresión fue proporcional a su lentitud. Me llamó otra vez y me preguntó, como si no me hubiese visto antes:
—¿Cómo es que llevas el hábito tan escandalosamente destrozado? A estas palabras, pensé que podía revelarle una escena que habría humillado aún más al Superior; pero dije únicamente:
—Es consecuencia de los malos tratos que he sufrido.
Siguieron otras diversas preguntas del mismo género relativas a mi aspecto, que era bastante lamentable, y por último me vi obligado a revelarle toda la verdad. El Obispo se enojó hasta lo increíble. Las mentalidades rígidas, cuando se dejan llevar por la emoción, actúan con una vehemencia inconcebible, porque para ellas cada cosa constituye un deber, incluida la pasión (cuando surge). Puede también que la novedad de la emoción les resulte una deliciosa sorpresa.
Mucho más le ocurrió al buen Obispo, que era tan puro como rígido; y se contraía de horror, de disgusto y de indignación ante los detalles que me vi obligado a facilitar (el Superior temblaba oyéndome hablar, y la comunidad no osaba contradecirme. Asumió de nuevo su actitud fría, ya que para él, el sentir era un esfuerzo, y el rigor un hábito, y me ordenó otra vez que me retirara. Obedecí y me fui a mi celda. Las paredes estaban tan desnudas como las había descrito; pero, aun contrastando con todo el esplendor y la pompa de la escena de la iglesia, parecían esmaltadas con mi triunfo. Por un momento desfiló ante mí una visión deslumbrante. Luego, todo se desvaneció, y en la soledad de mi celda, me arrodillé y supliqué al Todopoderoso que conmoviera el corazón del Obispo e infundiese en él la moderación y la sencillez con que yo le había hablado. Estando entregado a estas ocupaciones, oí pasos en el corredor. Cesaron un momento, y guardé silencio. Parecía como si fuesen personas que se hubieran detenido al oírme. Me di cuenta de que las escasas palabras que había pronunciado les habían causado impresión. Unos instantes después, el Obispo y los dignos eclesiásticos que le acompañaban, seguidos del Superior, entraron en mi celda. El primero se detuvo de golpe, horrorizado ante el aspecto que ésta ofrecía.
Ya os he dicho, señor; que mi celda no tenía más que cuatro paredes desnudas y un lecho: era una visión escandalosa, degradante. Yo estaba de rodillas en el centro de la habitación, sin la menor idea, bien lo sabe Dios, del efecto que producía. El Obispo miró a su alrededor durante un rato, mientras los eclesiásticos que le asistían manifestaban su horror con miradas y gestos que no necesitaban interpretación. El Obispo, tras una pausa, se volvió hacia el Superior:
—Y bien, ¿qué decís a esto? El Superior vaciló, y dijo por último:
—Ignoraba todo esto.
—Eso es falso —dijo el Obispo—; y aunque fuese cierto, sería un agravante, no una disculpa. Vuestros deberes os obligan a visitar las celdas todos los días; ¿cómo ibais a ignorar el vergonzoso estado de ésta, sin descuidar vuestras obligaciones? Dio varias vueltas por la celda seguido de los eclesiásticos que se encogían de hombros y se dirigían el uno al otro miradas de disgusto. El Superior estaba aterrado. Salieron, y pude oír que el Obispo decía, ya en el corredor:
—Todo este desorden debe quedar subsanado antes de que yo abandone la casa —y al Superior—: No servís para el cargo que ocupáis; tendréis que ser destituido —y añadió en tono más severo—: ¡Católicos, monjes, cristianos, esto es espantoso, horrible!, temblad ante las consecuencias si, en mi próxima visita, vuelvo a encontrar estos desórdenes… y os prometo que volveré muy pronto —luego se volvió y, deteniéndose en la puerta de mi celda, dijo al Superior—: Cuidad que todos los abusos cometidos en esta celda queden rectificados antes de mañana por la mañana.
El Superior manifestó en silencio su acatamiento a esta orden.
Esa noche me acosté sobre una colchoneta desnuda, entre cuatro paredes severas. Dormí profundamente debido al agotamiento. Me desperté por la mañana, mucho después de la hora de maitines, y me encontré rodeado de todas las comodidades que puede contener una celda. Como si se hubiesen utilizado artes mágicas durante mi sueño, el crucifijo, el breviario, el pupitre, la mesa, todo había sido devuelto a su sitio. Salté de la cama y miré verdaderamente extasiado a mi alrededor. A medida que transcurría el día y se acercaba la hora de la refección, decaía mi éxtasis, e iban aumentando mis terrores; no es fácil, en la sociedad de la que se es miembro, pasar de la extrema humillación y exclusión total a la situación anterior. Cuando tocó la campana, bajé. Me detuve en la puerta un momento… Luego, con un impulso semejante al de la desesperación, entré y ocupé mi sitio de costumbre. No me pusieron objeción ninguna, ni me dijeron una sola palabra. La comunidad se dispersó después de la comida. Esperé el toque de vísperas; pensé que sería decisivo. Tocó por fin la campana, y se congregaron los monjes. Yo me uní a todos ellos sin hallar oposición; tomé asiento en el coro… Mi triunfo era completo, y eso me hizo temblar. ¡Ay!, en un momento de éxito, ¿no solemos experimentar una sensación de terror? Nuestro destino desempeña siempre, para nosotros, el papel del antiguo esclavo, a quien se le pedía cada mañana que recordase al monarca que era un hombre; y pocas veces se olvida de cumplir sus propias predicciones antes del anochecer. Transcurrieron dos días. La tormenta que durante tanto tiempo nos había agitado parecía haberse resuelto en una calma repentina. Recuperé mi antiguo lugar, ejecuté mis deberes cotidianos, y nadie me felicitó ni me amonestó. Todos parecían mirarme como alguien que se inicia de nuevo en la vida monástica. Pasé dos días en completa tranquilidad y, pongo a Dios por testigo, gocé de este triunfo con modestia. Nunca hice alusión a mi situación anterior, nunca reproché nada a quienes habían sido los que la habían provocado, nunca dije una palabra sobre la visita que había hecho que el convento entero y yo cambiáramos los papeles en cuestión de horas, y que el oprimido pudiera asumir (si quería) el del opresor. Acogí mi triunfo con sobriedad, pues me sentía fortalecido por la esperanza de mi liberación. Sin embargo, no iba a tardar en llegar el triunfo del Superior.
Al tercer día, por la mañana, me llamaron al locutorio, donde un mensajero puso en mis manos un sobre con (según entendí) el resultado de mi apelación. De acuerdo con las reglas del convento, estaba obligado a llevarlo al Superior para que lo leyese él antes de hacerlo yo. Cogí el sobre y me dirigí despacio al aposento del Superior. Lo examiné, palpé sus esquinas, lo sopesé una y otra vez, y traté de extraer un pronóstico de su misma forma. Luego me cruzó por la mente la terrible idea de que, de haber sido la noticia favorable, el mensajero me lo habría entregado con una expresión de triunfo y, a pesar de las reglas del convento, yo habría sido capaz de romper los sellos que cerraban la sentencia de mi liberación. Somos propensos a hacer predicciones sobre nuestro destino, y siendo el mío el de monje, los augurios eran inevitablemente negros… y así se confirmaron.
Me detuve en la puerta de la celda del Superior con el sobre. Llamé, se me rogó que entrara y, con los ojos bajos, sólo pude distinguir los bordes de muchos hábitos, cuyos dueños se hallaban allí reunidos. Ofrecí el sobre con respeto. El Superior le echó una ojeada indiferente, y luego lo tiró al suelo. Uno de los monjes se agachó a recogerlo. El Superior exclamó:
—Alto, que lo recoja él.
Así lo hice, y me retiré a mi celda tras una profunda reverencia al Superior. En mi celda, me senté con el sobre fatal en mis manos. Iba a abrirlo, cuando una voz interior pareció decirme: «Para qué; conoces el resultado ya». Transcurrieron varias horas, antes de sentirme capaz de leerlo; era un informe del fallo sobre mi apelación. Parecía, por los detalles, que el abogado había utilizado al máximo su talento, su celo y su elocuencia, y que, por un momento, el tribunal había estado muy cerca de inclinarse a favor de mis reivindicaciones; pero se consideró que era sentar un precedente demasiado peligroso. El abogado comentaba en otra parte: «Si esto triunfara, los monjes de toda España recurrirán contra sus votos». ¿Podía esgrimirse argumento más sólido en favor de mi causa? Un impulso tan universal debe de basarse evidentemente en la naturaleza, la justicia y la verdad».
Al recordar el funesto resultado de su apelación, el desventurado español se sintió tan abrumado que tardó algunos días en reanudar el relato.