—Quien ha infierno —respondió Sancho—,
«nula es retencio», según he oído decir.
CERVANTES
Tras esta exclamación, Melmoth se quedó callado unas horas mientras le volvía la memoria, se le aclaraban los sentidos, y su majestad el entendimiento tornaba lentamente a su trono vacío.
—Ahora lo recuerdo todo —dijo, incorporándose en la cama con tan súbita energía que sobresaltó a la vieja ama, la cual creyó que le volvía la cura; pero cuando se acercó al lecho con la vela en una mano, protegiéndose los ojos con la otra mientras proyectaba todo el resplandor de la luz sobre el rostro del paciente, vio en seguida en sus ojos el brillo de la lucidez, en sus movimientos la fuerza de la salud. No se sentía capaz de negarse el placer de contestar a sus anhelantes preguntas sobre cómo había sido salvado, cómo había terminado la tormenta, y si, aparte de él, había sobrevivido alguien más del naufragio; pero consciente de su flojedad, se impuso solemnemente la obligación de no permitirle hablar ni oír, dado que lo importante era que recobrara la razón; y tras observar fielmente esta decisión durante varios días (¡prueba espantosa!), se sentía ahora como Fátima en Cymon, la cual, amenazada por el mago con la pérdida del habla, exclamó:
—¡Bárbaro!, ¿no quedarás satisfecho con mi muerte?
La vieja ama comenzó su relato, que tuvo el efecto de adormecer a Melmoth, el cual se sumió en un profundo descanso antes de que llegara a la mitad: sintió la beatitud de los inválidos de que habla Spenser, quien solía contrastar bardos irlandeses y descubrió que estos hombres infatigables proseguían su búsqueda de historias en cuanto se levantaban por la mañana. Al principio, Melmoth escuchó con atención; pero no tardó en encontrarse en ese estado le describe Joanna Baillie:
Del que, medio dormido, débilmente oye
El rumor de la charla en sus oídos.
Poco después, su respiración sosegada indicó al ama que «estaba molestando los sordos oídos de un hombre soñoliento»; luego, mientras corría las cortinas y bajaba la luz, las imágenes de su historia se incorporaron a los sueños de él, que aún parecía medio despierto.
Por la mañana, Melmoth se incorporó, miró en torno suyo, lo recordó todo al instante, aunque no con claridad, y sintió intensos deseos de ver al extranjero salvado del naufragio, el cual, según recordaba que había dicho el ama (mientras sus palabras parecían vacilar en el umbral de sus sentidos embotados, aún seguía con vida, y estaba en la casa, aunque débil y enfermo a causa de las contusiones recibidas y del agotamiento y el terror que había experimentado. Las opiniones de la servidumbre sobre este extranjero eran muy variadas. El saber que era católico había tranquilizado sus corazones, porque lo primero que hizo al recobrar el conocimiento fue pedir un sacerdote católico, y la primera vez que hizo uso de la palabra fue para expresar su satisfacción por encontrarse en un país donde podía gozar del beneficio de los ritos de su propia Iglesia. Así que todo estaba bien; pero había en él una misteriosa arrogancia y reserva que mantenía alejada la oficiosa curiosidad de los criados. A menudo hablaba para sí en una lengua que ellos no entendían; esperaban que el sacerdote les tranquilizara sobre este punto. Pero el sacerdote, después de escuchar largamente en la puerta del inválido, afirmó que la lengua en que sostenía tales soliloquios no era latín; y tras unas horas de conversación con él, se negó a decir en qué lengua hablaba consigo mismo el extranjero, y prohibió que se le hiciera pregunta alguna al respecto. Esto les sentó mal; pero peor aún les supo averiguar que el extranjero hablaba inglés con toda soltura y fluidez, y por tanto, quizá no tuviera derecho, como toda la casa afirmaba, a atormentarles con esas voces desconocidas que, por lo sonoras y fuertes, sonaban a los oídos de todos como una invocación a algún ser invisible.
—Cuando quiere algo, lo pide en inglés —decía la fatigada ama de llaves—, y sabe decir que quiere una vela o irse a la cama; así que, ¿por qué diablo no lo dice todo en inglés? Sabe también rezarle en inglés a esa imagen que se saca a cada momento del pecho, y le habla, aunque no es ningún santo al que reza, estoy segura (se la vi de refilón), sino más bien el diablo… ¡Jesús nos asista! Todos estos extraños rumores, y mil más, llegaron a oídos de Melmoth más deprisa de lo que él podía digerirlos.
—¿Está el padre Fay aquí, en la casa? —preguntó por último, al saber que el sacerdote visitaba al extranjero diariamente—. Si está, dile que quiero verle.
El padre Fay acudió tan pronto como dejó el aposento del extranjero.
Era un sacerdote grave y honrado, de quien «hablaban bien los que estaban fuera» del seno de su propio credo; y al entrar en la habitación, Melmoth se sonrió de las habladurías de sus criados.
—Os agradezco vuestra atención para con este desventurado caballero que, según creo, se encuentra alojado en mi casa.
—Es mi deber.
—Me han dicho que a veces habla en una lengua desconocida —el sacerdote asintió—. ¿Sabéis de qué país es?
—Es español —dijo el sacerdote. Esta respuesta simple, directa, tuvo la virtud de convencer a Melmoth de su veracidad, y de disipar todo el misterio que la estupidez de sus criados había formado a su alrededor. El sacerdote pasó a contarle los detalles de la pérdida del barco. Era un mercante inglés con destino a Wexford o Waterford, con muchos pasajeros a bordo; el mal tiempo lo había empujado hacia la costa de Wicklow, había encallado la noche del 19 de octubre, durante la intensa oscuridad que acompañó al temporal, en un arrecife poco visible, donde se hizo pedazos. La tripulación, los pasajeros, todos habían perecido salvo este español. Era extraño, también, que este hombre hubiera salvado la vida de Melmoth. Cuando nadaba por salvar la suya, le vio caer de la roca por la que trepaba y, aunque se encontraba casi exhausto, hizo acopio de las fuerzas que le quedaban para salvar a una persona que, según imaginaba, se había expuesto al peligro por humanidad. Consiguió salvarle, aunque Melmoth no tuvo conciencia de ello entonces; y por la mañana les encontraron en la playa, abrazados el uno al otro, pero rígidos y sin sentido. Al ir a levantarlos vieron que mostraban signos de vida, y el extranjero fue trasladado a casa de Melmoth.
—Le debe usted la vida —dijo el sacerdote al terminar.
—Iré ahora mismo a darle las gracias —dijo Melmoth; pero al ayudarle a levantarse, la vieja le susurró con visible terror:
—¡Por lo que más quiera, no le diga que es un Melmoth! Se puso como un loco cuando mencionaron el nombre delante de él, la otra noche.
El desagradable recuerdo de algunas partes del manuscrito le vinieron a la memoria al oír estas palabras, pero consiguió dominarse, y se dirigió al aposento que ocupaba el extranjero.
El español era un hombre de unos treinta años, de aspecto noble y modales agradables. A la gravedad de su nación se añadía un matiz más profundo de singular melancolía. Hablaba inglés con soltura; y cuando Melmoth le preguntó sobre el particular, dijo que lo había aprendido en una escuela dolorosa. Entonces Melmoth cambió de tema, y le manifestó una sincera gratitud por haberle salvado la vida.
—Señor —dijo el español—, disculpadme; si vuestra vida fuese para vos tan cara como la mía, no me lo agradeceríais.
—Sin embargo, habéis hecho los más extremados esfuerzos por salvarla —dijo Melmoth.
—Eso fue instintivo —dijo el español.
—Pero también luchasteis por salvar la mía —dijo Melmoth.
—Eso también fue el instinto del momento —dijo el español; luego, recobrando su altiva cortesía, añadió—: O digamos que fue un impulso de mi parte buena. Soy un completo desconocido en este país, y lo habría pasado muy mal de no ser por la protección que me brinda vuestro techo.
Melmoth observó que hablaba con evidente dolor, y unos momentos después confesó que, aunque había escapado sin graves daños, estaba tan magullado y lleno de heridas que aún respiraba con dificultad, y no había recuperado el completo dominio de sus miembros. Al concluir la enumeración de sus sufrimientos durante la tormenta, el naufragio y la lucha subsiguiente por salvar la vida, exclamó en español:
—¡Dios mío!, ¿por qué se salvó Jonás y perecieron los marineros? Iba a retirarse Melmoth, imaginándolo entregado a alguna piadosa oración, cuando le detuvo el español.
—Señor, ¿podéis decirme vuestro nombre? …
Melmoth se detuvo; se estremeció, y con un esfuerzo que más parecía una convulsión, vomitó su nombre:
—Me llamo Melmoth.
—¿Tuvisteis un antepasado, muy remoto, que estuvo… en un período quizá más allá de los recuerdos familiares…? Pero es inútil la pregunta —dijo cubriéndose el rostro con ambas manos y gimiendo en voz alta. Melmoth le escuchó con una mezcla de emoción y de terror.
—Quizá, si continuáis, pueda contestaros… Proseguid, señor.
—¿Tuvisteis —dijo el español, esforzándose en hablar precipitadamente—, tuvisteis, entonces, un pariente que, al parecer, estuvo en España hace unos ciento cuarenta años?
—Creo… me temo que sí… lo tuve.
—Entonces es suficiente, señor: dejadme… quizá mañana… Dejadme ahora.
—Es imposible dejaros ahora —dijo Melmoth, cogiéndole en sus brazos antes de que se desplomara al suelo.
No había perdido el conocimiento, ya que sus ojos giraban con expresión terrible, y trataba de decir algo. Estaban solos; Melmoth, incapaz de dejarle, dio una voz pidiendo agua; y cuando intentaba desabrocharle el chaleco y darle aire, su mano tropezó con una miniatura cerca del corazón del extranjero. El hecho de tocarla actuó en el paciente con toda la fuerza del más poderoso reconstituyente. La agarró con su mano fría, con la fuerza de la muerte, y murmuró con voz cavernosa y emocionada:
—¿Qué habéis hecho? —palpó ansiosamente la cinta de la que colgaba y, tranquilizado al ver que su terrible tesoro estaba a salvo, volvió los ojos hacia Melmoth con una expresión de temerosa serenidad—. ¿Entonces lo sabéis todo?
—Yo no sé nada —dijo Melmoth, vacilante.
El español se levantó del suelo, donde casi se había derrumbado, se liberó de los brazos que le sostenían; y enérgico, aunque tambaleante, corrió hacia las velas (era de noche), y puso la miniatura ante los ojos de Melmoth. Era el retrato de aquel ser extraordinario. Estaba pintado en un estilo tosco y de poco gusto; pero era tan fiel, que el lápiz parecía haber sido manejado más bien con la mente que con los dedos.
—¿Es éste, el original de este retrato, vuestro antepasado? ¿Sois descendiente suyo? ¿Sois el depositario de ese terrible secreto que…? —de nuevo se derrumbó al suelo, presa de una convulsión, y Melmoth, para cuyo estado de debilitamiento esta escena resultaba excesiva, tuvo que ser llevado a su propio aposento.
Transcurrieron varios días antes de ver nuevamente a su huésped; su ademán era a la sazón sosegado y tranquilo; y hasta pareció recordar la necesidad de excusarse por su agitación en su anterior encuentro. Empezó… vaciló… y calló; trató en vano de ordenar sus ideas, o más bien su lenguaje; pero el esfuerzo renovó de tal modo su agitación que Melmoth sintió por su parte la necesidad de evitar las consecuencias, y se puso a preguntarle, de la manera más inoportuna, el motivo de su viaje a Irlanda. Tras una larga pausa, dijo el español:
—Hasta hace unos días, señor, creía que ningún mortal podría obligarme a revelar ese motivo. Dado lo increíble que es, lo juzgaba incomunicable. Me creía solo en el mundo, sin afectos ni consuelo. Es curioso que el azar me haya puesto en contacto con el único ser del que podía esperar ayuda, y quizá un cambio de las circunstancias que me han colocado en tan extraordinaria situación.
Este exordio, pronunciado con sosegada aunque conmovida gravedad, impresionó a Melmoth. Se sentó, y se dispuso a escuchar; y el español empezó a hablar. Pero tras cierta vacilación, se arrancó el retrato del cuello, y pisoteándolo con gesto claramente continental, exclamó:
—¡Demonio!, ¡demonio! ¡Me tienes cogido por el cuello! —y aplastan do el retrato con el pie, cristal y todo, dijo—: Ahora me siento mejor.
La estancia donde se hallaban era un aposento bajo, oscuro y escasamente amueblado; la noche era tempestuosa; y como el viento batía las ventanas puertas, a Melmoth le pareció como si escuchase a algún heraldo del «destino y el miedo». Una honda y desagradable agitación sacudió su espíritu; y en la larga pausa que precedió al relato del español, pudo oír los latidos de su corazón. Se levantó e intentó detener la narración con un gesto de la mano; pero el español lo tomó por una muestra de impaciencia, y comenzó la historia, que, por consideración al lector, expondremos sin las interminables interrupciones, preguntas, anticipaciones de curiosidad y sobresaltos de terror con que la fue cortando Melmoth.
Relato del Español
—Soy, señor, como sabéis, natural de España, pero habéis de saber que, siendo de una de sus más nobles familias; de una familia que podía sentirse orgullosa en su época de mayor esplendor: la casa de Moncada. De esto no tuve conciencia durante los primeros años de mi vida; pero recuerdo que en esos años experimenté el singular contraste de ser tratado con la mayor ternura, y mantenido en el más sórdido aislamiento. Vivía en una casa miserable de las afueras de Madrid con una anciana, cuyo afecto por mí parecía estar dictado tanto por el interés como por la inclinación. Allí era visitado todas las semanas por un joven caballero y una hermosa mujer; me acariciaban, me llamaban su hijo bienamado, y yo, atraído por la gracia con que se envolvía la capa mi padre, y se ajustaba el velo mi madre, así como por cierto aire de indescriptible superioridad sobre los que me rodeaban, correspondía anhelante a sus caricias y les pedía que me llevaran a casa con ellos; y cuando oían estas palabras, lloraban siempre, entregaban un valioso presente a la mujer con la que yo vivía, cuyas atenciones se redoblaban con este esperado estimulante, y se marchaban.
Yo observaba que sus visitas eran siempre breves, e invariablemente de noche; así, una sombra de misterio envolvió los días de mi infancia, y tiñó quizá de manera perenne e imborrable las averiguaciones, el carácter y los sentimientos de mi actual existencia. Ocurrió un cambio repentino: un día me llevaron de visita, espléndidamente vestido, y en un soberbio vehículo movimiento me producía vértigo, cosa nueva y sorprendente para mí, a un palacio cuya fachada me pareció que llegaba hasta el cielo. Me pasaron apresuradamente a través de varias estancias cuyo esplendor me hacía daño a los ojos, entre un ejército de criados, hasta un gabinete donde se hallaba sentado un noble anciano ante el cual, por la serena majestuosidad de su porte y la silenciosa magnificencia que le rodeaba, me sentí dispuesto a dejarme caer de rodillas y a adorarle como adoramos a los santos, a los que descubrimos alojados en alguna remota y solitaria capilla, después de cruzar las naves de una inmensa iglesia. Mis padres estaban allí, y los dos parecían asustados ante la presencia de aquella anciana visión, pálida y augusta; su temor hacía aumentar el mío, y cuando me llevaron a sus pies, me sentí como si fueran a sacrificarme. Sin embargo, me abrazó con cierta renuencia y gran austeridad; y cuando hubo cumplido con este protocolo, durante el cual no paré de temblar, me sacó un criado y me condujo a un aposento donde fui tratado como el hijo de un grande; por la noche fui visitado por mi padre y mi madre; ella derramó abundantes lágrimas sobre mí al abrazarme, pero me pareció percibir que mezclaba lágrimas de dolor con las de cariño. Todo a mi alrededor parecía tan extraño que hasta me parecía normal en este cambio. Me sentía tan turbado que suponía que a los demás les ocurría lo mismo; lo contrario me habría sorprendido sobremanera.
Los cambios se sucedieron con tal rapidez que tuvieron sobre mí un efecto embriagador. Tenía yo por entonces doce años, y los hábitos contraídos en la primera etapa de mi vida tendían a exaltar mi imaginación en detrimento de las demás facultades. Cada vez que se abría la puerta esperaba una aventura; aunque eso sucedía rara vez, y sólo para anunciar las horas de devoción, comida y ejercicio. Al tercer día de haber sido recibido en el palacio de Moncada, se abrió la puerta a una hora inusitada (circunstancia que me hizo temblar de expectación), y mis padres, escoltados por varios criados, entraron acompañados de un joven cuya gran estatura y distinguida figura hacían que pareciese mucho mayor que yo, aunque en realidad tenía un año menos.
—Alonso —me dijo mi padre—, abraza a tu hermano.
Avancé con todo el entusiasmo del afecto juvenil, que siente placer en los nuevos requerimientos de su corazón y medio desea que no terminen esas solicitudes; pero el lento paso de mi hermano, el gesto calculado con que extendió sus brazos e inclinó un momento su cabeza sobre mi hombro izquierdo, y luego la levantó, y el penetrante y altivo relampagueo de sus ojos, en los que no había un solo destello de fraternidad, me repelieron y desconcertaron Habíamos obedecido a nuestro padre, no obstante, y nos habíamos abrazado.
—Dejadme ver juntas vuestras manos —dijo mi padre, que al parecer disfrutaba viéndonos.
Tendí la mano a mi hermano, y nos la estrechamos durante unos instantes; y mis padres permanecieron a cierta distancia, contemplándonos; en el espacio de esos pocos instantes tuve ocasión de observar la mirada de mis padres, y juzgar el efecto que cada uno de los dos producía en ellos. El contraste no me era favorable en modo alguno. Yo era alto, pero mi hermano lo era mucho más; él tenía un aire de seguridad, de conquista podría decir: el esplendor de su tez sólo era igualado por la negrura de sus ojos, que se desviaron de mí a nuestros padres, como diciendo: «Elegid entre nosotros, y rechazadme si os atrevéis».
Se acercaron nuestros padres, y nos abrazaron a los dos. Yo me colgué de sus cuellos; mi hermano soportó sus caricias con una especie de orgullosa impaciencia que parecía exigir un reconocimiento más explícito.
Me dejaron. Esa misma noche, toda la casa, que contaba lo menos con unos doscientos criados, se sumió en la desesperación. El duque de Moncada, aquella terrible visión anticipada de la mortalidad que yo había visto tan sólo una vez, había muerto. Habían quitado los tapices de los muros; todas las estancias estaban llenas de eclesiásticos; me olvidaron los criados, y anduve vagando por las espaciosas habitaciones, hasta que levanté casualmente un cortinaje de terciopelo negro, y me encontré ante una visión que, debido a mi corta edad, me dejó paralizado. Mis padres, vestidos de luto, estaban sentados junto a una figura que me pareció mi abuelo dormido, aunque con un sueño muy profundo; también estaba mi hermano, vestido de luto; pero su extraña y grotesca indumentaria no lograba disimular la impaciencia con que la llevaba, y la expresión contenida de su semblante, y el fulgor altanero de sus ojos, revelaban una especie de exasperación por el papel que se veía obligado a desempeñar. Entré precipitadamente; me retuvieron los criados, y pregunté:
—¿Por qué no se me permite estar donde está mi hermano menor? Un clérigo me sacó del aposento. Yo forcejeé para librarme, y pregunté con una arrogancia acorde con mis pretensiones, más que con mis esperanzas: «¿Quién soy en realidad?».
—El nieto del difunto duque de Moncada —fue la respuesta.
—¿Y por qué me tratan de este modo? A esto no hubo respuesta ninguna. Me llevaron a mi aposento, y me vigilaron estrechamente durante el entierro del duque de Moncada. No se me permitió asistir al funeral. Vi salir del palacio la espléndida y melancólica cabalgata. Corrí a la ventana a presenciar la pompa del cortejo, pero no me dejaron participar. Dos días más tarde me dijeron que me aguardaba un coche en la puerta. Subí a él y fui conducido a un convento de ex jesuitas (como todo el mundo sabía que eran, aunque nadie en Madrid se atrevía a decirlo)[13], donde se acordó que residiría y sería educado, y donde me convertí en seminarista ese mismo día. Me entregué de lleno a mis estudios; mis profesores estaban contentos, mis padres me visitaban con frecuencia, daban las habituales muestras de afecto, y todo iba bien; hasta un día en que, al marcharse, oí comentar a una vieja criada de su séquito cuán extraño era que el hijo mayor del (actual) duque de Moncada recibiera instrucción en un convento, y se le preparase para la vida monástica, mientras que el más joven vivía en un espléndido palacio rodeado de profesores, tal como requería su rango. La palabra «vida monástica» vibró en mis oídos; me dio la clave no sólo de la indulgencia que había notado en el convento (indulgencia totalmente en desacuerdo con la habitual severidad de su disciplina), sino también del peculiar lenguaje con que invariablemente se dirigían a mí tanto el Superior como los hermanos y los condiscípulos. El primero, al que veía una vez por semana, me dispensaba las más lisonjeras alabanzas a propósito de los progresos que yo hacía en mis estudios (alabanzas que me cubrían de rubor, pues demasiado bien sabía yo que eral muy modestos, comparados con los de otros condiscípulos), y luego me daba su bendición; aunque no sin añadir: «¡Dios mío!, no permitas que este cordero se aparte de tu redil».
Delante de mí, los hermanos adoptaban siempre un aire de tranquilidad que subrayaba su actitud más que la más exagerada elocuencia. Las pequeña disputas e intrigas de convento, los agrios e incesantes conflictos de hábitos caracteres e intereses, los esfuerzos por sepultar el espíritu frente a los objetos que lo excitaban, las luchas por distraer la interminable monotonía y elevar la desesperada mediocridad… todo eso convierte la vida monástica en el envés de la tapicería, donde no vemos más que toscos hilos y torpes siluetas, sin la vivez de los colores, la riqueza del tejido o el esplendor del bordado que confieren la superficie exterior una calidad tan rica y deslumbrante; todo esto se ocultaba cuidadosamente. Algo oí, no obstante; y aunque era muy joven, no pude por menos de preguntarme cómo hombres que abrigaban las peores pasiones de la vida en su retiro, podían imaginar que ese retiro fuera un refugio para las erosiones de su mal genio, las admoniciones de la conciencia y las acusaciones de Dios. El mismo disimulo utilizaban mis condiscípulos: toda la casa iniciaba una farsa en cuanto entraba yo. Si me unía a ellos durante el recreo, se dedicaban a las pocas diversiones permitidas con una especie de lánguida impaciencia, como si aquello les hubiese interrumpido otra actividad mucho más elevada. Uno de ellos se acercaba a mí y me decía: «¡Es una pena que sean necesarios estos ejercicios para sostener nuestra frágil naturaleza!, ¡qué lástima que no podamos dedicar todas nuestras energías al servicio de Dios!». Otro decía «¡Nunca me siento feliz más que cuando estoy en el coro! ¡Qué delicioso panegírico ha hecho el Superior del difunto fray José! ¡Qué conmovedor ha sido ese réquiem! ¡Escuchándolo, imaginaba que se abrían los cielos y que los ángeles descendían para recibir su alma!».
Todo esto, y mucho más, me acostumbré a oír todos los días. Luego empecé a comprender. Supongo que ellos creían que se las habían con una persona débil; pero la descarada tosquedad de sus manejos sólo sirvió para avivar mi perspicacia, que empezaba a despertar tímidamente. Yo les decía:
—¿Pensáis, pues, abrazar la vida monástica?
—Eso esperamos.
—Sin embargo, yo te he oído a ti una vez, Oliva (no te diste cuenta de que estaba cerca y podía oírte), te oí quejarte de lo largas y aburridas que son las homilías de la víspera de Todos los Santos.
—Seguramente me encontraba en esa ocasión bajo la influencia de algún mal espíritu —dijo Oliva, que era un chico no mayor que yo—. A veces se le permite a Satanás tentar a aquellos cuya vocación se halla en sus comienzos, y por tanto tienen más miedo de perderla.
—Y también te he oído a ti, Balcastro, decir que no te gustaba la música; y conste que a mí la del coro me parece la menos capaz de despertar el gusto por ella.
—Dios ha tocado mi corazón desde entonces —replicó el joven hipócrita, santiguándose—; y tú sabes, hermano del alma, que está la promesa de que se abrirán los oídos de los sordos.
—¿Dónde están esas palabras?
—En la Biblia.
—¿En la Biblia? Pero si no se nos permite leerla.
—Cierto, mi querido Moncada; pero tenemos en su lugar la palabra de nuestro Superior y la de los hermanos, y eso basta.
—Es cierto; nuestros directores espirituales habrán de asumir sobre sí la entera responsabilidad de ese estado, cuyos goces y castigos tienen en sus propias manos; pero, Balcastro, ¿estás dispuesto a aceptar esa vida fiado en su palabra, así como la otra, y renunciar al mundo antes de haberlo probado?
—Mi querido amigo, tú lo que quieres es tentarme.
—No lo digo para tentarte —dije; e iba a marcharme indignado, cuando el tañido de la campana produjo entre nosotros su efecto habitual. Mis compañeros adoptaron un aire más santurrón, y yo traté de mostrarme más sosegado.
Mientras nos dirigíamos a la iglesia, iban hablando en voz baja, aunque de manera que me llegaran los susurros. Les oía decir:
—En vano se resiste a la gracia; jamás ha habido vocación más clara; jamás ha obtenido Dios una victoria más gloriosa. Tiene ya el aspecto de un hijo del cielo: el gesto monástico, la mirada baja; el movimiento de sus brazos imita de manera natural la señal de la cruz y hasta los pliegues de su manto se ordenan espontáneamente, por instinto divino, como los del hábito de un monje.
Y todo esto cuando mi ademán era nervioso, se me ruborizaba la cara, y la levantaba a menudo hacia el cielo, y movía los brazos con atropello para ajustarme la capa que se me resbalaba de un hombro a causa de mi agitación, y cuyos desordenados pliegues parecían todo menos los del hábito de un monje. Desde esa noche empecé a darme cuenta del peligro que corría, y a pensar en la manera de conjurarlo. Yo no sentía la menor inclinación por la vida monástica; pero después de vísperas, y de los ejercicios nocturnos en mi propia celda, empecé a dudar si no sería ya esta misma repugnancia un pecado. El silencio y la noche hacían más intensa esta impresión, y estuve echado en la cama sin dormir durante muchas horas, suplicando a Dios que me iluminara, que no dejara que me opusiera a su voluntad, sino que me revelara claramente su deseo; y si no le placía llamarme a la vida monástica, que me ayudara en mi decisión de soportar cuanto se me infligiera, antes que profanar ese estado con unos votos arrancados a la fuerza y con una mente enajenada. Para que mis plegarias fuesen más efectivas, las ofrecí primero a la Virgen, luego al santo patrón de la familia, y por último al santo en cuya víspera nací. Estuve en la cama, presa de gran agitación, hasta la madrugada; y acudí a maitines sin haber pegado ojo, aunque con la impresión de haber llegado a una resolución… Al menos eso creía yo. ¡Ay!, no sabía con qué me iba a enfrentar. Era como el que sale a la mar con provisiones para un día, y se cree pertrechado para un viaje al polo. Ese día llevé a cabo mis ejercicios (como ellos los llamaban) con especial fervor; sentía ya la necesidad del disimulo: lección fatal de las instituciones monásticas. Comimos a las doce; poco después llegó el coche de mi padre, y se me permitió salir a pasear una hora por la orilla del Manzanares. Para sorpresa mía, mi padre estaba en el coche; y aunque me acogió con una especie de embarazo, me alegré de encontrarme con él. Al menos era seglar… tendría corazón». Me desilusionó la frase medida con que me invitó a subir, lo que me enfrió instantáneamente y me movió a adoptar la firme determinación de ponerme en guardia frente a él, tanto como entre los muros del convento. Inició la conversación:
—¿Te gusta tu convento, hijo?
—Muchísimo (no había ápice de verdad en mi respuesta, pero el temor a caer en la trampa empuja siempre hacia la mentira, cosa que hay que agradecer únicamente a nuestros educadores).
—El Superior te quiere mucho.
—Así parece.
—Los hermanos siguen atentos tus estudios, están muy capacitados para dirigirlos, y aprecian tus progresos.
—Así parece.
—Y los compañeros… son hijos de las primeras familias de España; todos parecen muy contentos con su situación, y están deseosos de abrazar sus ventajas.
—Así parece.
—Mi querido hijo, ¿por qué me has contestado tres veces con la misma frase monótona y sin sentido?
—Porque creo que todo es apariencia.
—¿Cómo puedes decir que la devoción de estos santos varones, y la profunda aplicación de sus alumnos, cuyos estudios son beneficiosos para el hombre y redundan en la gloria de la Iglesia, a la que se han consagrado…?
—Mi queridísimo padre, de ellos no digo nada; en cuanto a mí, no podré ser jamás monje… si éste es vuestro propósito. Echadme a patadas, ordenad a vuestros lacayos que me arrojen del coche… convertidme en uno de esos mendigos que pregonan por las calles fuego y agua;[14] pero no me obliguéis a ser monje.
Mi padre se quedó estupefacto ante tal apóstrofe. No dijo una palabra. No había esperado tan prematura revelación del secreto que él imaginaba que tendría que desentrañar, y oírlo con toda claridad. En ese momento, el coche entró en el Prado: ante nuestros ojos desfilaba un millar de suntuosos carruajes, con caballos empenachados, soberbias gualdrapas y hermosas mujeres que saludaban con inclinaciones de cabeza a los caballeros, los cuales se ponían un instante de pie sobre el estribo y luego hacían un gesto de adieu a las «damas de su amor». Entonces vi cómo mi padre se arreglaba su hermosa capa, la redecilla de seda que envolvía su largo pelo negro, y hacer una señal a sus lacayos para que pararan, con el fin de caminar entre la multitud. Yo aproveché la ocasión, y le cogí por la capa:
—Padre, os gusta este mundo, ¿verdad?; ¿cómo me pedís que renuncie yo a él?, ¿a mí, que soy un niño?
—Tú eres demasiado pequeño para este mundo, hijo mío.
—¡Ah!, entonces, padre, sin duda lo soy mucho más para ese otro que me obligáis a abrazar.
—¡Obligarte, hijo, siendo mi primogénito! Y dijo estas palabras con tal ternura que instintivamente besé sus manos, y sus labios apretaron ávidamente mi frente. Fue entonces cuando estudié, con toda la ansiedad de la esperanza, la fisionomía de mi padre, o lo que los artistas llamarían su físico. Me había engendrado antes de cumplir los dieciséis años; sus facciones eran bellas, y su figura la más gallarda y adorable que yo había contemplado. Su temprano matrimonio le había preservado de todos los malos excesos de la juventud y conservaba el rubor de semblante, la elasticidad de músculos y la gracia juvenil que con tanta frecuencia marchitan los vicios casi antes de que alcancen la plenitud. Tenía entonces veintiocho años tan sólo, y parecía diez más joven. Evidentemente, tenía conciencia de ello, y estaba tan vivo para los goces jóvenes como si se hallara aún en la flor de la vida. Pero al tiempo que se entregaba a todos los lujos del goce juvenil y del esplendor voluptuoso, condenaba a uno, que era al menos lo bastante joven como para ser su hijo, a la fría y desesperanzada monotonía de un claustro. Me agarré a ese argumento con la fuerza del que se está ahogando. Pero jamás se ha agarrado el que está a punto de ahogarse a una paja tan débil como el que depende del sentimiento mundano de otro para sostenerse.
El placer es muy egoísta; y cuando el egoísmo busca consuelo en el egoísmo, es como cuando el insolvente pide a su compañero de cárcel que sea su fiador. Ésa era mi convicción en aquel momento; sin embargo, pensé (pues el sufrimiento suple a la experiencia en la juventud y son muy expertos casuistas los que se han graduado únicamente en la escuela de la adversidad), pensé que el gusto por el placer, a la vez que vuelve al hombre egoísta en un sentido, le hace generoso en otro. El verdadero sibarita, aunque no sería capaz de prescindir del más pequeño goce para salvar al mundo de la destrucción, desearía no obstante que todo el mundo disfrutara (con tal de que no fuese a sus expensas), porque su goce aumentaría con ello. En eso fié, y supliqué a mi padre que me permitiera echar otra mirada a la brillante escena que teníamos ante nosotros. Accedió; y sus sentimientos, ablandados por esta complacencia y alborozados por el espectáculo (mucho más interesante para él que para mí, que iba sólo pendiente de sus efectos en él), se mostró más favorable que nunca. Me aproveché de esto y, mientras regresábamos al convento, empeñé todo el poder de mi naturaleza y mi intelecto en una (casi) angustiosa llamada a su corazón. Me comparé al desdichado Esaú, privado de su derecho de primogenitura por su hermano menor, y exclamé con sus palabras: «¡No quiero que le bendigan en mi lugar! ¡Bendíceme a mí también, oh padre mío!». Mi padre se sintió conmovido; me prometió tener en cuenta todos mis ruegos; pero me dio a entender que tropezaría con alguna objeción por parte de mi madre, y con bastantes por la del director espiritual, quien (como averigüé después) tenía dominada a toda la familia; y hasta aludió a cierta dificultad insuperable e inexplicable. Consintió, empero, que le besara la mano al partir, y trató de reprimir en vano sus emociones al notarla mojada por mis lágrimas.
Dos días después me avisaron que fuese a hablar con el director espiritual de mi madre, el cual me estaba esperando en el locutorio. Yo atribuí esta demora a alguna larga deliberación familiar, o (lo que me parecía más probable) conspiración; traté de prepararme para la guerra múltiple que debía entablar con mis padres, así como con los directores, superiores y monjes y condiscípulos, confabulados todos para ganar la partida, sin preocuparme de si su ataque sería mediante asalto, zapa, mina o cerco. Me puse a calcular la fuerza de los asaltantes, y a procurar reunir las armas que convenían a las distintas formas de ataque. Mi padre era amable, flexible y vacilante. Le había ablandado, le había ganado a mi favor, y comprendí que eso era todo lo que podía sacar de él. Pero al director espiritual había que hacerle frente con armas distintas. Mientras bajaba al locutorio, adopté la expresión y ademanes convenientes, modulé mi voz y ordené mis ropas. Puse en guardia el cuerpo, la mente, el ánimo, el vestido, todo. Él era un eclesiástico grave pero de aspecto amable; había que tener la perfidia de un Judas para sospechar alguna traición por su parte. Me sentí desarmado, incluso experimenté cierto remordimiento. «Quizá —me dije— me he estado armando contra un mensaje de reconciliación». El director empezó con preguntas intrascendentes acerca de mi salud y mis progresos en los estudios, aunque me las hacía en un tono de interés. Me dije que no era correcto por parte suya abordar la cuestión que motivaba su visita demasiado pronto; le contesté sosegadamente, pero el corazón me latía con violencia. Siguió un silencio; luego, volviéndose súbitamente hacia mí, dijo:
—Hijo mío, comprendo que tus objeciones a la vida monástica son insuperables. No me extraña; sus exigencias han de parecer sin duda bastante inconciliables con la juventud y, de hecho, no conozco ningún período de la vida en que la abstinencia, la privación y la soledad resulten particularmente agradables; ése era el deseo de tus padres, evidentemente, pero…
Sus palabras, tan llenas de candor, me vencieron; abandoné la cautela y todo lo demás al preguntarle:
—Pero ¿qué, padre?
—Pero, iba a decir, qué pocas veces coincide nuestro punto de vista con los de quienes se ocupan de nosotros, y qué difícil es decidir cuál es el menos erróneo.
—¿Eso es todo? —dije yo, hundiéndome en el desencanto.
—Eso es todo; por ejemplo, algunas personas (yo fui una de ellas, en otro tiempo) son lo bastante imaginativas como para creer que la superior experiencia y el probado afecto de los padres les capacita para decidir este tipo de cuestiones mejor que los hijos; es más, he oído de algunos que han llevado su absurdo hasta el extremo de hablar de derechos naturales, de imperativos del deber, y de la útil coerción del autodominio; pero desde que he tenido el placer de conocer tu decisión, empiezo a pensar que un joven, aunque no haya cumplido los trece años, puede ser un juez incomparable en última instancia, sobre todo cuando la cuestión se relaciona de algún modo con sus intereses eternos y temporales; en tal caso, tiene evidentemente la doble ventaja de contar con el dictado de sus padres espirituales y sus padres naturales.
—Padre, os ruego que habléis sin burla ni ironía; podéis ser muy sagaz, pero sólo os pido que seáis inteligible y serio.
—¿Quieres entonces que te hable seriamente? —y pareció recogerse en sí mismo al hacerme esta pregunta.
—Por supuesto.
—Pues, bien, hijo: ¿no crees que tus padres te aman? ¿No has recibido desde tu infancia todas las muestras de afecto? ¿No has sido estrechado contra sus pechos desde tu misma cuna? Ante estas palabras, luché en vano por reprimir mis sentimientos, y lloré, al tiempo que contestaba.
—Sí.
—Siento, hijo mío, verte abrumado de ese modo; mi deseo era apelar a tu razón (pues tienes una capacidad de raciocinio nada común)… y a tu razón apelo: ¿crees que tus padres, que te han tratado con esa ternura, que te aman como a sus propias almas, serían capaces de obrar (como tu conducta les acusa) con inmotivada y caprichosa crueldad para contigo? ¿No te das cuenta de que hay una razón, y que debe de ser de bastante peso? ¿No sería más digno de ti, así como de tu elevado sentido del deber, averiguarla en vez de discutirla?
—¿Es que tiene que ver con mi conducta, entonces? Estoy dispuesto a hacer lo que sea… a sacrificar lo que haga falta…
—Comprendo… quieres sacrificar lo que sea, menos lo que se te pide; todo, menos tu propia inclinación.
—Pero habéis aludido a una razón.
El director guardó silencio.
—Me habéis instado a que la pregunte.
El director siguió callado.
—Padre, os lo suplico por el hábito que lleváis, desveladme ese terrible fantasma; no hay nada a lo que yo no pueda hacer frente.
—Salvo el mandato de tus padres. Pero, ¿acaso estoy yo en libertad de revelarte ese secreto? —dijo el director, en un tono de debate interior—. ¿Cómo sé que tú, que has ofendido la autoridad paterna desde el principio mismo, respetarás los sentimientos de tus padres? —Padre, no os comprendo.
—Mi querido hijo, me veo obligado a obrar con precaución y reserva, cosa que no va con mi carácter, que es naturalmente tan abierto como el tuyo. Me da miedo revelar un secreto; repugna a mis hábitos de profunda confianza; y me resisto a confiar nada a una persona impulsiva como tú. Me siento reducido a una penosa situación.
—Padre, hablad y obrad con franqueza; mi situación lo necesita, y vuestra propia profesión os lo exige igualmente. Padre, recordad la inscripción que hay sobre vuestro confesonario; a mí me emocionó cuando la leí: «Dios te oye». Sabéis que Dios os oye siempre; ¿no vais a ser sincero con alguien a quien Dios ha puesto en vuestras manos?
Yo hablaba muy excitado, y el director pareció afectarse por un momento; es decir, se pasó la mano por los ojos, que tenía tan secos como… su corazón.
Guardó silencio unos minutos, y luego dijo:
—Hijo mío, ¿puedo confiar en ti? Te confieso que venía preparado para tratarte como a un niño; pero me doy cuenta de que puedo considerarte como un hombre. Posees la inteligencia, la penetración, la decisión de un hombre. ¿Tienes los sentimientos de un hombre, también?
—Vedlo vos mismo padre.
No percibí que su ironía, su secreto y su alarde de sentimiento eran teatrales y ocultaban su falta de sinceridad y de franco interés.
—Desearía confiar en ti, hijo mío.
—Os estaría muy agradecido.
—Y revelártelo.
—Reveládmelo, padre.
—Bien, entonces, imagínalo tú mismo.
—Oh, padre, no me digáis que imagine nada… decidme la verdad.
—Tonto… ¿soy tan mal pintor, que necesito escribir el nombre debajo de la figura?
—Os comprendo, padre, no volveré a interrumpiros.
—Imagina, pues, el honor de una de las primeras casas de España; la paz de una entera familia… los sentimientos de un padre… la honra de una madre, los intereses de la religión… la salvación eterna de un individuo, todo colocado sobre un plato de una balanza. ¿Qué crees que podría pesar más que todo eso?
—Nada —contesté con ardor.
Sin embargo, en el otro plato tienes que poner esa nada: el capricho de un niño que aún no ha cumplido trece años; eso es todo lo que tienes que oponer a los derechos de la naturaleza, de la sociedad y de Dios.
—Padre, estoy traspasado de horror por lo que habéis dicho; ¿depende todo eso de mí?
—Sí, de ti… enteramente de ti.
—Pero entonces… me siento desconcertado… estoy dispuesto a sacrificarme… decidme qué debo hacer.
—Abraza, hijo mío, la vida monástica; eso colmará de alegría a los que te aman, asegurará tu salvación, y agradará a Dios, que te llama en este momento por medio de las voces de tus afectuosos padres y las súplicas del ministro del cielo que ahora se arrodilla ante ti. Y se hincó de rodillas ante mí.
Esta postración, tan inesperada, tan repugnante y tan similar a la costumbre monástica de fingida humillación anuló por completo el efecto de su discurso. Me retiré de sus brazos, que él había extendido hacia mí.
—Padre, no puedo… nunca seré monje.
—¡Desdichado!, ¿te niegas, pues, a escuchar la llamada de tu conciencia, la admonición de tus padres y la voz de Dios?
El enojo con que pronunció estas palabras, el cambio de ángel solícito a demonio furibundo y amenazador, tuvo el efecto contrario exactamente al esperado. Dije tranquilamente:
—Mi conciencia no me recrimina nada; yo nunca he desobedecido sus dictados. Mis padres me lo piden solamente a través de vuestra boca; y yo espero que vuestra boca no esté inspirada por ellos. En cuanto a la voz de Dios, que vibra en el fondo de mi corazón, me aconseja que no os obedezca, ya que habéis adulterado su servicio y lo habéis prostituido con vuestros votos.
Al oír esto, cambió completamente la expresión del director, su actitud y hasta su voz; del tono suplicante o de terror, pasó instantáneamente, y con la facilidad de un actor, a una rígida y envarada severidad. Su figura se levantó del suelo, ante mí, como la del profeta Samuel ante los atónitos ojos de Saúl. Dejó al dramaturgo y se convirtió en monje en un segundo:
—¿Así que no quieres pronunciar tus votos?
—No, padre.
—¿Y afrontarás el enojo de tus padres y la condena de la Iglesia?
—No he hecho nada que merezca ninguna de las dos cosas.
—Sin embargo, a las dos desafías, al abrigar el horrible propósito de convertirte en enemigo de Dios.
—Yo no soy enemigo de Dios, hablando con sinceridad.
—¡Embustero, hipócrita, eso es una blasfemia!
—Por favor, padre, esas palabras son impropias de vuestra condición, e inadecuadas en este lugar.
—Admito la justicia del reproche, y me someto a ella, aunque proceda de la boca de un niño —y bajando sus ojos hipócritas, entrelazó las manos sobre su pecho, y murmuró—: Fiat voluntas tua. Hijo mío, mi celo por el servicio de Dios y el honor de tu familia, a la que me siento vinculado igualmente por principio y por afecto, me han llevado demasiado lejos, lo confieso; pero ¿tengo que pedirte perdón a ti también, hijo, en razón de este mismo afecto y este celo por tu casa, de la que su descendiente se muestra tan despegado? La mezcla de humillación y de ironía de estas palabras no produjeron ninguna impresión en mí. Él se dio cuenta, pues tras elevar lentamente los ojos para ver el efecto, me descubrió de pie, en silencio, sin confiar mi voz a las palabras, no fuese a decir algo temerario y ofensivo, ni atreverme a alzar los ojos, no fuese que su expresión resultara elocuente sin necesidad de palabras.
Creo que el director consideró su situación crítica; su interés por la familia dependía de ello, y trató de cubrir su retirada con toda la habilidad y capacidad de maniobra de un eclesiástico dotado de poder táctico.
—Hijo mío, nos hemos equivocado los dos; yo por mi celo, y tú por… no importa por qué; lo que debemos hacer ahora es perdonamos mutuamente, y suplicar el perdón de Dios, a quien hemos ofendido; arrodillémonos ante él, y aunque en nuestros corazones ardan pasiones humanas, Dios puede escoger este instante para imprimir en ellos el sello de la gracia, y marcarlos así para siempre.
A menudo, después del terremoto y del torbellino, se oye la voz apagada y serena, y allí está Dios… Recemos. Caí de rodillas, decidido a rezar en mi interior; pero seguidamente, el fervor de sus palabras, la elocuencia y la energía de sus plegarias me arrastraron con él, y me sentí impulsado a rezar contra todo lo que me dictaba el corazón. Se había reservado este triunfo para el final, y había actuado acertadamente. Jamás oí palabras más inspiradas; mientras escuchaba, involuntariamente, aquellas efusiones que no parecían provenir de labios mortales, comencé a dudar de mis propios motivos, y a indagar en mi alma. Había despreciado sus reproches, había desafiado y vencido a su pasión; pero sus plegarias me hicieron llorar. Este manejo de los sentimientos es uno de los ejercicios más dolorosos y humillantes; la virtud de ayer se convierte en vicio hoy; preguntamos con el desalentado e inquieto escepticismo de Pilato: ¿Cuál es la verdad?; pero el oráculo que en un momento dado era elocuente, al momento siguiente se muestra mudo; o si contesta, es con esa ambigüedad que nos asusta de tal modo que nos hace consultarlo una vez… y otra… y otra… y siempre en vano.
Ahora me encontraba exactamente en el estado más propicio para los designios del director; pero él estaba cansado debido al papel que había representado antes con tan poco éxito, y se marchó, suplicándome que siguiera pidiendo al cielo que se dignara iluminarme, que él rezaría a todos los santos para que tocaran el corazón de mis padres y les revelaran el medio de salvarme del crimen y del perjurio de una vocación forzada, sin empujarme con ello a otro de mayor negrura y magnitud. Dicho esto, se fue a apremiar a mis padres, con toda su influencia, para que adoptaran las más rigurosas medidas a fin de obligarme a abrazar la vida conventual. Sus motivos para obrar así eran bastante fuertes cuando me visitó; pero su fuerza se había multiplicado por diez antes de dejarme. Había confiado en el poder de sus amonestaciones; había sido rechazado; la afrenta de tal derrota le hirió en lo más hondo de su corazón. Había sido sólo un partidario de la causa; ahora se convirtió en parte. Lo que antes fuera una cuestión de conciencia, ahora era una cuestión de honor para él; y me inclino a creer que puso mayor empeño en la segunda, o se armó un buen lío con las dos, en la intimidad de su mente. Sea como fuere, yo pasé unos días, a raíz de su visita, en un estado de indecible excitación. Tenía algo que esperar, y eso a menudo es mejor que algo que gozar. La copa de la esperanza despierta siempre sed; la de la fruición, la decepciona o la extingue. Me dediqué a dar largos paseos solitarios por el jardín. Me forjaba conversaciones imaginarias. Mis compañeros me observaban, y se decían unos a otros, según sus instrucciones: «Medita sobre su vocación; está suplicando que le ilumine la gracia, no le molestemos». Yo no les desengañaba; pero pensaba con creciente horror en ese sistema que obligaba a la hipocresía a una edad excesivamente precoz, y convertía el último vicio de la vida en el primero de la juventud conventual. Pero pronto olvidé estas reflexiones, y me sumí en fantásticos ensueños. Me imaginaba a mí mismo en el palacio de mi padre; les veía a él, a mi madre y al director enzarzados en una discusión. Inventaba las palabras de cada uno, e imaginaba lo que sentían. Me representé la apasionada elocuencia del director, sus vigorosas protestas sobre mi aversión a los hábitos, su declaración de que una mayor insistencia por parte de ellos resultaría tan impía como inútil. Vi la impresión que hacía en todos, alabándome a mí mismo en boca de mi padre. Vi ablandarse a mi madre. Oí el murmullo de dudosa aquiescencia… de decisión, de felicitaciones. Oí aproximarse el coche… oí abrirse de par en par las puertas del convento. Libertad… libertad… me encontraba en sus brazos; no, estaba a sus pies. Que se pregunten los que se sonríen de lo que digo si deben más a la imaginación o a la realidad cuanto han gozado en la vida, si es que efectivamente han gozado. En estas escenificaciones interiores, no obstante, las personas nunca hablaban con el interés que yo deseaba; y las palabras que yo les ponía en la boca podían haber sido expresadas mil veces con más convicción por mí. Sin embargo, disfrutaba al máximo con estos fingimientos, y quizá no contribuía poco a ello el pensar que estaba engañando a mis camaradas todo el tiempo. Pero el disimulo enseña a disimular, y la única cuestión es si acabaremos siendo maestros en el arte, o víctimas. Cuestión que resuelve pronto nuestro egoísmo.
Al sexto día oí, con el corazón palpitante, que se detenía un coche. Habría jurado que oí el ruido de sus ruedas. Antes de que me llamaran estaba ya en el locutorio. Sabía que no me equivocaba, y no me equivoqué. Me llevaron al palacio de mi padre, en un estado de delirio: ante mí se alzaban visiones de repulsa y reconciliación, de gratitud y desesperación. Fui conducido a una habitación donde se hallaban reunidos mi padre, mi madre y el director, los tres sentados y mudos como estatuas. Me acerqué, bese sus manos, ya continuación me quedé de pie a cierta distancia, sin atreverme a respirar siquiera. Mi padre fue el primero en romper el silencio; pero habló con el aire del hombre que repite algo que le han ordenado; y el tono de su voz desdecía cada una de las palabras preparadas de antemano.
—Hijo mío, he enviado por ti, no ya para enfrentarme a tu débil y perversa obcecación, sino para anunciarte mi propia decisión. La voluntad del cielo y la de tus padres te han consagrado a su servicio, y tu resistencia sólo puede traemos la desdicha, sin que ello haga cambiar un ápice esta resolución.
Al oír estas palabras, se me abrió la boca involuntariamente, ya que me faltó el aire; mi padre creyó que iba a replicar y se apresuró a impedirlo.
—Hijo mío, toda oposición es inútil, y toda discusión también. Tu destino está decidido, y aunque tu resistencia te haga desdichado, no logrará alterarlo.
Resígnate, hijo, a la voluntad del cielo y de tus padres, a los que puedes ofender, pero no violentar. Esta reverenda persona puede explicarte mejor que yo la necesidad de obediencia. Y mi padre, evidentemente cansado de una tarea que no mostraba el menor deseo de realizar, se levantó para marcharse, cuando le detuvo el director:
—Esperad, señor, y aseguradle a vuestro hijo antes de iros que, desde la última vez que le vi, he cumplido mi promesa, y que os he expuesto, a vos y a la duquesa, todos los argumentos que he creído que podían redundar mejor en beneficio de sus intereses.
Me di cuenta de la hipócrita ambigüedad de sus palabras; y, tras respirar profundamente, dije:
—Reverendo padre, como hijo, no quiero utilizar un intermediario entre mis padres y yo.
Estoy ante ellos; y si no he necesitado intercesor para sus corazones, vuestra intervención sigue siendo igual de innecesaria. Yo os supliqué tan sólo que les transmitierais mi invencible repugnancia. Los tres me interrumpieron con exclamaciones, al tiempo que repetían mis últimas palabras: «¡Invencible repugnancia! ¿Para esto has sido admitido a nuestra presencia? ¿Para esto hemos estado soportando tanto tiempo tu terquedad, sólo para oírtela repetir agravada?».
—Sí, padre… para eso, o para nada. Si no se me permite hablar, ¿por qué se me hace venir a vuestra presencia?
—Porque nosotros esperábamos comprobar tu sumisión.
—Permitidme que os dé pruebas de ella de rodillas —y me arrodillé, esperando que mi gesto suavizara el efecto de las palabras que no pude evitar pronunciar.
Besé la mano de mi padre… que él no retiró, y noté que le temblaba. Besé el borde del vestido de mi madre… Ella trató de retirarlo con una mano, pero con la otra se ocultó el rostro, y me pareció ver por entre sus dedos que lloraba. Me arrodillé ante el director también, y supliqué su bendición, y me forcé a mi mismo, aunque con la boca asqueada, a besarle la mano; pero él me arrancó su hábito de la mano, alzó los ojos, extendió los dedos, y adoptó la actitud del hombre que retrocede de horror ante un ser que merece la mayor condena reprobación. Entonces comprendí que mi única oportunidad estaba en mi padres. Me volví hacia ellos, pero retrocedieron, y se mostraron deseosos de delegar el resto de la tarea en el director. Éste se acercó a mí.
—Hijo mío, has manifestado que tu repugnancia hacia la vida consagrada a Dios es invencible; pero, ¿no hay cosas más invencibles aún para tu resolución? Piensa en las maldiciones de Dios, confirmadas por las de tus padres intensificadas por todas las fulminaciones de la Iglesia, cuyo abrazo has rechazado, y cuya santidad has profanado con este mismo rechazo.
—Padre, esas palabras son terribles, pero ahora no tengo tiempo para aclaraciones.
—Pobre desdichado, no te comprendo… ni te comprendes a ti mismo.
—¡Oh, sí… yo sí que me comprendo! —exclamé. Y, de rodillas todavía me volví a mi padre y pregunté—: Padre mío, ¿está la vida… la vida humana completamente prohibida para mí?
—Lo está —dijo el director, contestando por mi padre.
—¿No existe apelación alguna?
—Ninguna.
—¿Ni profesión?
—¡Profesión!, ¡pobre degenerado!
—Dejad que adopte la más humilde, pero no me hagáis monje.
—Eres tan libertino como débil.
—¡Oh, padre, padre!, os lo suplico: no consintáis que este hombre conteste por vos.
Dadme una espada… mandadme a los ejércitos de España en busca de la muerte… la muerte es todo lo que pido, antes que la vida a la que queréis condenarme.
—Imposible —dijo mi padre, retirándose lúgubremente de la ventana en la que había estado apoyado—; el honor de una familia ilustre… la dignidad de un grande de España.
—¡Oh, padre, de qué poco valdrá, cuando me esté consumiendo en mi tumba prematura, y vos expiréis con el corazón destrozado sobre esa flor que vuestra propia voz condenó a marchitarse allí! Mi padre tembló.
—Señor, os suplico… os aconsejo que os retiréis; esta escena es poco conveniente para el cumplimiento de los deberes devocionales que debéis llevar a cabo esta noche.
—¿Entonces me dejáis? —grité cuando se iban.
—Sí… sí —repitió el director—; quédate, agobiado con la maldición de tu padre.
—¡Oh, no! —exclamó mi padre.
Pero el director le había sujetado con sus manos y le presionó fuertemente. «Y de tu madre», remachó.
Oí sollozar a mi madre, y su sollozo fue como si rechazara esa maldición; pero no se atrevió a hablar, y yo no pude. El director tenía ahora a dos víctimas en sus manos, y a la tercera a sus pies. No pudo reprimir una expresión de triunfo. Guardó silencio, hizo acopio de todo el poder de su voz, y tronó: «¡Y de Dios!»; y salió precipitadamente de la estancia acompañado de mi padre y mi madre, cuyas manos llevaba cogidas. Me sentí como fulminado por un rayo. El susurro de sus vestidos, al salir, pareció el torbellino que aguarda la presencia del ángel exterminador. Exclamé, en la desesperada agonía de mi desdicha: «¡Ojalá estuviera aquí mi hermano para que intercediese por mí!…». Y tras pronunciar estas palabras me desplomé. Mi cabeza chocó contra una mesa de mármol, y caí al suelo cubierto de sangre.
Los criados (de los que, según era costumbre de la nobleza española, había en palacio unos doscientos) me encontraron en ese estado. Prorrumpieron en exclamaciones… me prestaron auxilio… creyeron que había atentado contra mi propia vida; pero el cirujano que me asistió era un hombre de ciencia y de gran corazón, y tras cortarme el largo cabello pegado por los coágulos de sangre y examinar la herida, declaró que carecía de importancia. Mi madre fue de su opinión, pues a los tres días me mandó llamar a su aposento. Subí. Una venda negra, un fuerte dolor de cabeza y una acusada palidez, eran los únicos vestigios de mi accidente, como quedó calificado. El director le había sugerido que ésta era una buena coyuntura para FIJAR LA IMPRESIÓN. ¡Qué bien entienden las personas religiosas el secreto de hacer actuar cada acontecimiento del mundo presente en el futuro, al tiempo que fingen hacer que predomine el futuro sobre el presente! Aunque viviera el doble de lo normal, no olvidaría la entrevista que sostuve con mi madre. Estaba sola cuando entré, y sentada de espaldas a mí. Me arrodillé y besé su mano. Mi palidez y mi sumisión parecieron afectarla… pero luchó con sus emociones, las reprimió, y dijo en un tono frío y aprendido:
—¿A qué vienen estas muestras externas de respeto, cuando tu corazón las repudia?
—Señora, no tengo conciencia de que sea así.
—¡Conque no! Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué no le has ahorrado a tu padre, hace tiempo ya, la vergüenza de suplicar a su hijo…, la vergüenza aún más humillante de suplicarte en vano, y no le has ahorrado al padre director el escándalo de ver violada la autoridad de la Iglesia en la persona de su ministro, y las protestas del deber tan ineficaces como las llamadas de la naturaleza? Y a mí… ¡Ah!, ¿por qué no me has ahorrado a mí esta hora de congoja y de vergüenza? —y prorrumpió en un mar de lágrimas que ahogaban mi alma.
—Señora, ¿qué he hecho yo para merecer el reproche de vuestras lágrimas? ¿Es acaso un crimen mi falta de vocación por la vida monástica?
—En ti, sí es un crimen.
—Pero entonces, querida madre, si se le hubiese propuesto esto mismo a mi hermano, y lo hubiera rechazado, ¿habría sido un crimen también?
Dije esto casi involuntariamente, y sólo a manera de comparación. No entrañaba ningún significado ulterior, ni tenía yo idea de que mi madre pudiera considerarlo como otra cosa que una injustificable parcialidad. Pero me di cuenta de que no era así al replicar ella en un tono que me heló la sangre:
—Hay una gran diferencia entre él y tú.
—Sí, señora; él es vuestro preferido.
—No; pongo al cielo por testigo de que no.
Si antes parecía severa, terminantemente imperturbable, ahora pronunció estas palabras con una sinceridad que me llegó al fondo del corazón: parecía apelar al cielo frente a los prejuicios de su hijo. Me sentí conmovido… y dije: Pero señora, esta diferencia de posición resulta inexplicable.
—¿Y querrías que te la explicara yo?
—O quien fuera, señora.
—¿Yo? —repitió sin escucharme; luego, besando un crucifijo que colgaba sobre su pecho, añadió—: ¡Dios mío!, el castigo es justo, y a él me someto, aunque me lo inflija mi propio hijo. Tú eres ilegítimo —prosiguió, volviéndose súbitamente hacia mí—; eres ilegítimo… y tu hermano no; y tu intrusión en la casa de tu padre no sólo es una desgracia, sino un perpetuo recuerdo de ese crimen que lo agrava sin posibilidad de absolución.
Me quedé sin habla.
—¡Ay, hijo mío! —continuó diciendo—, ten piedad de tu madre. ¿No es esta confesión, arrancada a la fuerza por mi propio hijo, suficiente para expiar mi culpa?
—Proseguid, señora, ahora puedo soportar lo que sea.
—Debes soportarlo, pues me has obligado a esta revelación. Yo soy de un rango muy inferior al de tu padre. Tú fuiste nuestro primer hijo. Él me amaba; y perdonando mi debilidad como prueba de mi devoción a él, nos casamos, y tu hermano es nuestro hijo legítimo. Tu padre, preocupado por mi reputación, desde el momento en que me uní a él convino conmigo, ya que nuestro matrimonio era secreto, y su fecha dudosa, que se anunciaría que tú eras nuestro legítimo descendiente. Durante años, tu abuelo, irritado por nuestro matrimonio, se negó a vernos, y vivimos en el retiro… ¡Ojalá hubiera muerto yo entonces! Pocos días antes de su muerte se aplacó, y mandó llamarnos; no había tiempo para confesar el engaño en que le habíamos tenido, y fuiste presentado como el hijo de su hijo, y heredero de sus títulos. Pero desde ese momento no he conocido un instante de paz. La mentira que yo había pronunciado ante Dios y ante el mundo, y ante un pariente moribundo, la injusticia cometida con tu hermano, la violación de los deberes naturales y de las exigencias legales, las convulsiones de la conciencia, todo me acusaba no sólo del pecado de perjurio, sino del de sacrilegio.
—¡De sacrilegio!
—Sí; y cada hora que te retrasas tú en aceptar los hábitos, es una hora robada a Dios. Antes de que nacieras, ya te había consagrado a Él como único medio de expiar mi crimen. Mientras te tuve en mi seno sin vida, me atreví a implorar su perdón con la única condición de que más tarde intercedieras en mi favor como ministro de la religión. Confié en tus oraciones antes de que tuvieses el don de la palabra. Decidí fiar mi penitencia en quien, convirtiéndose en hijo de Dios, redimiese mi ofensa de haberle hecho hijo del pecado. En mi imaginación, me arrodillaba ya ante tu confesonario… y oía que por la autoridad de la Iglesia y delegación del cielo, me perdonabas. Y te veía de pie, junto a mi lecho de muerte… y te sentía apretar tu crucifijo en mis labios, y señalar hacia ese cielo donde yo esperaba que mi voto hubiese asegurado un sitio para ti. Antes de que nacieras, ya me había esforzado yo por que subieses al cielo; y mi recompensa es que tu obstinación amenaza con arrojarnos a los dos al abismo de la perdición. ¡Oh, hijo mío, si nuestras oraciones e intercesiones sirven para librar del castigo a las almas de nuestros familiares difuntos, escucha las vivas recomendaciones de un familiar vivo que te implora que no la sentencies a la eterna condenación!
Fui incapaz de contestar; mi madre se dio cuenta y redobló sus esfuerzos.
—Hijo mío, si yo supiese que arrodillándome a tus pies ablandaba tu obcecación, me postraría ante ellos en este momento.
—¡Oh, señora, tan antinatural humillación me mataría!
—Sin embargo, no cedes…, la angustia de esta confesión, el interés de mi salvación y de la tuya propia, es más, la preservación de mi vida, no cuentan para ti —se dio cuenta de que estas palabras me hacían temblar, y las repitió—: Sí, de mi vida; a partir del día en que tu inflexibilidad me exponga a la infamia, no viviré. Si tú tienes una decisión que tomar, yo también; y no temo las consecuencias; porque Dios culpará a tu alma, no a la mía, del crimen al que me obliga un hijo ilegítimo… Sin embargo, no quieres ceder. Bien; entonces, la prosternación de mi cuerpo no significa nada al lado de la prosternación del alma a la que ya me has empujado. Me arrodillo ante mi hijo para suplicarle la vida y la salvación —y se arrodilló ante mí.
Traté de levantarla; ella me rechazó, y exclamó con voz ronca de desesperación:
—¿Así que no quieres ceder?
—Yo no he dicho eso.
—¿Entonces qué dices? …no me levantes, no te acerques hasta que no me hayas contestado.
—Lo pensaré.
—¡Pensarlo! Tienes que decidirlo.
—Lo haré, lo haré.
—¿Pero qué harás?
—Seré lo que queráis que sea.
Al pronunciar yo estas palabras, mi madre cayó desvanecida a mis pies. Mientras trataba de levantarla, sin saber si era un cadáver lo que tenía en mis brazos, comprendí que jamás me habría perdonado a mí mismo, si por negarme a cumplir su último ruego, se hubiese visto ella reducida a tal situación.
Me vi abrumado de felicitaciones, bendiciones y abrazos. Yo lo recibí todo con manos temblorosas, labios fríos, cerebro vacilante y un corazón que se me había vuelto de piedra. Todo desfilaba ante mí como un sueño. Observaba aquel desfile sin pensar siquiera en quién iba a ser la víctima. Regresé al convento. Pensé que mi destino estaba decidido; me sentía como el que ve ponerse en movimiento una enorme maquinaria (cuyo trabajo consiste en triturarle), y la mira horrorizado, pero con la fría apariencia del que analiza la complejidad de sus engranajes, y calcula el impacto irresistible de su golpe. He leído acerca de un desventurado judío[15] que, por mandato de un emperador moro, fue expuesto en la arena a la furia de un león que había sido mantenido en ayunas durante cuarenta y ocho horas con este fin. El horrible rugido del hambriento animal hizo temblar a los verdugos cuando ataron la cuerda alrededor del cuerpo de la gimiente víctima. Entre vanos forcejeos, súplicas de misericordia y alaridos de desesperación, fue atado, izado y bajado a la arena. En el momento de tocar el suelo, cayó petrificado, aterrado. No profirió un solo grito… no fue capaz de respirar siquiera, ni de hacer un movimiento… cayó, con todo el cuerpo contraído, como un bulto; y allí quedó, igual que una protuberancia de la tierra. Lo mismo me ocurrió a mí: se habían acabado mis gritos y forcejeos; había sido arrojado a la arena, y allí estaba. Yo me repetía: «Debo ser monje», y ahí terminaba todo el debate. Si me alababan lo bien hechos que estaban mis deberes o me reprendían porque estaban mal, yo no manifestaba ni alegría ni tristeza… decía simplemente: «Debo ser monje». Si me instaban a que hiciera un poco de ejercicio en el jardín del convento, o reprobaban mi exceso cuando paseaba después de las horas permitidas, seguía contestando: «Debo ser monje». Eran muy indulgentes conmigo en lo que atañía a estos vagabundeos. Que pronunciara los votos un hijo… el hijo mayor del duque de Moncada, suponía un triunfo glorioso para los ex jesuitas; y no dejarían de sacar el máximo provecho de ello. Me preguntaron qué libros quería leer… y contesté: «Los que ellos quieran». Observaron que me gustaban las flores y los jarrones de porcelana, y los llenaban con el más exquisito producto del jardín (renovándolo cada día), y de este modo embellecían mi aposento. Me gustaba la música… lo descubrieron al incorporarme sin pensar al coro. Mi voz era buena, y mi profunda tristeza confería un acento especial a mis cánticos, por lo que estos hombres, siempre al acecho para captar cualquier cosa que les engrandeciese a ellos o sirviese para embaucar a sus víctimas, me aseguraron que estaba dotado de gran inspiración. Ante tales alardes de indulgencia, yo manifestaba siempre una ingratitud totalmente ajena a mi carácter. Jamás leía los libros que me proporcionaban; desdeñaba las flores con que llenaban mi habitación; en cuanto al soberbio órgano que introdujeron en mi aposento, no lo toqué más que para sacar algunos acordes profundos y melancólicos de sus llaves. A quienes me instaban que empleara mi talento en la pintura o en la música, seguía contestando la misma apática monotonía: «Debo ser monje».
—Pero hermano, el amar las flores, la música y todo cuanto puede consagrarse a Dios, es digno también de la atención del hombre… ofendes a la indulgencia del Superior.
—Puede ser.
—Como muestra de reconocimiento a Dios, debes darle gracias por estas maravillosas obras de su creación —a todo esto, yo tenía la habitación llena de rosas y claveles—; debes agradecerle también las cualidades con que te ha distinguido para cantar sus alabanzas…, tu voz es la más rica y poderosa de la Iglesia.
—No lo dudo.
—Hermano, me contestas al tuntún.
—Tal como siento…, pero no me hagas caso.
—¿Damos un paseo por el jardín?
—Como quieras.
—¿O prefieres ir en busca de un momento de consuelo con el Superior?
—Como quieras.
—Pero, ¿por qué hablas con esa indiferencia?, ¿acaso se puede apreciar el perfume de las flores y las consolaciones de tu Superior a un mismo tiempo?
—Eso creo.
—¿Por qué?
—Porque debo ser monje.
—Pero hermano, ¿es que nunca dirás más frase que esa, que no contiene o significado que el de la estupefacción y el delirio?
—Es igual, imagíname entonces delirante y estupefacto… pero sé que debo ser monje.
A estas palabras, que yo suponía que pronunciaba en un tono muy distinto del tono habitual de la conversación monástica, intervino otro, y me preguntó qué decía en clave tan baja.
—Sólo decía —repliqué— que debo ser monje.
—Gracias a Dios que no era algo peor —contestó el que había preguntado—; tu contumacia tiene que haber agotado hace tiempo al Superior y a los hermanos.
Gracias a Dios que no es nada peor.
Al oír esto, sentí que mis pasiones resucitaban. Exclamé:
—¡Peor!, ¿qué más puedo temer yo? ¿Acaso no voy a ser monje?
A partir de esa tarde (no recuerdo cuándo fue) mi libertad quedó restringida; ya no se me permitió pasear, conversar con los demás compañeros o novicios; dispusieron una mesa aparte para mí en el refectorio, y durante los oficios los otros asientos que estaban junto al mío permanecieron vacíos…, aunque mi celda seguía adornada con flores y grabados, y me dejaban sobre la mesa juguetes exquisitamente trabajados. No me daba cuenta de que me trataban como a un lunático, aunque mis expresiones estúpidamente repetidas podían justificar muy bien la actitud de todos hacia mí… Ellos tenían sus propios planes de acuerdo con el director; mi silencio los justificaba. El director venía a verme con frecuencia y los desdichados hipócritas le acompañaban hasta mi celda. Por lo general (y a falta de otra ocupación), me encontraban arreglando las flores o mirando los grabados; y entonces le decían:
—Como veis, es todo lo feliz que quiere; no necesita nada… está completamente ocupado cuidando sus rosas.
—No, no estoy ocupado —replicaba yo—; ¡ocupación es lo que me falta!
Entonces ellos se encogían de hombros, intercambiaban misteriosas miradas con el director, y yo me alegraba de verles marcharse, sin pensar en la amenaza que su ausencia significaba para mí. Porque entonces se sucedían las consultas en el palacio de Moncada, sobre si se me podría persuadir para que mostrara la suficiente lucidez para permitirme pronunciar los votos. Parecía que los reverendos padres estaban tan deseosos de convertir en santo a un idiota como sus antiguos enemigos los moros. Había ahora toda una facción confabulada contra mí; para hacerle frente se requería algo más que la fuerza de un hombre. Todo eran atribulados viajes del palacio de Moncada al convento y viceversa. Yo era loco, contumaz, herético, idiota… de todo… cualquier cosa que pudiese aliviar la celosa angustia de mis padres, la codicia de los monjes o la ambición de los ex jesuitas, que se reían del terror de los demás y permanecían atentos a sus propios intereses. Les preocupaba bien poco que estuviese loco o no; alistar a un hijo de la primera casa de España entre sus miembros, tenerle prisionero por loco, o exorcizarlo por endemoniado, era lo mismo. Sería un coup de théâtre; y con tal de asumir ellos los primeros papeles, les importaba muy poco la catástrofe. Afortunadamente, durante toda esta conmoción de impostura, temor, falsedad y tergiversación, el Superior se mostró imperturbable. Dejó que siguiera el tumulto, que aumentara en importancia; él había decidido que yo tenía la suficiente lucidez para pronunciar los votos. Yo ignoraba todo esto; y me quedé asombrado cuando se me llamó al locutorio la víspera de mi noviciado. Había llevado a cabo mis ejercicios religiosos con normalidad, no había recibido amonestación alguna del maestro de los novicios, y me hallaba totalmente desprevenido para la escena que me esperaba. En el locutorio estaban reunidos mi padre, mi madre, el director y otras personas a las que yo no conocía. Avancé con expresión serena y paso regular. Creo que era tan dueño de mis facultades como cualquiera. El Superior, cogiéndome del brazo, me paseó por la estancia, diciendo:
—Mira…
Yo le interrumpí:
—Señor; ¿a qué viene esto?
Por toda respuesta, se limitó a ponerme el dedo en los labios; y luego me pidió que mostrara mis dibujos. Los traje y los ofrecí, con una rodilla en el suelo, primero a mi madre y luego a mi padre. Eran bocetos de monasterios y prisiones. Mi madre apartó los ojos… mi padre, apartando los dibujos, dijo:
—Yo no entiendo de estas cosas.
—Pero os gusta la música, sin duda. Debéis oírle tocar.
Había un pequeño órgano en la estancia adyacente al locutorio; a mi madre no se le permitió pasar. Inconscientemente, elegí el «Sacrificio de Jephtha». Mi padre se afectó mucho y me pidió que parara. El Superior creyó que era no sólo un tributo a mi talento, sino un reconocimiento de la eficacia de su institución, y aplaudió sin discreción ni mesura. Hasta ese momento, jamás pensé que podía ser el motivo de una reunión en el convento. El Superior estaba decidido a hacerme jesuita, y por tal motivo defendía mi cordura. Los monjes querían que hubiera un exorcismo, un auto de fe, alguna bagatela por el estilo, para distraer la monotonía monástica, y por ello estaban deseosos de que yo estuviera o pareciese trastornado o poseso. Sin embargo, fracasaron sus piadosos deseos. Acudí cuando me llamaron, me comporté con escrupulosa corrección, y se designó el día siguiente para que pronunciara los votos.
Ese día siguiente… ¡Ah, ojalá pudiera describirlo!… pero es imposible; el profundo estupor en que me sumí me impedía tener conciencia de cosas que habrían chocado al espectador más indiferente. Estaba tan abstraído que, aunque recuerdo los hechos, no puedo referir el más ligero indicio de los sentimientos que suscitaron. Esa noche dormí profundamente hasta que me despertó una llamada a la puerta:
—Hijo mío, ¿qué haces? Reconocí la voz del Superior, y contesté:
—Estaba durmiendo, padre.
—Yo estaba macerando mi cuerpo por ti a los pies del altar, hijo: el flagelo está rojó con mi sangre.
No contesté, porque pensé que la maceración la merecía mucho más el traidor que el traicionado. Sin embargo, me equivocaba; porque, en realidad, el Superior sentía cierta compunción, y había asumido esta penitencia por mi repugnancia y enajenación mental más que por sus propios pecados. Pero, ¡cuán falso es el tratado con Dios que firmamos con nuestra propia sangre, cuando Él mismo ha declarado que sólo aceptará un sacrificio, el del Cordero, desde la creación del mundo! Dos veces se me turbó de ese modo durante la noche, y las dos veces contesté lo mismo. El Superior, no tengo la menor duda, era sincero. Él creía que lo hacía todo para mayor gloria de Dios, y sus hombros ensangrentados daban testimonio de su celo. Pero yo me encontraba en tal estado de osificación mental que ni sentía, ni oía, ni entendía; y cuando llamó por segunda y tercera vez a la puerta de mi celda para anunciar la severidad de sus maceraciones y la eficacia de intercesión ante Dios, contesté:
—¿No se permite a los criminales dormir la noche antes de su ejecución? Al oír estas palabras, que seguramente le hicieron estremecer, el Superior cayó de rodillas ante la puerta de mi celda, y yo me di la vuelta para seguir durmiendo. Pero pude oír las voces de los monjes cuando levantaron al Superior y lo trasladaron a su celda. Decían:
—Es incorregible… os humilláis en vano; cuando sea nuestro, le veréis como un ser distinto… entonces se postrará ante vos.
Oí esto y me dormí.
Llegó la mañana; yo sabía lo que traería el nuevo día: me había representado toda la escena en mi mente. Imaginé que presenciaba las lágrimas de mis padres, la simpatía de la congregación. Me pareció ver temblar las manos de los sacerdotes al sacudir el incienso, y estremecerse a los acólitos que sostenían sus casullas. De pronto, mi ánimo cambió: Sentí… ¿qué fue lo que sentí?, una mezcla de malignidad, desesperación y de fuerza de lo más formidable. Un relámpago pareció brotar de mis ojos ante una posibilidad: podía cambiar los papeles de sacrificantes y sacrificado en un segundo; podía fulminar a mi madre con una palabra, cuando estuviera allí de pie… podía partirle el corazón a mi padre con una simple frase… podía sembrar más desolación a mi alrededor de la que aparentemente pueden causar el vicio, el poder o la maldad humanas en sus víctimas más despreciables… ¡Sí!, esa madrugada sentí en mí la pugna de la naturaleza, el sentimiento, la compunción, el orgullo, la malevolencia y la desesperación. Los primeros eran parte de mi ser, los segundos los había adquirido todos en el convento. Dije a los que me asistían esa mañana:
—Me estáis ataviando para hacer de víctima, pero puedo convertir a mis verdugos en víctimas, si quiero —y solté una carcajada.
Mi risa dejó aterrados a los que me rodeaban; se retiraron, y fueron a comunicar mi estado al Superior. Vino éste a mi aposento; el convento entero se sintió alarmado, estaba en juego su prestigio; se habían hecho ya todos los preparativos… y todo el mundo había decidido que yo debía ser monje, loco o no.
El Superior estaba aterrado, lo vi en cuanto entró en mi celda.
—Hijo mío, ¿qué significa todo esto?
—Nada, padre, nada; sólo que me ha venido de repente una idea.
—Ya la discutiremos en otra ocasión, hijo; ahora…
—Ahora —repetí yo con una carcajada que debió de lacerar los oídos del Superior—, ahora sólo tengo una alternativa que proponeros: que mi padre mi hermano ocupen mi lugar… eso es todo. Yo jamás seré monje. El Superior, ante estas palabras, empezó a pasear por la celda. Yo corrí tras él, exclamando en un tono que sin duda debió llenarle de horror:
—Me niego a pronunciar los votos; que los que quieren obligarme carguen con la culpa; que expíe mi padre, en su propia persona, el pecado de haberme traído al mundo; que sacrifique mi hermano su orgullo… ¿por qué debo ser yo la víctima del crimen de uno y de las pasiones del otro?
—Hijo mío, todo eso ya quedó acordado antes.
—Sí, ya lo sé…, ya sé que se me condenó, por decreto del Todopoderoso cuando aún estaba en el vientre de mi madre; pero jamás suscribiré ese decreto con mi propia mano.
—Hijo mío, qué puedo decirte yo… has aprobado ya tu noviciado.
—Sí, en un estado de completa estupefacción.
—Todo Madrid ha acudido aquí para oírte pronunciar los votos.
—Entonces, todo Madrid me oirá renunciar a ellos y repudiarlos.
—Éste es el día señalado. Los ministros de Dios están preparados para entregarte a sus brazos. El cielo y la tierra, todo cuanto tiene valor en el tiempo o es precioso para la eternidad, ha sido llamado aquí, y espera oír las irrevocables palabras que sellarán tu salvación y confirmarán la de aquellos quienes tú amas.
¿Qué demonio ha tomado posesión de ti, hijo, y te ha atrapado en el instante en que avanzabas hacia Cristo para derribarte y despedazarte? ¿Cómo podré, cómo podría la comunidad, y todas las almas que debe escapar al castigo por el mérito de tus oraciones, responder ante Dios de tu horrible apostasía?
—Que respondan de sí mismas… que cada uno de nosotros responda de mismo; ése es el dictado de la razón.
—¿De la razón, mi pobre y alucinado hijo, cuando la razón no tiene nada que ver con la religión?
Me senté, crucé los brazos sobre el pecho, y me abstuve de contestar una sola palabra. El Superior se quedó de pie, con los brazos cruzados también, cabeza inclinada y toda su figura adoptó un aire de honda y mortificada meditación. Cualquier otro podría haberle imaginado buscando a Dios en los abismos del pensamiento, pero yo sabía que lo estaba buscando donde jamás lo encontraría: en el abismo de ese corazón que es «falso y desesperadamente malvado». Se acercó a mí; y exclamé:
—¡No os acerquéis!… Ahora vais a repetirme la historia de mi sumisión; pues yo os digo que era fingida; y la regularidad de mis ejercicios devotos, completamente maquinal o falsa; y mi conformidad con la disciplina la observé con la esperanza de escapar de ella en última instancia. Ahora siento mi conciencia descargada y mi corazón aliviado. ¿Me oís, comprendéis lo que digo? Éstas son las primeras palabras verdaderas que pronuncio desde que entré en estos muros, las únicas que pronunciaré dentro de ellos, quizá; conservadlas siempre, arrugad el ceño, santiguaos y elevad los ojos cuanto queráis. Continuad vuestro drama religioso. ¿Qué es lo que veis ante vos tan horrible que retrocedéis, os santiguáis y alzáis los ojos y las manos al cielo? ¡Un ser al que la desesperación empuja a proclamar una desesperada verdad! Puede que la verdad resulte horrible para quienes viven en un convento, cuya vida es artificiosa y pervertida; cuyos corazones se encuentran falseados hasta más allá de lo que alcanza la mano del cielo (que ellos se enajenan con su hipocresía). Pero siento que, en este momento, produzco menos horror a los ojos de Dios que si me hallara en el altar (al que me empujáis), ofendiéndolo con unos votos que mi corazón pugnará por rechazar tan pronto como los pronuncie.
Tras estas palabras, que dije sin duda con la más grosera e insultante violencia, casi esperé que me derribara de una bofetada, que llamara a los hermanos legos para que me llevaran a la clausura o me encerraran en la mazmorra del convento, sabía que existía tal lugar. Quizá deseaba yo todo eso. Empujado hasta el último extremo, sentí una especie de orgullo empujándoles yo a ellos también. Estaba dispuesto a arrastrar cualquier cosa que provocara mi violenta excitación, cualquier rápida y vertiginosa contingencia, incluso cualquier intenso sufrimiento, y preparado para hacerles frente. Pero tales paroxismos se agotan muy pronto, y nos agotan a nosotros igualmente por su misma violencia.
Asombrado ante el silencio del Superior, alcé los ojos hacia él. Dije, en un tono moderado que sonó extraño incluso a mis propios oídos:
—Bien, decidme cuál es mi sentencia.
Siguió callado. Había observado la crisis, y ahora, hábilmente, estudiaba las características de la enfermedad mental para aplicar sus remedios. Seguía de pie, delante de mí, manso e inmóvil, con los brazos cruzados, los ojos bajos, sin la menor muestra de resentimiento en toda su actitud. Los pliegues de su hábito, renunciando a revelar su agitación interior, parecían tallados en piedra. Su silencio, imperceptiblemente, me apaciguó, y me reproché el haberme dejado llevar por mi violencia. Así nos dominan los hombres de este mundo con sus pasiones, y los del otro con el aparente sometimiento de ellas. Por último, dijo:
—Hijo mío, te has rebelado contra Dios, te has resistido a su Santo Espíritu, has profanado su santuario y has ofendido a su ministro; y yo, en su nombre y en el mío propio, te lo perdono todo. Juzga los diversos caracteres de nuestros sistemas por los distintos resultados en nosotros dos. Tú injurias, difamas y acusas…, yo bendigo y perdono: ¿quién de nosotros se encuentra, pues, bajo la influencia del evangelio de Cristo, y al amparo de la bendición de la Iglesia? Pero dejando aparte esa cuestión, que no estás en este momento en condiciones de decidir, abordaré sólo un asunto más; si eso fracasa, no me volveré a oponer a tus deseos, ni te incitaré a prostituirte con un sacrificio que el hombre despreciaría, y Dios tendría que desdeñar. Y es más, haré incluso cuanto esté de mi mano por complacer tus deseos, que desde ahora los hago también míos.
Al oír estas palabras, tan sinceras y llenas de bondad, me sentí impulsado a arrodillarme a sus pies; pero el temor y la experiencia me contuvieron, y me limité a hacer un gesto de reverencia.
—Prométeme únicamente que esperarás con paciencia hasta que haya acabado de exponerte la última cuestión; si tiene éxito o no, es cosa que me interesa bien poco, y me preocupa menos aún.
Se lo prometí… y se marchó. Poco después regresó. Su semblante estaba algo más alterado; pero siguió luchando por conservar la expresión severa. Notaba en él cierta agitación; pero no sabía si provenía de él o de mí. Dejó la puerta entornada, y lo primero que dijo me dejó perplejo:
—Hijo mío, tú estás muy familiarizado con las historias clásicas.
—Pero, ¿qué tiene que ver eso, padre?
—¿Recuerdas la famosa anécdota del general romano que echó a puntapiés, de los peldaños de su tribuna, al pueblo, a los senadores y a los sacerdotes, atropelló la ley, injurió a la religión, pero al final se sintió conmovido por la naturaleza, pues se aplacó cuando su madre se prosternó ante él exclamando: Hijo mío, antes de pisar las calles de Roma tendrás que pisar el cuerpo de la que te ha dado la vida.
—Lo recuerdo; pero ¿con qué objeto lo decís?
—Con éste —y abrió la puerta de par en par—; muestra ahora, si puedes, más obcecación que un pagano.
Al abrirse la puerta, vi a mi madre en el umbral, postrada y con el rostro en el suelo y dijo con voz ahogada:
—Avanza… rompe con tus votos… pero tendrás que perjurar sobre el cuerpo de tu madre.
Traté de levantarla; pero ella se pegó al suelo, repitiendo las mismas palabras; y su espléndido vestido, que se extendía sobre las losas con sus joyas y su terciopelo, contrastaba tremendamente con su postura humillada, y con la desesperación que ardía en sus ojos cuando los alzó hacia mí un instante. Crispado de angustia y de horror, me tambaleé, yendo a parar a los brazos del Superior, quien aprovechó ese momento para llevarme a la iglesia. Mi madre nos siguió… y prosiguió la ceremonia. Pronuncié los votos de castidad, pobreza y obediencia, y unos instantes después mi destino estaba decidido […].
Se sucedieron los días, uno tras otro, durante muchos meses, pero no dejaron en mí recuerdo alguno, ni deseo de tener ninguno tampoco. Debí de experimentar muchas emociones; pero todas se aplacaron como las olas del mar bajo la oscuridad de un cielo de medianoche: su agitación prosigue; pero no hay luz que delate su movimiento ni indique cuándo se elevan o se hunden. Un profundo estupor dominaba mis sentidos y mi alma; y quizá, en este estado, me encontraba en las condiciones más idóneas para la existencia monótona a la que estaba condenado. Lo cierto es que llevaba a cabo todas las ocupaciones conventuales con una regularidad irreprochable y una apatía que no dejaba de ser elogiada. Mi vida era un mar sin corrientes. Obedecía los mandatos con la misma maquinal puntualidad que la campana llamando a los oficios. Ningún autómata, construido de acuerdo con los más perfectos principios de la mecánica, y obediente a dichos principios con una exactitud casi milagrosa, podría dar a un artista menos ocasión para quejas o decepciones de la que daba yo al Superior y a la comunidad. Era siempre el primero en el coro. No recibía visitas en el locutorio… y cuando se me permitía salir, declinaba tal permiso. Si se me imponía alguna penitencia, me sometía a ella; si se nos concedía algún solaz, jamás participaba en él. Nunca solicité que se me dispensara de los maitines ni de las vigilias. En el refectorio permanecía callado; en el jardín, paseaba solo. Ni pensaba, ni sentía, ni vivía… si la vida depende de la conciencia, y los movimientos de la voluntad. Dormía en mi existencia como el Simurgh de la fábula persa, pero este sueño no iba a durar mucho tiempo. Mi retraimiento y mi tranquilidad no convenían a los jesuitas. Mi estupor, mi paso sigiloso, mis ojos fijos, mi profundo mutismo podían muy bien imbuir a una comunidad supersticiosa la idea de que no era un ser humano quien deambulaba por sus claustros y frecuentaba su coro. Pero ellos abrigaban ideas muy distintas. Consideraban todo esto como un tácito reproche a los esfuerzos, disputas, intrigas y estratagemas en las que andaban entregados en cuerpo y alma desde la mañana a la noche. Quizá creían que me mantenía reservado sólo para vigilarles. Quizá no había motivos de curiosidad o de queja en el convento, en esa época… Una pizca servía para ambas cosas. Sin embargo, comenzó a revivir la vieja historia de mi trastorno mental, y decidieron sacar de ella todo el partido posible. Murmuraban en el refectorio, conferenciaban en el jardín…, movían negativamente la cabeza, me señalaban en el claustro y, finalmente, llegaron al convencimiento de que lo que ellos deseaban o imaginaban era cierto. Luego sintieron todos sus conciencias interesadas en la investigación; y un grupo escogido, encabezado por un viejo monje de bastante influencia y reputación, fue a hablar con el Superior. Le hablaron de mi desasimiento, mis movimientos maquinales, mi figura de autómata, mis palabras incoherentes, mi estúpida devoción, mi total extrañamiento respecto al espíritu de la vida monástica, mientras que mi escrupulosa, rígida e inflexible actitud formal era meramente una parodia. El Superior les escuchó con suma indiferencia. Se había puesto de acuerdo secretamente con mi familia, había conferenciado con el director y se había prometido a sí mismo que yo sería monje. Lo había conseguido a costa de muchos esfuerzos (con el resultado que se ha visto), y ahora le preocupaba poco que estuviera loco o no. Con gesto grave, les prohibió que volvieran a entremeterse en este asunto, y les advirtió que se reservaba para sí toda futura indagación. Se retiraron vencidos, pero no desalentados, y acordaron vigilarme conjuntamente; o sea, acosarme, perseguirme y atormentarme, atribuyéndome un carácter que era producto de su malicia, de su curiosidad o de la ociosidad e impudicia de su desocupada inventiva. A partir de entonces, el convento entero se convirtió en un tumulto de conspiración y conjura. Las puertas sonaban allí donde me oían acercarme; y siempre había tres o cuatro susurrando donde yo paseaba; y carraspeaban, se hacían señas y, de manera audible, se ponían a hablar de los temas más triviales en mi presencia, dando a entender, mientras fingían disimular, que su último tema de conversación había sido yo. Yo me reía en mi interior. Me decía: «Pobres seres pervertidos, con qué afectación de bullicio y aparato dramático os afanáis en distraer la miseria de vuestra vacuidad sin esperanza; vosotros lucháis, yo me someto». No tardaron las trampas que preparaban en estrecharse a mi alrededor, y se fueron metiendo en mi camino con una asiduidad que yo no podía evitar, y una aparente benevolencia que me costaba trabajo rechazar. Decían con el tono más suave:
—Querido hermano, estás melancólico…, te devora la desazón…, quiera Dios que nuestros fraternales esfuerzos logren disipar tu pesadumbre. Pero ¿de dónde te viene esa melancolía que parece consumirte?
Ante estas palabras, yo no podía evitar mirarles con ojos llenos de reproche, y creo que de lágrimas también… aunque sin decir palabra. El estado en que ellos me veían era causa suficiente para la melancolía que me reprochaban.
Fracasado este ataque, adoptaron otro método. Intentaron hacerme participar en las reuniones del convento. Me hablaron de mil cosas sobre injustas parcialidades y castigos arbitrarios que en un convento se daban a diario, Aludieron a un hermano, anciano y de precaria salud, al que se obligaba a asistir a maitines, cuando el médico que les asistía había advertido que eso le mataría; y efectivamente, había muerto, mientras que un joven favorito, rebosante de salud, estaba dispensado de los maitines siempre que quería quedarse en cama hasta las nueve de la mañana; se quejaron de que el confesonario no estaba atendido como debía (y quizá esto había influido en mí, añadió otro), y de que el torno tampoco estaba bien atendido. Este conjunto de voces disonante esta tremenda transición que iba desde quejarse de descuidar los misterios del alma en su más profunda comunión con Dios hasta los más ínfimos detalles de los abusos en materia de disciplina conventual, me sublevaron inmediatamente. Hasta entonces había ocultado con dificultad mi desagrado, pero ahora me notó de tal modo que la reunión abandonó sus propósitos por el momento e hizo señas a un monje de experiencia para que me acompañara en mi solitario paseo, al apartarme de ellos. Se acercó a mí y dijo:
—Hermano, estás solo.
—Es que quiero estarlo.
—Pero ¿por qué? —No estoy obligado a declarar mis razones.
—Cierto; pero puedes confiármelas a mí.
—No tengo nada que confiar.
—Comprendo… Por nada del mundo quisiera entrometerme en tu vida; reserva eso para amigos más dignos.
Me pareció bastante raro que, al mismo tiempo que me pedía confianza declarara que comprendía que no tuviese nada que confiarle a él… y, finalmente, me rogara que reservase mis confidencias para los amigos más allegados. Guardé silencio, sin embargo, hasta que dijo:
—Pero, hermano, a ti te devora el aburrimiento.
Seguí callado.
—Ojalá encontrase el medio de disiparlo —dije mirándole con serenidad—; ¿se puede encontrar ese medio entre los muros de un convento?
—Sí, mi querido hermano…, desde luego que sí; el debate en que se halla enzarzada la comunidad del convento sobre la mejor hora para maitines, ya que el Superior quiere restablecer la antigua.
—¿Y qué diferencia hay entre una y otra? —Cinco minutos largos.
—Reconozco la importancia de la cuestión.
—¡Oh!, una vez que empieces a comprenderlo, tu felicidad en el convento será interminable. Siempre hay algo de qué preocuparse y por qué discutir. Interésate, querido hermano, en estas cuestiones, y no tendrás un solo momento de aburrimiento por el que lamentarte.
Al oír esto, clavé los ojos en él. Dije serenamente, aunque creo que con énfasis:
—Entonces no tengo más que remover en mi propio espíritu el aburrimiento, la maldad, la curiosidad, y todas las pasiones contra las que vuestro retiro debiera protegerme, para hacer ese retiro soportable. Perdóname si no puedo, como vosotros, pedirle a Dios permiso para pactar con su enemigo la corrupción que fomento, mientras me jacto de rezar contra ella.
Guardó silencio, alzó las manos y se santiguó; y yo me dije: «Que Dios perdone tu hipocresía», mientras él tomaba otro rumbo y repetía a sus compañeros:
—Está loco, irremisiblemente loco.
—Entonces ¿qué? —dijeron varias voces.
Hubo un cuchicheo apagado. Vi juntarse varias cabezas. No sabía qué estarían tramando, ni me importaba. Seguí paseando solo; era una deliciosa noche de luna. Veía el resplandor entre los árboles, pero los árboles me parecían murallas. Sus troncos eran como el diamante, y sus entrelazadas ramas parecían enroscarse en abrazos que decían: «De aquí no se puede pasar». Me senté al lado de una fuente: junto a ella había un álamo corpulento; lo recuerdo muy bien. Un anciano sacerdote (el cual, aunque yo no lo había notado, se había apartado de los demás) se sentó cerca de mí. Empezó a hacer triviales comentarios sobre la transitoriedad de la vida humana. Yo moví negativamente la cabeza, y él comprendió, por una especie de intuición que no suele ser infrecuente entre los jesuitas, que no era por ahí. Cambió de tema, y comentó la belleza de la floresta y la limpia pureza del manantial. Yo asentí. Y añadió:
—¡Ojalá fuese la vida tan pura como ese riachuelo! Yo suspiré:
—¡Ojalá fuese la vida tan fresca y tan fecunda para mí como la de ese árbol!
—Pero, hijo mío, ¿acaso no se secan las fuentes y se marchitan los árboles?
—Sí, padre, sí; la fuente de mi vida se ha secado y la rama verde de mi vida se ha agostado para siempre.
Al pronunciar estas palabras, no pude reprimir unas lágrimas. El padre se sintió embargado por lo que él llamó el momento en que Dios exhalaba su hálito sobre mi alma. Nuestra conversación fue muy larga, y yo le escuchaba con una especie de desganada y obstinada atención; porque, involuntariamente, me había sentido inclinado a reconocer que era la única persona en toda la comunidad que jamás me había hostigado con la más ligera impertinencia antes ni después de mi profesión: cuando se dijeron las peores cosas de mí, jamás les había prestado oídos; y cuando se vaticinaron los peores augurios sobre mí, había movido la cabeza y había guardado silencio. Su carácter era intachable, y sus observaciones religiosas me parecían tan ejemplares y acertadas como las mías propias. Con todo, no me fiaba de él, como de ningún ser humano; pero le escuchaba con paciencia; y mi paciencia no debió de ser insignificante, pues al cabo de una hora (yo no sabía que nuestra conversación estuviese permitida hasta muy pasada la hora de nuestro retiro habitual), volvió a repetir:
—Mi querido hijo, ya verás cómo te reconcilias con la vida conventual.
—Padre, eso no sucederá nunca, nunca… a menos que esta fuente se agote y este árbol se seque de la noche a la mañana.
—Hijo, Dios ha hecho muchas veces milagros más grandes para salvar un alma.
Nos separamos, y me retiré a mi celda. No sé qué hicieron él y los demás, pero antes de maitines se armó tal alboroto en el convento que cualquiera habría pensado que se había incendiado Madrid. Los seminaristas, los novicios y los monjes iban de celda en celda, subían y bajaban las escaleras, corrían alocados por los pasillos y sin que nadie les dijera nada…; reinaba la más completa confusión. Ni sonaba la campana, ni se impartían órdenes para restablecer la tranquilidad; la voz de la autoridad parecía haber sido acallada para siempre con los gritos alborotados. Desde la ventana, les vi correr por el jardín en todas las direcciones, abrazándose unos a otros, deshaciéndose en exclamaciones, rezando, pasando con mano trémula las cuentas de sus rosarios y alzando los ojos en éxtasis. El júbilo de un convento tiene algo de burdo, de antinatural, y hasta de alarmante. Inmediatamente entré en sospechas, pero me dije: «Lo peor ya ha pasado; después de haberme hecho monje, no me pueden hacer ya nada peor». No tardé en salir de dudas. Un ruido de pasos se acercó a mi puerta.
—Deprisa, hermano; ven corriendo al jardín.
No tuve elección; me rodearon y casi me transportaron ellos mismos.
Allí estaba reunida la comunidad entera, el Superior entre ellos, sin intentar reprimir el alboroto, sino más bien alentándolo. Cada rostro estaba encendido de gozo, y los ojos despedían una luz especial, pero todas las manifestaciones me parecían falsas e hipócritas, Me condujeron, o más bien me arrastraron, hasta el lugar donde yo había estado conversando largamente la noche anterior. La fuente se había secado y el árbol se habla marchitado. Me quedé atónito, mientras todos repetían a mi alrededor: «¡Milagro! ¡Milagro!». «¡Dios mismo confirma tu vocación con su propia mano!». El Superior hizo un gesto para que callaran. Luego se dirigió a mí con voz serena:
—Hijo mío, se te requiere tan sólo para que creas en la evidencia de tus propios ojos. ¿Tendrás por engañosos tus mismos sentidos, antes que creer a Dios? Póstrate, te lo suplico, ante Él, y reconoce al punto, por un público y solemne acto de fe, esa misericordia que no ha dudado en realizar un milagro para brindarte la salvación.
Yo me sentía más asombrado que conmovido por lo que veía y oía, pero me arrodillé delante de todos ellos, tal como se me pedía. Junté mis manos, y dije en voz alta:
—Dios mío, si te has dignado hacer este milagro por mí, sin duda me iluminarás y enriquecerás con la gracia para comprenderlo y apreciarlo. Mi mente está confundida, pero tú puedes iluminarla. Mi corazón es duro, pero no está más allá del alcance de tu omnipotencia tocarlo y someterlo. Una señal que en él reciba en este instante, un susurro que vibre en sus recónditos espacios, no será menos revelador de tu misericordia que una señal en la materia inanimada, que sólo ofusca mis sentidos.
El Superior me interrumpió.
—¡Detente! —dijo—. ¡Ésas no son las palabras que deberías usar! Tu verdadera fe es incredulidad, y tu oración, una irónica ofensa a la misericordia que finges suplicar.
—Padre, poned las palabras que queráis en mi boca, y yo las repetiré… Si no me convenzo, al menos me someto.
—Debes pedir perdón a la comunidad por la ofensa que tu tácita repugnancia a la vida de Dios le ha infligido —así lo hice—. Debes expresar tu agradecimiento a la comunidad por la alegría que han testimoniado todos ante esta milagrosa prueba de la autenticidad de tu vocación —así lo hice—. Debes agradecer a Dios, también, la visible intercesión de su poder sobrenatural, no tanto en desagravio de su gracia como por el honor para esta casa, que ha tenido a bien iluminar y dignificar con un milagro.
Dudé un poco. Dije:
—Padre, ¿se me permite pronunciar esa oración interiormente? El Superior vaciló también; pensó que no estaría bien llevar las cosas demasiado lejos, y dijo finalmente:
—Como quieras.
Yo estaba todavía de rodillas junto al árbol y la fuente. Me postré entonces con el rostro contra tierra y oré íntima e intensamente, mientras todos me rodeaban de pie; pero las palabras de mi plegaria fueron bien distintas de las que ellos suponían. Al incorporarme, fui abrazado por media comunidad. Algunos llegaron incluso a derramar lágrimas, cuya fuente no estaba seguramente en sus corazones. La alegría hipócrita ofende sólo al incauto, pero la aflicción hipócrita degrada al que la finge. Ese día transcurrió enteramente en una especie de orgía. Se abreviaron los ejercicios, se embellecieron las colaciones con confites y dulces, y todos recibieron permiso para ir de unas celdas a otras sin una orden especial del Superior. Circularon entre todos los miembros presentes de chocolate, rapé, agua granizada, licores y (lo que era más aceptable y necesario) servilletas y toallas del más fino y blanco damasco. El Superior estuvo encerrado la mitad del día con dos hermanos discretos, como todos los llamaban (es decir hombres elegidos para asesorar al Superior, en el supuesto de su absoluta e inusitada incapacidad, de la misma manera que el papa Sixto fue elegido por su supuesta imbecilidad), para preparar un informe autentificado del milagro que debía ser despachado a los principales conventos de España. No era necesario distribuir la noticia por Madrid, ya que la habían conocido una hora después de que ocurriera… Los maliciosos dicen que una hora antes.
Debo confesar que el agitado alborozo de ese día, tan distinto de los que yo había visto transcurrir en el convento anteriormente, produjo en mí un efecto imposible de describir. Me acariciaron, me convirtieron en el héroe de la fiesta (una fiesta conventual siempre tiene algo de singular y de artificial), casi me deificaron. Yo me entregué a la embriaguez del día: me creí verdaderamente el favorito de la deidad durante unas horas.
Me dije a mí mismo mil cosas lisonjeras. Si esta impostura fue criminal, expié mi crimen muy pronto. Al día siguiente todo recobró su orden habitual, y comprobé cómo la comunidad era capaz de pasar en un momento del extremo desorden a la rigidez de sus costumbres cotidianas.
Mi convicción a este respecto no disminuyó en los inmediatos días que siguieron. Las oscilaciones de un convento vibran con un intervalo muy corto. Un día todo es regocijo, y al siguiente, inexorable disciplina. Unos días después tuve una prueba sorprendente de ese fundamento por el que, a pesar del milagro, mi repugnancia por la vida monástica seguía incólume. Alguien, se dijo, había cometido una pequeña infracción de las reglas monásticas. Afortunadamente, la ligera infracción fue cometida por un pariente lejano del Arzobispo de Toledo, y consistía tan sólo en haber entrado en la iglesia en estado de embriaguez (vicio raro entre los españoles), intentar desalojar al predicador de su púlpito; cosa que al no poder hacer, se subió a horcajadas, como pudo, en el altar, derribó los cirios, volcó los jarrones y el copón, y trató de arrancar, como con las garras de un demonio, la pintura que colgaba encima de la mesa lateral, soltando sin parar las más horribles blasfemias y pidiendo el retrato de la Virgen en un lenguaje irrepetible. Se celebró una consulta. La comunidad, como es de suponer, armó un escándalo horrible durante el incidente. Todos, excepto yo, se alarmaron y alborotaron. Se habló mucho de la Inquisición: el escándalo era atroz; el desafuero imperdonable, y la reparación imposible. Tres días después llegó orden del Arzobispo de suspender todos los trámites; y al día siguiente, el joven que había cometido tan sacrílega afrenta compareció en la sala de sesiones de los jesuitas, donde se hallaban reunidos el Superior y unos cuantos monjes, leyó un breve texto que uno de ellos había preparado para él sobre la expresiva palabra «Ebrietas», y se marchó a tomar posesión de una gran prebenda de la diócesis de su pariente el Arzobispo. Justo al día siguiente de esta escandalosa escena de componenda, impostura y profanación, un monje fue sorprendido cuando se dirigía, después de la hora permitida, a una celda contigua a devolver un libro que le habían prestado. En castigo por este delito, fue obligado a permanecer sentado durante la refección, y por tres días consecutivos, descalzo y con la túnica del revés, en una losa del suelo de la sala. Fue obligado a acusarse de toda suerte de crímenes, muchos de los cuales no resultaría decoroso mencionar, y a exclamar de vez en cuando: «¡Dios mío, justo es mi castigo!». El segundo día descubrieron que una mano compasiva había colocado una esterilla debajo de él. Inmediatamente se produjo una conmoción en el refectorio. El pobre desdichado se encontraba aquejado de una enfermedad que convertía en algo peor que la muerte el permanecer sentado, o más bien tendido, sobre las losas del suelo; y algún ser misericordioso le había puesto subrepticiamente la esterilla. En seguida se inició una investigación. Un joven en quien no había reparado yo antes se levantó de la mesa y, arrodillándose ante el Superior, confesó su culpa. El Superior adoptó una expresión severa, se retiró con algunos monjes ancianos para deliberar sobre este nuevo crimen de humanidad, y unos momentos después sonó la campana anunciando a todos que debíamos retirarnos a nuestras celdas. Nos retiramos temblando, y mientras nos postrábamos ante el crucifijo de nuestras celdas, nos preguntamos quién sería la siguiente víctima, o en qué consistiría su castigo. Sólo volví a ver a este joven una vez. Era hijo de una rica e influyente familia; pero ni aun su riqueza contrarrestaba su contumacia, en opinión del convento, es decir, de los cuatro monjes de rígidos principios con los que el Superior consultaba todas las noches. Los jesuitas son proclives a adular al poder; pero aún lo son más a detentarlo ellos, si pueden. El resultado del debate fue que el transgresor debía sufrir severa humillación y penitencia en presencia de ellos. Se le anunció la sentencia, y el joven se sometió. Repitió todas las palabras de contrición que le dictaron. Luego se desnudó los hombros y se flageló a sí mismo hasta que le manó sangre, repitiendo a cada golpe: «Dios mío, te pido perdón por haber dado esa leve comodidad o alivio a fray Paolo durante su merecida penitencia». Y ejecutó todo esto, abrigando en el fondo de su alma la intención de seguir aliviando y socorriendo a fray Paolo siempre que tuviera ocasión. Luego creyó que todo había terminado. Le ordenaron que se retirase a su celda. Así lo hizo; pero los monjes no habían quedado satisfechos con esta interrogación. Sospechaban desde hacía tiempo que fray Paolo no cumplía las reglas, e imaginaban que podrían arrancarle esta confesión por medio del joven, cuya humanidad aumentaba sus recelos. Las virtudes de la naturaleza se consideran siempre vicios en un convento. Así que, apenas se había metido en la cama, entraron en su celda unos cuantos. Le dijeron que venían de parte del Superior a imponerle un nuevo castigo, a menos que revelara el secreto del interés que mostraba por fray Paolo. En vano protestó:
«No tengo más interés por él que el de la humanidad y la compasión». Eran palabras que ellos no entendían. Y en vano insistió: «Yo me infligiré cuantos castigos tenga a bien ordenarme el Superior; pero ahora tengo la espalda ensangrentada»…, y se descubrió para que la vieran. Los verdugos eran despiadados. Le obligaron a abandonar la cama y le aplicaron las disciplinas con tan atroz severidad que finalmente, loco de vergüenza, de rabia y de dolor, se zafó de ellos y echó a correr pidiendo auxilio y piedad. Los monjes estaban en sus celdas; ninguno se atrevió a moverse: se estremecieron y se dieron la vuelta en sus jergones de paja. Era la víspera de san Juan el Menor, y a mí se me había ordenado lo que en los conventos se llama una hora de recogimiento, la cual debía pasar en la iglesia. Había obedecido yo la orden, y estaba con el rostro y el cuerpo postrados en los peldaños de mármol del altar, hasta casi quedarme inconsciente, cuando oí que el reloj daba las doce. Me di cuenta de que había transcurrido la hora sin el menor recogimiento por mi parte. «Y así ha de ser siempre —exclamé, poniéndome de pie—; me privan de la capacidad de pensar, y luego me piden que me recoja a reflexionar». Cuando volvía por el corredor, oí unos gritos pavorosos que me hicieron estremecer. Súbitamente, vi venir un espectro hacia mí… caí de rodillas y exclame:
—Satana, vade retro, apage Satana.
Un ser humano desnudo, cubierto de sangre y profiriendo gritos de rabia y tortura pasó como un relámpago junto a mí; le perseguían cuatro monjes, portando luces. Yo había cerrado la puerta del final de la galería, y comprendí que volverían a pasar por mi lado; aún estaba de rodillas, y temblaba de pies a cabeza. La víctima llegó a la puerta, la encontró cerrada, y le alcanzaron. Miré hacia allí y sorprendí un grupo digno de Murillo. Jamás había visto yo una figura humana más perfecta que la de este joven desventurado. Se quedó en una actitud de desesperación; estaba bañado en sangre. Los monjes, con sus luces, flagelos y hábitos oscuros, se asemejaban a un grupo de demonios que hubieran apresado a un ángel extraviado. Eran como las furias infernales acosando a Orestes. Y, a decir verdad, ningún escultor antiguo talló jamás una figura más exquisita y perfecta que la que ellos despedazaban de tan bárbara manera. Pese al embotamiento de mi espíritu por el largo sopor de todas sus potencias, este espectáculo de horror y crueldad me despertó al instante. Acudí en su defensa, luché con los monjes, proferí expresiones que, aunque apenas tenía conciencia de decirlas, ellos recordaron y exageraron con toda la precisión de la malicia.
No recuerdo qué sucedió a continuación; pero el resultado del asunto fue que me confinaron a mi celda durante toda la semana siguiente por mi osada interferencia en la disciplina del convento. Y el castigo adicional que le cayó al pobre novicio por resistirse a la flagelación fue aplicado con tal severidad que estuvo delirando de vergüenza y dolor. Rechazó la comida, no logró encontrar sosiego alguno, y murió a la octava noche de la escena que yo había presenciado. Había sido de carácter habitualmente dócil y afable, aficionado a la literatura, y ni siquiera el disfraz del convento había logrado ocultar la gracia distinguida de su persona y modales. ¡De haber vivido en el siglo, cuánta hermosura habrían aportado sus cualidades! Puede que el mundo hubiera abusado de ellas y las hubiera pervertido, es cierto; pero ¿habrían tenido jamás los abusos mundanos tan horrible y desastroso final?; ¿habría sido azotado en él, hasta hacerle enloquecer, y después otra vez hasta matarle? Fue enterrado en el cementerio del convento, y el propio Superior pronunció su panegírico… ¡El Superior!, bajo cuya orden, permiso, o connivencia al menos, había sido arrastrado hasta la locura, a fin de obtener un secreto trivial e imaginario.
Durante esta exhibición, mi repugnancia creció hasta un grado incalculable. Había odiado la vida conventual…; ahora la despreciaba; y todo juez de la naturaleza humana sabe que es más difícil desarraigar el último sentimiento que el primero. No tardé en tener motivo para sentir renovados ambos sentimientos. El tiempo fue intensamente caluroso ese año. En el convento se declaró una epidemia: cada día eran enviados dos o tres a la enfermería, y a los que habían merecido pequeños castigos se les permitía, a modo de conmutación, cuidar a los enfermos. Yo estaba deseoso de encontrarme entre ellos, incluso había decidido cometer algún ligero pecado que pudiese merecer este castigo, lo que para mí habría supuesto mayor satisfacción. ¿Me atreveré a confesar mis razones, señor? Deseaba ver a esos hombres, de ser posible, despojados de su disfraz conventual y forzados a la sinceridad por el dolor de la enfermedad y la proximidad de la muerte. Me veía a mí mismo triunfando ya, imaginando su agonizante confesión, oyéndoles reconocer las seducciones empleadas para atraparme y lamentar las miserias con las que me habían envuelto, e implorar con labios crispados mi perdón en… no, no en vano.
Este deseo, aunque vengativo, no dejaba de tener sus disculpas; pero no tardé en ahorrarme la molestia de llevarlo a cabo por mi propia cuenta. Esa misma noche me mandó llamar el Superior, y me pidió que fuese a atender a la enfermería, relevándome, al mismo tiempo, de vísperas. En la primera cama a la que me acerqué descubrí a fray Paolo. No se había recuperado de las dolencias que contrajo durante su penitencia; y la muerte del joven novicio (tan estérilmente acaecida) fue fatal para él.
Le ofrecí medicinas, traté de acomodarle en su lecho. Rechazó mis dos ofrecimientos; y moviendo débilmente la mano, dijo:
—Déjame, al menos, morir en paz.
Unos momentos después abrió los ojos, y me reconoció. Un destello de placer tembló en su semblante, ya que recordaba el interés que yo había mostrado por su desventurado amigo. Con voz apenas inteligible, dijo:
—¿Eres tú?
—Sí, hermano, soy yo; ¿puedo hacer algo por ti? Tras una prolongada pausa, dijo:
—Sí, sí puedes.
—Dime entonces.
Bajó la voz, que ya antes era casi inaudible, y susurró:
—No permitas que nadie se acerque a mí en mis últimos momentos… no te molestaré mucho, porque esos momentos están ya cerca.
Apreté su mano en señal de aquiescencia. Pero me pareció que había algo a la vez terrible e impropio en esta petición de un moribundo. Le pregunté:
—Mi querido hermano, ¿entonces vas a morir?; ¿no deseas el beneficio de los últimos sacramentos?
Movió negativamente la cabeza, y me temo que comprendí demasiado bien. Dejé de importunarle; y pocos momentos después dijo, con una voz que a duras penas logré entender:
—Déjales, déjame morir. Ellos no me han dejado fuerza alguna para desear otra cosa.
Cerró los ojos; yo me senté junto a la cama, reteniendo su mano en la mía. Al principio, sentí que quería apretármela; le falló el intento y su presión se relajó. Fray Paolo había dejado de existir.
Seguí sentado, con la mano muerta cogida, hasta que un gemido de la cama contigua hizo que despertara de mi abstracción. Estaba ese lecho ocupado por el anciano monje con quien había sostenido una larga conversación la noche antes del milagro, en el que aún creía yo firmemente.
Había observado que este hombre era de carácter y modales amables y atractivos. Quizá estas cualidades van siempre unidas a una gran debilidad intelectual y una frialdad de temperamento en los hombres (puede que en las mujeres sea distinto, pero mi experiencia personal jamás ha dejado de constatar que donde hay una especie de suavidad femenina en el carácter del varón, hay también traición, disimulo y falta de corazón). Al menos, si existe tal relación, es seguro que la vida conventual proporciona todas las ventajas a la debilidad interior y al atractivo exterior. Ese simulado deseo de ayudar, sin energía e incluso sin convicción, halaga tanto a las mentes débiles que lo ejercitan como a las aún más débiles que lo reciben. A este hombre se le había considerado siempre muy débil y, no obstante, muy fascinante. Lo habían utilizado más de una vez para atrapar a los jóvenes novicios. Ahora se estaba muriendo. Conmovido por su estado, me olvidé de todo ante sus tremendos clamores, y le ofrecí cuanta ayuda estuviese de mi mano.
—No quiero nada, sino morir —fue su respuesta.
Su semblante estaba completamente sereno, pero su serenidad era más apatía que resignación.
—¿Estás entonces totalmente seguro de tu proximidad a la santidad?
—De eso no sé nada.
—Entonces, hermano, ¿crees que son esas palabras propias de un moribundo?
—Sí, si dice la verdad.
—¿Aun siendo monje?, ¿y católico?
—Eso no son más que nombres; sé que ésa es la verdad; al menos ahora.
—¡Me asombras!
—No me importa; me encuentro al borde del precipicio… y voy a precipitarme en él; y que los mirones griten o no tiene muy poca importancia para mí.
—¿Y, no obstante, has expresado tu disposición a morir?
—¡Disposición! ¡Oh, impaciencia!… Soy un reloj que ha marcado los mismos minutos y las mismas horas durante sesenta años. ¿No ha llegado ya el momento de que la máquina desee terminar? La monotonía de mi existencia es capaz de hacer deseable la transición, y hasta el dolor. Estoy cansado, y quiero variar… eso es todo.
—Pero para mí, y para toda la comunidad, parecías resignado a la vida monástica.
—Simulaba una mentira… He vivido siempre en la mentira… Yo mismo era una mentira… Y pido perdón en mis últimos momentos por decir la verdad…
Supongo que nadie puede refutar ni desacreditar mis palabras… Lo cierto es que he odiado la vida monástica. Inflígele dolor al hombre, y sus energías despertarán; condénale a la locura, y dormitará como los animales torpes y satisfechos que viven encerrados en una cerca; pero condénale al dolor y a la inanición, como se hace en los conventos, y unirás los sufrimientos del infierno a los del aniquilamiento. Durante sesenta años, he maldecido mi existencia. Jamás he despertado a la esperanza, ya que nunca he tenido nada que hacer ni que esperar. Jamás me acosté consolado, pues al concluir cada día, sólo podía contar el número de burlas deliberadas hechas a Dios en forma de ejercicios de devoción. La vida presente se sitúa más allá del alcance de tu voluntad; y bajo el influjo de operaciones mecánicas se convierte, para los seres que piensan, en un tormento insoportable.
Jamás he comido con apetito, porque sabía que con él o sin él debía ir al refectorio cuando sonaba la campana. Jamás me acosté a descansar en paz, porque sabía que la campana me llamaría desafiando a la naturaleza, sin tener en cuenta si ésta necesitaba más o menos descanso. Jamás he rezado, pues mis oraciones me fueron impuestas desde fuera. Jamás he esperado, pues mis esperanzas se fundaron siempre, no en la verdad de Dios, sino en las promesas y amenazas del hombre. Mi salvación estaba suspendida en el aliento de un ser tan débil como yo mismo, cuya debilidad, sin embargo, me he visto obligado a adular y a combatir para obtener un destello de la gracia de Dios, a través de la oscura y distorsionada mediación de los vicios del hombre. Jamás me llegó ese destello… Muero sin luz, sin esperanza, sin fe, sin consuelo. Pronunció estas palabras con una calma más aterradora que las más violentas convulsiones de desesperación. Boqueó, falto de aire…
—Pero hermano, tú siempre has sido puntual en los ejercicios religiosos.
—Eso era puramente maquinal… ¿acaso no crees a un hombre que está a punto de morir?
—Pero tú me insististe, en una larga conversación, para que abrazara la vida monástica, y tu insistencia debió de ser sincera, pues fue después de mi profesión.
—Es corriente que el miserable desee ver a sus compañeros en su misma situación. Es muy egoísta, muy de misántropo; pero también muy natural. Tú mismo has visto las jaulas suspendidas de las celdas; ¿no se emplean pájaros domesticados para atrapar a los silvestres? Nosotros éramos pájaros enjaulados; ¿puedes culparnos a nosotros de esta impostura? En estas palabras no pude por menos de reconocer la sencillez de la profunda corrupción,[16] esa espantosa parálisis del alma por la que queda incapacitada para recibir o suscitar cualquier impresión, cuando dice al acusador: acércate, protesta, acusa… yo te desafío. Mi conciencia está muerta, y no oye ni pronuncia, ni repite reproche alguno. Yo estaba asombrado. Luché contra mi propia convicción. Dije:
—Pero tu regularidad en los ejercicios religiosos…
—¿No has oído nunca tañer una campana?
—Pero tu voz ha sido siempre la más profunda y la más distinta del coro.
—¿No has oído nunca tocar un órgano? […].
Me estremecí; sin embargo, seguí haciéndole preguntas; pensé que no me quedaba demasiado por saber. Le dije:
—Pero, hermano, los ejercicios religiosos en los que constantemente estabas absorto han debido infundirte imperceptiblemente algo del espíritu de que están dotados… ¿no? Seguramente has tenido que pasar de las formas de la religión a su espíritu… ¿no, hermano? Habla con la sinceridad del que va a morir. ¡Ojalá tuviese yo esa esperanza! Soportaría lo que fuese con tal de obtenerla.
—No existe tal esperanza —dijo el moribundo—; no te engañes en eso. La repetición de los deberes religiosos, sin el sentimiento o el espíritu religioso, produce una insensibilidad de corazón incurable. No hay nadie más irreligioso en la tierra que los que se ocupan constantemente de sus facetas externas. Creo sinceramente que la mitad de nuestros hermanos legos son ateos. He oído hablar y he leído algo sobre esos a quienes llamamos herejes. Tienen sus acomodadores en el templo (horrible profanación, dirás tú, eso de alquilar sillas en la casa de Dios, y con razón); tienen quien toque las campanas cuando entierran a sus muertos; y esos desventurados no tienen otra prueba que dar de su religiosidad que vigilar, mientras dura el oficio divino (en el que sus deberes les impiden participar), los honorarios que sacan, y arrodillarse pronunciando los nombres de Cristo y de Dios, en medio del ruido de las sillas que alquilan, cosa que siempre les suscita asociaciones, y les hace levantarse del suelo en pos de la centésima parte de la plata con que Judas vendió al Salvador y a sí mismo. Luego están los campaneros: uno creería que la muerte podría humanizarles. ¡Ah, pero nada de eso!… Cobran según la profundidad de la fosa. Y el campanero, el sepulturero y los sobrevivientes entablan a veces una batalla campal sobre los restos sin vida cuya pesadez es el más poderoso y mudo reproche a su deshumanizada contienda.
Yo no sabía de todo esto; pero me aferré a sus primeras palabras.
—Entonces, ¿mueres sin esperanzas y sin confianza? —guardó silencio—. Sin embargo, tú me apremiaste con una elocuencia casi divina, con un milagro ejecutado casi delante de mis ojos.
Se rió. Hay algo verdaderamente horrible en la risa del moribundo: oscilando en el límite entre los dos mundos, parece lanzar un mentís a ambos y proclamar la igual impostura de los placeres del uno y las esperanzas del otro.
—Fui yo quien hizo ese milagro —dijo con toda la tranquilidad y, ¡ay!, con esa especie de triunfo del impostor deliberado—. Sabía dónde estaba el depósito que alimenta esa fuente. Con la autorización del Superior, lo secamos por la noche. Trabajamos mucho; y nos reíamos de tu credulidad a cada cubo que sacábamos.
—Pero el árbol…
—Yo estaba en posesión de ciertos secretos químicos; no tengo tiempo para revelártelos ahora; asperjé cierto fluido sobre las hojas del álamo esa noche, y por la mañana parecían marchitas; ve a verlas otra vez dentro de un par de semanas, y las encontrarás tan verdes como antes.
—¿Y ésas son tus últimas palabras?
—Ésas son.
—¿Y es así como me engañaste? Se debatió unos momentos ante esta pregunta; y luego, casi incorporándose en su lecho, exclamó:
—¡Porque yo era monje, y deseaba aumentar el número de víctimas, con mi impostura, para satisfacer mi orgullo! ¡Y de los compañeros de mi miseria, para aliviar su malignidad! Estaba crispado; la natural mansedumbre y serenidad de su semblante se había transformado en algo que no soy capaz de describir…, algo a la vez burlesco, triunfal y diabólico. En ese horrible momento se lo perdoné todo. Cogí un crucifijo que tenía junto a la cama y se lo ofrecí para que lo besara. Él lo apartó.
—Si hubiese querido continuar esta farsa, habría llamado a otro actor. Sabes que podría tener al Superior y a medio convento junto a mi lecho en este momento si quisiera, con sus cirios, su agua bendita y sus trebejos para la extremaunción y toda esa mascarada fúnebre con que tratan de embaucar aun al propio moribundo e insultar incluso a Dios en el umbral de su morada eterna. He soportado tu compañía porque creía, por tu repugnancia a la vida monástica, que oirías atento sus engaños y su desesperación.
Pese a lo deplorable que había sido antes la imagen de esa vida para mí, su descripción superaba mi imaginación. La había concebido carente de todos los placeres de la vida, y había concebido el futuro de una gran sequedad; pero ahora pesaba también el otro mundo en la balanza, y resultaba insuficiente. El genio del monacato parecía blandir una espada de doble filo, y levantarla entre el tiempo y la eternidad. Su hoja llevaba una doble inscripción: en el lado del mundo tenía grabada la palabra «sufrimiento»; en el de la eternidad, «desesperación». Sumido en la más completa negrura de mi alma, seguí preguntándo si tenía alguna esperanza… ¡él!, mientras me despojaba a mí de todo vestigio de ella con cada palabra que decía.
—Pero ¿todo ha de hundirse en ese abismo de tiniebla? ¿No hay luz, ni esperanza, ni refugio para el que sufre? ¿No llegaremos algunos de nosotros reconciliamos con nuestra situación, resignándonos primero con ella cobrándole cariño después? Y, por último, ¿no podríamos (si nuestra repugnancia es invencible) convertirla en mérito a los ojos de Dios, y ofrecerle el sacrificio de nuestras esperanzas y deseos terrenales, en la confianza de recibir cambio un amplio y glorioso equivalente? Aunque seamos incapaces de ofrecer este sacrificio con el fervor que aseguraría su aceptación, ¿no podemos espera sin embargo, que no sea enteramente menospreciada… que podamos alcanzar la serenidad, si no la felicidad…; la resignación, si no la alegría? Habla, dime eso puede ser.
—Tú quieres arrancar el engaño de labios de la muerte; pero no lo conseguirás. Escucha tu destino: los que están dotados de lo que podemos llamar carácter religioso, es decir, los que son visionarios, débiles, taciturnos ascéticos, pueden llegar a una especie de embriaguez en los momentos de devoción. Pueden, al abrazar las imágenes, imaginar que la piedra se estremece al tocarla; que se mueven las figuras, acceden a sus peticiones y vuelven hacia ellos sus ojos inertes con expresión de benevolencia. Pueden llegar a creer, al besar el crucifijo, que oyen voces celestiales que les anuncian su perdón; que el Salvador del mundo tiende sus brazos hacia ellos para invitarles a la beatitud; que el cielo se abre bajo sus miradas, y que las armonías del paraíso se enriquecen para glorificar su apoteosis. Pero todo eso no es más que una embriaguez que el físico más ignorante puede despertar en sus pacientes con determinadas medicinas. El secreto de este extático transporte podemos encontrarlo en la tienda del boticario, o comprarlo a un precio más barato. Los habitantes del norte de Europa consiguen ese estado de exaltación mediante el uso de aguardiente, los turcos con el opio, los derviches con la danza… y los monjes cristianos con el dominio del orgullo espiritual sobre el agotamiento del cuerpo macerado. Todo es embriaguez, con la única diferencia que la de los hombres de este mundo produce siempre autocomplacencia, mientras que la de los hombres del otro genera un complacencia cuya supuesta fuente se encuentra en Dios. Por tanto, la embriaguez es más profunda, más ilusoria y más peligrosa. Pero la naturaleza, violada por estos excesos, impone los más usurarios intereses a esta ilícita indulgencia. Les hace pagar los momentos de arrobamiento con horas de desesperación. Su precipitación desde el éxtasis al horror es casi instantánea. En el transcurso de unos instantes, pasan de ser los elegidos del cielo a convertirse en sus desechos. Dudan de la autenticidad de sus transportes, de la autenticidad de su vocación. Dudan de todo: de la sinceridad de sus oraciones, y hasta de la eficacia del sacrificio del Salvador y de la intercesión de la santísima Virgen. Caen del paraíso al infierno. Aúllan, gritan, blasfeman desde el fondo de los abismos infernales en los que se imaginan sumergidos, vomitan imprecaciones contra su Creador…, se declaran condenados desde toda la eternidad por sus pecados, aunque su único pecado consiste en su incapacidad para soportar una emoción preternatural. El paroxismo cesa y, en sus propias imaginaciones, se convierten de nuevo en elegidos de Dios. Y a quienes les interrogan con la mirada hasta su última desesperación contestan que Satanás ha obtenido permiso para abofetearles; que se hallaban ante el rostro oculto de Dios, etc. Todos los santos, de Mahoma a Francisco Javier, no han sido sino una mezcla de locura, orgullo y autodisciplina; esto último podía haber tenido mucha menos trascendencia, pero esos hombres se vengaron siempre de sus propios castigos imponiendo los máximos rigores a los demás.
No existe estado mental más horrible que aquel en el que nos vemos forzados por convicción a escuchar, deseando que cada palabra sea falsa, y sabiendo que es cierta cada una de ellas. Ése era el mío, pero traté de paliarlo diciendo:
—Jamás ha sido mi ambición ser santo; pero ¿tan deplorable es la situación de los demás? El monje, que parecía disfrutar en esta ocasión descargando la concentrada malicia de sesenta años de sufrimientos e hipocresía, hizo acopio de fuerzas para contestar. Parecía como si jamás pudiera llegar a infligir todo lo que le habían infligido a él.
—Los que están dotados de una fuerte sensibilidad, sin un temperamento religioso, son los más desgraciados de todos, pero sus sufrimientos acaban pronto. Se ven mortificados, anulados por la devoción monótona: se sienten exasperados por la estúpida insolencia y por la inflada superioridad. Luchan; se resisten. Se les aplican penitencias y castigos. Su propia violencia justifica la extrema violencia del tratamiento; y de todos modos, se les aplicaría sin esa justificación, porque no hay nada que halague más el orgullo del poder que una contienda victoriosa con el orgullo del intelecto. Lo demás puedes deducirlo tú fácilmente, dado que lo has presenciado. Ya viste al desdichado joven que trató de entrometerse en el caso de Paolo. Le azotaron hasta volverle loco. Le torturaron primero hasta el frenesí, y luego hasta la estupefacción… ¡Y murió! Fui yo el secreto e insospechado consejero de todo su proceso.
—¡Monstruo! —exclamé, pues la verdad nos había colocado ahora en plano de igualdad, y hasta excluía el tratamiento que el humanitarismo nos dictaría al hablarle a un moribundo.
—Pero ¿por qué? —dijo él con esa serenidad que antes fue atractiva y ahora me repugnaba, si bien había prevalecido siempre de manera indiscutible en su rostro—; así se acortaron sus sufrimientos; ¿me culpas por haber disminuido su duración? Había algo frío, irónico y burlesco incluso en la suavidad de este hombre que imprimía cierta fuerza a sus más triviales observaciones. Parecía como si se hubiese reservado la verdad de toda la vida, para lanzarla en su última hora.
—Ése es el destino de los dotados de una fuerte sensibilidad; los que son menos sensibles languidecen en una imperceptible decadencia. Se pasan la vida vigilando unas cuantas flores, cuidando pájaros. Son puntuales en sus ejercicios religiosos, no reciben censuras ni elogios… se consumen inmersos en la apatía y el aburrimiento. Desean la muerte, cuyos preliminares pueden aportar una breve excitación en el convento; pero se ven decepcionados, porque su estado les impide toda excitación, y mueren como han vivido… sin excitarse ni despertar. Se encienden los cirios, pero ellos no los ven…, les ungen, pero ellos no lo sienten…, se reza, pero ellos no pueden participar en esas oraciones; en realidad, se representa todo el drama, pero el actor principal está ausente… está muerto. Los demás se entregan a constantes ensoñaciones. Pasean a solas por el claustro y por el jardín. Se nutren con el veneno de la ponzoñosa y estéril ilusión. Sueñan que un terremoto reduce a polvo los muros, que un volcán estalla en el centro del jardín. Imaginan una revolución del gobierno, un ataque de bandidos… cualquier cosa inverosímil. Luego se refugian en la posibilidad de un incendio {si hay un incendio, se abren las puertas de par en par, a la voz de «sauve qui peut»). Tal posibilidad les hace concebir las más ardientes esperanzas: podrían salir corriendo… precipitarse a las calles, al campo… En realidad, les gustaría echar a correr hacia donde pudiesen escapar. Después flaquean estas esperanzas: comienzan a sentirse nerviosos, enfermos, desasosegados. Si tienen influencia, consiguen alguna reducción de sus deberes y permanecen en sus celdas relajados, torpes… idiotizados; si no tienen influencias, se les obliga a cumplir puntualmente sus obligaciones, y su idiotismo empieza mucho antes; como los caballos enfermos que se emplean en los molinos, que se vuelven ciegos antes que los condenados a soportar su existencia en un trabajo ordinario. Algunos se refugian en la religión, como ellos dicen. Piden consuelo al Superior; pero ¿qué puede hacer el Superior? Él es sólo un hombre, también, y siente quizá la misma desesperación que devora a los desventurados que le suplican que les libere de ella. Luego se arrodillan ante las imágenes de los santos… los invocan; a veces, los injurian. Suplican su intercesión, se quejan de su ineficacia, y acuden a algún otro cuyos méritos imaginan más altos a los ojos de Dios. Suplican la intercesión de Cristo y de la Virgen como último recurso. Pero este último recurso les falla también: la propia Virgen es inexorable, aunque desgasten su pedestal con las rodillas, y sus pies con los besos. Luego andan por las galerías, de noche; despiertan a los durmientes, llaman a todas las puertas, gritan: «Hermano san Jerónimo, ruega por mí… hermano san Agustín, ruega por mí». Después, aparece el cartel pegado en la balaustrada del altar: «Queridos hermanos, rogad por el alma errante de un monje». Al día siguiente, el cartel contiene esta inscripción: «Las oraciones de la comunidad se aplicarán a un monje que se halla en la desesperación». Entonces descubren que la intercesión humana es tan estéril como la divina en proporcionar la remisión de unos sufrimientos que, mientras siga infligiéndolos su profesión, no logrará neutralizar ni mitigar ningún poder. Se recluyen en sus celdas… A los pocos días, se oye doblar la campana, y los hermanos exclaman: «Ha muerto en olor de santidad», y se apresuran a armar sus trampas para atrapar a otra víctima.
—¿Es ésa, pues, la vida monástica?
—Ésa; sólo hay dos excepciones, la de quienes son capaces de renovar cada día, con ayuda de la imaginación, la esperanza de escapar, y ven con ilusión hasta la hora de la muerte, y los que, como yo, reducen su desdicha a base de fragmentarla, y, como la araña, se liberan del veneno que crece en ellos, y que les reventaría, inoculando una gota en cada insecto que se debate, agoniza y perece en su red… ¡como tú!
Al pronunciar estas últimas palabras, cruzó por la mirada del desdichado moribundo un fugaz destello de malevolencia que me aterró. Me aparté de su lecho un momento. Volví a su lado, le miré. Tenía los ojos cerrados, las manos extendidas. Lo toqué, lo levanté… Había muerto; y ésas habían sido sus últimas palabras. Las facciones de su rostro eran la fisonomía de su alma: serenas y pálidas, aunque aún perduraba una fría expresión de burla en la curva de sus labios. Salí apresuradamente de la enfermería. En ese momento tenía permiso, como los demás visitantes de los enfermos, para salir al jardín después de las horas asignadas, quizá para reducir la posibilidad de contagio. Yo estaba dispuesto a aprovechar lo más posible este permiso. El jardín, con su serena belleza bañada por la luna, su celestial inocencia, su teología de estrellas, era para mí a la vez un reproche y un consuelo. Traté de reflexionar, de analizar… los dos esfuerzos fracasaron; y quizá en este silencio del alma, en esta suspensión de todas las voces clamorosas de las pasiones, es cuando más preparados estamos para oír la voz de Dios. Mi imaginación se representó súbitamente la augusta y dilatada bóveda que tenía encima de mí como una iglesia: las imágenes de los santos se volvían más confusas a mis ojos al contemplar las estrellas, y hasta el altar, sobre el que estaba representada la crucifixión del Salvador del mundo, palidecía a los ojos del alma al ver la luna navegando con su esplendor. Caí de rodillas. No sabía a quién rezar, pero jamás me había sentido más dispuesto a hacerlo. En ese momento noté que me tocaban el hábito. Al principio me estremecí ante la idea de que me hubiesen sorprendido en un acto prohibido. Me levanté inmediatamente. Junto a mí había una figura oscura que me dijo en tono apagado e impreciso: «Lee esto —y me puso un papel en la mano—; lo he llevado cosido en el interior de mi hábito cuatro días. Te he estado vigilando noche y día. No he tenido ocasión hasta ahora… siempre estabas en tu celda, o en el coro, o en la enfermería. Rómpelo y tira los trozos a la fuente, o trágatelos, en cuanto lo hayas leído. Adiós, lo he arriesgado todo por ti». Y desapareció. Al marcharse, reconocí su figura: era el portero del convento. Comprendí el riesgo que había corrido al entregarme ese papel; pues era regla del convento que todas las cartas, tanto las dirigidas a los internos, novicios o monjes como las escritas por ellos, debían ser leídas primero por el Superior, y yo no sabía que se hubiese infringido jamás. La luna proporcionaba suficiente luz. Empecé a leer, al tiempo que una vaga esperanza, sin motivo ni fundamento, palpitaba en el fondo de mi corazón. El papel contenía el siguiente mensaje:
Queridísimo hermano (¡Dios mío!, ¡cómo me estremecí!): Comprendo que te indignes al leer estas primeras líneas que te dirijo; te suplico, por los dos, que las leas con serenidad y atención. Los dos hemos sido víctimas de la imposición paterna y sacerdotal; la primera podemos perdonarla, ya que nuestros padres son víctimas también; el director tiene sus conciencias en su mano, y sus destinos y los nuestros a sus pies. ¡Ah, hermano mío, qué historia me toca revelarte! Yo fui educado, por orden expresa del director, cuya influencia sobre los criados es tan ilimitada como sobre su desdichado señor, en completa hostilidad hacia ti, teniéndote por alguien que venía a privarme de mis derechos naturales, y a degradar a la familia con su intrusión ilegítima. ¿Acaso no disculpa eso, en cierto modo, mi antipática sequedad el día en que nos conocimos? Desde la cuna me enseñaron a odiarte y a temerte. A odiarte como enemigo, y a temerte como impostor. Ése era el plan del director. Él creía que la sujeción en que tenía a mi padre y a mi madre era demasiado tenue para satisfacer su ambición de poder dentro de la familia, o para realizar sus esperanzas de distinción profesional. El fundamento de todo poder eclesiástico descansa en el temor. Debía descubrir o inventar un crimen. En la familia circulaban vagos rumores; los períodos de tristeza de mi madre, las ocasionales tribulaciones de mi padre, le brindaron la clave, que él siguió con incansable industria a través de todas las sinuosidades de la duda, el misterio y el desencanto; hasta que, en un momento de penitencia, mi madre, aterrada por sus constantes condenas si le ocultaba algún secreto de su corazón o de su vida, le reveló la verdad.
«Los dos éramos pequeños entonces. Inmediatamente trazó el plan que ha venido ejecutando casi por su propia cuenta. Estoy convencido de que, al principio de sus maquinaciones, no tenía la menor malevolencia hacia ti. Su único objeto era el fomento de sus intereses, que los eclesiásticos identifican siempre con los de la Iglesia. Mandar, tiranizar, manipular a toda una familia, y de tanta alcurnia, valiéndose del conocimiento de la fragilidad de uno de sus miembros, era todo lo que pretendía. Los que por sus votos están excluidos del interés que los afectos naturales nos proporcionan en la vida, lo buscan en esos otros afectos artificiales del orgullo y el autoritarismo; y ahí es donde lo encontró el director. Todo, a partir de entonces, fue manejado e inspirado por él. Él fue quien decidió que nos tuvieran separados desde nuestra infancia, temeroso de que la naturaleza hiciese fracasar sus planes; él fue quien inspiró en mí sentimientos de implacable animosidad contra ti. Cuando mi madre vacilaba, él le recordaba su promesa solemne que tan irreflexivamente le había confiado. Cuando mi padre murmuraba, la vergüenza de la fragilidad de mi madre, las violentas discusiones domésticas, las tremendas palabras de impostura, perjurio, sacrilegio y resentimiento de la Iglesia tronaban en sus oídos. No te será difícil imaginar que este hombre no se detiene ante nada, cuando, casi siendo yo un niño aún, me reveló la fragilidad de mi madre a fin de asegurarse mi temprana y celosa cooperación en sus designios. ¡El cielo fulmine al desdichado que de este modo contamina los oídos y seca el corazón de un niño con el chisme de la vergüenza de su padre para asegurarse un partidario para la Iglesia! Eso no fue todo. Desde el momento en que fui capaz de escucharle y comprenderle, me envenenó el corazón valiéndose de todos los medios a su alcance. Exageró la parcialidad de mi madre respecto a ti, con la que me aseguraba que a menudo luchaba ella en vano en su conciencia. Me describía a mi padre débil y disipado, aunque afectuoso, y con el natural orgullo de un padre joven inexorablemente apegado a sus hijos. Decía: Hijo mío, prepárate para luchar contra una hueste de prejuicios. Los intereses de Dios, así como los de la sociedad, lo exigen. Adopta un tono altivo ante tus padres. Tú estás en posesión del secreto que corroe sus conciencias; úsalo en tu propio beneficio. Juzga el efecto de estas palabras en un temperamento naturalmente violento… palabras, además, pronunciadas por alguien a quien se me había enseñado a considerar como el representante de la Divinidad».
Durante todo ese tiempo, como he sabido después, estuvo deliberando en su interior sobre si debía apoyar tu causa en vez de la mía, o al menos vacilando entre las dos, para aumentar su influencia sobre nuestros padres, mediante el refuerzo adicional de la sospecha. Fuera cual fuese su decisión, puedes calcular fácilmente el efecto de sus lecciones en mí. Me volví inquieto, celoso y vindicativo; insolente con mis padres y desconfiado de cuanto me rodeaba. Antes de cumplir los once años injurié a mi padre por su parcialidad respecto a ti, insulté a mi madre por su crimen, traté con despotismo a los criados, me convertí en el terror y el tormento de toda la casa; y el desdichado que de este modo me transformó en demonio prematuro, ultrajó a la naturaleza, y me obligó a pisotear todo lazo que debía haberme enseñado a respetar y a amar, se consolaba con el pensamiento de que con ello obedecía a la llamada de sus funciones, y reforzaba las manos de la Iglesia.
Scire volunt secreta domus et inde timeri.
La víspera de nuestra primera entrevista (que no había sido proyectada previamente), el director fue a hablar con mi padre; le dijo: «Señor, creo que sería bueno que se conociesen los dos hermanos. Tal vez Dios toque sus corazones, y por esta piadosa influencia os venga la ocasión de cambiar el mandato que amenaza a uno de ellos con la reclusión, y a los dos con una separación cruel y definitiva». Mi padre accedió con lágrimas de alegría. Aquellas lágrimas no ablandaron el corazón del director, que vino corriendo a mi aposento y me dijo: «Hijo mío, haz acopio de toda tu resolución, porque tus arteros, crueles y parciales padres están preparándote una escena: han decidido presentarte a tu hermano bastardo». «Le despreciaré delante de ellos, si se atreven», dije, con el orgullo de la tiranía prematura. «No, hijo mío, no estaría bien; debes aparentar que acatas sus deseos, pero no debes ser su víctima. Prométemelo, querido hijo; prométeme mostrarte resuelto, pero usar del disimulo». «Os prometo mostrar resolución; en cuanto al disimulo, lo dejo para vos». A continuación, corrió a hablar con mi padre. «Señor, he utilizado toda la elocuencia del cielo y de la naturaleza con vuestro hijo más joven. Se ha ablandado… se ha enternecido; ya arde en deseos de precipitarse en ese abrazo fraterno, y oír cómo derramáis vuestra bendición sobre los corazones y cuerpos unidos de vuestros dos hijos… pues los dos son hijos vuestros. Debéis desechar todo prejuicio y…». ¡Yo no tengo ningún prejuicio! —dijo mi pobre padre—; dejad que vea como se abrazan mis hijos, y si el cielo me llama en ese momento, obedeceré muriendo de gozo.
El director le censuró las expresiones que brotaban de su corazón; e impasible ante ellas, volvió a mí con su encargo: «Hijo mío, te he advertido de la conspiración que contra ti ha urdido tu propia familia. Mañana tendrás la prueba: te será presentado tu hermano; se te requerirá que le abraces… deberás acceder; pero cuando llegue el momento, tu padre está decidido a interpretarlo como señal de renuncia por tu parte a tus derechos naturales. Cumple con tus padres hipócritas, abraza a este hermano, pero dale un aire de repugnancia a la acción que justifique tu conciencia, al tiempo que engañe a quienes querían engañarte a ti. Estáte atento a la palabra que servirá de señal, hijo mío; abrázate como a una serpiente: su astucia no es menor, y su veneno es igual de mortal. Recuerda que tu resolución decidirá el resultado de este encuentro. Adopta apariencia de afecto, pero recuerda que tienes en tus brazos a tu más mortal enemigo».
Al oír estas palabras, pese a lo insensible que yo era, me estremecí. Dije: «¡Es mi hermano!». «No tiene nada que ver —dijo el director—: Es el enemigo de Dios… un impostor ilegítimo. Ahora, hijo mío, ¿estás preparado?»; y yo contesté: «Lo estoy». Esa noche, sin embargo, me sentí muy inquieto. Pedí que llamaran al director. Le dije con orgullo: «¿Qué disposiciones se van a tomar sobre ese pobre desdichado (refiriéndome a ti)?». «Haremos que abrace la vida monástica», dijo el director. A estas palabras, sentí un interés por ti como nunca había notado antes. Y dije con decisión, ya que él me había enseñado a adoptar un tono decidido: «Jamás será monje». El director pareció vacilar: temblaba ante el espíritu que él mismo había invocado. «Hagamos que siga la carrera de las armas —dije—; que se aliste como soldado; yo puedo facilitarle los medios de que ascienda. Si escoge una profesión más humilde, no me avergonzará reconocerle; pero, padre, jamás será monje». «Pero mi querido hijo, ¿en qué se funda tan extraordinaria objeción? Es el único medio de restablecer la paz de la familia, y de dársela a un ser infortunado por quien tanto te interesas». «Padre, terminad con ese lenguaje. Prometedme como condición de mi obediencia a vuestros deseos de mañana, que jamás forzaréis a mi hermano a que sea monje». «¡Forzarle, hijo mío!, en una vocación sagrada no puede haber violencia». «No estoy seguro de eso; pero os pido la promesa que acabo de decir».
El director vaciló, y por último dijo: Lo prometo. Y se apresuró a ir a mi padre, y contarle que ya no había oposición alguna para nuestro encuentro, y que yo estaba encantado con la decisión que se me había anunciado de que mi hermano abrazase la vida monástica. Así es como se concertó nuestro primer encuentro. Cuando, por orden de mi padre, se entrelazaron nuestros brazos, te juro, hermano mío, que los sentí estremecerse de afecto. Pero el instinto de la naturaleza fue reemplazado en seguida por la fuerza del hábito; retrocedí, e hice acopio de todas las fuerzas de la naturaleza y la pasión para el terrible ademán que debía adoptar ante nuestros padres, mientras el director sonreía detrás de ellos, animándome con gestos. Pensé que había desempeñado mi papel con éxito, al menos ante mí mismo, y me retiré de la escena con paso orgulloso, como si pisara un mundo postrado… cuando sólo había pisoteado la naturaleza y mi propio corazón. Pocos días después me enviaron a un convento. El director estaba alarmado por el tono dogmático que él mismo me había enseñado a adoptar, e insistió en la necesidad de atender a mi educación. Mis padres accedieron a cuanto él les exigió. Yo, perplejo, consentí; pero cuando el coche me conducía al convento, le repetí al director: Recordadlo: mi hermano no ha de ser monje.
(A continuación venían unas líneas que no logré descifrar, al parecer por el estado de agitación en que habían sido escritas; la precipitación y el ardoroso carácter de mi hermano se reflejaba en sus escritos. Tras muchas páginas emborronadas, pude desentrañar lo siguiente): […].
Era extraño que tú, que habías sido objeto de mi arraigado odio antes de mi estancia en el convento, te convirtieras en objeto de mi interés a partir de ese momento. Había adoptado tu causa por orgullo; ahora la defendí por experiencia. La compasión, el instinto, o lo que fuera, comenzó a adquirir el carácter de deber. Cuando vi con qué indignidad eran tratadas las clases inferiores, me dije a mí mismo: «No, jamás sufrirá eso él. Es mi hermano». Cuando aprobaba mis exámenes, y me felicitaban, me decía: «Jamás podrá participar él de este aplauso». Cuando era castigado, cosa que acontecía con mucha más frecuencia, pensaba: «Jamás sentirá él esta mortificación». Mi imaginación se dilataba. Me consideraba tu futuro protector, me figuraba a mí mismo redimiendo la injusticia de la naturaleza ayudándote, engrandeciéndote, obligándote a confesar que me debías más a mí que a tus padres, y rindiéndome, con el corazón desarmado y desnudo, a tu gratitud, sólo por afecto. Te oía llamarme hermano… te pedía que me llamases benefactor. Mi naturaleza, orgullosa, desinteresada y ardiente, no se había librado por completo de la influencia del director; pero cada esfuerzo que realizaba apuntaba, con un impulso indescriptible, hacia ti. Quizá el secreto de todo esto hay que buscarlo en mi carácter, que siempre se ha rebelado contra las imposiciones, y ha querido aprender por sí mismo cuanto le interesaba, y se mueve por el objeto de sus propios afectos. Es cierto que yo, en el momento en que me enseñaban a odiarte, deseaba tu amistad. En el convento, tus ojos bondadosos y tus miradas amables me obsesionaban constantemente. A las manifestaciones de amistad que repetidamente me hacían los internos, yo contestaba: «Quiero a mi hermano». Mi conducta era excéntrica y violenta. Evidentemente, mi conciencia empezaba a rebelarse contra mis hábitos. Con tal violencia a veces que hacía temblar a todos por mi salud; otras, no había castigo, por riguroso que fuese, capaz de someterme a la ordinaria disciplina de la casa. La comunidad empezó a cansarse de mi obstinación, violencia e irregularidades. Escribieron al director para que me sacaran; pero antes de que tuvieran tiempo de hacerlo me acometió un acceso de fiebre. Me dedicaron una incesante atención; pero tenía algo en el espíritu que ningún cuidado podía disipar. Cuando me traían la medicina con la más escrupulosa puntualidad, decía: «Traedme a mi hermano; y si esto es veneno, estoy dispuesto a beberlo de su mano; le he ofendido demasiado». Cuando la campana llamaba a maitines y vísperas, yo decía: «¿Van a hacer monje a mi hermano? El director me ha prometido que no, pero sois todos embusteros». Por último, amortiguaron el tañido de la campana y yo oía su sonido sofocado y exclamaba: «Vosotros tocáis por su funeral, pero yo… ¡soy su asesino!». La comunidad estaba aterrada ante estas exclamaciones que yo repetía sin cesar, y de cuyo significado no podían acusarse. Me sacaron en estado de delirio, y me llevaron al palacio de mi padre, en Madrid. Una figura como la tuya se sentó junto a mí en el coche, bajó cuando nos detuvimos, me acompañó a donde fui, y luego me ayudó a subir de nuevo al carruaje. La impresión fue tan vívida que dije a los criados: «Dejadme, mi hermano me ayudará». Cuando me preguntaron por la mañana cómo había descansado, contesté: «Muy bien… Alonso ha estado toda la noche junto a mi cabecera». Insté a este quimérico compañero a que prosiguiera en sus atenciones; y cuando arreglaron las almohadas a mi gusto, dije: «¡Qué amable es mi hermano… qué servicial!… Pero ¿por qué no quiere hablar?». En determinado momento, me negué rotundamente a comer, porque el espectro parecía rechazar la comida. Dije: «No insistas hermano, no quiero nada. ¡Oh, suplicaré su perdón!, hoy es día de abstinencia… ésa es su razón; mira cómo se señala el hábito… eso es suficiente». Es muy extraño que la comida de aquella casa estuviera casualmente envenenada, y que dos de mis criados murieran al tomarla, antes de llegar a Madrid. Menciono estos detalles sólo para que veas la influencia que habías adquirido en mi imaginación y en mis afectos. Al recobrar el juicio, lo primero que hice fue preguntar por ti. Habían previsto esto, y mi padre y mi madre, evitando la discusión, y temblando incluso de que ésta pudiera suscitarse, porque conocían la violencia de mi carácter, delegaron todo el asunto en el director. Así que se encargó él… y ahora verás cómo lo manejó. En nuestro primer encuentro, se me acercó a felicitarme por mi convalecencia, confesándome que lamentaba las rigideces de disciplina que debí de sufrir en el convento; y me aseguró que mis padres harían de mi casa un paraíso. Cuando ya llevaba un rato hablando, dije:
¿Qué habéis hecho con mi hermano? Está en el seno de Dios, dijo el director, santiguándose. Comprendí inmediatamente lo que eso significaba. Me levanté y eché a correr antes de que él terminara. ¿Adónde vas, hijo mío? A ver a mis padres. A tus padres es imposible que puedas verles ahora. Pues os aseguro que les veré. No me digáis más lo que tengo que hacer… ni os degradéis con esa prostituida humillación —pues había adoptado una actitud suplicante—, quiero ver a mis padres. Anunciadme a ellos ahora mismo, o y podéis despediros de vuestra influencia en la familia. Al oír estas palabras se estremeció. No temía al poder de mis palabras, aunque sí a mis raptos de apasionamiento. Sus propias lecciones se volvían contra él en este momento. Me había hecho violento e impetuoso porque así convenía a sus propósitos, pero no había calculado ni estaba preparado para este sesgo imprevisto que había tomado mis sentimientos, tan opuesto al que él se había esforzado en darles Creyó que excitando mis pasiones podía afirmar su dirección. ¡Ay de quienes enseñan al elefante a dirigir su trompa contra el enemigo, pues olvidan que retrayéndose súbitamente, pueden arrancar de su lomo al conductor, y pisotearlo en el fango! Tal era la situación del director y mía. Yo insistía en ir a ver e ese mismo instante a mi padre. Él se oponía, suplicaba; finalmente, como último recurso, me recordó su continua indulgencia, su alabanza de mis pasiones Mi respuesta fue breve; ¡pero ojalá calara en el alma de esta clase de preceptores y de sacerdotes! «Eso es lo que ha hecho de mí lo que soy. Conducidme al aposento de mi padre, u os llevaré a puntapiés hasta su puerta». Ante tal amenaza que él vio que era muy capaz de cumplir (pues, como sabes, mi constitución es atlética, y mi estatura es el doble que la suya) se echó a temblar. Y te confíes que esta muestra de debilidad física y mental hizo que aumentara mi desprecio por él. Caminó cabizbajo delante de mí hasta el aposento donde mi padre y madre se hallaban sentados, en un balcón que daba al jardín. Imaginaban que estaba todo arreglado, y se asombraron al verme llegar precipitadamente seguido del director, con una expresión que no auguraba ningún resultado feliz de nuestra entrevista. El director les hizo una seña que yo no capté, ellos tuvieron tiempo de interpretar; y al plantarme delante de ellos, lívido de fiebre, encendido de pasión, y tartamudeando frases inarticuladas, se estremecieron.
Dirigieron una mirada de reproche al director, a la que él respondió como de costumbre, con señas. No las entendí, pero un momento después comprendí su significado. Le dije a mi padre: «Señor, ¿es cierto que habéis hecho monje a mi hermano?». Mi padre vaciló; por último, dijo: «Creía que director se había encargado de hablar contigo sobre el asunto». «Padre, ¿qué ti ne que ver un director en los asuntos que pueda haber entre un padre y un hijo? Este hombre no puede ser nunca un padre… no puede tener hijos; ¿cómo puede juzgar, entonces, en un caso como éste?». «Te olvidas a ti mismo… olvidas el respeto que se le debe a un ministro de la iglesia». «Padre, acabo de levantarme del lecho de la muerte, vos y mi madre teméis por mi vida… y esa vida depende todavía de vuestras palabras. Yo le prometí sumisión a este desdichado, con una condición que él ha violado: que…». «Detente —dijo mi padre en un tono autoritario que encajaba muy mal con los labios temblorosos de los que salían tales palabras—; o sal de este aposento».
«Señor —terció el director en tono suave—, no permitáis que sea yo causa de disensión en una familia cuya felicidad y honra ha sido siempre mi objetivo, después de los intereses de la Iglesia. Permitidle que continúe; el pensamiento de nuestro Señor crucificado me sostendrá frente a sus ofensas», y se santiguó.
«¡Miserable! —exclamé agarrándole del hábito—, ¡sois un hipócrita y un farsante!»; y no sé de qué violencia habría sido capaz, de no haberse interpuesto mi padre. Mi madre profirió un grito aterrado, y a continuación siguió una escena de confusión, de la que no recuerdo nada, salvo las hipócritas exclamaciones del director, forcejeando aparentemente entre mi padre y yo, mientras suplicaba la mediación de Dios en favor de ambos. Repetía sin cesar: «Señor, no intervengáis; cada afrenta que recibo es un sacrificio a los ojos del cielo; esto me capacitará como intercesor de mi calumniador ante Dios»; y santiguándose, invocaba los nombres más sagrados, y exclamaba: «Unid estos insultos, calumnias y golpes a esa preponderancia de mérito que pesa ya en la balanza del cielo frente a mis pecados», y se atrevió a mezclar las súplicas de intercesión de los santos, la pureza de la Virgen Inmaculada y hasta la sangre y la agonía de Cristo, con las viles sumisiones de su propia hipocresía. A todo esto, el aposento se había llenado de sirvientes. A mi madre la sacaron gritando todavía de terror. Mi padre, que la amaba, cayó, dominado por este espectáculo, y por mi desaforada conducta, en un acceso de furor… y llegó a sacar la espada. Yo solté una carcajada que le heló la sangre, al verle venir hacia mí. Extendí los brazos, le presenté mi pecho, y exclamé:
«¡Herid!… ésa es la consumación del poder monástico: se empieza violando la naturaleza, y se termina en el filicidio. ¡Herid! Conceded este glorioso triunfo a la influencia de la Iglesia, y sumadlo a los méritos de este sagrado director. Ya habéis sacrificado a vuestro Esaú, a vuestro primogénito; que sea ahora Jacob vuestra siguiente víctima». Retrocedió mi padre; e irritado por la desfiguración que causaba en mí la violencia de mi agitación, exclamó: «¡Demonio!»; y se quedó a cierta distancia, mirándome y temblando. «¿Y quién me ha hecho así? Ése, que ha fomentado mis malas pasiones para sus propios fines; y porque un impulso generoso irrumpe por el lado de la naturaleza, me califica de loco o pretende hacerme enloquecer para llevar a cabo sus propósitos. Padre mío, veo trastocado todo el poder y sistema de la naturaleza, merced a las artes de un eclesiástico corrompido. Gracias a su intervención, mi hermano ha sido encarcelado de por vida; gracias a su mediación, nuestro nacimiento se convertido en una maldición para mi madre y para vos. ¿Qué hemos tenido la familia desde que su influencia se asentó en ella fatalmente, sino disensiones y desdichas? Vuestra espada apuntaba a mi corazón en este momento; ¿ha sido la naturaleza o un monje quien ha prestado armas a un padre para enfrentarle a su hijo, cuyo crimen ha sido interceder por su hermano? Echad a este hombre, cuya presencia eclipsa nuestros corazones, y hablemos un momento mo padre e hijo; y si no me humillo ante vos, arrojadme para siempre de vuestro lado. Padre, por Dios os lo pido, observad la diferencia entre este hombre y yo, ahora que estamos ante vos. Los dos estamos ante el tribunal de vuestro corazón: juzgadnos. Una imagen seca e inexpresiva del poder egoísta, consagrada por el nombre de la Iglesia, ocupa por entero su alma… yo os imploro por los intereses de la naturaleza, que deben ser sinceros puesto que son contrarios a los míos propios. Él sólo quiere secar vuestra alma… yo pretendo conmoverla. ¿Pone él su corazón en lo que dice?, ¿derrama acaso alguna lágrima?, ¿emplea alguna expresión apasionada? Él invoca a Dios… mientras que yo sólo invoco a vos. La misma violencia que vos condenáis con justicia no es sólo vindicación, sino también mi elogio. Quienes anteponen su causa a ellos mismos no necesitan demostrar que su defensa es sincera». «Agravas tu crimen cubrirlo con otro; siempre has sido violento, obstinado y rebelde». «Pero, ¿quién me ha hecho así? Preguntádselo a él; preguntádselo a esta escena vergonzosa, en la que su duplicidad me ha empujado a desempeñar semejante papel». «Si deseas mostrarme sumisión, dame primero una prueba de ello, y prométeme que jamás me torturarás sacando a relucir de nuevo este tema. El destino de tu hermano está decidido: prométeme no volver a pronunciar más nombre, y…». «Nunca, nunca —exclamé—; nunca violentaré mi conciencia con semejante promesa; y la sequedad de quien proponga tal cosa debe de estar más allá del alcance de la gracia de Dios».
No obstante, mientras pronunciaba as palabras, me arrodillé ante mi padre; pero él se apartó de mí. Desesperado, me volví hacia el director. Dije: «Si sois ministro del cielo, probad la veracidad de vuestra misión… poned paz en esta familia trastornada, conciliad a mi padre con sus dos hijos. Podéis hacerlo con una palabra; sabéis que podéis. Sin embargo, os negáis a pronunciarla. Mi infortunado hermano era tan inflexible a vuestras súplicas, y sin embargo, no estaban inspiradas por un sentimiento tan justificable como el mío». Había ofendido al director hasta unos extremos imperdonables. Lo sabía, y hablaba más para exponer la situación que para persuadirle. No esperaba respuesta suya, y no me sentí defraudado: no dijo una palabra. Me arrodillé en medio de la estancia, entre ellos y exclamé: «Desamparado de mi padre y de vos, apelo, sin embargo, al cielo. A él recurro como testigo de la promesa que hago de no abandonar a mi perseguido hermano, de quien se me ha hecho instrumento de traición. Sé que tenéis poder… pues bien, lo desafío. Sé que todas las artes del engaño, de la impostura, de la malevolencia… que todos los recursos de la tierra y del infierno, se confabularán contra mí. Tomo al cielo por testigo contra vos, y le pido únicamente su ayuda para asegurarme la victoria». Mi padre perdió la paciencia; pidió a los criados que me levantaran y me sacaran a la fuerza. Este recurso a la fuerza, tan repugnante a mis hábitos de absoluta tolerancia, operó fatalmente sobre mis energías, apenas recobradas del delirio, y demasiado cansadas por la última lucha. Recaí en una locura parcial. Dije violentamente: «Padre mío, no sabéis cuán amable, generosa y clemente es la persona que perseguís de este modo… Yo mismo le debo la vida. Preguntad a vuestros criados si no me asistió él, paso a paso, durante mi viaje. Si no me administró la comida y las medicinas, y me arregló las almohadas en las que descansaba». «Tú deliras», exclamó mi padre al oír este disparatado discurso; aunque dirigió una temerosa mirada inquisitiva a los criados. Los temblorosos sirvientes juraron, uno tras otro, con toda la convicción de que eran capaces, que ningún ser humano aparte de ellos se me había acercado desde que saliera del convento hasta la llegada a Madrid. Los pocos vestigios de lucidez que me quedaban me abandonaron al oír esta declaración, que no obstante era verídica punto por punto. Desmentí con toda mi furia al último que habló… y arremetí contra los que tenía a mi lado. Mi padre, asombrado ante mi violenta reacción, exclamó de repente: «Está loco». El director, que hasta ahora había permanecido en silencio, tomó inmediatamente la palabra y repitió: «Está loco». Los criados, medio aterrados, medio convencidos, lo repitieron también como un eco.
Me cogieron, y me sacaron de allí, y la violencia, que siempre ha provocado en mí una violencia equivalente, corroboró lo que mi padre temía y el director deseaba. Me comporté exactamente como cabía esperar del niño que apenas acaba de salir de unas fiebres, y que todavía delira. En mi aposento, desgarré las colgaduras, y no quedó un jarrón de porcelana en la habitación que no arrojara a sus cabezas. Cuando me sujetaron, les mordí las manos; y cuando, finalmente, se vieron obligados a atarme, roí las cuerdas, rompiéndolas tras un esfuerzo violento. A decir verdad, colmé las esperanzas del director. Me tuvieron encerrado en mi aposento varios días. En ese tiempo, sólo recuperé las fuerzas que normalmente renacen en estado de aislamiento: las de la inflexible resolución y el profundo disimulo. Y no tardé en poner en práctica las dos. El duodécimo día de mi encierro, apareció un criado en la puerta y, haciendo una profunda reverencia, anunció que si me sentía recobrado, mi padre deseaba verme. Me incliné, imitando sus movimientos maquinales, y le seguí con los pasos de una estatua. Encontré a mi padre en compañía del director. Avanzó hacia mí y me interpeló con una precipitación que denotaba que hacía esfuerzos para hablar. Ensartó unas cuantas frases aturulladas sobre lo contento que estaba por mi recuperación, y dijo a continuación: «¿Has reflexionado sobre lo que hablamos en nuestra última conversación?». «He reflexionado sobre eso. He tenido tiempo para hacerla:». ¿Y te ha servido de algo? «Eso creo». «Entonces el resultado será favorable a las esperanzas de la familia, y a los intereses de la Iglesia». Las últimas palabras me produjeron un ligero escalofrío; pero contesté como debía. Unos momentos después se acercó a mí el director. Me habló en tono amistoso, y encaminó la conversación hacia temas intrascendentes. Yo le contesté (¡qué esfuerzo me costó contestarle!), aunque con toda la frialdad de una cortesía forzada. No obstante, todo siguió perfectamente La familia parecía contenta de mi recuperación. Mi padre, cansado, estaba contento de lograr la paz a cualquier precio. Mi madre, más debilitada aún por las luchas entre su conciencia y las sugerencias del director, lloró, y dijo que se sentía feliz. Transcurrió un mes en profunda aunque traidora paz entre las partes. Ellos me consideran sometido, pero […].
En realidad, los esfuerzos del director en el seno de la familia bastarían para precipitar mis decisiones. Te ha metido en un convento, pero no para fomentar el proselitismo de la Iglesia. El palacio del duque de Moncada, bajo su influencia, se ha convertido en un convento también. Mi madre es casi una monja; su vida entera se consume implorando perdón por un crimen por el que el director, a fin de asegurarse su propia influencia, le impone nuevas penitencias a cada hora. Mi padre corre atropelladamente del libertinaje a la austeridad: vacila entre este mundo y el otro; llevado de la amargura de sus sentimientos desesperados censura a veces a mi madre, para compartir seguidamente con ella las más severas penitencias. ¿No habrá algo tremendamente erróneo en la religión, cuando suple las rectificaciones interiores con severidades externas? Siento que soy un espíritu inquisitivo; y si consiguiera ese libro que llaman Biblia (el cual, aunque dicen que contiene la palabra de Cristo, jamás nos permiten ver), creo… Pero no importa. Los mismos criados han adoptado ya el carácter in ordine ad spiritualia. Hablan en voz baja, se santiguan cuando el reloj da las horas, comentan, incluso en mi presencia, la gloria que supondría para Dios y la Iglesia si se lograse convencer a mi padre para que sacrifique su familia a los intereses de uno y otra.
Mi fiebre ha bajado. No he perdido un instante en consultar tus intereses… He oído decir que hay una posibilidad de anular tus votos; o sea, según me han dicho, puedes declarar que te obligaron a hacerlo mediante el engaño y el terror. Compréndeme, Alonso, yo preferiría que te pudrieses en un convento, a verte como prueba viviente de la vergüenza de nuestra madre. Pero me han informado que la anulación de tus votos se puede hacer ante los tribunales civiles. Si es factible, puedes ser libre, y yo me sentiré dichoso. No repares en gastos; estoy en situación de poderlos sufragar. Si no vacilas en tu determinación, no tengo duda que conseguiremos nuestro triunfo final. Digo nuestro: no encontraré un momento de paz hasta que tú te veas totalmente libre. Con la mitad de mi asignación anual, he sobornado a uno de los criados, que es hermano del portero del convento, para que te haga llegar estas líneas. Contéstame por el mismo conducto; es secreto y seguro. Según entiendo, debes redactar un informe para ponerlo en manos de un abogado. Tendrá que estar claramente redactado… Pero recuerda; no digas una sola palabra sobre nuestra desventurada madre; me da vergüenza decir esto a su hijo. Procúrate papel como puedas. Si tienes dificultades, yo te lo mandaré; pero para evitar sospechas, y no tener que recurrir demasiadas veces al portero, trata de conseguirlo por ti mismo. Tus deberes conventuales te facilitarán el pretexto para redactar tu confesión… yo me ocuparé de la seguridad de la entrega. Te encomiendo a la sagrada custodia de Dios… no del Dios de los monjes y los directores, sino del Dios de la naturaleza y la misericordia… Tu afectuoso hermano.
«Juan de Moncada».
Tal era el contenido de los papeles que recibí en varias tandas, una tras otra, de manos del portero. Me tragué el primero tan pronto como lo leí; en cuanto al resto, encontré la forma de destruirlo secretamente… mi asistencia en la enfermería me facilitaba grandes dispensas.
Al llegar a este punto del relato, el español estaba tan agitado (aunque, al parecer, más debido a su estado emocional que a su cansancio), que Melmoth le rogó que lo suspendiera por unos días, a lo que accedió el agotado narrador.