Haste with your weapons, cut the shrouds and stay
And hew at once the mizen-mast away.
FALCONER
A la tarde siguiente, Melmoth se retiró temprano. El desasosiego de la noche anterior le inclinaba a descansar, y la lobreguez del día no le hacía desear otra cosa que terminar cuanto antes. Era el final del otoño; durante todo el día habían estado pasando morosamente espesas nubes, en una atmósfera cargada y tenebrosa, mientras transcurrían las horas por las mentes y las vidas humanas. No cayó ni una gota de lluvia; las nubes se alejaban presagiosas como buques de guerra, tras reconocer un fuerte, para volver con redoblada fuerza y furor. No tardó en cumplirse la amenaza; llegó el atardecer, prematuramente oscurecido por las nubes que parecían sobrecargadas de diluvio. Sonoras y repentinas ráfagas de viento azotaban la casa de cuando en cuando; y de repente cesaron. Hacia la noche se desencadenó la tempestad con toda su fuerza; la cama de Melmoth se estremecía de forma tal que era imposible dormir. «Le gustaba el temblor de las almenas»; pero no le hacía ninguna gracia la posibilidad de que se derrumbasen las chimeneas, de que se hundiesen los tejados, ni los cristales rotos de las ventanas que ya se esparcían por toda su habitación. Se levantó y bajó a la cocina, donde sabía que había fuego encendido, y donde la aterrada servidumbre se había reunido; todos aseguraban, mientras rugía el viento en la chimenea, que jamás habían presenciado una tormenta igual, y murmuraban medrosas oraciones, entre ráfaga y ráfaga, por los que se encontraban «en alta mar esta noche». La proximidad de la casa de Melmoth a lo que los marineros llamaban una costa escabrosa confería una tremenda sinceridad a sus oraciones y temores.
En seguida, empero, se dio cuenta de que tenían la cabeza llena de terrores, aparte de los de la tormenta. La reciente muerte de su tío, y la supuesta visita de aquel ser extraordinario, en cuya existencia creían todos firmemente, estaban inseparablemente relacionadas con las causas o consecuencias de esta tempestad, y se susurraban unos a otros sus temerosas sospechas, de manera que sus cuchicheos llegaban al oído de Melmoth a cada recorrido que hacía por el estropeado suelo de la cocina. El terror es muy propenso a las asociaciones; nos gusta relacionar la agitación de los elementos con la vida agitada del hombre; y jamás ha habido descarga eléctrica o fulgor de relámpago que no se haya relacionado en la imaginación de alguien con una calamidad que debía ser temida, rechazada o soportada, o con la fatalidad del vivo y el destino del muerto. La tremenda tormenta que sacudió toda Inglaterra la noche de la muerte de Cromwell dio pie a que sus capellanes puritanos declarasen que el Señor se lo había llevado en un torbellino y carro de fuego, como se llevara al profeta Elías, mientras que los monárquicos, aportando su propia construcción al asunto, proclamaron su convencimiento de que el Príncipe de los poderes del aire había reclamado su derecho, llevándose el cuerpo de su víctima (cuya alma había comprado hacía ya tiempo) mediante una tempestad, cuyo feroz aullido y triunfal destrucción podían ser diversamente interpretados, y con igual justicia, por uno y otro grupo, como testimonio fehaciente de sus mutuas acusaciones. Un grupo exactamente igual (mutatis mutandis), se hallaba congregado en torno al crepitante fuego y la tambaleante chimenea de la cocina de Melmoth.
—Se va en ese viento —dijo una de las brujas, quitándose la pipa de la boca y tratando en vano de encenderla otra vez con las brasas que el viento esparcía como el polvo—; en ese viento se va…
—Volverá —exclamó otra sibila—, volverá… ¡él no descansa! Vaga y solloza hasta que dice lo que no pudo decir en vida. ¡Que Dios nos proteja! —y añadió, gritándole a la chimenea como si se dirigiese a un espíritu atormentado—: Dinos lo que tengas que decir, y para ya este ventarrón, ¿quieres? —una ráfaga bajó atronadora por el cañón de la chimenea; la bruja se estremeció y se echó hacia atrás.
—Si es esto lo que quieres… y esto… y esto —gritó una mujer joven en la que Melmoth no había reparado antes—, llévatelos —y se arrancó ansiosamente los papillotes que llevaba en el pelo y los arrojó al fuego.
Entonces recordó Melmoth que le habían contado el día anterior una historia ridícula sobre esta joven, la cual había tenido la «mala suerte» de ondularse el pelo con unos viejos e inservibles documentos de la familia; y ahora imaginaba que había provocado a «los que han escrito esos galimatías que llevo en la cabeza», al retener lo que había pertenecido al difunto; y arrojando los trozos de papel al fuego, exclamó:
—¡Terminad, por el amor de Dios, y lleváoslo todo!… Ya tenéis lo que reclamabais, ahora ¿queréis terminar? —la risa que Melmoth apenas pudo contener se le cortó al sonar un estampido que se oyó claramente en medio de la tormenta.
—¡Chissst… silencio!, eso ha sido el disparo de una bengala… hay un barco en peligro.
Callaron y prestaron atención. Ya hemos dicho lo próxima que estaba a la costa la morada de los Melmoth. Esto tenía acostumbrados a sus habitantes a los terrores del naufragio y de los pasajeros que se ahogaban. Hay que decir, en honor a ellos, que no oían jamás esas voces y estruendo sino como una llamada, una lastimera, irresistible llamada a su humanidad. No sabían nada sobre las bárbaras prácticas en las costas inglesas, donde ataban una linterna a las patas de un caballo trabado, cuyos brincos servían para desorientar a los náufragos y a los desdichados, haciéndoles concebir la vana esperanza de que la luz que veían fuese un faro, redoblando así los horrores de la muerte al confundir esas esperanzas de socorro.
La reunión de la cocina miró anhelante el rostro de Melmoth como si su expresión pudiera revelarles «los secretos del venerable». La tormenta cesó un momento, y hubo un silencio lúgubre y profundo de pavorosa expectación. Se oyó el estampido otra vez… no podía haber error.
—Ha sido un disparo —exclamó Melmoth—, ¡hay un barco en peligro! —y echó a correr, gritando a los hombres que le siguieran.
Los hombres se contagiaron de la excitación de la empresa y el peligro. Una tormenta fuera de casa es, en definitiva, mejor que una tormenta dentro de ella; fuera tenemos algo con qué luchar, dentro sólo nos resta sufrir; y la más rigurosa tormenta, al excitar las energías de su víctima, le proporciona al mismo tiempo un estímulo para la acción, y un consuelo para el orgullo; cosa que les falta a quienes se quedan sentados entre tambaleantes paredes, y casi se inclinan a desear sólo tener que sufrir, y no tener que temer.
Mientras los hombres buscaban un centenar de chubasqueros, botas y gorros del antiguo amo, registrando por todos los rincones de la casa, y uno se ponía una enorme capa de la ventana, donde colgaba desde hacía tiempo a modo de cortina, dada la carencia de cristales y contraventanas, otro cogía una peluca del asador, donde la habían atado para que hiciese de plumero, y un tercero peleaba con una gata y su camada por un par de botas, de las que había tomado posesión para parir. Melmoth había subido a la última habitación de la casa. La ventana estaba abierta; de haber sido de día, desde esta ventana se habría dominado una amplia perspectiva del mar y la costa. Se asomó cuanto pudo, y escuchó con temerosa y muda ansiedad. La noche era oscura; pero a lo lejos, su mirada, aguzada por la intensa solicitud, distinguió una luz en el mar. Una ráfaga de fuerte viento le hizo apartarse momentáneamente de la ventana; cuando se asomó otra vez, vio un débil fogonazo, al que siguió el estampido de un arma de fuego.
No hacía falta ver más; pocos momentos después, Melmoth se dirigía hacia la costa. El trayecto era corto, y todos andaban lo más deprisa que podían; pero la violencia de la tormenta les obligaba a avanzar despacio, y la ansiedad que les dominaba hacía que les pareciese la marcha más lenta todavía. De cuando en cuando, se decían unos a otros, con voz ahogada y sin aliento: «Llamad a la gente de esas cabañas… hay luz en esa casa… están todos levantados… no es extraño, ¿quién podría dormir en una noche como ésta? Llevad baja la linterna, es imposible ir por la playa».
—¡Otro disparo! —exclamaron al ver surgir un débil fogonazo en la oscuridad, seguido de un estampido en la costa como si abriesen fuego sobre la tumba de las víctimas.
—Aquí están las rocas; agarraos fuerte y marchad juntos. Bajaron por allí.
—¡Gran Dios! —exclamó Melmoth, que llegó entre los primeros—, ¡qué noche! ¡Y qué espectáculo! Levantad las linternas… ¿oís gritos? Gritadles… decidles que tienen auxilio y esperanza muy cerca. Un momento —añadió—; dejadme subir a esa roca… desde ahí oirán mi voz.
Avanzó desesperadamente a través del agua, con la espuma de las rompientes casi ahogándole, llegó a donde se proponía y, exaltado por el éxito, gritó con todas sus fuerzas. Pero su voz, sofocada por la tempestad, se borró incluso para sus propios oídos. Su sonido fue débil y lastimero, más parecido a un lamento que a un grito alentador de esperanza. En ese momento, entre las nubes desgarradas que se desplazaban veloces por el cielo como un ejército en desbandada, surgió la luna con un resplandor impresionante y repentino. Melmoth pudo ver claramente la nave y el peligro que corría. Estaba escorada y golpeaba contra un escollo, por encima del cual las olas hacían saltar su espuma a una altura de treinta pies. Estaba ya medio sumergida; no quedaba más que el casco, con las jarcias hechas una maraña y el palo mayor tronchado; ya cada ola que embarcaba, oía Melmoth con claridad los gritos ahogados de los que eran barridos de la cubierta, o de aquellos que, con el cuerpo y el espíritu extenuados, aflojaban su entumecida presa en la que cifraban su esperanza y su vida… conscientes de que el próximo grito saldría de ellos mismos, y de que sería el último. Hay algo tan horrible en el hecho de presenciar la muerte de seres humanos cerca de nosotros, y pensar que un paso dado con acierto, o un brazo firmemente tendido, podría salvar al menos a uno, y damos cuenta, sin embargo, de que no sabemos dónde apoyamos para dar ese paso, y que no nos es posible extender ese brazo, que Melmoth sintió que le abandonaban los sentidos a causa de la impresión; y durante un momento gritó, en medio de la tormenta, con aullidos verdaderamente dementes. A todo esto la gente del lugar, alarmada por la noticia de que un barco se había estrellado contra la costa, acudía en tropel; y los que por experiencia o confianza, o incluso por ignorancia, repetían sin cesar: «Es imposible que se salve… van a perecer todos a bordo», apretaban el paso involuntariamente mientras seguían augurando, como si estuvieran deseosos de presenciar el cumplimiento de sus propias predicciones, aunque parecían correr para impedirlo.
Hubo un hombre en particular que, mientras corrían hacia la playa, no paraba de asegurar a los demás a cada instante, con el resuello que la prisa le dejaba, que «se iría a pique antes de llegar ellos», y escuchaba con una sonrisa casi de triunfo las exclamaciones de «¡Jesús nos proteja!, no digáis eso», o «No lo quiera Dios, que aún ayudaremos en algo». Cuando llegaron, este hombre escaló un peñasco con gran riesgo de su vida, echó una mirada a la nave, informó de su desesperada situación a los que estaban abajo, y gritó: «¿No lo decía yo? ¿No tenía yo razón?». Y mientras crecía la tormenta, se le oyó aún: «¿No tenía yo razón?». Y cuando los gritos de la tripulación en trance de muerte llegaron arrastrados por el viento hasta sus oídos, aún se le oyó repetir: «¿Tenía yo razón o no?». Extraño sentimiento de orgullo, capaz de erigir sus trofeos en medio de sepulturas. Con este mismo ánimo aconsejamos a los que hace padecer la vida, y a los que hacen padecer los elementos; y cuando a la víctima le falla el corazón, nos consolamos exclamando: «¿No lo predecía yo? ¿No decía yo lo que iba a pasar?». Lo curioso es que este hombre perdió la vida esa misma noche, en el más desesperado e infructuoso intento por salvar a un miembro de la tripulación que nadaba a seis yardas de él. Toda la costa se hallaba ahora atestada de mirones impotentes; cada peñasco y farallón se encontraba coronado de gente; parecía una batalla entablada entre el mar y la tierra, entre la esperanza y la desesperación. No había posibilidad de prestar ayuda eficaz, ningún bote resistía el temporal; sin embargo, y hasta el final, se oyeron gritos alentadores de roca en roca: gritos terribles, proclamando que la salvación estaba próxima… e inalcanzable; sostenían en alto las linternas, en todas direcciones, mostrando así a los desdichados la costa enteramente poblada de vida, y las rugientes e inaccesibles olas de en medio; lanzaban cuerdas, al tiempo que gritaban palabras de ayuda y de ánimo, que trataba de coger alguna mano fría, tensa, desesperada, que sólo conseguía dar zarpazos en las olas… para aflojarse, agitarse por encima de la cabeza sumergida… y desaparecer. Fue en ese momento cuando Melmoth, sobreponiéndose a su terror, y mirando en torno suyo, lo vio todo y se fijó en los centenares de personas ansiosas, inquietas y atareadas; y aunque evidentemente en vano, el ver todo esto le levantó el corazón. «¡Cuánta bondad hay en el hombre —exclamó para sí—, cuando la suscita el sufrimiento de sus semejantes!».
No tuvo tiempo, en ese instante, de analizar esa mezcla que él llamaba bondad, y resolverla en sus elementos componentes de curiosidad, excitación, orgullo de poseer fuerza física, o relativa conciencia de sentirse a salvo. No tuvo tiempo, porque en ese momento descubrió, de pie sobre la roca que se alzaba unas yardas por encima de él, una figura que no manifestaba ni compasión ni terror, ni decía nada, ni ofrecía ayuda alguna. Melmoth apenas podía mantener el equilibrio sobre la roca resbaladiza y oscilante en que se hallaba. La figura, que estaba en un punto más elevado, parecía igualmente impasible ante la tormenta y ante el espectáculo. El paletó de Melmoth, pese a los esfuerzos de éste por envolverse en él, se agitaba como un andrajo; sin embargo, ni una hebra de las ropas del desconocido parecía tremolar con el viento. Pero no le sorprendía esto tanto como su manifiesta indiferencia ante la angustia y el terror que le rodeaban; y exclamó:
—¡Dios mío!, ¿cómo es posible que nadie con aspecto humano pueda estar ahí sin hacer algo, sin manifestar sus sentimientos ante la muerte de esos pobres desdichados? Se produjo una calma, o fue el viento que barrió todos los ruidos; el caso es que unos momentos después oyó Melmoth claramente estas palabras: «Que mueran». Miró hacia arriba. La figura estaba aún allí, con los brazos cruzados sobre el pecho, el pie adelantado, inmóvil, como desafiando los blancos y encrespados rociones de las olas, de modo que la severa silueta, recortada por el reflejo tormentoso e incierto de la luna, parecía contemplar la escena con una expresión pavorosa, repugnante, inhumana. En ese momento, una tremenda ola que rompió sobre la cubierta del casco arrancó un grito de horror a los espectadores; fue como si repitieran el de las víctimas cuyos cadáveres iban a ser arrojados dentro de poco a sus pies, destrozados y exánimes.
Al cesar el grito, Melmoth oyó una carcajada que le heló la sangre. Provenía de la figura que estaba encima de él. Como un relámpago, acudió entonces a su memoria la imagen de aquella noche en España en que Stanton tropezó por primera vez con ese ser extraordinario, cuya vida encantada, «desafiando el espacio y el tiempo», había ejercido tan fatal influjo sobre la suya, y cuya demoníaca personalidad reconoció por primera vez por la risa con que saludó el espectáculo de los amantes carbonizados. El eco de esa risa resonaba aún en los oídos de Melmoth: tuvo efectivamente la certeza de que era ese misterioso ser el que estaba cerca de él. Su espíritu, debido a sus recientes e intensas investigaciones, se excitó al punto, y se ensombreció como la atmósfera bajo una nube cargada de electricidad, sin fuerza ahora para indagaciones, conjeturas ni cálculos. Inmediatamente, empezó a trepar por la roca. La figura estaba a pocos pies de él: el objeto de sus sueños diurnos y nocturnos se encontraba por fin al alcance de su mente y de su brazo… era casi tangible. Ni los mismos Fang y Snare,[12] con todo el entusiasmo de su celo profesional, llegaron a decir jamás «ojalá le echara el guante alguna vez» con más ansiedad que Melmoth mientras subía por la empinada y peligrosa cuesta, hacia el borde de la roca donde se encontraba la figura inmóvil y oscura. Jadeando por la furia de la tormenta, la vehemencia de sus propios esfuerzos y la dificultad de la ascensión, se encontró ahora casi pie a pie, y cara a cara, con el objeto de su persecución, cuando, apoyándose en un fragmento de piedra suelto cuya caída no habría herido a un niño, si bien su vida dependía de esa vacilante inseguridad, perdió apoyo, y cayó de espaldas…
La rugiente sima de abajo pareció levantar sus diez mil brazos para atraparle y devorarle. No sufrió el instantáneo vértigo de la caída; pero al llegar al agua, sintió el chapuzón y oyó el rugido. Se hundió, y a continuación salió a la superficie. Se debatió, sin encontrar dónde agarrarse. Se hundió otra vez, con un vago pensamiento de que si llegaba al fondo, si tocaba algo sólido, estaría a salvo. Diez mil trompetas parecieron sonar entonces en sus oídos; de sus ojos brotaron resplandores. «Le pareció que caminaba a través del agua y del fuego», y no recordó nada más hasta varios días después, en que despertó en la cama, con la vieja ama junto a él, y exclamó:
—¡Qué sueño más horrible! —luego, dejándose caer de espaldas al sentir su agotamiento, añadió—: ¡Y qué débil me ha dejado!