parebat eidolon senex
PLINIO
El manuscrito estaba descolorido, tachado y mutilado más allá de los límites alcanzados por ningún otro que haya puesto a prueba la paciencia de un lector. Ni el propio Michaelis, al examinar el supuesto autógrafo de san Marcos en Venecia, tuvo más dificultades: Melmoth sólo pudo ver clara alguna frase suelta aquí y allá. El autor, al parecer, era un inglés llamado Stanton que había viajado por el extranjero poco después de la Restauración. Para viajar en aquel entonces, no se contaba con los medios que el adelanto moderno ha introducido, y los estudiosos y literatos, los intelectuales, los ociosos y los curiosos, vagaban por el continente durante años como Tom Coryat, aunque tenían la modestia, a su regreso, de titular meramente «apuntes» el producto de sus múltiples observaciones y trabajos.
Stanton, allá por el año 1676, estuvo en España; era, como la mayoría de los viajeros de aquella época, hombre de erudición, inteligencia y curiosidad, pero ignoraba la lengua del país y andaba trabajosamente de convento en convento en busca de lo que llamaban «hospitalidad», es decir, de cama y comida, a condición de sostener un debate en latín acerca e alguna cuestión teológica o metafísica con un monje que acabaría siendo el campeón en la disputa. Ahora bien, como la teología era católica, y la metafísica aristotélica, Stanton deseaba a veces encontrarse en la miserable posada de cuya suciedad y famélica ración había luchado por escapar; pero aunque sus reverendos antagonistas denunciaban siempre su credo, y se consolaban, si eran derrotados, con la certeza de que se iba a condenar por su doble condición de hereje e inglés, se veían obligados a reconocer que su latín era bueno y su lógica irrebatible; y en la mayoría de los casos se le permitía cenar y dormir en paz. No fue éste su sino la le del 17 de agosto de 1677, cuando se encontraba en las llanuras de Valencia, abandonado cobardemente por su guía, el cual, aterrado ante la visión de una cruz erigida en memoria de un asesinato, se escurrió de su mula calladamente y, santiguándose a cada paso mientras se alejaba del hereje, dejó a Stanton en medio de los terrores de una tormenta que se avecinaba, y de los peligros de un país desconocido. La sublime y suave belleza del paisaje que le rodeaba había colmado de deleite el alma de Stanton, y gozó de este encanto como suele hacerlo un inglés: en silencio.
Los espléndidos vestigios de dos dinastías desaparecidas: las ruinas de los palacios romanos y de las fortalezas musulmanas, se alzaban a su alrededor y por encima de él; las negras y pesadas nubes de tormenta que avanzaban lentamente parecían los sudarios de estos espectros de desaparecida grandeza; se acercaban a ellos, pero no los cubrían ni los ocultaban, como si la misma naturaleza se sintiera por una vez temerosa del poderío del hombre; y allá lejos, el hermoso valle de Valencia se arrebolaba e incendiaba con todo el esplendor del crepúsculo, como una novia que recibe el último y encendido beso del esposo ante la proximidad de la noche. Stanton miró en torno suyo. Le impresionaba la diferencia arquitectónica entre las ruinas romanas y las musulmanas. Entre las primeras estaban los restos de un teatro y algo así como una plaza pública; las segundas consistían sólo en fragmentos de fortalezas almenadas, encastilladas, fortificadas de pies a cabeza, sin una mala abertura por donde entrar con comodidad…, las únicas aberturas eran sólo aspilleras para las flechas; todo denotaba poder militar, y despótico sometimiento a l’outrance. El contraste habría encantado a un filósofo, quien se habría entregado a la reflexión de que, si bien los griegos y los romanos fueron salvajes (como dice acertadamente el doctor Johnson que debe ser todo pueblo que quiere apoderarse de algo), fueron unos salvajes maravillosos para su tiempo, ya que sólo ellos han dejado vestigios de su gusto por el placer en los países que conquistaron, mediante sus soberbios teatros, templos (igualmente dedicados, de una manera o de otra, al placer) y termas, mientras que otras bandas salvajes de conquistadores no dejaron jamás tras ellos otra cosa que las huellas de su avidez por el poder. En eso pensaba Stanton mientras contemplaba, vigorosamente recortado, aunque oscurecido por las sombrías nubes, el inmenso esqueleto de un anfiteatro romano, sus gigantescos peristilos coronados con arcos, recibiendo unas veces un destello de luz, otras, mezclándose con el púrpura de la nube cargada de electricidad; y luego, la sólida y pesada mole de una fortaleza musulmana, sin una luz entre sus impermeables murallas, una oscura, aislada, impenetrable imagen del poder. Stanton se olvidó de su cobarde guía, de su soledad, de su peligro en medio de la tormenta inminente y del inhóspito país, donde su nombre y su tierra le cerrarían todas las puertas, ya que toda descarga del cielo se supondría justificada por la atrevida intrusión de un hereje en la morada de un cristiano viejo, como los católicos españoles se llaman absurdamente a sí mismos para diferenciarse de los musulmanes bautizados. Todo esto se le borró del pensamiento al contemplar el esplendoroso e impresionante escenario que tenía ante sí: la lucha de la luz con las tinieblas, y la oscuridad amenazando a una claridad aún más terrible, y anunciando su amenaza en la azul y lívida masa nubosa que se cernía en el aire como un ángel destructor con sus flechas apuntadas, aunque en una dirección inquietantemente indefinida. Pero cesó de tener en olvido estos locales e insignificantes peligros, como la sublimidad de la ficción podría definirlos, cuando vio el primer relámpago, ancho y rojo como el pendón de un ejército insolente con la divisa Vae victis, reducir a polvo los restos de una torre romana; las rocas hendidas rodaron monte abajo y llegaron hasta los pies de Stanton. Se sintió aterrado y, aguardando el mandato del Poder, bajo cuyos ojos las pirámides, los palacios, y los gusanos que edificaron unas y otros, y los que arrastran su existencia bajo su sombra o su opresión, son igualmente despreciables, siguió de pie, recogido en sí mismo; y por un momento sintió ese desafío del peligro que el peligro mismo suscita, y con el que deseamos medir nuestras fuerzas como si se tratase de un enemigo físico, instándole a hacer lo peor, conscientes de que lo peor que él haga será en definitiva para nosotros lo mejor. Siguió inmóvil, y vio el reflejo brillante, breve y maligno de otro relámpago por encima de las ruinas del antiguo poderío, y la exuberancia de toda la vegetación. ¡Singular contraste! Las reliquias del arte en perpetuo deterioro… y las producciones de la naturaleza en eterna renovación. (¡Ah, con qué propósito se renuevan, sino para burlarse de los perecederos monumentos con que los hombres tratan de rivalizar!). Las mismas pirámides deben perecer; en cambio, la yerba que crece entre sus piedras descoyuntadas se renovará año tras año. Estaba Stanton meditando en todas estas cosas, cuando su pensamiento quedó en suspenso al ver dos personas que transportaban el cuerpo de una joven, aparentemente muy hermosa, que había muerto víctima de un rayo. Se acercó Stanton y oyó las voces de los que la llevaban, que repetían: «¡Nadie la llorará!». «¡Nadie la llorará!» y decían otras voces, mientras otros dos llevaban en brazos la figura requemada y ennegrecida de lo que había sido un hombre apuesto y gallardo: «¡Nadie llorará por él ahora!». Eran amantes, y él había muerto carbonizado por el rayo que la había matado a ella, al tratar de interponerse para protegerla. Cuando iban a cargar con los muertos otra vez, se acercó una persona con paso y gesto tranquilos, como si no tuviera conciencia alguna del peligro y fuese incapaz de sentir miedo; y después de mirar a los dos desventurados un momento, soltó tan sonora y feroz risotada, al tiempo que se incorporaba, que los campesinos, sobrecogidos de horror tanto por la risa como por la tormenta, echaron a correr, llevándose los cadáveres con ellos… Incluso los temores de Stanton quedaron eclipsados por su asombro; y volviéndose hacia el desconocido, que seguía en el mismo lugar, le preguntó el motivo de tal injuria a la humanidad El desconocido se volvió lentamente, revelando un semblante que… (aquí el manuscrito tenía unas líneas ilegibles)… dijo en inglés… (aquí seguía un gran espacio en blanco; y el siguiente pasaje legible, aunque era evidentemente continuación del relato, no era más que un fragmento) […].
Los terrores de la noche hicieron de Stanton un enérgico e insistente suplicante; y la voz chillona de la vieja, repitiendo: «¡Herejes, no; ingleses, no! ¡Protégenos, Madre de Dios! ¡Vade retro, Satanás!», seguida del golpazo de la puertaventana (típica de las casas de Valencia) que había abierto para soltar su andanada de anatemas, y que cerró como un relámpago, fueron incapaces de rechazar su inoportuna petición de amparo en una noche cuyos terrores debieron de ablandar todas las mezquinas pasiones locales, convirtiéndose en un terrible sentimiento de miedo hacia el poder que los causaba, y de compasión por quienes a ellos se exponían. Pero Stanton intuía que había algo más que ur mero fanatismo nacional en las exclamaciones de la anciana; había un extraño y personal horror por el inglés… y estaba en lo cierto; pero esto no disminuyó lo acucian te de su […].
La casa era hermosa y espaciosa, pero el melancólico aspecto de abandono […].
Los bancos estaban junto a la pared, pero no había nadie que se sentara en ellos; las mesas se hallaban extendidas en lo que había sido el salón, aunque parecía como si nadie se hubiese sentado en torno a ellas desde hacía mucho años; el reloj latía débilmente, no se oían voces alegres u ocupadas que ahogaran su sonido; el tiempo impartía su tremenda lección al silencio solamente los hogares estaban negros de combustible largo tiempo consumido; los retratos de familia eran los únicos moradores de la mansión; parecían decir desde sus marcos deteriorados: «No hay nadie que se mire en nosotros»; y los ecos de los pasos de Stanton y de su débil guía eran el único sonido audible entre el estrépito de los truenos que aún retumbaban terriblemente, aunque más distantes…, cada trueno era como el murmullo apagado de un corazón consumido. Al proseguir, oyeron un grito desgarrado. Stanton se detuvo, y le vinieron al pensamiento imágenes espantosas de los peligros a que se exponen los viajeros del continente en las moradas deshabitadas y remotas.
—No hagáis caso —dijo la vieja, encendiendo una lámpara miserable— no es más que el […].
Satisfecha ahora la vieja, por comprobación ocular, de que su invitado inglés, aunque fuese el diablo, no tenía cuernos, pezuñas ni rabo, soportaba la señal de la cruz sin cambiar de forma, y de que, cuando hablaba, no le salía de la boca ni una sola bocanada sulfúrea, empezó a animarse; y al final le contó su historia, la cual, pese a lo incómodo que Stanton se sentía […].
»—Entonces desapareció todo obstáculo; los padres y los familiares dejaron de oponerse, y la joven pareja se unió. Jamás hubo nada tan hermoso: parecían ángeles que hubieran anticipado sólo unos años su celestial y eterna unión. Se celebraron con gran pompa las bodas, y pocos días después hubo un banquete en esta misma cámara enmaderada en la que os habéis detenido al ver lo lúgubre que es. Aquella noche se colgaron ricos tapices que representaban las hazañas del Cid; en especial, aquella en la que quemó a unos musulmanes que se negaron a renunciar a su execrable religión. Se les representaba hermosamente torturados, retorciéndose y aullando, y salía de sus bocas: «¡Mahoma! ¡Mahoma!», tal como le invocaban en la agonía de la hoguera; casi podía oírles gritar. En la parte de arriba de la habitación, al pie de un espléndido estrado, sobre el que había una imagen de la Virgen, se hallaba doña Isabel de Cardoza, madre de la novia; y junto a ella estaba doña Inés, la novia, sentada sobre ricos cojines; el novio se hallaba sentado frente a ella; y aunque no hablaban entre sí, sus ojos, que se alzaban lentamente para apartarse de súbito (ojos que se ruborizaban), se contaban el delicioso secreto de su felicidad. Don Pedro de Cardoza había reunido gran número de invitados en honor de las nupcias de su hija; entre ellos estaba un inglés llamado Melmoth, un viajero; nadie sabía quién le había traído. Estuvo sentado en silencio, como el resto, mientras se ofrecían a los invitados refrescos y barquillos azucarados. La noche era muy calurosa, y la luna resplandecía como un sol sobre las ruinas de Sagunto; los bordados cortinajes se agitaban pesadamente, como si el viento hiciese un vano esfuerzo por levantarlos, y desistiera a continuación. (Aquí había otro tachón del manuscrito, aunque muy breve).
La reunión se dispersó por los diversos senderos del jardín; el novio y la novia pasearon por uno de ellos, en el que el perfume de los naranjos se mezclaba con el de los mirtos en flor. Al regresar al salón preguntaron los dos si había oído alguien los exquisitos sones que flotaban en el jardín, justo antes de entrar. Nadie los había oído. Ellos se mostraron sorprendidos. El inglés no había abandonado el salón; dicen que sonrió, de manera extraordinaria y peculiar al oír tal observación. Su silencio había chocado ya anteriormente; pero lo atribuyeron a su desconocimiento de la lengua española, ignorancia que los españoles no desean comprobar ni disipar dirigiéndole la palabra a un extranjero. En cuanto a la cuestión de la música, no volvió a suscitarse hasta que los invitados se hubieron sentado a cenar, momento en que doña Inés y su joven esposo, intercambiando una sonrisa de complacida sorpresa, manifestaron haber oído los mismos deliciosos sones a su alrededor. Los invitados prestaron atención, pero ninguno consiguió oírlos; todo el mundo lo consideró extraordinario. ¡Chisst!, exclamaron todas las voces casi al mismo tiempo. Se hizo un silencio mortal…; podría haberse pensado, por sus miradas atentas, que escuchaban hasta con los ojos. Este profundo silencio, en contraste con el esplendor de la fiesta y la luz que difundían las antorchas que sostenían los criados, producía un efecto singular: durante unos momentos, pareció una asamblea de muertos. El silencio fue interrumpido, aunque no había cesado la causa del asombro, por la entrada del padre Olavida, confesor de doña Isabel, el cual había sido requerido antes del banquete para que administrase la extremaunción a un moribundo de la vecindad. Era un sacerdote de santidad poco común, muy querido en la familia y respetado en el pueblo, donde manifestaba un gusto y talento poco frecuentes por el exorcismo: de hecho, era el fuerte del buen padre, del que él mismo se vanagloriaba. El diablo no podía caer en peores manos que en las del padre Olavida; pues cuando se resistía contumaz al latín, e incluso a los primeros versículos del Evangelio de san Juan en griego, al que no recurría el buen padre si no era en casos de extrema obstinación y dificultad (aquí Stanton se acordó de la historia inglesa del Muchacho de Bilsdon y aun en España se avergonzó de sus compatriotas), apelaba siempre a la Inquisición; y si los demonios seguían tan obstinados como antes, luego se les veía salir volando de los posesos, tan pronto como, en medio de sus gritos (indudablemente de blasfemia), se les ataba al poste. Algunos persistían hasta que les rodeaban las llamas; pero hasta los más porfiados eran desalojados cuando concluía el trabajo, pues ni el propio diablo podía ya habitar un ennegrecido y pegajoso amasijo de cenizas. Así, la fama del padre Olavida se extendió por todas partes, y la familia Cardoza puso especial empeño en lograr que fuese su confesor, cosa que consiguió. La misión que venía ahora de realizar había ensombrecido el semblante del buen padre, pero esta sombra se disipó tan pronto como se mezcló entre los invitados y fue presentado a todos. Inmediatamente le hicieron sitio, y se sentó casualmente frente al inglés. Al serle ofrecido el vino, el padre Olavida (que como he dicho antes, era hombre de singular santidad), se dispuso a elevar una breve oración interior. Dudó, tembló y desistió; y, apartando el vino, se enjugó unas gotas de la frente con la manga de su hábito. Doña Isabel hizo una seña a un criado, y éste se acercó a ofrecer otro vino de más calidad al padre. Movió los labios como en un esfuerzo por pronunciar una bendición sobre él y los allí reunidos, pero su esfuerzo volvió a fracasar; y el cambio que experimentó su semblante fue tan extraordinario que todos los invitados repararon en él. Tuvo conciencia de lo alterado de su expresión, y trató de disiparla esforzándose en levantar la copa hasta los labios. Y tan fuerte era la tensión con que los reunidos le observaban que el único rumor que se oyó en la espaciosa y poblada sala fue el susurro del hábito, al intentar levantar la copa de nuevo… en vano. Los invitados permanecieron sentados en atónito silencio. Sólo el padre Olavida estaba de pie; pero en ese momento se levantó el inglés, que pareció decidido a atraer la atención de Olavida mediante una mirada como de fascinación. Olavida se tambaleó, vaciló, se agarró al brazo de un paje y, finalmente, cerrando los ojos un momento como para escapar a la terrible fascinación de esa mirada terrible (todos los invitados habían notado, desde que hizo su entrada, que los ojos del inglés despedían un fulgor pavoroso y preternatural), exclamó:
—¿Quién hay entre nosotros? ¿Quién? No puedo pronunciar una bendición mientras él esté aquí. No puedo invocar una jaculatoria. ¡Donde pisa, la tierra se abrasa! ¡Donde respira, el aire se vuelve fuego! ¡Donde come, el alimento se envenena! ¡Donde mira, su mirada se hace relámpago! ¿Quién está entre nosotros? ¿Quién? —repitió el sacerdote en la angustia de la imprecación, al tiempo que se le caía hacia atrás la cogulla y se le erizaban los endebles cabellos que rodeaban su afeitado cráneo, a causa de la terrible emoción, al tiempo que sus brazos abiertos, emergiendo de las mangas del hábito y extendidos hacia el extranjero, sugerían la idea de un inspirado, en un rapto tremendo de denuncia profética. Estaba de pie…, completamente inmóvil, mientras el inglés permanecía sereno y estático frente a él. Hubo un agitado revuelo en las actitudes de quienes les rodeaban que contrastó notablemente con las posturas inmóviles y rígidas de los dos, que seguían mirándose en silencio.
—¿Quién le conoce? —exclamó Olavida, recobrándose aparentemente del trance—; ¿quién le conoce?, ¿quién le ha traído aquí?
Los invitados negaron uno por uno conocer al inglés, y cada cual preguntaba a su vecino en voz baja quién le habría llevado allí. Entonces el padre Olavida señaló con el brazo a los presentes, y les preguntó por separado:
—¿Le conoces? —¡No!, ¡no!, ¡no!—, le fueron contestando todos.
—Pues yo sí le conozco —dijo el padre Olavida— ¡por este sudor frío! —y se secó la frente—, ¡y por estas articulaciones crispadas! —y trató de santiguarse, aunque no pudo. Alzó la voz, hablando con creciente dificultad: Por este pan y por este vino, que recibe el fiel como el cuerpo y la sangre de Cristo, pero que su presencia convierte en sustancias tan venenosas como los espumarajos del agonizante Judas…; por todo eso, le conozco. ¡Y le ordeno que se vaya! Es… es… Y se inclinó hacia adelante mientras hablaba, y clavó la mirada en el inglés con una expresión que era mezcla de cólera y de temor, y le daba un aspecto terrible. A estas palabras, los invitados se levantaron… y los reunidos formaron ahora dos grupos diferentes, el de los sorprendidos, que se juntaron a un lado repetían: «¿Quién es, quién es?», y el del inglés, inmóvil, y Olavida, que había quedado en una actitud mortalmente rígida, señalándole. […]
Trasladaron el cuerpo a otra habitación, y nadie advirtió que el inglés había ido hasta que los invitados regresaron a la sala. Se quedaron hasta más tarde comentando tan extraordinario incidente, y por último acordaron continuar en la casa, no fuese que el espíritu maligno (pues no creían que el inglés fuera nada mejor) se tomara con el cadáver libertades nada agradables para un católico, sobre todo habiendo muerto evidentemente sin el auxilio de los últimos sacramentos. Y acababan de adoptar esta loable resolución, cuando estremecieron al oír gritos de horror y agonía procedentes de la cámara nupcial, adonde la joven pareja se había retirado.
Echaron a correr hacia la puerta, pero el padre llegó primero. La abrieron violentamente, y descubrieron el cadáver de la novia en brazos del esposo. […]
Nunca recobró el juicio; la familia abandonó la mansión, tan terrible para ellos por tantas desventuras. Uno de los aposentos lo ocupa aún el desdichado loco; eran suyos los gritos que hemos oído al cruzar las desiertas habitaciones. Se pasa el día callado; pero cuando llega la medianoche, grita siempre con voz penetrante y apenas humana: «¡Ya vienen!, ¡ya vienen!»; y luego se sume en un profundo silencio.
El funeral del padre Olavida estuvo acompañado de una circunstancia extraordinaria. Fue enterrado en un convento vecino; y la reputación de santidad, unida al interés que despertó su singular muerte, atrajo a la ceremonia gran número de asistentes. El sermón del funeral corrió a cargo de un monje de destacada elocuencia, contratado expresamente con ese fin. Para que el efecto de su discurso resultara más intenso, se colocó el cadáver en la nave, tendido en el féretro, con el rostro descubierto. El monje tomó su texto de uno de los profetas: «La muerte ha subido a nuestros palacios». Se extendió sobre muerte, cuya llegada, repentina o gradual, es igualmente espantosa para el hombre. Habló de las vicisitudes de los imperios con profunda elocuencia y erudición, pero su auditorio no parecía mostrarse muy afectado. Citó varios pasajes de las vidas de los santos, describió las glorias del martirio y el heroísmo de los que habían derramado su sangre o muerto en la hoguera por Cristo y su santísima madre; pero la gente parecía esperar que dijera algo que les llega más hondo. Cuando prorrumpió en invectivas contra los tiranos bajo cuyas sangrientas persecuciones sufrieron estos hombres santos, sus oyentes se enderezaron un instante, pues siempre resulta más fácil excitar una pasión que un sentimiento moral. Pero cuando habló del muerto, y señaló con enfático gesto hacia el cadáver que yacía frío e inmóvil ante ellos, todas las miradas se clavaron en él, y todos los oídos permanecieron atentos. Incluso los enamorados que, so pretexto de mojar sus dedos en el agua bendita, intercambiaban billetes amorosos, suspendieron un momento tan interesante correspondencia para escuchar al predicador. Éste hizo hincapié en las virtudes del difunto, de quien dijo que era especial protegido de la Virgen; y enumerando las diversas pérdidas que su fallecimiento representaba para la comunidad a la que pertenecía, para la sociedad, y para la religión en general, se inflamó finalmente, en una encendida reconvención a la deidad a este propósito.
—¿Por qué? —exclamó—, ¿por qué, Dios mío, nos has tratado así? ¿Por qué has arrancado de entre nosotros a este glorioso santo, cuyos méritos, adecuadamente aplicados, habrían sido sin duda alguna suficientes para expiar la apostasía de san Pedro, la hostilidad de san Pablo (antes de su conversión), y aun la traición del propio Judas? ¿Por qué, oh, Dios, nos lo has arrebatado? Y una voz profunda y cavernosa, entre los asistentes, contestó.
—Porque merecía su destino.
Los murmullos de aprobación con que todos alababan la increpación del orador medio ahogaron tan extraordinaria interrupción; y aunque hubo algún revuelo en la inmediata vecindad del que había hablado, el resto del auditorio siguió escuchando atentamente.
—¿Qué es? —prosiguió el predicador, señalando hacia el cadáver—, ¿qué es lo que has dejado aquí, siervo de Dios?
—El orgullo, la ignorancia, el temor —contestó la misma voz en un tono aún más patético.
El tumulto se hizo ahora general. El predicador se detuvo; y abriéndose la multitud en círculo, dejó aislada la figura de un monje que pertenecía al convento, el cual había estado de pie; entre ellos […].
Tras comprobar la inutilidad de toda clase de admoniciones, exhortaciones y disciplinas, así como de la visita que el obispo de la diócesis hizo personalmente al convento al ser informado de estos extraordinarios incidentes para obtener alguna explicación del contumaz monje, se acordó, en capítulo extraordinario, entregarlo al brazo de la Inquisición. El monje manifestó gran horror cuando le comunicaron esta decisión, y se ofreció a declarar una y otra vez cuanto pudiera contar sobre la causa de la muerte del padre Olavida. Su humillación y sus repetidos ofrecimientos de confesar llegaron demasiado tarde. Fue transferido a la Inquisición. Los procedimientos de ese tribunal se revelan muy raramente, pero hay un informe secreto (no puedo garantizar su veracidad) sobre lo que dijo y sufrió allí. En su primer interrogatorio, dijo que referiría cuanto podía. Se le dijo que eso no bastaba, que tenía que decir todo lo que sabía […].
—¿Por qué mostraste ese horror en el funeral del padre Olavida? —Todo el mundo dio muestras de horror y pesar ante la muerte de ese venerable eclesiástico que murió en olor de santidad. De haber hecho yo lo contrario, podía haberse utilizado como prueba de culpabilidad.
—¿Por qué interrumpiste al predicador con tan extraordinarias exclamaciones? A esto no hubo respuesta.
—¿Por qué persistes en ese obstinado y peligroso silencio? Te ruego, hermano, que mires la cruz que cuelga de ese muro —y el inquisidor señaló el gran crucifijo negro que había detrás de la silla donde estaba sentado—; una gota de sangre derramada puede purificarte de todos los pecados que hayas cometido en vida; pero toda la sangre, sumada a la intercesión de la Reina del cielo y a los méritos de todos sus mártires, y más aún, a la absolución del Papa, no pueden liberarte de la condenación si mueres en pecado.
—Pues, ¿qué pecado he cometido?
—El más grande de todos los posibles: negarte a contestar a las preguntas que te hace el tribunal de la sagrada y misericordiosa Inquisición; no quieres decirnos lo que sabes referente a la muerte del padre Olavida.
—Ya he dicho que creo que pereció a causa de su ignorancia y su presunción.
—¿Qué pruebas puedes aducir?
—Ansiaba conocer un secreto inalcanzable para el hombre.
—¿Cuál?
—El secreto para descubrir la presencia o al agente del poder maligno.
—¿Posees tú ese secreto?
Tras larga vacilación, dijo claramente el prisionero, aunque con voz muy débil:
—Mi señor me prohíbe revelarlo.
—Si tu señor fuese Jesucristo, no te prohibiría obedecer los mandamientos ni contestar a las preguntas de la Inquisición.
—No estoy seguro de eso.
Hubo un clamor general de horror ante estas palabras. El interrogatorio prosiguió:
—Si creías que Olavida era culpable de investigaciones o estudios condenados por nuestra Santa Madre Iglesia, ¿por qué no lo denunciaste a la Inquisición?
—Porque no creí que le fueran a reportar ningún daño; su mente era demasiado débil…, murió a causa del esfuerzo —dijo el prisionero con gran énfasis.
—¿Crees tú, entonces, que hace falta una mente fuerte para alcanzar esos secretos abominables, así como para investigar su naturaleza y sus tendencias?
—No; creo que la fortaleza ha de ser más bien corporal.
—Después trataremos eso —dijo el inquisidor, haciendo una seña para que se reanudara la tortura. […]
El prisionero soportó la primera y segunda sesiones con valor inquebrantable; pero al aplicarle la tortura del agua, que desde luego resulta insoportable para todo ser humano, tanto a la hora de sufrirla como de describirla, exclamó en un jadeante intervalo que lo revelaría todo. Le soltaron, le reanimaron, le confortaron, y al otro día hizo la siguiente confesión […].
La vieja española siguió contándole a Stanton que […] y que, a partir de entonces habían visto al inglés por la vecindad, y que, desde luego, le vieron, había oído decir ella, esa misma noche.
—¡Gran D… s! —exclamó Stanton, al recordar al desconocido cuya risa demoníaca tanto le había asustado mientras contemplaba los cuerpos sin vida de los amantes fulminados y ennegrecidos por el rayo.
Como, tras unas páginas emborronadas e ilegibles, el manuscrito se volvía más claro, Melmoth siguió leyendo, perplejo e insatisfecho, sin saber qué relación podía tener esta historia española con su antepasado, al que, no obstante, reconocía bajo el título de el inglés; preguntándose por qué pensó Stanton, a su regreso a Irlanda, que valía la pena escribir un largo manuscrito sobre un suceso ocurrido en España, y dejarlo después en manos de la familia para que pudiera «comprobar que eran falsedades», como podría decir Dogberry… Su admiración disminuyó, aunque su curiosidad se incrementó aún más con la lectura de las siguientes líneas, que descifró con cierta dificultad. Al parecer, Stanton se encontraba ahora en Inglaterra. […]
Hacia el año 1677, Stanton estaba en Londres, y con el pensamiento absorto en su misterioso compatriota. Este tema constante de sus meditaciones había producido un visible cambio en su aspecto exterior: su manera de andar era como la que Salustio nos cuenta de Catilina; los suyos eran, también, foedi oculi. A cada momento se decía a sí mismo: «Si consiguiese dar con ese ser, no le llamaré hombre»; y un momento después decía: «¿y si acabo encontrándole?». Con este estado de ánimo, resulta bastante raro que se metiera en diversiones públicas, pero así es. Cuando una pasión violenta devora el alma, sentimos más que nunca la necesidad de excitación externa; y nuestra dependencia del mundo en cuanto a alivio temporal aumenta en proporción directa a nuestro desprecio por el mundo y todas sus obras y así solía frecuentar los teatros, entonces de moda, cuando.
La hermosa suspiraba viendo un drama cortesano
Y ni una máscara se iba defraudada.
En aquel entonces, los teatros de Londres ofrecían un espectáculo que debía acallar para siempre el necio clamor contra la progresiva relajación de la moral…, necio incluso para la pluma de Juvenal; pero mucho más si provenía de labios de un moderno puritano. El vicio es casi siempre igual. La única diferencia en la vida que merece destacarse es la de los modales, y ahí nosotros aventajamos en mucho a nuestros antepasados. Se dice que la hipocresía es el homenaje que el vicio tributa a la virtud, que el decoro es la expresión exterior de ese homenaje; si es así, debemos reconocer que el vicio se ha vuelto recientemente muy humilde. Sin embargo, había algo espléndido, ostentoso y llamativo en los vicios del reinado de Carlos II. Para corroborarlo, basta una ojeada a los teatros, cuando Stanton acostumbraba frecuentarlos. En la entrada se hallaban, a un lado, los lacayos de un noble elegante (con los brazos ocultos bajo sus libreas), rodeando la silla de manos de una popular actriz[1], a la que debían llevarse, vi et armis, en cuanto subiese, al terminar la representación. Al otro lado aguardaba el coche acristalado de una mujer de moda, esperando llevarse a Kynaston (el Adonis del día), en su atuendo femenino, al parque, al terminar la obra, y exhibirle con todo el lujoso esplendor de su afeminada belleza (realzada por el disfraz teatral), por la que tanto se distinguía.
Dado que entonces las funciones se daban a las cuatro, quedaba luego tarde de sobra para pasear, y para la cita a medianoche, en que se reunían los grupos en St. James Park a la luz de las antorchas, todos enmascarados, y confirmaban el título de la obra de Wycherly, Amor en el bosque. Los palcos, cuando Stanton echaba una mirada desde el suyo, estaban llenos de mujeres cuyos hombros y pechos al aire, bien testimoniados en los cuadros de Lely y en las páginas de Grammont, podían ahorrar al moderno puritanismo muchos gemidos reprobatorios y conmovidas reminiscencias. Todas habían tenido la precaución de enviar a algún familiar varón, la noche del estreno de una obra, para que les dijese si era apropiada para asistir a ella personas «de bien»; pero a pesar de esta medida, en algunos pasajes (que solían surgir cada dos frases) se veían obligadas a abrir sus abanicos, o incluso a taparse con el adorable rizo de la sien que ni el propio Prynne fue capaz de describir.
Los hombres de los palcos constituían dos clases diferentes, los «hombres de ingenio y placer de la ciudad», que se distinguían por sus lazos de Flandes manchados de rapé, sus anillos de diamantes, pretendido regalo de una amante de alcurnia (n’importe si la duquesa de Portsmouth o Nell Gwynne), sus pelucas despeinadas, cuyos bucles descendían hasta la cintura, y el bajo y displicente tono con que maltrataban a Dryden, Lee y Otway, y citaban a Sedley ya Rochester; la otra categoría la formaban los amantes, los amables «galanes de las damas», igualmente llamativos por sus blancos guantes orlados, sus obsequiosas reverencias y el hábito de empezar todas las frases que dirigían a una dama con la profana exclamación de «¡Oh, Jesús!»,[2] o esa otra más suave, pero igualmente absurda, de «Le ruego, señora», o «Ardo, señora».[3] Una circunstancia bastante singular caracterizaba los modales del día: las mujeres no habían encontrado entonces su adecuado nivel en la vida; eran, alternativamente, adoradas como diosas y asaltadas como prostitutas; y el hombre que en este momento se dirigía a su amante con un lenguaje tomado de Orondates adorando a Casandra, al momento siguiente la interpelaba con un cinismo capaz de hacer enrojecer el pórtico del Covent Garden.[4]
La platea presentaba un espectáculo más variado. Había críticos pertrechados de pies a cabeza desde Aristóteles a Bossu; estos hombres comían a las doce, daban conferencias en el café hasta las cuatro, luego mandaban a un mozo que les limpiara los zapatos, y se dirigían al teatro, donde, hasta que se alzaba el telón, permanecían sentados en ceñudo descanso, aguardando su presa de la noche. Estaban los estudiantes, apuestos, petulantes y habladores; y aquí y allá se veía algún pacífico ciudadano quitándose su copudo sombrero y ocultando su pequeño lazo bajo los pliegues de una enorme capa puritana, mientras sus ojos, inclinados con una expresión medio impúdica, medio ferviente hacia una mujer con antifaz, embozada en una capucha y una bufanda, delataban qué era lo que le había impulsado a entrar en estas «tiendas de Kedar». Había mujeres también, pero todas con antifaces, los cuales, aunque los llevaban con tanta propiedad como tía Dinah en Tristram Shandy, servían para ocultarlas de los «jóvenes incautos» por los que venían, y de todos excepto de las vendedoras de naranjas, que las saludaban de manera ostentosa al cruzar la puerta.[5] En el gallinero estaban las almas felices que aguardaban el cumplimiento de la promesa de Dryden en uno de sus prólogos;[6] no importaba si era el espectro de la madre de Almanzor con su sudario empapado, o el de Layo, el cual, según los directores de escena, se eleva con su carro, escoltado por los fantasmas de sus tres asistentes asesinados, broma que no se le escapó al Abbé le Blanc[7] en su receta para escribir una tragedia inglesa. Algunos, de cuando en cuando, pedían a gritos «la quema del Papa»; pero aunque
«El espacio obedece a lo ilimitado de la pieza.
Que empezaba en Méjico y concluía en Grecia»
no siempre era posible proporcionarles tan loable diversión, ya que la escena de las piezas populares se situaba generalmente en África o en España; sir Robert Howard, Elkanath Settle y John Dryden; todos coincidían en la elección de temas españoles y moros para sus obras principales. Entre este alegre grupo se sentaban algunas mujeres elegantes, ocultas detrás de sus antifaces, las cuales disfrutaban, en el anonimato, de la licencia que abiertamente no se atrevían a permitirse, y confirmando la característica descripción de Gay, aunque lo escribiera muchos años después:
«Sentada entre la chusma del gallinero Laura está segura
y se ríe de bromas que hacen arrugar el ceño a los del palco».
Stanton contempló todo esto con la expresión de aquel a quien «no hace sonreír cosa alguna». Se volvió hacia el escenario; la obra era Alejandro, escrita por Lee, y el personaje principal estaba representado por Hart, cuyo divino ardor al hacer el amor se dice que casi inclinaba al auditorio a creer que estaba viendo al «hijo de Amón».
Había suficientes absurdos como para ofender a un espectador clásico o incluso razonable. Había héroes griegos con rosas en el calzado, plumas en los gorros y pelucas que les llegaban a la cintura; y princesas persas de rígidos corsés y pelo empolvado. Pero la ilusión de la escena estaba bien sostenida; porque las heroínas eran rivales tanto en la vida real como en la teatral. Fue esa memorable noche cuando, según la historia del veterano Betterton, Mrs. Barry, que hacía de Roxana, tuvo un altercado en los camerinos con Mrs. BoWtell (que representaba el papel de Statira) a propósito de un velo cuya propiedad atribuyó con parcialidad el tramoyista a esta última. Roxana reprimió su enojo hasta el quinto acto, en el que, al apuñalar a Statira, le asestó el golpe con tal fuerza que le traspasó el corsé y le infligió una seria aunque nada grave herida. Mr Bowtell se desmayó; se suspendió la función y, con la conmoción que este incidente provocó en la sala, se levantaron muchos espectadores, entre ellos Stanton. Fue en ese momento cuando descubrió, en el asiento de delante, objeto de sus búsquedas durante cuatro años: el inglés al que había visto en las llanuras de Valencia, y al que identificaba con el protagonista de la extraordinaria narración que allí había escuchado.
Se estaba levantando. No había nada peculiar ni notable en su aspecto pero la expresión de sus ojos era imposible de olvidar. A Stanton le latió corazón con violencia…, una bruma se extendió sobre sus ojos…, un malestar desconocido y mortal, acompañado de una sensación hormigueante en cada poro, de los que brotaban gotas de sudor frío, le anunciaron la […].
Antes de haberse recuperado del todo, una música dulce, solemne y deliciosa aleteó en tomo suyo, ascendiendo de manera audible desde el suelo, y aumentado su dulzura y poder, hasta que pareció inundar todo el edificio. Movido por un súbito impulso de asombro, preguntó a los que tenía junto a él de dónde provenían esos sones exquisitos. Pero, por la manera de contestarle, era evidente que aquellos a quienes se había dirigido le tomaban por loco; y, efectivamente, notable cambio de su expresión podía justificar tal sospecha. Entonces recordó la noche aquella en España, en que los mismos dulces y misteriosos sones fuera oídos tan sólo por los jóvenes esposos poco antes de morir. «¿Acaso seré yo próxima víctima?», pensó Stanton; ¿estarán destinados esos acordes celestiales que parecen prepararnos para el cielo, a denunciar tan sólo la presencia de u demonio encarnado que se burla de los devotos con esa «música celestial» mientras se dispone a envolvemos con «las llamas del infierno?». Es muy raro que en ese momento, cuando la imaginación había alcanzado el punto más alto, cual do el objeto que había perseguido en vano durante tanto tiempo parecía haber vuelto en un instante tangible y posible de captar con la mente y el cuerpo, cuando ese espíritu, con el que se había debatido en la oscuridad, estaba a punto de confesar su nombre, Stanton empezara a sentir una especie de decepción ante futilidad de sus persecuciones; como Bruce al descubrir la fuente del Nilo, o Gibbon al concluir su Historia. El sentimiento que había abrigado durante tanto tiempo, que de hecho había convertido en un deber, no era en definitiva sino una mera curiosidad; pero ¿hay pasión más irascible, o más capaz de dar una especie de grandeza romántica a todos los vagabundeos y excentricidades? La curiosidad es en cierto modo como el amor, siempre establece un lazo entre el objeto y el sentimiento; y con tal que este último posea suficiente energía, no importa lo despreciable que sea el primero. La turbación de Stanton, causada, por decirlo así, por la aparición accidental de un desconocido, podía haber hecho sonreír a un niño; pero ningún hombre en su lugar, y en posesión de la plena energía de sus pasiones, habría podido hacer otra cosa que temblar ante la angustiosa emoción con que sintió que le venía, súbita e irresistiblemente, el instante crucial de su destino.
Terminada la función, se detuvo unos momentos en la calle desierta. Era una hermosa noche de luna, y vio cerca de él una figura cuya sombra, proyectada a medias en la calzada (entonces no había señales, y la única defensa del peatón eran las cadenas y los postes), parecía de proporciones gigantescas. Hacía tanto tiempo que estaba acostumbrado a contender con estos fantasmas de la imaginación, que sentía una especie de obstinado placer en someterlos. Se dirigió hacia allí y observó que la sombra era alargada debido al hecho de proyectarse en el suelo, y que la figura que la proyectaba era de estatura normal; se acercó a ella, y descubrió al mismísimo objeto de sus indagaciones: el hombre a quien había visto un instante en Valencia, y al que, tras una búsqueda de cuatro años, había reconocido en el teatro […].
—¿Me buscabas?
—Sí.
—¿Tienes algo que preguntarme?
—Sí, muchas cosas.
—Habla entonces.
—Éste no es el lugar.
—¡No es el lugar!, pobre desdichado; yo soy independiente del tiempo y del lugar. Habla, si es que tienes algo que preguntar o que aprender.
—Tengo muchas cosas que preguntar, pero espero no aprender nada de ti.
—Te engañas a ti mismo; pero ya desharemos ese engaño la próxima vez que nos veamos.
—¿Y cuándo será eso? —dijo Stanton, agarrándole del brazo—; dime la hora y el lugar.
—La hora será a mediodía —respondió el desconocido con una horrible y enigmática sonrisa—; y el lugar, entre los muros desnudos de un manicomio, donde te levantarás entre el ruido de tus cadenas y los crujidos de la paja de tu lecho, para venir a saludarme…, aunque aún conservarás la maldición de la cordura y de la memoria. Aún seguirá sonando, allí, mi voz en tus oídos, y verás reflejada en cada objeto animado o inanimado la mirada de estos ojos, hasta que los contemples otra vez.
—¿Es en esa situación tan horrible como nos volveremos a ver? —preguntó Stanton, estremeciéndose bajo la fulgurante llama de aquellos ojos demoníacos.
—Yo nunca —dijo el desconocido con tono enfático—, nunca abandono a mis amigos en la desgracia. Cuando se encuentran hundidos en el más bajo abismo de la desventura humana, están seguros de que serán visitados por mí. […]
El relato, cuando Melmoth logró encontrar su continuación, mostraba a Stanton, unos años después, en un estado de lo más lamentable.
Siempre se le había tenido por una persona rara, y tal suposición, agravada por sus constantes alusiones a Melmoth, su obsesiva persecución, su extraño comportamiento en el teatro, y su insistencia en los diversos detalles de sus extraordinarios encuentros, con toda la intensidad de la más profunda convicción (lo que no conseguía impresionar a nadie más que a sí mismo), hizo que algunas personas prudentes concibiesen la idea de que tenía trastornado el juicio. Probablemente, la malevolencia de estas personas se coaligó con su prudencia. El francés egoísta[8] dice que sentimos placer incluso con las desgracias de nuestros amigos… a plus forte, con las de nuestros enemigos; y como todo el mundo es naturalmente enemigo de un hombre de genio, la noticia de la dolencia de Stanton se propagó con infernal diligencia. El pariente inmediato, de Stanton, hombre en precaria situación económica pero sin escrúpulos, observó con atención cómo se propagaba la noticia, y vio cómo se cerraba la trampa en torno a su víctima. Una mañana le esperó, acompañado de una persona de aspecto grave aunque algo repulsivo. Encontró a Stanton, como de costumbre, abstraído e inquieto; y tras unos momentos de conversación, le propuso dar un paseo en coche por las afueras de Londres, cosa que, según dijo, le animaría y refrescaría. Stanton objetó que era difícil alquilar un coche (pues es curioso que, en aquella época, el número de coches particulares, aunque infinitamente más reducido que el de hoy, era, sin embargo, muy superior a los de alquiler), y le propuso a su vez un paseo en barca. Esto, como es natural, no convenía a los propósitos del pariente; y tras simular que llamaba a un coche (el cual estaba esperando ya al final de la calle), Stanton y sus acompañantes subieron en él y salieron como a unas dos millas de Londres.
Luego el coche se detuvo.
—Ven, primo —dijo el Stanton más joven—, vamos a echar una mirada a una compra que he hecho.
Stanton descendió distraído, y le siguió a través de un pequeño patio empedrado, con el otro individuo detrás.
—La verdad, primo —dijo Stanton—, es que tu elección no me parece muy acertada; tu casa tiene el aspecto un poco lúgubre.
—No te preocupes, primo —replicó el otro—; ya corregiré lo que tú digas, cuando hayas vivido un tiempo en ella.
Unos sirvientes de aspecto ruin y rostro sospechoso les aguardaban en la entrada, y subieron por una estrecha escalera que conducía a una habitación miserablemente amueblada.
—Espera aquí —dijo el pariente al hombre que les acompañaba—, voy a buscar compañía para que mi primo se distraiga en su soledad.
Los dejó solos. Stanton no hizo caso de su compañero, sino que, como era costumbre en él, cogió el primer libro que encontró a mano y comenzó a leer. Era un volumen manuscrito… En aquel entonces eran mucho más frecuentes que ahora. Le pareció que las primeras líneas revelaban que su autor tenía trastornadas las facultades mentales. Era un proyecto (escrito, al parecer, después del gran incendio de Londres) de reconstrucción de la ciudad en piedra, y un intento de demostrar con cálculos descabellados, falsos y, no obstante, plausibles a veces, que podía llevarse a cabo dicho proyecto utilizando los colosales fragmentos de Stonehenge, que el escritor proponía trasladar con este fin. Añadía varios dibujos grotescos de ingenios ideados para el transporte de tales bloques, y en una esquina de la página había añadido una nota: «los habría diseñado más detalladamente, pero no se me permite tener cuchillo para afilar la pluma».
El siguiente volumen se titulaba: Proyecto para la propagación del cristianismo en el extranjero, por donde cabe esperar que su acogida llegue a ser general en todo el mundo. Este modesto proyecto consistía en convertir a los embajadores turcos (que habían estado en Londres unos años antes), ofreciéndoles para ello la elección entre ser estrangulados en el acto, o hacerse cristianos: Naturalmente, el autor contaba con que aceptarían la alternativa más fácil; pero incluso ésta presentaba una grave condición, a saber, que debían comprometerse ante el juez a convertir veinte musulmanes diarios a su regreso a Turquía. El resto del folleto discurría de manera muy similar al estilo concluyente del capitán Boabdil: estos veinte convertirían veinte cada uno; y al convertir estos cuatrocientos conversos, a su vez, a su cuota correspondiente, todos los turcos quedarían convertidos antes de que el Grand Signior se enterara. Luego venía el coup d’éclat: una buena mañana, cada minarete de Constantinopla debía echar las campanas al vuelo, en vez de los gritos del muecín; y el imán, al salir a ver lo que ocurría, debía ser acogido por el arzobispo de Canterbury, in pontificalibus, oficiando una misa solemne en la iglesia de Santa Sofía, con lo que concluiría todo el asunto. Aquí parecía surgir una objeción, que la ingenuidad del escritor había anticipado. «Pueden objetar —decía— los que tienen el espíritu lleno de rencor, que puesto que el arzobispo predica en inglés, sus sermones no servirán de mucho al pueblo turco, al que le parecerá todo una inútil algarabía». Pero esto (el que el arzobispo utilizase su propia lengua) lo «evitaba» indicando con gran sensatez que, donde el servicio se oficiaba en una lengua desconocida, se apreciaba que la devoción de las gentes aumentaba por esta misma razón; como, por ejemplo, en la Iglesia de Roma: san Agustín, con sus monjes, salió al encuentro del rey Etelberto cantando letanías (en una lengua que posiblemente no entendía su majestad), y le convirtió a él y a todo su séquito en el acto; que los libros sibilinos[…].
Cum multis aliis
Entre las páginas, había recortadas en papel, de manera exquisita, las siluetas de algunos de estos embajadores turcos; el pelo de las barbas, en particular, estaba trazado a pluma con una delicadeza que parecía obra de las manos de un hada…, pero las páginas terminaban con una queja del autor porque se le hubiese privado de tijeras. No obstante, se consolaba a sí mismo, y al lector, asegurando que esa noche cogería un rayo de luna, cuando ésta entrara a través de las rejas, y tan pronto como lo afilase en los hierros de la puerta, haría maravillas con él. En la página siguiente se revelaba una melancólica prueba del poderoso pero postrado intelecto. Contenía unas cuantas líneas incoherentes, atribuidas al poeta dramático Lee, que empezaban:
«¡Ojalá mis pulmones pudiesen gemir Cual guisantes salteados!…».
No había prueba alguna de que estas miserables líneas hubiesen sido escritas realmente por Lee, salvo que su metro correspondía al elegante cuarteto de la época. Es extraño que Stanton siguiera leyendo absorto, sin el menor recelo de peligro, el álbum de un manicomio, sin pensar en qué lugar estaba, al que delataban tan manifiestamente tales composiciones.
Después de mucho rato, miró a su alrededor y se dio cuenta de que su acompañante se había ido. Las campanillas eran raras en aquel entonces. Se dirigió a la puerta… estaba cerrada. Llamó… y su voz fue coreada por otras muchas, pero en tonos tan fieros y discordantes que se calló, presa de involuntario terror. Como pasaba el tiempo y no acudía nadie, se dirigió a la ventana, y entonces se dio cuenta por primera vez de que estaba enrejada. Miró el estrecho patio enlosado, en el que no había ser humano alguno; aunque, de haberlo habido, no habría podido encontrar en él sentimiento de ningún género.
Invadido por un indecible horror, se hundió, más que se sentó, junto a la miserable ventana, y «deseó la luz». A medianoche despertó de su sopor, mitad desmayo mitad sueño, dado que probablemente la dureza de la silla y la mesa de pino sobre la que estaba apoyado no contribuían a prolongarlo.
Estaba completamente a oscuras: el horror de su situación se apoderó en seguida de él, y por un momento casi se sintió digno inquilino de esta espantosa mansión. Buscó a tientas la puerta, la sacudió con desesperado forcejeo y empezó a dar gritos tremendos, mezclados de protestas y órdenes. Sus gritos fueron coreados al punto por un centenar de voces. Existe en los locos una malignidad peculiar, acompañada de una extraordinaria agudeza de los sentidos, sobre todo para distinguir la voz de un extraño. Los gritos que Stanton oía desde todas partes eran como un salvaje e infernal aullido de júbilo porque la mansión del dolor había conseguido un nuevo inquilino.
Calló, agotado: se oyeron pasos rápidos y atronadores en el corredor. Se abrió la puerta, y apareció en el umbral un hombre de aspecto feroz; detrás se vislumbraban confusamente otros dos.
—¡Déjame salir, bellaco!
—¡Calla ya, mi lindo camarada!; ¿a qué viene este alboroto?
—¿Dónde estoy?
—Donde debes.
—¿Te atreves a retenerme aquí?
—Sí, y a algo más que eso —contestó el rufián, descargándole una tanda de latigazos en la espalda y los hombros, hasta que el paciente cayó al suelo temblando de rabia y de dolor—. Después de esto, ya sabes que estás donde debes estar —repitió el rufián, blandiendo el látigo por encima de él—; y sigue el consejo de un amigo, y no vuelvas a armar más ruido. Los muchachos están dispuestos a ponerte los grillos, y lo van a hacer a una señal de este látigo; a menos que prefieras que te dé otro repaso primero.
Mientras hablaba, entraron los otros en la habitación con los grilletes en la mano (las camisas de fuerza eran poco conocidas o utilizadas entonces) y, a juzgar por sus terribles semblantes y actitudes, no mostraban ninguna renuencia en aplicarlos. El desagradable ruido que hacían al arrastrarlos por el pavimento de piedra le heló la sangre a Stanton; el efecto, sin embargo, fue beneficioso. Tuvo presencia de ánimo para comprender su (supuesto) estado lamentable, suplicar perdón al despiadado guardián, y prometer completa sumisión a sus órdenes. Esto aplacó al rufián, y se retiró.
Stanton hizo acopio de todo su poder de resolución para soportar la horrible noche; vio todo lo que tenía ante sí, y se dijo que tenía que afrontarlo. Tras larga y agitada deliberación, concluyó que lo mejor era seguir aparentando la misma sumisión y tranquilidad, esperando propiciarse así, con el tiempo, a los miserables en cuyas manos estaba o, con su apariencia inofensiva, favorecer momentos de tolerancia que le pudiesen brindar finalmente la huida. Así que decidió portarse con la más absoluta tranquilidad, y velar por que su voz no se oyera nunca en la casa, reservándose otras decisiones con un grado de astucia tal, que le hizo estremecer, pensando que quizá fuera ésa la sagacidad propia de la locura incipiente, o una primera consecuencia de las espantosas costumbres del lugar.
Sometió estas decisiones a desesperada prueba esa misma noche. Contiguos a la habitación de Stanton se alojaban dos vecinos de lo más incompatibles. Uno de ellos era un tejedor puritano que se había vuelto loco a causa de un sermón del celebrado Hugh Peters, y había ido a parar al manicomio con toda la predestinación y reprobación que le cabían en el cuerpo… y más. Repetía con regularidad los cinco puntos mientras duraba el día, y se imaginaba a sí mismo predicando en un conventículo con notable éxito; hacia el anochecer, sus visiones se volvían más tenebrosas, y a medianoche sus blasfemias eran horribles. La celda opuesta la ocupaba un sastre legitimista que se había arruinado fiando a caballeros y damas (porque en esa, época, y mucho más tarde, hasta los tiempos de la reina Ana, las señoras empleaban a los sastres incluso para que les hiciesen y les adaptasen los corsés), el cual se había vuelto loco con la bebida y la lealtad en la quema del Parlamento Rump, y desde entonces hacía retumbar las celdas del manicomio citando fragmentos de canciones del malogrado coronel Lovelace, trozos del Cutter of Coleman Street, de Cowley, y algún curioso pasaje de las obras teatrales de Aphra Behn, donde a los caballeros partidarios de Carlos I se les calificaba de heroicos y se representaba a lady Lambert y lady Desborough acudiendo al servicio religioso precedidas de grandes biblias transportadas por pajes, y enamorándose de dos caballeros en el trayecto.
—Tabitha. Tabitha —gritó una voz medio jubilosa, medio burlona—, tú también irás con tu pelo rizado y tus pechos desnudos —luego añadió con voz afectada—: Antes solía bailar las canarias, esposa.
Esto no dejaba nunca de herir los sentimientos del tejedor puritano (o más bien de influir en sus instintos), quien inmediatamente contestaba: «El coronel Harrison vendrá del oeste cabalgando sobre una mula de color cielo, que significa instrucción».[9]
—Mientes puritano hijo de p… —rugió el sastre legitimista—; el coronel Harrison será condenado antes de que monte jamás sobre una mula de color cielo —y concluyó su enérgica frase con fragmentos de canciones antioliverianas:
«Ojalá viva yo para ver
Al viejo Noll colgando de un árbol
Y a muchos como él;
Maldito, maldito sea,
Caigan todos los males sobre él».
—Sois caballeros honorables; puedo tocaros muchas tonadas —chirrió un pobre violinista que solía tocar en las tabernas para los del partido legitimista, y recordaba las palabras exactas de un músico similar que tocaba para el coronel Blunt en el comité.
—Entonces tócame esa de «la Rebelión está destruyendo la casa» —exclamó el sastre, danzando frenéticamente en su celda (en la medida en que se lo permitían las cadenas) siguiendo unos compases imaginarios. El tejedor no pudo contenerse más tiempo.
»—¿Hasta cuándo, Señor —exclamó—, hasta cuándo seguirán ofendiendo tus enemigos tu santuario, en el que se me ha colocado como ungido profesor?; ¿también aquí, donde se me ha enviado para que predique a las almas que sufren prisión? Abre las esclusas de tu poder, y aunque tus olas y tempestades arremetan contra mí, deja que testifique en medio de ellas, como aquel que, extendiendo las manos para nadar, levanta una para advertir a su compañero que está a punto de irse al fondo: hermana Ruth, ¿por qué te desnudas el pecho poniendo de relieve mi fragilidad? Señor, deja que tu fuerte brazo esté con nosotros como lo estuvo cuando frenaste el escudo, la espada y la batalla, y tu pie se hundía en la sangre de tus enemigos, y la lengua de tus perros estaba roja de la misma. Sumerge todos tus vestidos en esa sangre, y déjame tejerte otros nuevos cuando los tengas manchados. ¿Cuándo pisarán tus santos en el lagar de tu ira? ¡Sangre!, ¡sangre!; ¡los santos la reclaman, la tierra se abre para beberla, el infierno está sediento de ella!… Hermana Ruth, te lo ruego, oculta tus pechos y no seas como las mujeres vanidosas de esta generación. ¡Oh!, ¡ojalá haya un día como ése, un día del Señor de los ejércitos, en el que se desmoronen las torres! Dispénsame de la batalla, pues no soy hombre fuerte para la guerra; déjame en la retaguardia del ejército para maldecir, con la maldición de Meroz, a los que no acuden en ayuda del Señor contra el poderoso… para maldecir, también, a este sastre malvado; sí, para maldecirle con saña. Señor, estoy en las tiendas de Kedar, mis pies tropiezan en las montañas oscuras, ¡me caigo, me caigo! —y el pobre desdichado, agotado por sus delirantes congojas, cayó y se arrastró durante un rato en la paja—. ¡Oh, he sufrido una caída dolorosa!; hermana Ruth, ¡oh, hermana Ruth! No te alegres de mi mal.
¡Ah, enemiga mía!, pero aunque me caiga, yo sabré levantarme.
Cualquiera que fuese la satisfacción que a la hermana Ruth le hubiese reportado esta seguridad, de haber podido oírle, se multiplicaba por diez en el tejedor, cuyos afectuosos recuerdos se cambiaron de repente en otros de carácter bélico, extraídos de un desventurado y tumultuoso revoltijo de desechos intelectuales.
—El Señor es un hombre de guerra —gritó—. ¡Mirad a Marston Moor! ¡Mirad la ciudad, la orgullosa ciudad, llena de soberbia y de pecado! ¡Mirad las aguas del Severn, rojas de sangre como las olas del mar Rojo! Las pezuñas estaban rotas por las cabriolas, las cabriolas de los poderosos. Luego, Señor, vino tu triunfo, y el triunfo de tus santos, a cargar con cadenas a los reyes, y a sus nobles con grilletes de hierro.
El malévolo sastre prorrumpió a su vez:
—Gracias a los pérfidos escoceses, y a su solemne liga y pacto, y al castillo de Carisbrook, puritano desorejado —vociferó—. Si no llega a ser por ellos, le habría tomado yo las medidas al rey para hacerle una capa de terciopelo tan grande como la Torre de Londres, y un aletazo con ella habría arrojado a ese «nariz de tomate» al Támesis y lo habría mandado al infierno.
—¡Mientes con toda tu boca! —gritó el tejedor—; te lo voy a probar sin armas, con mi lanzadera contra tu aguja, y te voy a derribar al suelo después, como derribó David a Goliat. Fue la jerarquía, la jerarquía prelaticia, egoísta, mundana, carnal, del hombre (tal era el término indecente con que los puritanos designaban a Carlos I) la que empujó al piadoso a buscar la dulce palabra en sazón de sus propios pastores, los cuales abominaron justamente el atuendo papal de mangas anchas, órganos lujuriosos y casas con campanario. Hermana Ruth, no me tientes con esa cabeza de becerro chorreante de sangre; arrójala, te lo ruego, hermana, es impropia en la mano de una mujer, aunque beban de ella los hermanos… ¡Ay de ti, adversaria!, ¿acaso no ves cómo las llamas envuelven la ciudad maldita bajo su hijo arminiano y papista? ¡Londres está en llamas!, ¡en llamas! —vociferó—; y las teas que le prendieron fuego venían de sus habitantes semipapistas, arminianos y condenados. ¡Fuego!… ¡fuego! La voz con que profirió las últimas palabras sonó terrible y poderosa, pero fue como el gemido de un niño comparada con la que repitió este grito, como un eco, en un tono que hizo estremecer toda la casa. Era la voz de una loca que había perdido a su marido, sus hijos, su sustento, y finalmente su juicio, en el espantoso incendio de Londres. El grito de fuego jamás dejaba de despertar en ella, con terrible puntualidad, dolorosas asociaciones. Había estado sumida en un sueño inquieto, y ahora se despertó tan de repente como aquella noche terrible. Era sábado por la noche, también, y se había observado que se ponía particularmente violenta en esas noches: era su terrible fiesta semanal de locura. Se despertó para descubrirse a sí misma huyendo de las llamas; y dramatizó la escena entera con tan horrible fidelidad que la resolución de Stanton se vio mucho más en peligro por ella que por la batalla entre sus vecinos Testimonio y Cascarrabias. Comenzó a gritar que la estaba sofocando el humo; ya continuación saltó de la cama pidiendo que encendieran una luz, y de repente pareció deslumbrada como por un resplandor que irrumpía a través de su ventana.
—«¡El día final! ¡El mismo cielo está en llamas!».
—Ese día no llegará mientras no sea destruido primero el Hombre de Pecado —exclamó el tejedor—; en tu delirio, ves luz y fuego, y sin embargo estás completamente a oscuras… ¡te compadezco, pobre alma loca, te compadezco! La loca no le hizo caso; parecía subir por una escalera hasta la habitación de sus hijos.
Gritaba que se quemaba, se chamuscaba, se asfixiaba; pareció flaquearle el valor, y retrocedió.
—¡Pero mis hijos están ahí! —exclamó con una voz de indescriptible agonía, mientras parecía realizar otro esfuerzo—. Aquí estoy… aquí estoy para salvaros…
¡Oh, Dios! ¡Están envueltos en llamas! ¡Cogeos de este brazo!, no, de ése no, que está quemado e inútil… bueno, los dos están igual… cogeos de mis ropas… ¡no, que están ardiendo también! ¡Bueno, cogeos de mí como estoy!… ¡y el pelo, cómo crepita!… Agua, una gota de agua para mi pequeñín… no es más que un bebé… para mi pequeñín, ¡dejadme a mí que me queme! —guardó un sobrecogido silencio, al ver caer una viga en llamas que estuvo a punto de destrozar la escalera en la que se encontraba—. ¡El tejado se derrumba sobre mi cabeza! —gritó.
—La tierra es endeble, y todos sus habitantes también —salmodió el tejedor—; yo sostendré sus pilares.
La loca indicó la destrucción del lugar donde creía que estaba con un salto desesperado, acompañado de un grito frenético, y luego presenció serenamente cómo se precipitaban sus hijos sobre los fragmentos ardiendo y desaparecían en el abismo de fuego de abajo. «¡Ahí van… uno… dos… tres… todos!», y su voz se apagó en una serie de quejidos bajos, y sus convulsiones se convirtieron en débiles y fríos estremecimientos, como sollozos de una tormenta extenuada, imaginándose «a salvo y desesperada», en medio de los mil desventurados sin hogar que se congregaron en las afueras de Londres, en las noches espantosas que siguieron al incendio, sin comida, ni techo, ni ropas, contemplando las quemadas ruinas de sus propiedades y sus casas. Parecía oír los lamentos, y hasta repetía algunos de forma conmovedora, aunque a todos contestaba con las mismas palabras: «¡Pero yo he perdido a todos mis hijos… a todos!». Era curioso observar que, cuando esta infeliz comenzaba a desvariar, enmudecían todos los demás. El grito de la naturaleza acallaba al resto: ella era el único paciente en la casa que no estaba enfermo de política, de religión, de ebriedad o de alguna pasión pervertida; y pese a lo aterradores que eran siempre sus frenéticos accesos, Stanton solía esperarlos con una especie de alivio tras los disonantes, melancólicos y ridículos delirios de los otros.
Pero los máximos esfuerzos de su resolución comenzaban a tambalearse ante los continuos horrores del lugar. Las impresiones de sus sentidos empezaban a desafiar la capacidad de la razón que los rechazaba. No podía dejar de oír los gritos horribles que se reperían por las noches, ni el espantoso restallar del látigo que empleaban para imponerles silencio. Empezaba a perder la esperanza, ya que se daba cuenta de que su sumisa tranquilidad (que él había adoptado para conseguir una mayor indulgencia que contribuyese a su fuga o, quizás, a convencer de su cordura al guardián) era interpretada por el insensible rufián, que conocía las distintas variedades de locura, como una especie más refinada de esa astucia que estaba acostumbrado a vigilar y a desbaratar.
Al principio de descubrir su situación, se había propuesto cuidar su salud y juicio todo lo que el lugar permitiera, como base única de su esperanza de liberación. Pero al disminuir esa esperanza, dejó de pensar en el medio de llevarla a cabo. Al principio se levantaba temprano, caminaba incesantemente alrededor de su celda y aprovechaba cualquier ocasión para estar al aire libre. Observaba un estricto cuidado de su persona en lo referente al aseo, y con apetito o sin él, se forzaba a tomar la comida miserable que le daban; y todos estos esfuerzos le resultaban incluso agradables, ya que los motivaba la esperanza. Pero luego empezó a descuidarlos. Se pasaba la mitad del día tumbado en su lecho miserable, donde tomaba frecuentemente las comidas; dejó de afeitarse y cambiarse de ropa y, cuando el sol entraba en su celda, se volvía de espaldas, tumbado en la paja, con un suspiro de quebrantado desaliento. Antes, cuando soplaba el aire a través de su reja, solía decir: «¡Bendito aire del cielo, yo te volveré a respirar en plena libertad! Reserva tu frescor para esa deliciosa noche en que yo te aspire, y sea tan libre como tú». Ahora, cuando lo sentía, suspiraba y no decía nada. El canto de los gorriones, el tamborileo de la lluvia o el gemido del viento, ruidos que había escuchado con placer sentado en su lecho porque le recordaban la naturaleza, le tenían ahora sin cuidado.
Empezó a escuchar a veces, con sombrío y macabro placer, los gritos de sus desventurados compañeros. Se volvió escuálido, apático, indiferente, y adquirió un aspecto repugnante […].
Fue una de esas noches sombrías cuando, dando vueltas en su lecho miserable —tanto más miserable por la imposibilidad de abandonarlo sin sentir más «desasosiego»—, notó que el pobre resplandor que proporcionaba la chimenea quedaba oscurecido por la interposición de algún cuerpo opaco. Se volvió débilmente hacia la luz no con curiosidad, sino por un deseo de distraer la monotonía de su desventura observando el más leve cambio que ocurría accidentalmente en la oscura atmósfera de su celda. Entre él y la luz, de pie, se hallaba la figura de Melmoth, exactamente igual que la viera la primera vez; su aspecto era el mismo; su expresión, idéntica: fría, pétrea, rígida; sus ojos, con su infernal e hipnótico fulgor, eran también los mismos.
A Stanton se le agolpó en el alma su pasión dominante; entendió esta aparición como la llamada a una entrevista terrible y trascendental. Sintió que su corazón latía con violencia, y podría haber exclamado con la desventurada heroína de Lee: «¡Jadea como los cobardes antes de la batalla! ¡Oh, la gran marcha ha sonado!».
Melmoth se acercó a él con esa calma tremenda que se burla del terror que provoca.
—Se ha cumplido mi profecía: te levantas para venir a mi encuentro cargado de cadenas, y haciendo crujir la paja de tu camastro… ¿no soy un auténtico profeta? —Stanton guardó silencio—. ¿No es tu situación verdaderamente miserable? —Stanton siguió callado: estaba empezando a creer que se trataba de un fingimiento de su locura. Pensó para sí: «¿Cómo podría haber llegado hasta aquí?»—. ¿Es que no deseas verte libre? —Stanton se removió en la paja, y su crujido pareció contestar a la pregunta—. Yo tengo poder para liberarte.
Melmoth hablaba muy lenta, suavemente; y la melodiosa dulzura de su voz contrastaba de manera terrible con la pétrea dureza de sus facciones y el brillo diabólico de sus ojos.
—¿Quién eres tú, y por dónde has entrado? —dijo, por fin, Stanton, en un tono que pretendía ser inquisitivo y autoritario, pero que, debido a sus hábitos y a su estado de escuálida debilidad, sonó a un tiempo débil y quejumbroso. La lobreguez de su habitación miserable había afectado a su entendimiento como el desdichado huésped de una morada similar cuando, presentado al examinador médico, se le informó de que era completamente albino: «Su piel se había descolorido, los ojos se le habían vuelto blancos; no podía soportar luz; y al exponérsele a ella, se apartó, con una mezcla de debilidad y desasosiego, más con las contorsiones del niño que con los forcejeos del hombre».
Tal era la situación de Stanton; estaba ahora demasiado débil, y el poder nemigo no parecía que fuese a hacer mella en sus potencias intelectuales o corporales […].
De todo el horrible diálogo, sólo eran legibles las siguientes palabras del manuscrito:
—Ahora ya me conoces.
—Yo siempre te he conocido.
—Eso no es verdad; creías conocerme, y ésa ha sido la causa de tu descabellada […] de la […] de venir a parar finalmente a esta mansión del dolor, donde yo puedo encontrarte, donde sólo yo puedo socorrerte.
—¡Tú eres el demonio!
—¡El demonio! ¡Desagradable palabra! ¿Fue un demonio o un ser humano el que le te trajo? Escúchame, Stanton; no te envuelvas en esa miserable manta no puede sofocar mis palabras. Créeme: ¡aunque te envuelvas en nubes de truenos, tendrás que oírme! Stanton, piensa en tu desventura. ¿Qué ofrecen las paredes desnudas al entendimiento o a los sentidos? Una superficie encalada, ilustrada con garabatos de carbón o de tiza roja que tus felices predecesores han dejado para que tú dibujes encima. A ti te gusta el dibujo… Confío en que te perfecciones y aquí hay una reja a través de la cual te mira el sol como madrastra, y sopla la brisa como si pretendiera atormentarte con un suspiro de esa boca dulce de cuyo beso no gozarás jamás. ¿Y dónde está tu biblioteca, hombre intelectual y viajero? —prosiguió en un tono de profunda ironía—, ¿dónde están tus compañeros, tus eminencias del mundo, como dice tu predilecto Shakespeare? ¡Tendrás que conformarte con la araña y la rata que se arrastran y roen alrededor de tu jergón! He conocido prisioneros en la Bastilla que las alimentaban y las tenían por compañeras…
¿Por qué no empiezas tú también? Sé de una araña que descendía a un golpecito con el dedo, y de una rata se acercaba cuando traían la comida diaria para compartirla con su comparo de cárcel. ¡Qué encantador, tener sabandijas por invitados! Sí, y cuando les falla el festín, ¡se comen al anfitrión! Te estremeces.
¿Serías tú, acaso, el primer prisionero devorado vivo por las sabandijas que infestan las celdas? ¡Delicioso banquete, «no en el que comes, sino en el que eres comido»! Tus huéspedes sin embargo, te darán una prueba de arrepentimiento mientras te devoran: harán rechinar sus dientes, y tú los sentirás, ¡y quizá los oigas también!, y por toda comida (¡oh, con lo remilgado que eres!), una sopa que el gato ha lamido; ¿y por qué no, si seguramente ha contribuido al brebaje con su progenie? Después, tus horas de soledad, deliciosamente distraídas con los aullidos del hambre, los alaridos de la locura, el restallar del látigo y los sollozos angustiados de los que, como tú, se supone que están locos. ¡O los han vuelto locos los crímenes de otros! Stanton, ¿crees acaso que conservarás la cordura en medio de tales escenas? Imagina que tu razón se mantiene intacta, y que tu salud no se arruina; supón todo eso, cosa que es, en realidad, más de lo que una razonable suposición puede conceder; imagina, luego, el efecto de la continuidad de estas escenas en tus sentidos nada más. Llegará el momento, y no ha de tardar, en que por puro hábito, repetirás como un eco el grito de cada desdichado que se aloja cerca de ti; a continuación callarás, te apretarás tu palpitante cabeza con las manos, y prestarás atención, con horrible ansiedad, tratando de averiguar si el grito procedía de ellos o de ti. Llegará un momento en que, por falta de ocupación, por el abandono y el horrible vacío de tus horas, estarás tan deseoso de oír esos alaridos como aterrado estabas antes al oírlos… y espiarás los desvaríos de tu vecino como si siguieras una escena de teatro. Toda humanidad se habrá extinguido en ti. Los delirios de esos desdichados se convertirán a un tiempo en tu diversión y tu tortura. Estarás pendiente de los ruidos, para burlarte de ellos con las muecas y bramidos de un demonio. La mente tiene la facultad de acomodarse a su situación, y tú lo vas a experimentar en su más horrible y deplorable eficacia. Entonces le sobreviene a uno la duda espantosa sobre su propia lucidez, anuncio terrible de que esa duda se convertirá muy pronto en temor, y de que ese temor se volverá certidumbre.
Quizá (y eso es más horrible aún) el temor se convierta finalmente en esperanza: separado de la sociedad, vigilado por un guardián brutal, retorciéndote con toda la impotente agonía de un espíritu encarcelado, sin comunicación y sin simpatías, imposibilitado para intercambiar ideas, si no es con aquellos cuyas concepciones no son más que espectros horrendos de un entendimiento extinguido, y para oír el grato sonido de la voz humana, si no es para confundirlo con el aullido del demonio que te hará taparte los oídos profanados por su intrusión…, tu miedo se convertirá finalmente en la más pavorosa de las esperanzas; desearás convertirte en uno de ellos, escapar a la agonía de la conciencia. Igual que los que se asoman largamente a un precipicio acaban sintiendo deseos de arrojarse a él para aliviar la intolerable tentación de su vértigo[10], así los oirás reír en medio de sus violentos paroxismos, y te dirás: «Sin duda, estos desdichados tienen algún consuelo; en cambio yo no tengo ninguno: mi cordura es mi mayor maldición en esta morada de horrores. Ellos devoran ansiosamente su comida miserable, mientras que yo abomino la mía. Ellos duermen profundamente, mientras que mi sueño es… peor que su vigilia. Ellos reviven cada mañana con alguna deliciosa ilusión de solapada locura, calmados por la esperanza de escapar, sorprendiendo o atormentando a su guardián; mi cordura excluye tales esperanzas. Sé que no podré escapar jamás, y el conservar mis facultades no hace sino agravar mi dolor. Sufro todas sus miserias… pero no tengo ninguno de sus consuelos. Ellos ríen… yo los oigo; ojalá pudiera reír como ellos». Y lo intentarás; y el mismo esfuerzo será una invocación al demonio de la locura para que venga y tome plena posesión de tu ser para siempre». (Había otros detalles, amenazas y tentaciones utilizados por Melmoth, que resultan demasiado horribles para incluirlos aquí. Sirva uno de ejemplo):
Tú crees que el poder intelectual es algo distinto de la vitalidad del alma o en otras palabras, que aunque tu razón fuera destruida (y ya casi lo está), tu alma podría gozar de la beatitud con el pleno ejercicio de sus ampliadas y exaltadas facultades, y todas las nubes que la oscureciesen serían disipadas por e Sol de la Justicia, en cuyos rayos esperas calentarte eternamente. Ahora bien sin meternos en sutilezas metafísicas sobre la distinción entre la mente y el alma, la experiencia debe enseñarte que no puede haber crimen en el que lo locos no deseen precipitarse, y de hecho no se precipiten; el daño es su ocupación, la malicia su hábito, el homicidio su deporte, y la blasfemia su gozo. Si un alma en ese estado puede sentirse llena de esperanza, es algo que debes juzgar tú mismo; pero me parece que con la pérdida de la razón (y la razón no puede durar en un lugar como éste), pierdes también la esperanza de inmortalidad. ¡Escucha! —dijo el tentador, guardando silencio—, escucha a ese infeliz que desvaría a tu lado, y cuyas blasfemias podrían asustar al mismo demonio Un día fue un eminente predicador puritano. La mitad del día se imagina que está en el púlpito lanzando maldiciones contra los papistas, los arminianos e incluso los sublapsarianos[11] (ya que él era de la doctrina opuesta, es decir, supra lapsariano). Echa espumarajos, se estremece, rechina los dientes; puedes imaginarlo en el infierno que él está pintando, con ese fuego y azufre que tanto prodiga brotándole de verdad de sus propias fauces. Por la noche su credo se venga de él: se cree uno de esos réprobos contra quienes ha estado tronando todo el día, y maldice a Dios por la misma razón por la que ha estado todo e día glorificándole.
Aquel al que ha estado proclamando durante doce años como «el más amable entre diez mil», se convierte en objeto de hostilidad demoníaca y de execración. Agarra los barrotes de hierro de su cama, y dice que está arrancando la cruz de los mismos cimientos del Calvario; y es curioso que en la mismo medida en que han sido intensos, vívidos y elocuentes sus ejercicios matinales son violentas y horribles sus blasfemias nocturnas… ¡Mira! Ahora se cree un demonio; ¡escucha su diabólica elocuencia de horror!
Stanton prestó atención, y se estremeció […].
—¡Huye… huye por tu vida! —exclamó el tentador—; sal a la vida y a la libertad y a la cordura. Tu felicidad social, tus potencias intelectuales, tus intereses inmortales, quizá, dependen de tu elección en este momento. Ahí está la puerta, y la llave la tengo en mi mano. ¡Elige… elige!
—¿Cómo ha llegado esa llave a tu mano?, ¿cuáles son las condiciones para mi liberación? —dijo Stanton […].
La explicación de las condiciones ocupaba varias páginas, las cuales, para suplicio del joven Melmoth, eran completamente ilegibles. Parecía, no obstante, que Stanton las había rechazado con gran enojo y horror, porque exclamaba finalmente:
—¡Vete de aquí, monstruo, demonio!… Vete a tu tierra. Hasta esta mansión de horror tiembla de contenerte; sus paredes sudan, sus suelos se estremecen bajo tus pisadas […].
El final de tan extraordinario manuscrito se hallaba en tal estado que, de quince mohosas y estropeadas páginas, Melmoth apenas pudo averiguar el número de líneas. Jamás ningún paleógrafo, extendiendo con mano temblorosa las hojas calcinadas de un manuscrito herculáneo, y esperando descubrir algún verso de la Eneida escrito por el propio Virgilio, o siquiera alguna inenarrable abominación de Petronio o de Marcial, felizmente explicativa de los misterios de las Spintrias o de las orgías de los seguidores del culto Fálico, emprendió con más infructuosa diligencia, ni meneó negativamente la cabeza con más desaliento sobre su tarea. Lo único que logró ver claro era que tendía más a excitar que a calmar esa sed febril de saber que consumía lo más íntimo de su ser. El manuscrito no decía nada más sobre Melmoth, pero informaba que Stanton fue liberado finalmente de su encierro, que su búsqueda de Melmoth fue incesante e infatigable, que él mismo consideraba esta obsesión suya como una especie de locura, y que, a la vez que la reconocía como una pasión dominante, la sentía también como el mayor suplicio de su vida. Volvió a visitar el continente, regresó a Inglaterra, viajó, indagó, rastreó, sobornó, pero sin resultado. Estaba condenado a no volver a ver en vida al ser con el que se había encontrado tres veces en circunstancias excepcionales. Finalmente, tras averiguar que había nacido en Irlanda, decidió ir allí… Fue, y su búsqueda volvió a resultar infructuosa, y sus preguntas quedaron sin respuesta. La familia no sabía nada de él o al menos se negó a revelar a un extraño lo que sabía o imaginaba; y Stanton se marchó poco convencido. Hay que señalar que tampoco él, por lo que se desprendía de las páginas medio borradas del manuscrito, reveló a los mortales los detalles de su conversación en el manicomio; y la más leve alusión al respecto provocaba en él accesos de furia y de melancolía singulares y alarmantes. No obstante, dejó el manuscrito en manos de la familia, posiblemente por considerar que su depósito estaría a salvo, dada la falta de curiosidad que había mostrado, y su evidente indiferencia respecto a su pariente, o el poco gusto por la lectura, ya fuese de manuscritos o de libros. En realidad, parece que hizo como los hombres que, hallándose en peligro en alta mar, confían sus cartas y mensajes a una botella sellada, y la arrojan a las olas. Las últimas líneas legibles del manuscrito eran sumamente extraordinarias. […]
Lo he buscado por todas partes. El deseo de verle otra vez se ha convertido en un fuego que me consume por dentro: es la necesaria condición de mi existencia. Le he buscado por última vez en Irlanda, de donde he averiguado que procede; pero en vano. Quizá nuestro encuentro final sea en […].
Aquí acababa el manuscrito que Melmoth encontró en el cuarto secreto de su tío. Cuando hubo terminado, se apoyó en la mesa junto a la cual lo había estado leyendo, y ocultó el rostro entre sus brazos cruzados, con cierta sensación de mareo, y sumido en un estado a la vez de perplejidad y excitación. Unos momentos después, se levantó, presa de un sobresalto involuntario, y vio que el retrato le contemplaba fijamente desde su lienzo. Se hallaba a unas diez pulgadas de donde estaba sentado, y la fuerte luz que accidentalmente se proyectaba sobre él, y el hecho de ser la única representación de una figura humana en la habitación, parecían aumentar esta proximidad. Melmoth tuvo la impresión, por un momento, como si estuviera a punto de recibir una explicación de labios del retrato.
Lo miró a su vez: toda la casa estaba en silencio… se hallaban solos los dos. Por último, se disipó esta ilusión; y como el pensamiento pasa veloz de un extremo al otro, recordó la orden de su tío de destruir el retrato. Lo cogió; sus manos temblaron al principio, pero la deteriorada tela pareció ayudarle en el esfuerzo. La arrancó del bastidor con una exclamación medio de terror, medio de triunfo; el lienzo cayó a sus pies, y Melmoth se estremeció al verlo caer. Esperaba oír algún espantoso ruido, algún inimaginable suspiro de profético horror, tras este acto de sacrilegio; porque eso es lo que le parecía el arrancar el retrato de un antepasado de los muros de su morada natal. Se quedó en suspenso y prestó atención: «No oyó voz alguna, y nadie contestó»; pero en el momento de caer la destrozada tela al suelo, sus ondulaciones confirieron al rostro una especie de sonrisa. Melmoth sintió un horror indescriptible ante esta fugaz e imaginaria resurrección de la figura. La cogió, corrió precipitadamente a la alcoba contigua, la desgarró, la hizo trozos, y estuvo observando atentamente los fragmentos mientras ardían como la yesca en la chimenea encendida de la habitación. Cuando hubo visto consumirse la última llama, Melmoth se echó en la cama, con la esperanza de conciliar un sueño profundo y reparador. Había cumplido lo que se le había encomendado, y se sentía agotado corporal y mentalmente; pero su sueño no fue tan profundo como él deseaba. El fuego, que ardía sin llama, le turbaba de cuando en cuando. Daba vueltas y más vueltas, pero seguía viendo el mismo resplandor rojo en el polvoriento mobiliario del aposento. El viento soplaba con fuerza esa noche, y la chirriante puerta hacía sonar sus goznes; cada ruido parecía como si una mano forcejeara en la cerradura, o unos pasos se detuvieran en el umbral. Pero (Melmoth no pudo precisarlo jamás), ¿soñó o no, que la figura de su antepasado aparecía en la puerta? Confusamente, como lo había visto la primera vez, la noche de la muerte de su tío, le vio entrar en la habitación, acercarse a la cama; y le oyó susurrar: «Así que me has quemado, ¿eh?; pero no importa, puedo sobrevivir a esas llamas. Estoy vivo. Estoy junto a ti». Melmoth, sobresaltado, se incorporó en la cama… Era ya de día. Miró a su alrededor: no había más ser humano en la habitación que él mismo. Sentía un ligero dolor en la muñeca del brazo derecho. Se la miró; la tenía amoratada, como si se la hubiese sujetado recientemente una mano poderosa.