Capítulo II

You that wander; scream, and groan,

Round the mansions once you owned

ROWE

Pocos días después del funeral, se abrió el testamento en presencia de los correspondientes testigos, y John se encontró con que era heredero único de la propiedad de su tío, la cual, aunque originalmente moderada, debido a la avaricia y a la vida mezquina de su tío, se había incrementado considerablemente.

Al concluir la lectura del testamento, el abogado añadió:

—Hay unas palabras aquí, en la esquina del pergamino, que no parecen formar parte del testamento, ya que no tienen forma de codicilo ni llevan la firma del testador; pero, a mi entender, son de puño y letra del difunto. Mientras hablaba, le mostró las líneas a Melmoth, quien inmediatamente reconoció la letra de su tío (aquella letra perpendicular y tacaña que parecía decidida a aprovechar el papel al máximo, abreviando ahorrativamente cada palabra y dejando apenas un átomo de margen), y leyó, no sin emoción, lo siguiente:

«Ordeno a mi sobrino y heredero, John Melmoth, que quite, destruya o mande destruir, el retrato con la inscripción J. Melmoth, 1646, que cuelga de mi cuarto. Asimismo, le insto a que busque un manuscrito, que creo hallará en el tercer cajón, el de más abajo, de la izquierda de la cómoda de caoba que hay bajo dicho retrato; está entre unos papeles sin valor, tales como sermones manuscritos y folletos sobre el progreso de Irlanda y cosas así; lo distinguirá porque está atado con una cinta negra, y el papel se encuentra muy estropeado y descolorido. Puede leerlo si quiere; pero creo que es mejor que no lo haga. En todo caso, le insto, si es que queda alguna autoridad en un moribundo, a que lo queme».

Después de leer esta nota singular, prosiguieron con el asunto de la reunión; y como el testamento del viejo Melmoth estaba muy claro y legalmente redactado, todo quedó solucionado en seguida; y se disolvió la asamblea y John Melmoth se quedó a solas.

Debíamos haber mencionado que los tutores designados por el testamento (ya que aún no había alcanzado la mayoría de edad) le aconsejaron que regresara al colegio y completara puntualmente su educación; pero John adujo la conveniencia de tributar el debido respeto a la memoria de su tío permaneciendo un tiempo decoroso en la casa, después del fallecimiento. No era éste el verdadero motivo. La curiosidad, o quizá, mejor, la feroz y pavorosa obsesión por la persecución de un objeto indeterminado, se había apoderado de su espíritu. Sus tutores (hombres respetables y ricos de la vecindad, y a cuyos ojos había aumentado rápida y sensiblemente la importancia de John desde la lectura del testamento), le insistieron para que se alojase temporalmente en sus respectivas casas, hasta que decidiera regresar a Dublín. John declinó agradecido, pero con firmeza, estos ofrecimientos. Pidieron todos sus caballos, le estrecharon la mano al heredero y se marcharon…, y Melmoth se quedó solo.

El resto del día lo pasó sumido en lúgubres y desasosegadas reflexiones, registrando la alcoba de su tío, acercándose a la puerta del cuarto secreto para, a continuación, retirarse de ella, vigilando las nubes y escuchando el viento, como si la oscuridad de las unas o los murmullos del otro le aliviaran en vez de aumentar el peso que gravitaba sobre su espíritu. Finalmente, hacia el anochecer, llamó a la vieja mujer, de quien esperaba alguna explicación sobre las extraordinarias circunstancias que había presenciado a su llegada a la casa de su tío. La anciana, orgullosa de que se la llamara, acudió en seguida; pero tenía muy poco que decir. Su información discurrió más o menos en estos términos (ahorramos al lector sus interminables circunloquios, sus giros irlandeses y las frecuentes interrupciones debidas a sus aplicaciones de rapé y al ponche de whisky que Melmoth tuvo buen cuidado de servirle). Declaró «que su señoría (como llamaba siempre al difunto) entraba a menudo en el pequeño gabinete del interior de su alcoba, a leer, durante los dos últimos años; que la gente, sabedora de que su señoría tenía dinero, y suponiendo que lo guardaba en ese sitio, había entrado en el cuarto (en otras palabras, había habido un intento de robo), aunque no habían encontrado más que papeles, y se habían marchado sin llevarse nada; que él se asustó tanto que mandó tapiar la ventana, pero ella estaba convencida de que había algo más, pues cuando su señoría perdía tan sólo medio penique, lo proclamaba a los cuatro vientos, y, en cambio, una vez que estuvo tapiada la ventana, no volvió a decir ni media palabra; que después su señoría solía encerrarse con llave en su propia habitación, y aunque nunca fue aficionado a la lectura, le encontraba siempre, al subirle la cena, inclinado sobre un papel, que escondía tan pronto como alguien entraba en su habitación, y que una vez hubo un gran revuelo por un cuadro que él trataba de esconder; que sabiendo que había una extraña historia en la familia, hizo lo posible por enterarse, y hasta fue a casa de Biddy Branningan (la sibila curandera antes mencionada) para averiguar la verdad, pero Biddy se limitó a mover negativamente la cabeza, llenar su pipa, pronunciar algunas palabras que ella no logró entender, y a seguir fumando; que tres días antes de que su señoría cayera (es decir, enfermara), estaba ella en la entrada del patio (que en otro tiempo se hallaba rodeado por los establos, el palomar y todos los etcéteras habituales de la residencia de un hacendado, pero que ahora era tan sólo una ruinosa fila de dependencias desmanteladas, techadas con albarda y ocupadas por cerdos), cuando su señoría le gritó que cerrara la puerta con llave (su señoría estaba siempre ansioso por cerrar las puertas temprano), e iba a hacerlo ella apresuradamente cuando le arrebató él la llave de una manotada, espetando una maldición (pues andaba siempre preocupado por cerrar con llave, aunque las cerraduras se hallaban en muy mal estado, y las llaves estaban tan herrumbrosas que al girar sonaban en la casa como quejido de muerto); que se quedó un minuto de pie, viendo lo furioso que estaba, hasta que él le devolvió la llave, y luego le oyó soltar un grito y le vio desplomarse en la entrada; que ella se apresuró a levantarlo, esperando que fuera un ataque; que lo encontró tieso y sin sentido, por lo que gritó pidiendo ayuda; que la servidumbre de la cocina acudió a ayudarla; que ella estaba tan asustada y aterrada que no sabía lo que hacía ni decía; pero recordaba, con todo su terror, que al recobrarse, su primer signo de vida fue alzar el brazo señalando hacia el patio, y en ese momento vio la figura de un hombre alto cruzar el patio, y salir, no supo por dónde ni cómo, pues la verja de entrada estaba cerrada con llave y no había sido abierta desde hacía años, y ellos se encontraban reunidos todos alrededor de su señoría, junto a la otra puerta; ella vio la figura, su sombra en el muro, y la vio avanzar lentamente por el patio; y presa de terror, había exclamado: «¡Detenedle!» pero nadie le había hecho caso porque estaban ocupados en atender a su señoría; y cuando le trasladaron a su alcoba, nadie pensó sino en hacerle volver en sí otra vez y no podía decir nada más. Su señoría (el joven Melmoth) sabía tanto como ella, había conocido su última enfermedad, había oído sus últimas palabras, le había visto morir… así que cómo iba a saber ella más que su señoría.

—Cierto —dijo Melmoth—; es verdad que le he visto morir; pero… usted ha dicho que había una extraña historia en la familia: ¿no sabe nada sobre el particular? —Ni una palabra; es de mucho antes de mi época, de antes de que naciera yo.

—Sí, quizá sea así; pero ¿fue mi tío alguna vez supersticioso, imaginativo? Y Melmoth se vio obligado a emplear muchas expresiones sinónimas, antes de hacerse comprender. Cuando lo consiguió, la respuesta fue clara y decisiva:

—No, nunca. Cuando su señoría se sentaba en la cocina, durante el invierno, para ahorrarse el fuego de su propia habitación, jamás soportaba las charlas de las viejas que venían a encender sus pipas a las veces (de vez en cuando). Solía mostrarse tan impaciente que se limitaban a fumar en silencio, sin el consolador acompañamiento de un mal chismorreo sobre algún niño que sufría mal de ojo, o algún otro que, aunque en apariencia era un mocoso llorón, quejica y lisiado durante el día, por la noche iba regularmente a bailar con la buena gente a la cima del monte vecino, atraído con este motivo por el sonido de una gaita que indefectiblemente oía a la puerta de su cabaña todas las noches. Los pensamientos de Melmoth comenzaron a adquirir tintes algo más sombríos al oír esta información. Si su tío no era supersticioso, puede que su extraña y repentina enfermedad, y hasta la terrible visita que la precedió, se debiera a alguna injusticia que su rapacidad había cometido con la viuda y el huérfano. Preguntó indirecta y cautamente a la vieja al respecto… y su respuesta absolvió por entero al difunto.

—Era un hombre —dijo— de mano y corazón duros, pero tan celoso de los derechos de los demás como de los suyos propios. Habría matado de hambre al mundo entero, pero no habría estafado ni medio penique.

El último recurso de Melmoth fue mandar llamar a Biddy Brannigan, que aún se encontraba en la casa, de la que esperaba oír al menos la extraña historia que la vieja confesaba que había en la familia. Llegó, pues, y al presentarse a Melmoth, fue curioso observar la mezcla de servilismo y autoridad de su mirada, resultado de los hábitos de su vida, que eran, alternativamente, uno de abyecta mendicidad y otro de arrogante pero hábil impostura. Al hacer su aparición, se quedó en la puerta, temerosa, y con una inclinación reverencial, murmurando palabras que, con la posible pretensión de bendiciones, tenían, sin embargo, por el tono áspero y el aspecto brujeril de la que hablaba, toda la apariencia de maldiciones; pero al ser interrogada acerca de la historia, se infló de importancia: su figura pareció dilatarse espantosamente como la de Alecto de Virgilio, que en un momento cambia su apariencia de débil anciana por la de una furia amenazadora. Entró decidida en la habitación, se sentó, o más bien se acuclilló junto al hogar de la chimenea como una liebre, a juzgar por su silueta, extendió sus manos huesudas y secas hacia el fuego, y se meció durante largo rato en silencio, antes de comenzar su narración. Cuando la hubo terminado, Melmoth siguió, atónito, en el estado de ánimo en que le habían sumido las últimas circunstancias singulares… escuchando con variadas y crecientes emociones de interés, curiosidad y terror una historia tan disparatada, tan improbable o, mejor, tan realmente increíble, que de no haberse dominado se habría ruborizado hasta la raíz del cabello. Resultado de estas impresiones fue la decisión de visitar el cuarto secreto y examinar el manuscrito esa misma noche.

Pero de momento era imposible llevar a cabo tal resolución porque, al pedir luces, el ama le confesó que la última había ardido en el velatorio de su señoría; así que se le encargó al muchacho descalzo que fuese corriendo al pueblo vecino y trajese velas; y si pueden, que te dejen un par de palmatorias, añadió el ama.

—¿No hay palmatorias en la casa? —preguntó Melmoth.

—Las hay, cariño, y muchas, pero no tenemos tiempo para abrir el viejo, arcón, pues las plateadas están en el fondo, y las de bronce, que son las que andan por ahí (en la casa), una no tiene el casquillo de encajar la vela, y la otra no tiene pie.

—¿Y cómo ha sujetado la última? —preguntó Melmoth.

—La encajé en una patata —precisó el ama. Conque echó a correr desalado el mozo, y Melmoth, hacia el anochecer, se retiró a meditar.

Era una noche apropiada para la meditación, y Melmoth tuvo tiempo de sobra, antes de que el mozo regresara con el recado. El tiempo era frío y oscuro; pesadas nubes prometían una larga y lúgubre sucesión de lluvias otoñales; pasaban rápidas las nubes, una tras otra, como oscuros estandartes de una hueste inminente cuyo avance significara la devastación. Al inclinarse Melmoth sobre la ventana, cuyo desencajado marco, al igual que sus cristales rajados y rotos, temblequeaba a cada ráfaga de viento, sus ojos no descubrieron otra cosa que la más deprimente de las perspectivas: el jardín de un avaro. Muros derruidos, paseos invadidos por la maleza y una yerba baja y desmedrada que ni siquiera era verde, y árboles sin hojas, así como una lujuriante cosecha de ortigas y cardos que alzaban sus desgarbadas cabezas allí donde un día hubo flores, oscilando y meciéndose de manera caprichosa y desagradable al azotarlos el viento. Era un verdor de cementerio, el jardín de la muerte. Se volvió hacia la habitación en busca de alivio, pero no había alivio allí: el enmaderado estaba negro de mugre, y en muchos sitios se hallaba rajado y despegado de la pared; la herrumbrosa parrilla del hogar, desconocedora desde hacía años de lo que era un fuego y entre cuyas barras deslucidas no salía sino humo desagradable; las sillas desvencijadas con los asientos desfondados, y la gran butaca de cuero exhibiendo el relleno alrededor de los bordes gastados, mientras los clavos, aunque en su sitio, habían dejado de sujetar lo que un día aseguraran; la repisa de la chimenea, que, sucia más por el tiempo que por el humo, mostraba por todo adorno la mitad de unas despabiladeras, un andrajoso almanaque de 1750, un reloj enmudecido por falta de reparación y una escopeta oxidada y sin llave. Evidentemente, el espectáculo de desolación hizo que Melmoth volviera a sus pensamientos, pese a lo inquietos y desagradables que erar Recapituló la historia de la sibila, palabra por palabra, con el aire del hombre que está interrogando a un testigo y trata de que se contradiga.

El primero de los Melmoth, dice ella, que se estableció en Irlanda fue un oficial del ejército de Cromwell, que obtuvo una cesión de tierras, propiedad confiscada a una familia irlandesa adicta a la causa real. El hermano mayor d este hombre había viajado por el extranjero y había residido en el continente durante tanto tiempo que su familia había llegado a olvidarlo por completo. No había ayudado el afecto a tenerle en la memoria, pues corrían extrañas historias acerca del viajero. Se decía que era como el «mago condenado del gra: Glendower», «un caballero que poseía singulares secretos».

»Téngase en cuenta que, en esta época, e incluso más tarde, la creencia en la astrología y la brujería estaba muy generalizada. Incluso durante el reinado de Carlos II, Dryden calculó el nacimiento de su hijo Carlos, los ridículos libros de Glanville estaban en boga, y Del Río y Wierus eran tan populares que hasta un autor dramático (Shadwell) llegó a citarlos abundantemente en notas anejas a su curiosa comedia sobre las brujas de Lancashire. Se decía que en vida de Melmoth, el viajero llegó a hacerle una visita; y aunque por aquellas fechas debía de ser de edad considerablemente avanzada, para asombro de su familia, su persona no denotaba el más ligero indicio de tener un año más que la última vez que le vieron. Su visita fue corta, no habló para nada del pasado ni del futuro, ni su familia le alentó a hacerlo. Se dijo que no se sentían a gusto en presencia suya. Al marcharse, les dejó su retrato (el mismo que Melmoth había visto en el cuarto secreto, fechado en 1646); y no le volvieron a ver. Años años más tarde, llegó una persona de Inglaterra, se dirigió a la casa de los Melmoth preguntando por el viajero y dando muestras del más maravilloso e insaciable deseo de obtener alguna noticia de él. La familia no pudo facilitarle ninguna, tras unos días de inquietas indagaciones y de nerviosismo, se marchó dejando ya por negligencia, ya con toda intención, un manuscrito que contenía un extraordinaria relación de las circunstancias bajo las cuales había conocido John Melmoth el Viajero (como él le llamaba).

»Guardaron el manuscrito y el retrato, y corrió el rumor de que aún vivía, que le habían visto a menudo en Irlanda, incluso en el presente siglo…, pero que no se sabía que apareciese sino cuando le llegaba la última hora a algún miembro de la familia; y ni aun entonces, a menos que las malas pasiones o hábitos del miembro en cuestión arrojaran una sombra de tenebroso y horren do interés sobre su última hora.

»Por consiguiente, se consideró un augurio nada favorable para el destino espiritual del último Melmoth el que este extraordinario personaje hubiera visitado, o hubieran imaginado que visitaba, la casa antes de su fallecimiento».

Ésta fue la información facilitada por Biddy Brannigan, a la que ella añadió su propia y solemne convicción de que John Melmoth el Viajero no había cambiado ni en un pelo hasta ese mismo día, ni se le había encogido un solo músculo de su armazón; que ella conocía a quienes le habían visto, y que estaban dispuestos a confirmar lo que decían mediante juramento si era necesario; que nunca se le había oído hablar, ni se le había visto participar en ninguna comida, ni se sabía tampoco que hubiese entrado en otra casa que en la de su familia; y, finalmente, que ella misma creía que su última aparición no presagiaba nada bueno para los vivos ni para los muertos.

John se hallaba meditando todavía sobre todo esto cuando llegaron las velas; y haciendo caso omiso de los pálidos semblantes y de los susurros admonitorios de los sirvientes, entró resueltamente en el gabinete secreto, cerró la puerta y procedió a buscar el manuscrito. Lo encontró en seguida, ya que estaban claramente explicadas las instrucciones del viejo Melmoth, y las recordaba muy bien. El manuscrito, viejo, deteriorado y descolorido, estaba exactamente en el cajón que el anciano decía. Las manos de Melmoth sintieron tanto frío como las de su tío muerto, cuando extrajeron las páginas de su escondrijo. Se sentó a leerlas… Un mortal silencio reinaba en la casa. Melmoth miró inquieto las velas, las avivó y siguió pareciéndole que estaba muy oscuro (tal vez le parecía que la llama era un poco azulenca, pero se guardó para sí esta idea). Lo cierto es que cambió varias veces de postura, y hasta habría cambiado de silla, de haber habido alguna más en el aposento.

Durante unos momentos, se sumió en un estado de sombría abstracción, hasta que le sobresaltó el ruido del reloj al dar las doce: era lo único que oía desde hacía algunas horas; y los ruidos producidos por las cosas inanimadas, cuando todos los seres vivos alrededor parecen muertos, poseen en esa hora un efecto indeciblemente pavoroso. John miró su manuscrito con cierto desasosiego, lo abrió, se detuvo en las primeras líneas y, mientras el viento suspiraba en torno al desolado aposento, y la lluvia tamborileaba con lúgubre sonido contra la desguarnecida ventana, deseó (¿por qué lo desearía?), deseó que el gemido del viento fuera menos lúgubre, y el golpeteo de la lluvia menos monótono… Se le puede perdonar; era medianoche pasada, y no había otro ser humano despierto, aparte de él, en diez millas a la redonda cuando comenzó a leer.