Alive again? Then show me where he is.
I’ll give a thousand pounds to look upon him.
SHAKESPEARE
En el otoño de 1816, John Melmoth, estudiante del Trinity College (Dublín), abandonó dicha institución para asistir a un tío moribundo en el que tenía puestas principalmente sus esperanzas de independencia. John era el huérfano de un hermano menor, cuya pequeña propiedad apenas sufragaba los gastos de enseñanza de John; pero el tío era rico, soltero y viejo, y John, desde su infancia, había llegado a concebir por él ese confuso sentimiento, mezcla de miedo y ansiedad sin conciliar —sentimiento a la vez de atracción y de repulsión—, con que miramos a una persona que (como nos han enseñado a creer niñeras, criadas y padres) tiene los hilos de nuestra propia existencia en sus manos, y puede prolongarlos o romperlos cuanto le plazca.
Al recibir esta llamada, John partió inmediatamente para asistir a su tío.
La belleza del campo por el que viajaba —era el condado de Wicklow— no conseguía impedir que su espíritu se demorara en infinidad de pensamientos dolorosos, algunos relativos al pasado, y los más al futuro. El capricho y mal carácter de su tío, las extrañas referencias sobre el motivo de esa vida retirada que había llevado durante largos años, su propia situación de dependencia, martilleaban dura y pesadamente en su cerebro. Se despabiló para alejarlos…; se incorporó, acomodándose en el asiento del correo, en el que era pasajero único; miró el paisaje, consultó su reloj; luego creyó por un momento que los había conjurado…, pero no había nada con qué sustituirlos, y se vio obligado a llamarlos otra vez para que le hiciesen compañía. Cuando el espíritu se muestra así de diligente en llamar a los invasores, no es extraño que la conquista se efectúe con presteza. A medida que el carruaje se iba acercando a Lodge —así se llamaba la vieja mansión de los Melmoth—, sentía John el corazón más oprimido.
El recuerdo de este temible tío de su infancia, al que jamás le permitieron acercarse sin recibir innumerables recomendaciones —no ser molesto, no acercarse demasiado, no importunarle con preguntas, no alterar bajo ningún concepto el orden inviolable de su caja de rapé, su campanilla y sus lentes, ni exponerse a que el dorado brillo del plomo de su bastón le tentase a cometer el pecado mortal de cogerlo… y por último, mantener diestramente su peligroso rumbo zigzagueante por el aposento sin estrellarse contra las pilas de libros, globos terráqueos, viejos periódicos, soportes de pelucas, pipas, latas de tabaco, por no hablar de los escollos de ratoneras y libros mohosos de debajo de las sillas… junto con la reverencia final, ya en la puerta, la cual debía ser cerrada con cautelosa suavidad, y bajar la escalera como si llevase calzado de fieltro—. A este recuerdo siguió el de sus años escolares, cuando, por Navidades y Pascua, enviaban el desastrado jamelgo, hazmerreír del colegio, a traer al renuente visitante a Lodge… donde su pasatiempo consistía en permanecer sentado frente a su tío, sin hablar ni moverse, hasta que los dos se asemejaban a Raimundo y el espectro de Beatriz, de El Monje…; luego le observaba sacar los huesos de flaco carnero de su plato de caldo insulso, del que servía a su sobrino con innecesaria cautela, para no «darle más del que quería»; después corría a acostarse todavía de día, incluso en invierno, para ahorrar una pulgada de vela, y allí permanecía despierto y desasosegado a causa del hambre, hasta que el retiro de su tío a las ocho en punto indicaba al ama de la racionada casa que era el momento de subirle furtivamente algunos trozos de su propia y escasa comida, recomendándole con susurros, entre bocado y bocado, que no se lo dijera a su tío. Luego, su vida en el colegio, transcurrida en un ático del segundo bloque, ensombrecida por una invitación al campo: pasaba el verano lúgubremente, deambulando por las calles desiertas, ya que su tío no quería costear los gastos de su viaje; las únicas señales de su existencia, recibidas trimestralmente en forma de epístolas, contenían, junto a las escasas pero puntuales asignaciones, quejas acerca de los gastos de su educación, advertencias contra el despilfarro y lamentaciones por los incumplimientos de los arrendatarios y la pérdida de valor de las tierras. Todos estos recuerdos le venían; y con ellos, la imagen de aquella última escena en que los labios de su padre moribundo grabaron en él su dependencia respecto a su tío:
—John, voy a dejarte, mi pobre muchacho; Dios quiere llevarse a tu padre antes de que haya podido hacer por ti lo que habría hecho esta hora menos dolorosa. John, debes recurrir a tu tío para todo. Él tiene sus rarezas y sus debilidades, pero tienes que aprender a soportarle con ellas, y con muchas otras cosas también, como no tardarás en averiguar. Y ahora, hijo mío, pido al que es padre de todos los huérfanos que considere tu desventurada situación y abogue en tu favor a los ojos de tu tío —y al evocar esta escena en su memoria se le llenaron los ojos de lágrimas, y se apresuró a enjugárselos en el momento en que el coche se detenía para que él bajase ante la verja de la casa de su tío.
Se apeó y, con una muda de ropa envuelta en un pañuelo (era su único equipaje), se acercó a la verja. La casa del guarda estaba en ruinas, y un muchacho descalzo salió apresuradamente de una cabaña contigua para hacer girar sobre su único gozne lo que en otro tiempo fuera verja y ahora no consistía sino en unas cuantas tablas unidas de tan precaria manera que claqueteaban como sacudidas por un ventarrón. El obstinado poste de la verja, cediendo finalmente a la fuerza conjunta de John y de su descalzo ayudante, chirrió pesadamente entre el barro y las piedras, donde trazó un surco profundo y fangoso, y dejó la entrada expedita. John, tras buscar inútilmente en el bolsillo alguna moneda con que recompensar a su ayudante, prosiguió su marcha, mientras el chico, de regreso, se apartó del camino de un salto, precipitándose en el barro con todo el chapoteo y anfibio placer de un pato, y casi tan orgulloso de su agilidad como de «servir a un señor». Mientras avanzaba John lentamente por el embarrado camino que un día fuera paseo, iba descubriendo, a la dudosa luz del atardecer otoñal, signos de creciente desolación desde la última vez que había visitado el lugar…, signos que la penuria había agravado y convertido en clara miseria. No había valla ni seto alrededor de la propiedad: un muro de piedras sueltas, sin mortero, en cuyos numerosos boquetes crecían la aliaga o el espino, ocupaba su lugar. No había un solo árbol o arbusto en el campo de césped; y el césped mismo se había convertido en terreno de pasto donde unas cuantas ovejas triscaban su escaso alimento en medio de piedras, cardos y tierra dura, entre los que hacían rara y escuálida aparición algunas hojas de yerba.
La casa propiamente dicha se recortaba aún vigorosamente en la oscuridad del cielo nocturno; pues no había pabellones, dependencias, arbustos ni árboles que la ocultaran o la protegieran y suavizaran la severidad de su silueta. John, tras una melancólica mirada a la escalinata invadida de yerba y a las entabladas ventanas, «se dirigió» a llamar a la puerta; pero no había aldaba; piedras sueltas, en cambio, las había en abundancia; y John llamó enérgicamente con una de ellas, hasta que los furiosos ladridos de un mastín, que amenazaba con romper la cadena a cada salto y cuyos aullidos y gruñidos, unidos a «unos ojos relucientes y unos colmillos centelleantes», sazonados tanto por el hambre como por la furia, hicieron que el asaltante levantara el sitio de la puerta y emprendiera el conocido camino que conducía a la cocina. Una luz brillaba débilmente en la ventana, al acercarse alzó el picaporte con mano indecisa; pero cuando vio la reunión que había en el interior, entró con el paso del hombre que ya no duda en ser bien recibido.
En torno a un fuego de turba, cuya abundancia de combustible daba testimonio de la indisposición del «amo», quien probablemente se habría echado él mismo sobre el fuego si hubiera visto vaciar el cubo de carbón de una vez, se hallaban sentados la vieja ama de llaves, dos o tres acompañantes —o sea, personas que comían, bebían y haraganeaban en cualquier cocina que estuviese abierta a la vecindad con motivo de alguna desgracia o alegría, todo por la estima en que tenían a su señoría, y por el gran respeto que sentían por su familia—, y una vieja a quien John reconoció inmediatamente como la curandera de la vecindad…, una sibila marchita que prolongaba su escuálida existencia ejerciendo sus artes en los temores, ignorancia y sufrimientos de seres tan miserables como ella. Entre las gentes de buena posición, a las que a veces tenía acceso por mediación de los criados, aplicaba remedios sencillos, con los que su habilidad obtenía a veces resultados productivos. Entre las de clase inferior, hablaba y hablaba de los efectos del «mal de ojo», contra el que ponderaba las maravillas de algún remedio de infalible eficacia; y mientras hablaba, agitaba sus grises mechones con tan brujeril ansiedad, que jamás dejaba de transmitir a su aterrado y medio crédulo auditorio cierta cantidad de ese entusiasmo que, en medio de su conciencia de la impostura, sentía probablemente ella misma en gran medida; ahora, cuando el caso se revelaba finalmente desesperado, cuando la misma credulidad perdía la paciencia, y la esperanza y la vida se escapaban conjuntamente, instaba al miserable paciente a que confesara que tenía algo en el corazón; y cuando arrancaba tal confesión del cansancio del dolor y la ignorancia de la pobreza, asentía y murmuraba misteriosamente, como dando a entender a los espectadores que había tenido que luchar con dificultades que el poder humano no era capaz de vencer. Cuando no había pretexto alguno de indisposición, entonces visitaba la cocina de «su señoría» o la cabaña del campesino; si la obstinación y la persistente convalecencia de la comarca amenazaba con matarla de hambre, aún le quedaba un recurso: si no había vida que acortar, había buenaventuras que decir; se valía «de hechizos, oráculos, levantar figuras y patrañas por el estilo que sobrepujan a nuestros alcances». Nadie torcía tan bien como ella el hilo místico que debía introducir en la cueva de la calera, en cuyo rincón se hallaba de pie el tembloroso consultante del porvenir, dudando si la respuesta a su pregunta de «¿quién lo sostiene?» iba a ser pronunciada por la voz del demonio o del amante.
Nadie sabía averiguar tan bien como ella dónde confluían los cuatro arroyos en los que, llegada la ominosa estación, debía sumergirse el camisón, y tenderlo luego ante el fuego —en nombre del que no nos atrevemos a mencionar en presencia de «oídos educados»— para que se convirtiese en el malogrado marido antes del amanecer. Nadie como ella —decía— sabía con qué mano había que sostener el peine, a la vez que utilizaba la otra para llevarse la manzana a la boca, durante cuya operación la sombra del marido fantasma cruzaría el espejo ante el cual se ejecutaba. Nadie era más hábil y activa en quitar todos los utensilios de hierro de la cocina donde las crédulas y aterradas víctimas de su brujería ejecutaban habitualmente estas ceremonias, no fuera que, en vez de la forma de un joven apuesto exhibiendo un anillo en su blanco dedo, surgiese una figura sin cabeza, se llegase a la chimenea, cogiese un asador largo o, a falta de él, echase mano de un atizador del hogar, y tomase al durmiente, con el largo de ese hierro, la medida para su ataúd. Nadie, en fin, sabía mejor que ella atormentar o amedrentar a sus víctimas haciéndolas creer en esa fuerza que puede reducir y de hecho ha reducido las mentalidades más fuertes al nivel de las más débiles: y bajo el influjo de ella, el cultivado escéptico lord Lyttleton aulló un día, y rechinó y se retorció en sus últimas horas; como aquella pobre muchacha que, convencida de la horrible visita del vampiro, chillaba y gritaba que su abuelo le chupaba la sangre mientras dormía, y falleció a causa del imaginario horror. Ése era el ser al que el viejo Melmoth había confiado su vida, mitad por credulidad, y —como dice Hibernicè— más de la mitad por avaricia. John avanzó entre este grupo, reconociendo a unos, desaprobando a muchos, y desconfiando de todos. La vieja ama de llaves le recibió con cordialidad; él era siempre su «niño rubio», dijo (entre paréntesis, el joven tenía el pelo negro como el azabache); y trató de alzar su mano consumida hasta su cabeza en un gesto entre bendición y caricia, hasta que la dificultad de su intento le hizo ver que esa cabeza estaba unas catorce pulgadas más arriba de lo que ella alcanzaba, desde la última vez que la acarició. Los hombres, con la deferencia del irlandés hacia una persona de clase superior, se levantaron todos al verle entrar (sus taburetes chirriaron sobre las losas rotas), y desearon a su señoría «mil años de larga y dichosa vida; y si su señoría no iba a tomar alguna cosa para aliviar la pena del corazón»; y al decir esto, cinco o seis coloradas y huesudas manos le tendieron sendos vasos de whisky a la vez. Durante todo este tiempo, la sibila permaneció en silencio sentada en un rincón de la espaciosa chimenea, soltando espesas bocanadas de su pipa. John declinó, amable, el ofrecimiento de la bebida, aceptó las atenciones de la vieja ama cordialmente, miró de reojo a la vieja arrugada del rincón ya continuación echó una ojeada a la mesa, la cual exhibía un banquete muy distinto del que él estaba acostumbrado a ver en «tiempos de su señoría». Había un cuenco de patatas que el viejo Melmoth habría considerado suficiente para el consumo de una semana. Había salmón salado (lujo desconocido incluso en Londres. Véanse los cuentos de Mrs. Edgeworth: «The Absentee»).
Había ternera de lo más tierna, acompañada de callos; por último, había también langosta y rodaballo frito en cantidad suficiente como para justificar que el autor de esta historia afirme, «suo periculo», que cuando su bisabuelo, el deán de Willala, contrató criados para el deanato, estos pusieron como condición que no se les exigiera comer rodaballo o langosta más de dos veces a la semana. Además, había botellas de cerveza de Wicklow, amplia y subrepticiamente sacadas de la bodega de «su señoría», y que ahora hacían su primera aparición en el hogar de la cocina, y manifestaban su impaciencia por volver a ser taponadas siseando, escupiendo y rebullendo delante del fuego, que provocaba su animosidad. Pero el whisky (genuinamente falsificado, con fuerte olor a yerbajo y a humo, y exhalando desafío a la aduana) parecía el «verdadero anfitrión» del festín: todo el mundo lo alababa, y los tragos eran tan largos como las alabanzas.
John, viendo la reunión y pensando que su tío estaba en la agonía, no pudo por menos de recordar la escena de la muerte de don Quijote en la que, a pesar de la pena que producía la disolución del esforzado caballero, sabemos que «con todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza». Después de corresponder «como pudo» a la cortesía de la reunión, preguntó cómo estaba su tío. «Todo lo mal que se puede estar». «Ahora se encuentra mucho mejor, gracias señoría», contestó la reunión en tan rápido y discordante unísono, que John miró a uno tras otro, no sabiendo a quién o qué creer. «Dicen que su señoría ha recibido un susto», dijo un individuo de más de seis pies de estatura, acercándose a modo de susurro, y rugiendo las palabras seis pulgadas por encima de la cabeza de John. «Pero luego su señoría ha tenido un pasmo», dijo un hombre que se estaba bebiendo tranquilamente lo que John había rechazado. A estas palabras, la sibila, que seguía en el rincón, se quitó lentamente la pipa de la boca, y se volvió hacia la concurrencia; jamás suscitaron los movimientos oraculares de una pitonisa en su trípode más terror ni impusieron más profundo silencio. «No está aquí», dijo apretando su dedo marchito contra su arrugada frente, «ni aquí… ni aquí»; y extendió la mano hacia las frentes de los que estaban cerca de ella, todos los cuales inclinaron la cabeza como si recibiesen una bendición, aunque inmediatamente recurrieron a la bebida como para asegurarse sus efectos. «Todo está aquí… todo está en el corazón»; y al tiempo que lo decía, separó y apretó los dedos sobre su cavernoso pecho con tal vehemencia que hizo estremecer a sus oyentes. «Todo está aquí», añadió, repitiendo el gesto (probablemente, alentada por el efecto que había producido); luego se hundió en su asiento, volvió a coger su pipa, y no dijo ya nada más. En este momento de involuntario temor por parte de John, y de aterrador silencio por parte del resto de los presentes, se oyó un ruido insólito en la casa, y toda la reunión dio un respingo como si hubieran descargado en medio de ellos un mosquete: fue el desacostumbrado sonido de la campanilla de Melmoth. Sus criados eran tan pocos, y se hallaban tan asiduamente junto a él, que el sonido de la campanilla les sobresaltó como si doblase por su propio entierro. «Siempre la hacía sonar con la mano para llamarme a mí», dijo la vieja ama de llaves, saliendo apresuradamente de la cocina; «él decía que hacerlo con el tirador estropeaba el cordón».
El sonido de la campana hizo pleno efecto. El ama entró atribulada en la habitación seguida de varias mujeres, las plañideras irlandesas, dispuestas todas a recetar al moribundo o a llorar al muerto, todas dando palmadas con sus manos callosas o enjugándose sus ojos secos. Estas brujas rodearon el lecho; y viendo su sonora, violenta y desesperada aflicción, y oyendo sus gritos de «¡Ay, se nos va, su señoría se nos va, su señoría se nos va!», uno habría imaginado que sus vidas estaban unidas a él como las de las esposas de la historia de Simbad el Marino, que eran enterradas vivas con el cadáver de sus maridos.
Cuatro de ellas se retorcían las manos y gemían alrededor de la cama, mientras otra, con toda la destreza de una Mrs. Quickly, palpaba los pies de su señoría, y «más y más arriba», y «todo estaba frío como una piedra».
El viejo Melmoth apartó los pies de la zarpa de la bruja, contó con su aguda mirada (aguda, teniendo en cuenta el inminente ofuscamiento de la muerte) el número de las que se habían congregado alrededor de su lecho, se incorporó apoyándose en su afilado codo y, apartando al ama de llaves (que trataba de arreglarle el gorro de dormir que se le había ladeado con el forcejeo y daba a su rostro macilento y moribundo una especie de grotesca ferocidad), bramó en un tono tal que hizo estremecer a los presentes: «¿Quién diablos os ha traído aquí?». La pregunta dispersó la reunión por un momento; pero reagrupándose instantáneamente, conferenciaron en voz baja; y tras santiguarse varias veces, murmuraron: «El diablo… el Señor nos asista; lo primero que ha dicho ha sido el nombre del diablo».
—¡Sí —rugió el inválido—, y el diablo es lo primero que ven mis ojos! —¿Dónde, dónde?— exclamó la aterrada ama de llaves pegándose al inválido, y medio ocultándose en la manta que arrancó sin piedad a las agitadas y descubiertas piernas de su señor.
—Ahí, ahí —repetía él (durante la batalla de la manta), señalando a las agrupadas y aterradas mujeres, presas de horror al verse tratadas como los mismos demonios a los que habían venido a conjurar.
—¡Oh!, el Señor le conserve la cabeza a su señoría —dijo el ama de llaves en un tono más conciliador, cuando se le hubo pasado el miedo—; estoy segura de que su señoría las conoce a todas, ésta se llama… y ésta… y ésta… —fue señalando a cada una de ellas, añadiendo su nombre, que nosotros pasamos por alto para ahorrar al lector la tortura de este recitado (como prueba de nuestra lenidad, incluiremos solamente el último, Cotchleen O’Mulligan).
—¡Mientes, perra! —gruñó Melmoth—: El nombre de éstas es Legión, pues son muchas… sácalas de esta habitación… aléjalas de la puerta; si aúllan a mi muerte, aullarán de veras…, pero no por mi muerte (pues me verán muerto, y condenado también, con los ojos secos), sino por el whisky que habrían robado si hubiesen podido —y el viejo Melmoth sacó una llave que tenía debajo de la almohada y la agitó en un inútil triunfo ante la vieja ama, la cual poseía desde mucho tiempo atrás un medio de acceder a la bebida que «su señoría» ignoraba—, y por la falta de provisiones con que las mimas.
—¡Mimarlas, Jesús! —exclamó el ama.
—Sí; además, por qué hay tantas velas encendidas, todas de a cuatro lo menos; y lo mismo abajo, estoy seguro. ¡Ah!, eres… eres un demonio derrochador.
—La verdad, señoría, es que todas son de a seis.
—¿De a seis… y por qué diablos has encendido de a seis?; ¿es que crees que estáis velando al difunto ya? ¿Eh?
—¡Oh!, todavía no, señoría, todavía no —corearon las brujas—, eso cuando llegue la hora del Señor, señoría —añadieron con mal reprimida impaciencia por que tal acontecimiento sucediera.
—Su señoría debería pensar en poner en paz su alma.
—Ésa es la primera frase razonable que has dicho —dijo el moribundo—, tráeme mi devocionario; está debajo de ese viejo sacabotas… sacúdele las telarañas; no lo he abierto desde hace años —se lo tendió la vieja administradora, a la que dirigió una mirada de reproche—. ¿Quién te ha mandado encender velas de a seis en la cocina, acémila dilapidadora? ¿Cuántos años hace que vives en esta casa?
—No lo sé, señoría.
—¿Y has visto alguna vez un solo derroche o dispendio en ella?
—¡Oh, nunca, nunca, señoría!
—¿Y se ha derrochado alguna vez una sola vela en la cocina? —Nunca, nunca, señoría.
—¿Y no has sido siempre todo lo ahorrativa que te han permitido la mano y la cabeza y el corazón? —¡Oh, sí, desde luego, señoría!; cualquier alma a nuestro alrededor lo sabe…, todo el mundo piensa con justicia, señoría, que tenéis la casa y la mano más cerradas de la región… Su señoría ha dado siempre buena prueba de ello.
—Entonces, ¿cómo te atreves a abrir mi puño antes de que me lo haya abierto la muerte? —dijo el avaro moribundo agitando hacia ella su flaca mano—. Huelo a carne en la casa… y he oído voces… he oído girar la llave de la puerta una y otra vez. ¡Ah, si pudiera levantarme! —dijo, derrumbándose en el lecho con impaciente desesperación—. ¡Ah, si pudiera levantarme para ver el dispendio y la ruina que se está cometiendo! Pero esto me matará —prosiguió, hundiéndose en el flaco cabezal, pues nunca se permitió el lujo de emplear una almohada como Dios manda—, me matará… sólo el pensarlo me está matando ya.
Las mujeres, decepcionadas y frustradas, tras varios guiños y susurros, salieron precipitadamente de la habitación, pero fueron llamadas por las voces vehementes del viejo Melmoth.
—¿Adónde vais ahora? ¿A la cocina a hartaros de comer y de empinar el codo? ¿No quiere ninguna quedarse a escuchar, mientras se lee una oración por mí? Algún día os hará falta también, brujas.
Aterrada por esta reconvención y amenaza, la comitiva regresó en silencio; y se fueron colocando todas alrededor de la cama, mientras el ama, aunque católica, preguntó si su señoría deseaba que viniera un pastor a administrarle los derechos (ritos) de su Iglesia. Los ojos del moribundo chispearon de enojo ante tal proposición.
—¿Para qué? …¿para que le den una bufanda y una cinta de sombrero en el funeral? Anda, léeme las oraciones, vieja… algo salvarán.
El ama hizo el intento, pero no tardó en renunciar, alegando, con justicia, que tenía los ojos llorosos desde que su señoría cayera enfermo.
—Eso es porque siempre andas bebiendo —dijo el inválido con un gesto de malevolencia que la contracción de la cercana muerte convirtió en rictus espantoso—. ¡Eh!… ¿no hay ninguna, entre las que rechináis y gemís ahí, que pueda coger un devocionario por mí?
Imprecadas de este modo, una de las mujeres ofreció sus servicios; y de ella habría podido decirse con toda justicia, como del «muy habilidoso hombre del reloj» de los tiempos de Dogberry, que «sabía leer y escribir por naturaleza»; pues jamás había ido a la escuela, y no había visto ni abierto un devocionario protestante en su vida; sin embargo, siguió adelante y, con más énfasis que discreción, leyó casi todo el servicio «de parida», el cual, como viene en los devocionarios después del de los entierros, quizá creyó que tenía relación con el estado del inválido. Leía con gran solemnidad… Fue una lástima que la interrumpieran dos veces durante su declamación, una el viejo Melmoth, quien, poco después del comienzo de los rezos, se volvió hacia la vieja ama y le dijo en un tono escandalosamente audible: «Baja a la cocina y cierra el tiro de la chimenea para que no gaste; y cierra la puerta con llave, y que te oiga yo cerrarla. No puedo pensar en otra cosa mientras no me hagas eso». La otra corrió a cargo del joven John Melmoth, quien había entrado sigilosamente en la habitación al oír las inadecuadas palabras que recitaba la ignorante mujer: tomándole el devocionario de las manos, al tiempo que se arrodillaba junto a ella, leyó con voz contenida parte del servicio solemne que, de acuerdo con las normas de la Iglesia anglicana, está destinado a reconfortar a los que están a punto de expirar.
—Ésa es la voz de John —dijo el moribundo; y el poco afecto que había manifestado siempre por el desventurado muchacho inundó en este momento su duro corazón, y lo conmovió. Se sentía, también, rodeado de sirvientes desalmados y rapaces; y por escasa que hubiese sido su confianza en un pariente al que había tratado siempre como a un extraño, comprendió que en esta hora no era ningún desconocido; y se aferró a este apoyo como a una paja en medio de un naufragio—. John, mi pobre muchacho, estás ahí. Te he tenido lejos de mí cuando estaba vivo, y ahora eres quien más cerca está de mí en mi última hora… John, sigue leyendo.
John, profundamente conmovido por el estado en que veía a este pobre hombre, con toda su riqueza, así como su solemne petición de consuelo en sus últimos momentos, siguió leyendo; pero poco después su voz se hizo confusa, por el horror con que escuchaba el creciente hipo del paciente, el cual, sin embargo, se volvía de cuando en cuando, con gran trabajo, a preguntarle al ama si había cerrado el tiro. John, que era un joven sensible, se levantó un poco nervioso.
—¡Cómo!, ¿me dejas como los demás? —dijo el viejo Melmoth, tratando de incorporarse en la cama.
—No, señor —dijo John, observando el alterado semblante del moribundo—; es que me parece que necesitáis algún refrigerio, algún remedio, señor.
—Sí; lo necesito, lo necesito, pero ¿en quién puedo confiar para que me lo traiga? Éstas (y sus ojos macilentos vagaron por el grupo), éstas me envenenarán.
—Confiad en mí, señor —dijo John—; yo iré a casa del boticario, o a quienquiera que acostumbréis acudir.
El viejo le cogió la mano, le atrajo a la cama, lanzó a los presentes una mirada amenazadora y, no obstante, recelosa, y luego susurró con una voz de agónica ansiedad:
—Quiero un vaso de vino; eso me mantendrá vivo unas horas. Pero no hay nadie en quien pueda confiar para que me lo traiga… me robarían una botella y me arruinarían.
John se quedó estupefacto.
—Señor, por el amor de Dios, permitidme a mí traeros un vaso de vino.
—¿Sabes dónde está? —dijo el viejo con una expresión en el rostro que John no logró entender.
—No, señor; sabéis que yo he sido más bien un extraño aquí.
—Toma esta llave —dijo el viejo Melmoth, tras un espasmo violento—; toma esta llave; el vino está en ese cuarto: Madeira. Yo siempre les he dicho que no había nada ahí, pero ellos no me creían; de lo contrario, no me habrían robado como lo han hecho. Una vez les dije que era whisky, pero eso fue peor, porque entonces empezaron a beber el doble. John cogió la llave de su tío; el moribundo le apretó la mano. Y John, interpretándolo como un gesto de afecto, le devolvió el apretón.
Pero se sintió decepcionado al oírle susurrar:
—John, muchacho, no bebas tú mientras estés ahí dentro.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó John, arrojando indignado la llave sobre la cama; luego, recordando que el miserable ser que tenía delante no podía ser ya objeto de resentimiento alguno, le prometió lo que le pedía, y entró en el cuarto jamás hollado por otros pies que los del viejo Melmoth por espacio de casi sesenta años. Tuvo dificultad en encontrar el vino, y tardó lo bastante como para despertar sospechas en su tío…, pero su espíritu se sentía turbado y su mano insegura. No pudo por menos de observar la singular expresión de su tío, en la que a la palidez de la muerte venía a sumársele el temor a concederle permiso para entrar en dicho cuarto. Ni le pasaron inadvertidas las miradas de horror que las mujeres intercambiaron al verle dirigirse a la puerta. Y, finalmente, cuando entró, su memoria fue lo bastante malévola como para evocar vagos recuerdos de una historia, demasiado horrible para la imaginación, relacionada con este cuarto secreto. Recordó que, durante muchísimos años, no se sabía que hubiese entrado nadie en él, aparte de su tío. Antes de salir, levantó la mortecina luz y miró en torno suyo con una mezcla de terror y curiosidad. Había infinidad de trastos viejos e inútiles, tal como se sabe que se almacenan y se pudren en el gabinete de un avaro; pero los ojos de John se sintieron atraídos durante un instante, como por arte de magia, hacia un retrato que colgaba de la pared. Y le pareció, incluso a su mirada inexperta, que era muy superior en calidad a la multitud de retratos de familia que acumulan polvo eternamente en las paredes de las mansiones familiares. Representaba a un hombre de edad mediana. No había nada notable en su ropa o en su semblante; pero sus ojos, le dio la impresión, tenían esa mirada que uno desearía no haber visto jamás, y que comprende que no podrá olvidar ya nunca. De haber conocido la poesía de Southey, habría podido exclamar a menudo, después, a lo largo de su vida:
«Sólo los ojos tenían vida,
Brillaban con la luz del demonio».
Thalaba
Movido por un impulso a la vez irresistible y doloroso, se acercó al retrato, sostuvo la vela ante él, y pudo distinguir las palabras del borde del cuadro: Jno. Melmoth, anno 1646. John no era ni de naturaleza tímida, ni de constitución nerviosa, ni de hábito supersticioso; sin embargo, siguió mirando con estúpido horror este singular retrato hasta que, despertado por la tos de su tío, volvió apresuradamente al aposento. El viejo se tragó el vino de un sorbo. Pareció revivir un poco; hacía tiempo que no probaba un cordial de esta naturaleza…, su corazón se animó en una momentánea confianza.
—John, ¿qué has visto en ese cuarto? —Nada, señor.
—Eso es mentira; todo el mundo quiere engañarme o robarme.
—Señor, yo no pretendo hacer ninguna de esas dos cosas.
—Bueno, ¿qué has visto que… que te haya chocado? —Sólo un retrato, señor.
—¡Un retrato, señor…! ¡Pues yo te digo que el original está vivo todavía! John, aunque se hallaba aún bajo el efecto de sus recientes impresiones, no pudo por menos de mirarle con incredulidad.
—John —susurró su tío—; John, dicen que me estoy muriendo de esto y de aquello; unos dicen que por falta de alimento y otros que por falta de medicinas… pero, John —y su rostro se puso espantosamente lívido—, de lo que me estoy muriendo es de terror. Ese hombre —y extendió su flaco brazo hacia el cuarto secreto como si señalara a un ser vivo—, ese hombre, y tengo mis buenas razones para saberlo, está vivo todavía.
—¿Cómo es posible, señor? —dijo John involuntariamente—. La fecha del cuadro es de 1646.
—La has visto… has reparado en ella —dijo su tío.
—Bueno… —se arrebujó y asintió con la cabeza, en su cabezal, por un momento; después, agarrando la mano de John con una expresión indescifrable, exclamó: Le verás otra vez; está vivo— luego, hundiéndose nuevamente en el cabezal, cayó en una especie de sueño o estupor, con los ojos abiertos aún, y fijos en John. La casa se encontraba ahora completamente en silencio, y John tuvo tiempo y espacio para reflexionar. En su mente se agolpaban pensamientos que no deseaba tener, pero que tampoco rechazaba. Pensaba en los hábitos y el carácter de su tío, y le daba vueltas una y otra vez al asunto; y se dijo a sí mismo: «Es el último hombre de la tierra que caería en la superstición. Jamás ha pensado en otra cosa que en la cotización de los valores y las variaciones de la bolsa, y en mis gastos de colegio, que es lo que más le pesaba en el corazón. Y que este hombre se muera de terror… de un terror ridículo a que un hombre de hace ciento cincuenta años viva todavía; sin embargo… sin embargo, se está muriendo». John se interrumpió; porque la realidad confunde al lógico más obstinado. Con toda su dureza de espíritu y de corazón, se está muriendo de miedo. Lo he oído en la cocina, y lo he oído de él mismo… no pueden engañarle. Si me hubieran dicho que era nervioso, o imaginativo, o supersticioso…, pero una persona tan insensible a todas esas impresiones…, un hombre que, como dice el pobre Butler en el Anticuario, de sus Remaim, «habría vendido a Cristo otra vez por las monedas de plata que Judas obtuvo»… ¡que un hombre así se muera de espanto! «Pero lo cierto es que se está muriendo», se dijo John clavando sus ojos temerosos en el hocico contraído, ojos vidriosos, mandíbula caída, y todo el horrible aparato de la facies hipocrática que mostraba, y que no tardaría en dejar de mostrar.
El viejo Melmoth parecía en este momento sumido en un profundo estupor; sus ojos habían perdido la poca expresión que había revelado antes, y sus manos, que hacía poco agarraron convulsivamente las mantas, habían aflojado su breve y temblona contracción, y permanecían ahora extendidas a lo largo de la cama como garras de alguna ave que hubiese perecido de hambre… así de flacas eran, así de amarillas, así de relajadas. John, poco acostumbrado a la visión de la muerte, creyó que sólo era síntoma de que se iba a dormir; y, movido por un impulso que no se atrevía a confesarse a sí mismo, cogió la miserable luz y se aventuró una vez más a entrar en el cuarto prohibido: la cámara azul de la morada. El movimiento sacó al moribundo de su sopor, que se incorporó como por un resorte en la cama. John no pudo verle, pues se hallaba ahora en el cuarto; pero le oyó gruñir, o más bien oyó el farfullar ahogado y gutural que anuncia el horrible conflicto entre la convulsión muscular y la mental. Se sobresaltó; dio media vuelta; pero al hacerla, le pareció percibir que los ojos del retrato, en los que había fijado los suyos, se habían movido, y regresó precipitadamente junto al lecho de su tío.
El viejo Melmoth expiró en el transcurso de esa noche, y lo hizo como había vivido, en una especie de delirio de avaricia. John no podía haber imaginado escena más horrible que la que le depararon las últimas horas de este hombre. Juraba y blasfemaba a propósito de tres monedas de medio penique que le faltaban, según decía, en una cuenta que había sacado con su moro de cuadra, unas semanas atrás, a propósito del heno para el famélico caballo que tenía. Luego agarró la mano de John y le pidió que le administrara el sacramento. «Si mando venir al pastor, me supondrá algún gasto que no puedo pagar… no puedo. Dicen que soy rico… mira esta manta; pero no me importaría, si pudiera salvar mi alma». Y delirando, añadía: «La verdad, doctor, es que soy muy pobre. Nunca he molestado a un pastor, y todo lo que necesito es que me concedáis dos insignificantes favores, muy poca cosa para vos: que salvéis mi alma, y (susurrando) que me consigáis un ataúd de la parroquia… no me queda bastante dinero para un entierro. Siempre he dicho a todo el mundo que soy pobre; pero cuanto más lo digo, menos me creen».
John, profundamente disgustado, se apartó de la cama y se sentó en un rincón. Las mujeres estaban otra vez en la habitación, ahora muy oscura. Melmoth se había callado a causa de la debilidad, y durante un rato reinó un silencio mortal. En ese momento, John vio abrirse la puerta y aparecer en ella una figura que miró por toda la habitación; luego, tranquila y deliberadamente, se retiró; aunque no antes de que John descubriera en su rostro el mismísimo original del retrato. Su primer impulso fue proferir una exclamación; pero se había quedado sin aliento. Iba, pues, a levantarse para perseguir a la figura, pero una breve reflexión le contuvo. ¡Nada más absurdo que alarmarse o asombrarse por el parecido entre un hombre vivo y el retrato de un muerto! La semejanza era, desde luego, lo bastante grande como para que le chocara, aun en esta habitación a oscuras; pero sin duda se trataba de un parecido tan sólo; y aunque podía ser lo suficientemente impresionante como para aterrar a un anciano de hábitos sombríos y retraídos, y de constitución endeble, John decidió que no debía producir el mismo efecto en él.
Pero mientras se felicitaba por esta decisión, se abrió la puerta, apareció en ella la figura, y le hizo señas afirmativas con la cabeza con una familiaridad en cierto modo sobrecogedora. John se levantó de un salto esta vez, dispuesto a perseguirla; pero la persecución quedó frustrada en ese momento por unos débiles aunque escalofriantes chillidos de su tío, quien forcejeaba a la vez con la vieja ama y con las ansias de la muerte. La pobre mujer, preocupada por la reputación de su señor y la suya propia, trataba de ponerle un camisón y un gorro de dormir limpios; y Melmoth, que tenía la justa sensación de que le estaban quitando algo, gritaba débilmente:
—¡Me están robando… robándome en mi última hora… robando a un moribundo! John… ¿no me ayudas?, moriré como un pordiosero; me están quitando mi último camisón… moriré como un pordiosero…
Y el avaro expiró.