VEINTISÉIS

Los ventrículos de un centenar de pasajeros se contraen al unísono. El avión avanza por la pista de despegue con las puertas cerradas. Nadie puede escapar. Nadie puede huir. La cabina del avión es una refinada ratonera con toallitas blancas en los reposacabezas de los asientos para evitar dejar pelos, y prácticas instrucciones plastificadas que especifican qué hacer en caso de despresurización, pero que no indican qué hacer en caso de inminente estallido de una bomba. En la cabina, los pasajeros se ven afectados de una repentina esclerosis que ralentiza sus movimientos y los vuelve torpes. Algunos se persignan repetidamente, otros conectan los teléfonos móviles buscando una última conversación, una última palabra que los reconforte antes del caos. Quizá los diálogos que se entablaron en la planta setenta y ocho de las Torres Gemelas, o en los vuelos de la United, o en el avión de Lockerbie, o en los trenes de Madrid, o los autobuses de Londres, o el teatro de Moscú, sean las palabras definitivas. Si el mundo enmudeciese de pronto y escuchase aquellas apresuradas conversaciones, resolvería la pregunta sobre lo verdaderamente importante de la vida. Quizá por eso el Boeing 747 destino Nueva York se convirtió en un improvisado confesionario aéreo donde padres e hijos, mujeres y maridos trazaron nuevas fronteras de nostalgia y apego.

Nancy avanza hasta Slatan y lo abraza desesperada. Un mechón de pelo cobrizo le cae por la cara. Es hermosa.

—Han llamado a la policía. Desactivarán la bomba, ¿verdad?

Slatan niega, pragmático. Sabe que el tiempo que separa del estallido son menos de cuatro minutos.

—No hay tiempo…, Nancy.

Con decisión, suelta la chaqueta del terrorista y lo despoja del chaleco de explosivos. Después se lo coloca y avanza por el pasillo camino de la salida de emergencia. Las miradas de terror de las azafatas y del pasaje han creado un espacio con atmósfera cero donde cada movimiento resuena amplificado. Como dentro de una campana de cristal. Slatan se aferra con las dos manos a la palanca de apertura de la puerta de emergencia y la gira con brusquedad. La puerta se abre y una ráfaga de aire frío se cuela en la cabina. Las mascarillas de oxígeno saltan en los falsos techos. El avión todavía se mueve por la pista. Nancy chilla a su espalda, suplicante.

—¿Qué vas a hacer? ¡Podemos evacuar a todo el mundo…, tenemos tiempo!

—Moriríamos todos. Es imposible vaciar un Boeing en un par de minutos…

La imagen de los dos en la puerta del avión, mirando al vacío, es lírica y apocalíptica. Quizá alguna canción de REM hable de las despedidas tempranas. Adioses resumidos en un par de estrofas sin rima. El viento ondula sus cabellos. Al fondo, se distingue el bosque nevado.

—Pues tira el chaleco a la pista… ¡Podemos empezar de cero!

En lugar de desprenderse del chaleco, se ajusta las cinchas en torno al pecho y mira al precipicio que se abre a sus pies.

—Tenías razón, Nancy. Hace tres días estaba podrido por dentro. Podía recomendarte cómo abrirte las venas en vertical porque estaba muerto.

—Mírame, Slatan, yo tengo vida para los dos, ¿me oyes? Juntos podemos resucitar.

—¿Resucitar? ¿Dónde? —La mira con amor—. ¿En una cárcel rusa?

El avión pierde velocidad. Slatan continúa.

—¿Sabes con qué me quedo? Con que le importo a alguien…, a ti.

La palabra flota en el aire unos segundos. Después Slatan se lanza a la pista. Una caída de tres metros que le hace rodar como un pelele por el cemento y rebotar tres, cuatro, cinco veces. Las lágrimas de Nancy también ruedan y rebotan en otra caída de vértigo: la distancia que dista de los ojos a las mejillas.

Slatan se levanta con dificultad. Tiene la cara, las rodillas y la espalda magulladas. Ha perdido un zapato. Se toca el hombro derecho y palpa una protuberancia en forma de espolón encima del deltoides. El tendón del manguito rotador le sobresale por encima de la clavícula rota. Tampoco respira con normalidad. Probablemente, un par de costillas hundidas le presionan los pulmones. Sin embargo, milagrosamente, el amonal no ha estallado. Como puede, comienza a avanzar trastabillado en dirección contraria al Boeing, que se ha detenido a cien metros. Quiere evitar que la onda expansiva alcance al avión y a los miles de litros de queroseno que almacena en los depósitos. Cada metro que avanza le produce un infinito ahogo, como un submarinista de profundidad en apnea libre.

Cuando está lejos de cualquier objetivo, en mitad de la pista de cemento, se deja caer de rodillas dispuesto a morir. Tiene unos segundos de lucidez: entonces, ¿ese es el final? ¿Todo lo que ha vivido lo ha conducido a este momento? A lo lejos suenan las sirenas de la policía y las ambulancias. Demasiado tarde. La muerte viene esprintando a su lado. La bomba estallará en cualquier momento. Cierra los ojos. Pero justo en ese instante una lengua húmeda y juguetona le devuelve de nuevo a la realidad de la pista. El pastor alemán babea, menea la cola y le lame la cara. Sin dar importancia al chaleco de explosivos. Sin atisbo de poseer un sexto sentido que lo prevenga de la muerte.

Slatan, desconcertado, se levanta maldiciendo y procura espantarlo. Amaga una patada, pero el animal confunde la coreografía agónica de Slatan con un juego y corre excitado en círculos concéntricos a su alrededor. No entiende que debe alejarse. El terrorista tiene asumida su propia muerte, pero es incapaz de matar al animal. Se desabrocha el chaleco y se incorpora pese a que media docena de huesos astillados perforan el bazo, el hígado, los pulmones. Coge impulso para lanzar el chaleco lo más lejos posible, pero justo en ese momento, una bala calibre veintidós le atraviesa la tibia haciéndola añicos. Posiblemente, un francotirador apostado en el tejado de la terminal lo esté usando de diana. El perro ha reaccionado al ruido del disparo tumbándose junto al cuerpo tembloroso del karadjo. Slatan lucha por no perder el conocimiento. Algunas voces amplificadas por un megáfono repiten insistentemente: «¡Alto, al suelo, tírese al suelo!». Slatan, sin embargo, procura levantarse de nuevo. Con la terquedad del desahuciado. Empeñado en salvar la vida de ese estúpido perro sin nombre. Otro disparo le revienta el fémur de la rodilla derecha. Duele. La sangre dibuja oscuras siluetas en los restos de nieve que salpican los arcenes de la pista. El ruido de sirenas inunda el gélido ambiente. En un último arrebato, coge impulso flexionando el brazo y lanza con todas sus fuerzas el chaleco al aire. Décimas después, estalla.

Y después todo está claro y brillante: su madre horneando pan. Ravil cerrando y abriendo una caja de cerillas vacía. Su padre persiguiendo perdices por la ribera del río Slatke. La dicha perdida y el fino hilo que cose las cosas importantes de la vida. Centenares de imágenes lanzadas a las retinas como puñados de tierra. Cuando consigue abrir los ojos, todo se desvanece. Está bocabajo. Con la cara pegada al suelo. De su frente caen líquidos que identifica como hilos de sangre. Vuelve la cabeza y comprueba con alivio que el perro respira a dos metros de él. Varios soldados lo inmovilizan mientras lo esposan. Algo absurdo, piensa, es incapaz de mover un solo músculo. Eugene llega corriendo y jadeando.

—¡Apartaos, apartaos…! ¡Yo sé hacer la respiración boca a boca…! —grita con voz agitada y estentórea.

Detrás de él aparece Nancy. Reprime un grito al ver el efecto de la metralla en su cara. Dos policías intentan mantenerlos apartados, pero los ciento cuarenta y dos kilos de obstinación se acaban imponiendo. Los dos se arrodillan a su lado y sujetan su cabeza descoordinada. Slatan mueve los músculos de la cara intentando esbozar una sonrisa. Tiene la cara salpicada de trozos de metralla. Nancy arranca con ternura algunos trozos diminutos de cemento incrustado en sus mejillas y lo besa con ternura.

—¡Como te mueras, te mato! ¿Me escuchas, Slatan?

—¿Tú crees… —su voz es un quejido agónico— que si me sacan estas dos balas y quedo medio apañado… me podrás enseñar a bailar con el aro ese?

—¿El hula-hop? Sí, sí…, claro que sí. Pero no hables, por favor, no hables.

—Tú no te preocupes por nada… —añade Eugene—, soy íntimo de la jueza de Ontario…, déjalo en mis manos, que en unos años estás en la calle. Voy a presentar un carro de atenuantes que se van a cagar…

En ese momento, dentro del bolsillo de Eugene comienzan a sonar los primeros acordes del Himno de la alegría. El representante de zapatos saca el móvil, mira el número y se le ilumina la cara.

—El número es de Ontario…, de Estados Unidos. Igual me está llamando mi hijo… Bobby. Doce años esperando su llamada y tiene que llamar justo ahora. Ha salido a su madre, eso está claro.

El terrorista lo anima desde el suelo a que conteste. Nota el corazón agotado, como un minutero en la recta final. Gira las cuencas de los ojos hacia Nancy. Es el único movimiento que le permite su cuerpo.

—Nancy…, ¿qué nombre le pusieron?

—¿Qué nombre…?

—Al perro… ¿qué nombre le pusieron al perro?

—Vagabundo…

—Vagabundo… Es bonito…, cuídalo, ¿vale? No ha tenido mucha suerte con sus últimos dueños…, que note que le importa a alguien…

Un par de policías los separan con violencia. A su alrededor han montado un cordón policial. Nancy procura darle un último beso, pero sus labios se aprietan contra el aire sin encontrar a Slatan. Un beso suspendido en la nada. Quizá el último que puedan darse en años. Quizá el último beso que puedan darse nunca.

—Te quiero, Slatan…

Es en ese preciso momento, antes de desaparecer dentro de la ambulancia camino del hospital militar de Mozdok, cuando Slatan tiene la certeza definitiva: no quiere aparecer en los bordados de las mujeres de Instalood, ni en la lista de los Mártires de Karadjistán, ni siquiera anhela vengar la muerte de su hijo. Tan solo desea guardar aquellos tres días de felicidad en la urna permanente de su recuerdo. Tres días de tregua. Tres días delgados y blancos como las manos que nos arrullan cuando viene la noche y tenemos miedo. Tres días en los que se ha sentido de nuevo en casa…

Desde fuera de la ambulancia, la voz de Eugene resuena de nuevo…

—¡¡Slatan!! ¡¡Hablé con mi hijo, con Bobby!! Tardó un par de días, pero me llamó. Dice que quiere verme… ¿Qué te parece? ¡Doce años después! La puñetera vida da segundas oportunidades…

Slatan ahoga una risa líquida antes de que dos soldados del grupo antiterrorista moscovita cierren las puertas de la ambulancia para siempre. Así fue…

FIN