VEINTICINCO

Dos minutos antes de cerrar el embarque, Nancy, el anciano, Eugene y Slatan atraviesan el trozo de pista de cemento que desemboca en una escalera de treinta escalones acoplada a la puerta del avión. Son los últimos pasajeros.

Varios operarios acaban de colocar el equipaje en las bodegas. Una de las últimas valijas es la jaula con el perro adoptado por Nancy y al que los niños han puesto nombre. El perro, al reconocer a Slatan, comienza a ladrar y a moverse como un poseso dentro de la jaula. Slatan lo mira con ternura, pero no puede detenerse. Trescientas treinta y dos vidas dependen de él, así que sube por la escalerilla del avión sin mirar atrás. El perro, asustado por el ruido del motor y por el mutismo de su dueño, se revuelve con desesperación. Salta y muerde las rejas de su prisión hasta hacer caer la jaula desde un metro de altura. La puerta de plástico se rompe y el perro sale corriendo. Varios operarios hablan por los walkies. Un perro corriendo libre por la pista de un aeropuerto es una alarma roja. Tendrán que atraparlo y retrasar los vuelos hasta que atrapen al perro.

Una vez dentro del avión, el extraño cuarteto avanza por el pasillo y se distribuye por los asientos asignados en las tarjetas de embarque. Nancy coloca su equipaje de mano en el compartimento de arriba. Tiene que desplazar dos bolsas de mano para encajar su maleta de viaje. Slatan, diez asientos delante, le señala con la cabeza la ubicación exacta del terrorista. Nancy lo busca un segundo con la mirada y asiente. No es difícil diferenciarlo entre la multitud de pasajeros. Está en la fila veintitrés. Su fisonomía remite a algo atávico y contrito. La barbilla cuadrada y la nariz aguileña. Una gran cicatriz delimita la geografía austera y arrasada del hombre. Nancy, decidida, sortea a una pareja de asiáticos que extraen sus almohadas de fundas de plástico y avanza hacia la cola del avión. Se detiene junto a los asientos de mamá July y los novios, que le sonríen.

—¿Dónde estabais…? No me lo digas… Eugene te ha llevado al bar a comerse otro bocadillo de beicon con queso… Mañana le pongo a dieta, lo prometo —dice sonriendo mamá July.

—¿Podéis venir un segundo a la cola del avión? Tengo algo que deciros…

—Pero… vamos a despegar… —interviene el novio—. ¿No puede esperar?

—Es urgente…, créeme —contesta con voz temblorosa.

Mamá July y los novios intercambian una mirada de extrañeza, pero asienten y la siguen. El anciano también acude a la reunión. Eugene, por otro lado, ocupa el asiento que está justo delante del terrorista suicida.

Cinco pasajeros se juntan en la cola del vuelo de Air Moscú con destino Nueva York. Nadie lo sabe, pero las vidas de trescientas treinta y dos personas entran en delayed.

Slatan se acomoda en el asiento asignado en su tarjeta de embarque. Sabe que cualquier cosa fuera de lo común aceleraría la detonación. No puede evitar pensar cómo ha cambiado todo. Hace unos días su mirada dibujaba la misma decisión suicida que la de ese hombre. Un odio medular que ascendía por la espalda. Una rabia ciega que se arracimaba en los dedos tensos que estrangulaban el cordel del detonador. ¿Qué había pasado? La vida es lo que había pasado.

Mientras tanto, en la cola del Boeing, tiene lugar la atropellada reunión de mamá July, los novios y el anciano judío. Después de que Nancy relate la historia, ocho minutos de silencio se adueñan de los asistentes. Varias azafatas pasan por delante sin entender los gestos contritos de aquellos pasajeros. Están asustados, confusos. Se sienten traicionados. Las lágrimas se mezclan con la angustia. Mamá July sufre un ataque de pánico. ¡Sus tres hijos están ahí fuera! El novio tiene que meterla unos minutos en el baño del avión de dos metros de diámetro, con jabón de mano y clínex de doble capa, hasta que recupera el control. Cuando salen, las voces susurrantes y los nervios atropellan las ideas del grupo. Denunciar. Avisar a la policía, al comandante, detener la locura. Nancy y el anciano aguantan serenos el desahogo lógico de sus amigos. Pero todas las soluciones que proponen están descartadas. Una tormenta de nieve los salvó la primera vez de morir carbonizados. ¿Qué les salvará esta segunda vez? Nancy ataja las voces y focaliza el problema.

—Solo hay dos opciones: morir o desarmar al terrorista… ¿Qué elegimos?

Otro silencio nuclear explota en el pasillo. Una azafata cargada con tres mantas los apremia para que ocupen los asientos y se abrochen los cinturones. Han sufrido un pequeño retraso, pero van a despegar en unos minutos. Cuando la azafata se aleja, todos tienen la misma sensación compartida: la cabina de aquel avión, segundo a segundo, adquiere las dimensiones reales de una urna funeraria.

Entonces, con la entonación con la que reclamaba la pensión todos los cinco de cada mes en la ventanilla del Citibank, el anciano judío habla. Una voz ligera y silábica con suave acento de San Petersburgo.

—¿Conocen el truco de los pañuelos?

Tres minutos después la improvisada reunión ha concluido. Con caras cetrinas y desencajadas, van ocupando sus asientos.

El novio se acerca al terrorista. Sonriente y desenfadado.

—Perdona, tío… —Su tono es enrollado y cercano—. Me acabo de casar con el ángel que tienes a tu lado, pero nos han dado asientos separados… y no soy capaz de soportar un viaje de once horas separado de ella. ¿Me cambias el asiento? Yo estoy ahí, dos filas delante…

El terrorista no se inmuta. No habla. No lo mira. Su cerebro procesa la información con el mecanicismo de una cadena de montaje. Sin valorarla ni ejercer juicios de valor. No contesta. No se mueve. La pregunta del novio no se corresponde con ninguno de los estímulos a los que debe responder. Ante su mutismo, la voz del anciano resuena unas filas más atrás.

—Yo os lo cambio, parejita… No molestes al señor. A mí me da igual ventanilla que pasillo. En cuanto despega el avión me baja la presión y me paso dormido todo el viaje.

El cuerpo ajado del anciano judío se levanta, avanza por el estrecho pasillo y se sienta junto al terrorista suicida. Por los altavoces del avión se escucha la voz de una azafata: «Cierren puertas, tripulación de cabina». El anciano, con los músculos azotados de osteoporosis, se sienta junto al terrorista y le sonríe.

—Con ganas me echaba un cigarrito ahora…

La mano tensa del terrorista acaricia el cordón del detonador. Eugene, apoyado sobre el cabecero, asoma medio cuerpo dando conversación al anciano. Procura que la voz suene casual y protocolaria.

—Parece mentira, ¿no? Los jóvenes se siguen casando. Eso es porque no saben lo que viene después; la ruptura, los abogados y la ruina. Para cuando te quieres dar cuenta, te han quitado la custodia y han puesto a la venta tu casa en Internet. —Mira hacia los novios sonriendo y grita—. ¡Que seáis muy felices! —Después llama la atención de mamá July, que está dos asientos a su izquierda y señala al bebé—. A ver ese angelito…, déjamelo.

Mamá July da un beso en la mejilla a la criatura y se lo tiende envuelto en una manta. Si el terrorista se hubiese fijado, le habría visto apretar los labios para evitar que ningún chillido escapase de su garganta. Eugene procura impermeabilizarse y atenerse al plan diseñado. Una azafata se acerca iracunda.

—Por favor, tiene que poner al bebé el cinturón de seguridad…, vamos a despegar.

—Ya, ya…, es que tiene los diques de contención hasta los topes…, o le cambio el pañal a la criatura o se desborda…

La azafata cabecea y se aleja hacia la cola del avión. El representante de zapatos, con el bebé en brazos, sopesa el peso del pañal y sonríe.

—No es culpa mía…, el bebé lleva la bodega hasta los topes… —Suelta los velcros del pañal y le hace cucamonas a la criatura—. Qué mofletitos tiene…

Con pericia, le quita el pañal y levanta al bebé al tiempo que un chorro de pis infantil sale del pito del niño y moja la chaqueta del terrorista. Eugene se gira y procura disculparse de forma atropellada:

—Perdón, perdón… El nene, que parece un grifo…, es soltarle el pañal, verse libre y apuntar…

En ese mismo instante, respondiendo a una coreografía nunca ensayada, el anciano judío saca un pañuelo del bolsillo y se apresta a secar las exiguas gotas de pis que han salpicado la chaqueta del terrorista. Eugene, con un paquete de clínex, colabora también. Un lío de manos se forma en el regazo del terrorista, que, violento, acaba apartándolas. En las paredes de fibra de la cabina rebota la voz del comandante dando instrucciones a la tripulación: «Maniobra para entrar en pista».

El terrorista se levanta del asiento maldiciendo y escupiendo insultos ininteligibles de rabia. Salta por encima del anciano y sale al pasillo. En la mano derecha sostiene el cordel dispuesto a inmolarse, a concluir la misión. Decidido a pasar a la historia de los Mártires de Instalood. Aprieta la mandíbula. El avión enfila la pista de despegue acelerando motores y colocando los flaps en posición.

Y entonces, sin que nadie pueda evitarlo, sin que los controles de seguridad del aeropuerto sean capaces de detectarlo, sin que Mislak, comandante de aduanas y encargado de pasar nueve horas al día con las pupilas clavadas en una pantalla de doce pulgadas lo perciba…, el terrorista tira del cordel del chaleco de explosivos.

Pero no ocurre nada.

La deflagración espera enmudecida.

Los trescientos treinta y dos pasajeros siguen respirando.

Tira de nuevo. Pero el cordón no provoca ningún impulso eléctrico en la batería, ni detona la carga de amonal. Simplemente, el cordón sale y sale del chaleco de explosivos hasta que, en el extremo de la madeja, aparece una flor de papel de colores chillones. El terrorista mira la flor sin dar crédito. ¿Qué ha sucedido? ¿De dónde ha salido todo ese cordel? ¿Por qué no ha estallado el explosivo? ¿Qué ha salido mal?

Al terrorista karadjo habría que explicarle la increíble biografía del anciano judío. Mauthausen, la Escuela de Porolov, el hambre y el miedo acumulado en aquellos dieciséis meses de concentración donde olió los cuerpos incinerados de sus padres y hermanos. El anciano acababa de realizar su último número de magia. El mismo que había empleado como truco de entrada durante cuarenta años. El cambiazo era sencillo. Consistía en subir a alguien del público y hacerle notar que se le había soltado un hilo de la chaqueta. Después, el mago comenzaba a tirar poco a poco del extremo de la hebra, que se convertía, por arte de magia, en una ristra de tela de dos metros y que finalizaba en una colorida flor de papel. La gente reía y aplaudía. Un número perfecto para calentar al público.

El cambiazo dependía de dos cosas: crear un momento de distracción y ser rápido con las manos. Pese a la artrosis, sus dedos aún se movían como los de un concertista de piano. Suficientemente rápidos para dar el cambiazo de cordel. La distracción oportuna había sido el inocente meado del bebé. Un momento de desconcierto que permitía que la mano que aferraba el cordel detonador se aflojase. Tan solo había tardado tres segundos en realizar el cambiazo. Sin lugar a dudas, la actuación más destacada de su vida, aunque no hubiese levantado ovaciones.

Cómo le hubiese gustado que sus padres estuviesen allí, viéndolo. Se sentirían orgullosos. La última vez que lo vieron era un famélico niño de doce kilos de pellejo y huesos, con una quejumbrosa tos seca que se convertiría meses después en neumonía. Con la mirada huidiza y derrotada de los estigmatizados por la guerra. Ese niño frágil y aterrorizado que disfrutaba viendo cómo su padre le sacaba trozos de pan de detrás de las orejas había conseguido salvar la vida a trescientas treinta y dos personas. Cómo le gustaría que estuviesen allí papá y mamá. Cómo le hubiese gustado que por un segundo lo hubiesen abrazado como a un niño de ochenta y dos años.

Aprovechando el desconcierto del terrorista, Slatan salta por encima de los asientos y se abalanza contra su compatriota decidido a atenazarle la mano izquierda e impedirle que accione el mecanismo de retardo de la bomba. El novio, desde la fila doce, también salta como un resorte y sujeta el otro brazo. Los tres caen al suelo del avión. Forcejeando en menos de treinta centímetros de pasillo alfombrado con logotipos azules de Air Moscú. El novio se golpea la nuca con la base metálica de un asiento, pero consigue inmovilizar el brazo. Slatan se concentra en evitar que no cierre los dedos de su mano izquierda. Sabe que sus vidas dependen de que no consiga accionar el detonador de retardo de la bomba. Pero en mitad de aquel avión mudo y temeroso, un imperceptible «clic» ratifica que ha llegado tarde. Unas décimas de segundo tarde que separan la vida y la muerte. Unas décimas de segundo que se clavan como cuchillas fúnebres en la esperanza de vida de trescientos treinta y dos pasajeros.

Slatan levanta la cabeza y mira al fondo del pasillo. Varias docenas de cabezas se asoman paralizadas de miedo. Una transfusión de terror primitivo les invade el riego sanguíneo. Nancy, arrodillada en el pasillo, lo mira asustada.

—¿Qué ha sido ese ruido?

—Ha apretado el botón de retardo de la bomba…, la ha accionado…

Eugene se acerca por detrás colocando todo su peso sobre las piernas del terrorista inmovilizándolo.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que el amonal va a estallar en cuatro minutos… y no podemos hacer nada para impedirlo…