Slatan, frente al espejo de la habitación, se coloca el chaleco alrededor del pecho. Minuciosamente. En el cristal ha dejado trozos de cinta americana que van ajustando la bomba a su pecho componiendo un puzle irresoluble.
Dieciséis minutos después, Slatan se sube al autobús. Es el segundo viaje organizado por Air Moscú para trasladar a los pasajeros al aeropuerto. Se sienta en la cuarta fila, junto a la ventana y pone su bolsa marca Asperto en el asiento vacío para evitar que lo ocupen. Pero todo ha cambiado en tres días. El universo afectivo se ha desarrollado como una enredadera salvaje diseñando puentes entre los que eran desconocidos hace tres días. Nancy entra en el autobús, lo busca con la mirada y, sin preguntar, aparta la bolsa y se sienta junto a él. Después le da un beso en la mejilla, se enreda en su brazo y apoya la cabeza en el hombro. Duda un momento y confiesa con voz de niña:
—Slatan…, no sé qué te parecerá…, pero se quedaba solo y me ha mirado con ojitos suplicantes… He metido al pastor alemán en el guardaequipajes del autobús. En el hotel me han dado una jaula… ¡Se viene con nosotros a Nueva York…! ¿Te has enfadado? —pregunta con ronroneo gatuno—. Dime que no te importa…
—No me importa…, no me importa nada…
—Gracias… Por cierto, los niños le han puesto nombre…
Antes de que Slatan pregunte el nombre del perro, el niño sordo aparece en el pasillo, se suelta de la mano de mamá July, trepa por el asiento y se sube en las rodillas del terrorista quedándose ahí, con la frente apoyada en el cristal. Slatan se ha enfrentado a una tormenta de nieve, al arco de seguridad del aeropuerto de Yul Moscova, pero nada puede hacer contra el amor. Un dique de emociones desbordadas. Vulnerable y perdido, mira por el espejo retrovisor del autobús y ve el reflejo distorsionado de los rostros sonrientes de los pasajeros. Todas esas caras, antes desconocidas, ahora amigas.
El autobús tarda menos de una hora en llegar al aeropuerto. Unos tímidos rayos de sol se reflejan en las cristaleras exteriores. Los pasillos son un hervidero de gente apresurada. Sentado en la zona de embarque, Eugene ejerce de padre improvisado sonándole los mocos a Alex. Bajo el brazo lleva un oso de peluche y una PSP. Por el bolsillo de la chaqueta le asoma un trozo de sándwich de pollo mordido. Mamá July mira la estampa y sonríe enternecida. Hace mucho tiempo que no disfruta de una familia completa. De los pequeños momentos que convierten la intimidad en una suerte de limbo protector. Eugene le limpia los mocos a Alex.
—Es un catarrito de nada, pero los catorce bajo cero le van a hacer fuerte… como a los esquimales —dice Eugene guardando el pañuelo usado en la manga de la camisa prevenido para usarlo en un minuto.
—A los esquimales les irá muy bien, pero Alex va a ir con gorro y bufanda hasta los dieciocho… y calla que no le ponga un cascabel para saber dónde anda.
Se ríen. Hace sonar el sonajero, del que sale un sonido mate y tranquilizador. Nancy se acerca inquieta.
—Perdona, Eugene, ¿me puedes ayudar? Slatan lleva más de cuarenta minutos en el baño y no sale. Te pensarás que soy una histérica…, pero creo que algo va mal.
Oliver se acerca y Eugene le pone el sándwich de pollo en la boca. El niño pega un mordisco y se aleja corriendo para seguir jugando con la máquina expendedora de chocolatinas y snacks. El juego consiste en meter monedas imaginarias y obtener suculentos platos combinados donde nunca faltan las patatas fritas. El norteamericano mira serio a Nancy.
—Te digo una cosa…, no eres una histérica, pero si comió fajitas el otro día…, poco tiempo me parece…, que yo estuve hora y media en el baño del hotel y todavía me queda masa dentro.
La chica le devuelve una mirada suplicante. Eugene asiente y le da un beso en la mejilla.
—No te preocupes…, igual se ha quedado sin clínex…, yo, una vez, en Madison tuve que echar mano de la corbata. —Mira a mamá July—: Si tardo, id embarcando, ¿vale?
Nancy lo sigue. El norteamericano entra en el baño, que huele a desinfectantes industriales. Está vacío. Pero de uno de los retretes compartimentados sale un ruido ahogado: el sonido del derrumbe.
Si el acero tiene un punto máximo de resistencia situado en doscientas toneladas por metro cuadrado, el punto máximo de resistencia de Slatan debía de situarse en algún punto inconcreto de abrazos y besos por metro cuadrado. Una resistencia, que una vez superada, transforma el acero, el fanatismo y la imperturbabilidad en polvo inconsistente y barro.
Ahí estaba el terrorista karadjo. En el minuto exacto donde todo quiebra. Donde el hormigón se agrieta y el acero se funde. En el minuto exacto donde la vida te voltea como una ola en la orilla del mar Negro. Donde la llamada telefónica anuncia la muerte de un hijo por accidente de moto. O el infarto repentino, o el ataque de ansiedad. El momento exacto donde el músculo de la felicidad sufre una contractura. La flojera de los aparatos motores.
—¿Slatan…? ¿Te pasa algo?
Los ciento cuarenta y dos kilos se acercan a la puerta del servicio con preocupación. Nancy aparece detrás de él y se aproxima también. Ninguno de los dos se atreve a mirar dentro de ese baño. Saben que algo va mal.
—Amigo, vamos a embarcar en un par de minutos ¿Estás ahí?
La única respuesta es un nuevo quejido que no suena dentro del servicio, sino dentro de la conciencia. Un sonido gutural, de regulador de oxígeno obstruido. Eugene avanza un paso y cuatro nudillos sebosos golpean la puerta.
—Estoy con Nancy…, nos estás empezando a preocupar…
Nancy supo en ese mismo instante que las canciones no hablan de lo realmente importante. Y que un estribillo difícilmente puede albergar el miedo a que la vida te defraude. Dentro del servicio, sonaba el débil llanto de Slatan, como el de un recién nacido lejos del calor de la vida.
Los goznes de la puerta se abren engrasados de culpa. Sin un chirrido. Dejando paso a la imagen del patetismo: Slatan tirado en el suelo. Con un codo apoyado en la taza del retrete. Desvalido. Con el rostro hundido entre las manos. Con las lágrimas corriendo incontenibles camino de la boca. Las piernas estériles. La espalda combada. Los dedos crispados. En torno al pecho, como un parásito agarrado, el chaleco de explosivos desmantelado. Con un nudo de cables y conexiones esparcidos por el suelo. Un rudimentario objeto de muerte conectado a la batería de un teléfono móvil. El pasaporte al libro de los Mártires del Instalood y las canciones de los niños karadjos.
No hay error posible. Nancy y Eugene lo saben.
—¿Qué es eso? ¿Qué son todos esos cables?
No necesitan respuesta. Tienen delante a un terrorista suicida. ¿Cómo no se han dado cuenta antes? ¿Cómo pueden haber estado tan ciegos? En sus cerebros recorren instintivamente momentos vividos en el hotel durante esos tres días. Cabos sueltos y actitudes extrañas que adquieren significado.
¡Era evidente!
Esa mirada fría, ese mutismo cerrado. Esa ausencia de vida y calor. El significado de todo acude a sus cerebros con la clarividencia de un altavoz que palpita antes de una llamada telefónica. Todos los puntos sueltos se trazan ahora en línea recta. Se llenan de contenido: Slatan es un terrorista. Slatan, su amigo, su confidente, su amante…, es un maldito terrorista suicida.
—No me lo puedo creer —musita Eugene—. ¿Es… una bomba…? —Coge un cable rojo y tira de él para tener la certeza física del tacto—. Grandísimo hijo de puta… ¡Dijiste que eran medicinas y son bombas! ¡Eres un terrorista…!
Las piernas de Nancy se doblan con la inconsistencia de la plastilina y se sienta en el suelo. Slatan sigue paralizado como en uno de esos juegos infantiles donde solo te puedes mover cuando no te mira nadie. Nuevas lágrimas comienzan a filtrarse entre los párpados cerrados.
Eugene es el primero en reaccionar. Agarra por las solapas al terrorista, lo levanta y lo empuja hasta estamparlo contra los azulejos blancos. Slatan sigue sin reaccionar, superado por la culpa. Nancy continúa sentada. Colapsada. Eugene vuelve a tensar los músculos fofos de sus brazos y lo empuja fuera del baño, a la zona de pasillos. Desde allí se ve la cola frente a la puerta de embarque. Quedan pocos pasajeros frente al mostrador. Las puertas se han abierto hace rato y la gente ya se está acomodando dentro del JF 4583. El terrorista no pone resistencia. Su biorritmo marca la actividad de un muerto en vida.
—¡Te vas a pudrir en una puñetera cárcel rusa…! —Lo zarandea con fuerza—. ¡Eras mi amigo! ¡¡Mi amigo!!
Por la puerta del baño aparece Nancy, descolocada, muda. Incapaz de hablar.
—¡Míralos…! ¡¡Ten los cojones de mirarlos a la cara…!!
Señala a los pocos pasajeros que quedan en el lobby. Entre las caras conocidas está el anciano judío, que los mira sin entender nada.
—¡Toda esa gente te quería…!
Eugene se coloca a un palmo de su cara. Con las manos estrangulando la chaqueta. Dándole una última oportunidad.
—Dime la verdad…, ¿pensabas volar el avión y matarnos a todos?
El silencio que se crea entre las dos bocas es culpable y violento. Slatan responde.
—Sí… Hace tres días sí…
Lo suelta lentamente. Da un paso para atrás y, decidido, se va hacia el control de seguridad que está a cincuenta metros. Un grupo de policías de fronteras cachean rutinariamente a un pasajero checheno. Slatan se queda en mitad del pasillo. Varado entre dos mundos y dos conciencias. Sabiendo que le ha fallado a todo el mundo. Slatan mira a Nancy vulnerable, incapaz de articular una palabra. Nancy le suplica.
—Dime que es mentira…, dime que no querías matarnos y te creeré… Dime que te obligaron y te creeré… —Su voz se desquicia y eleva el tono—: ¡¡Dime algo para que te crea!!
Silencio.
—Pues mátame…, vamos…, mátame.
Le golpea la cara y el pecho. Slatan no se defiende. No puede. Los puñetazos infantiles y desencantados de Nancy le parecen caricias comparadas con las llagas abiertas de su conciencia.
Mientras tanto, a treinta metros de allí, en el lobby del aeropuerto, junto a los asientos de cuero que prometen masajes relajantes por treinta rublos, Eugene avanza hacia la policía de aduanas. En las pantallas de televisión aparecen carteles de last calling que anuncian el vuelo destino Nueva York. Las azafatas de Air Moscú comprueban las listas de los pasajeros. Nancy, frente a Slatan, sonríe triste.
—Tiene ironía, ¿no? Parece que los momentos más importantes de mi vida transcurren en los servicios. ¿Y ahora qué…? ¿Por qué no estallas el chaleco de explosivos y acabas con todo?
Pero Slatan no contesta. Tiene los ojos clavados en una figura que le resulta familiar. A ochenta metros, entre los últimos pasajeros que se apresuran a embarcar, distingue el rostro del hombre con la cicatriz brutal en la cara. El terrorista con el que se cruzó en el hotel Emperator. Una película de imágenes desfila por la cabeza del karadjo. ¿Qué sentido tiene otro terrorista en el mismo vuelo? ¿Qué está pasando? Tarda tres segundos en comprenderlo.
—No se fían de mí…
Nancy lo mira confusa.
—¿Qué?
—No se fían de mí… y han mandado a otro terrorista por si me arrepentía y no era capaz de cumplir la misión.
Mientras tanto, Eugene avanza golpeando con sus tacones de mujer las abrillantadas losetas del pasillo. Los ciento cuarenta y dos kilos irrumpen en el pequeño grupo de policías de aduanas que comentan el caos del primer día de apertura de aeropuerto y se ajustan los guantes de látex en los dedos índice y corazón. Eugene imposta la voz para dar solemnidad al momento. Habla un inglés atropellado y nervioso.
—Caballeros, presten atención, tengo información reservada. ¡Hay un terrorista en el aeropuerto!
Mislak, comandante de aduanas y encargado de pasar nueve horas al día con las pupilas clavadas en una pantalla de doce pulgadas radiografiando el interior de los equipajes, procura interpretar lo que aquel tipo obeso afirma. Su inglés precario le permite entenderse con turistas despistados, pero no acaba de interpretar ese torrente léxico. Probablemente se trate de otro perturbado. Los aeropuertos tienen mucho de sanatorio mental. Sobre todo el primer día después de la tormenta. La gente llevaba toda la mañana moviéndose por los pasillos como hormigas antes de la lluvia. Apresuradas y torpes.
—¿Disculpe? ¿Ha dicho terrorista?
—Sí, he dicho terrorista —repite nervioso—. Un desgraciado que nos quería matar… Después de haberlo querido como a un amigo. Era mi compañero de habitación. Dormíamos juntos, desayunábamos juntos…, ¡por Dios…! ¡Hasta compartíamos el váter!
En el otro extremo del aeropuerto, las terminaciones nerviosas de Slatan se llenan de sangre bombeadas por un corazón frenético. Gira la cabeza noventa grados y piensa qué hacer. De pronto, echa a correr por el pasillo hacia el control de seguridad por donde ha desaparecido Eugene. Nancy, desconcertada, corre detrás de él.
Eugene procura dar coherencia semántica a sus atropelladas palabras.
—Era mi amigo…, pero me estaba engañando, el muy cerdo. Quería hacerse estallar. —Abre los brazos todo lo que puede—. ¡Booom! ¿Me entienden? Booom y a tomar por saco.
Al ver a Slatan acercarse corriendo, lo señala incriminándolo.
—Es ese. El canalla al que contaba mi vida —habla con dolor—, pasamos alguna noche charlando sobre mi hijo Bobby… y él solo tenía en la cabeza acabar, reventarme la vida. La de todos…
Los policías miran alternativamente a Slatan y al representante de zapatos. Como un partido de tenis que se jugase con dos pelotas en pista. Mislak interroga de nuevo a Eugene:
—¿Me lo quiere repetir? ¿Cuál es el problema exactamente?
—¿Que cuál es el problema? ¡¡Cómo leches se dice terrorismo en ruso!!
Se da la vuelta, alterado, y señala a Slatan justo cuando este se le echa encima, lo sujeta por los brazos y lo atrae hacia sí.
—Eugene, ¡escúchame!
—Él es el problema…
El karadjo apoya frente contra frente y le habla a dos centímetros sosteniendo la cara de Eugene entre las manos. Con una primitiva e íntima familiaridad. Los policías de aduanas, perplejos, esperan junto a ellos. ¿Qué sucede con estos pasajeros? El aeropuerto de Yul Moscova es pequeño. Tan solo tiene tres vuelos internacionales. En el control de aduanas están acostumbrados a pequeñas polémicas generadas por un frasco de perfume confiscado e incluso por pequeños intentos de narcotráfico, pero de la boca de aquel gordo norteamericano ha salido la palabra terrorismo. Eso los hace permanecer alerta. El karadjo susurra junto al oído de Eugene.
—¿Recuerdas lo que has visto en el váter? Pues hay más…, más medicinas aparte de las mías. Hay más.
Eugene se queda un momento calibrando el alcance de sus palabras. La información llega a sus neuronas con la misma lentitud con la que el colesterol se va adueñando de sus arterias. Por fin, reacciona violentamente.
—¿Pero qué sois? ¿Una maldita franquicia, como los Starbucks? —Mira hacia el grupo de policías—. Es peor aún. Es un terrorista. ¡Y tiene amigos terroristas…!
Slatan lo abraza desesperado.
—Si me detienen ahora, no podré impedirlo. Confía en mí…, hace unas horas me dijiste que yo era tu amigo…, te lo pido por nuestra amistad.
Se zafa de un empujón.
—¿Amistad? ¡Pero qué puñetera amistad vamos a tener!… ¡Nos querías hacer volar por los aires!
—Eso era antes…, tienes que creerme…, ahora solo intento evitar un atentado…
El policía de aduanas, harto, se adelanta un paso intentando adueñarse de la extraña situación.
—Me van a acompañar los dos a la oficina…
Eugene asiente, sereno.
—Vas a acabar en una cárcel el resto de tu vida…
El cerebro de Slatan funciona a diez mil revoluciones por segundo. Si lo arrestan, quince minutos después una bola de fuego caerá sobre Moscú. Los restos del Boeing 747 serán la pira funeraria de sus amigos. No puede permitirlo. Mira fugazmente los zapatos de mujer que lleva Eugene y mira a Nancy procurando que entienda un mensaje no verbal. Una conexión vía Bluetooth mental. Adopta una actitud afeminada y comienza a gritar en ruso.
—¡Me tienes harto! Lo siento, cariño…, pero estoy hasta aquí —dice colocando el dedo índice en la frente— de tus celos de loca y de tus numeritos de aeropuerto… ¡Harto! ¡Yo te quiero! ¿Por qué tiene que ser siempre todo taaan difícil?
Desesperado, Slatan coge la nuca de Eugene y, por sorpresa, cubre la distancia que separan sus bocas y lo besa. Es un beso torpe, preadolescente. Un beso verdaderamente robado y a contrapié. Eugene no sabe por dónde le viene el aire. Desconcertado, se intenta retirar, pero los brazos del terrorista lo sujetan con firmeza.
Nancy ha entendido cuál es el plan de Slatan. Una salida desesperada y absurda. Quizá tan absurda que pueda funcionar. Sonríe destensando y habla con el grupo de policías en un perfecto inglés para niños.
—¡Tooodo el día igual! —Enumera con los dedos a modo de lista de reproches—: Que si eres un terrorista, que tú un cerdo, que tú un asesino, que ahora te quiero, que ahora no… Doce versiones de amor y odio a la semana…, ¡me tienen harta…! —Se encoge de hombros y abre teatralmente los brazos—. ¿Qué pasa en el mundo gay? ¡No superan la edad del pavo! Todo el día hormonados como dos quinceañeros…
Los policías miran los zapatos de tacón de Eugene y no pueden por menos que sonreír ante la cómica pareja. Mislak hace un gesto obsceno con la boca y los señala. Su broma levanta la carcajada general. Eugene y Slatan siguen forcejeando con los labios pegados. Los policías los dan por imposibles y se alejan bromeando. Slatan, por fin, libera a Eugene, que se limpia los labios y mira a Nancy.
—Chica, ya sé qué has visto en él. Será un terrorista…, pero da unos besos de tornillo que quitan el sentido…
Slatan lo mira suplicante. No tiene un minuto que perder.
—Hay otro terrorista con una bomba en el avión. Ya sé que os he mentido y traicionado, y que merezco un tiro en la nuca, pero si ahora me detienen, ese terrorista se hará estallar y todos morirán, todos.
Eugene mira asustado a Nancy buscando instintivamente que se ponga de su lado. Que le confirme que todo lo que está diciendo es mentira. Una estrategia de asesino. Un gesto que aporte algo de sensatez a esos cinco minutos de locura. Pero no lo consigue. Algo en el temblor de Nancy le hace comprender que es verdad. Mira hacia la sala de embarque y descubre que no queda prácticamente nadie sin subir al avión. Tan solo el anciano judío los mira parado sin embarcar. Quizá algo de la casi centenaria naturaleza del anciano le proporciona la premonición de la desgracia. En los altavoces, una azafata con acento ruso hace la última llamada en inglés: «El vuelo 4583 salida Moscú con destino Nueva York va a cerrar en unos minutos las puertas». Eugene habla para sí, asustado.
—Dios mío… July…, los niños… están ahí dentro. Hay que avisar a la policía.
Slatan recupera el aplomo y la seguridad.
—Escúchame…, es tarde para avisar a la policía… Ese hombre ha recibido las mismas instrucciones que recibí yo. Tardará una fracción de segundo en hacerse explotar si ve algo raro. Tenemos que subir a ese avión y desarmarlo… o todos morirán.