El viento ha dejado de golpear las contraventanas y un rayo de sol pugna por abrirse hueco en el valle. Cuando Slatan abre los ojos, Nancy no está. Sonríe al recordar el cuerpo sensual junto al suyo. La intimidad del calor nocturno. Se incorpora. Eugene no ha dormido en la cama de al lado. Cuando va a buscar la ropa en la silla de la entrada, descubre que donde estaba su viejo traje de cheviot se encuentran un jersey de lana con arces bordados, unos pantalones de pana, unas botas con forro de borrego y un gorro con orejeras. Alineada, limpia y muy hortera. Slatan despliega encima de la cama aquella ropa desconocida y colorista. Su estado de ánimo se balancea entre el enfado y la perplejidad. Cuando entra Eugene en la habitación, lo interroga.
—¿Dónde está mi ropa?
El representante de zapatos se encoge de hombros, como pidiendo excusas y señala hacia el exterior.
—Fue una idea de Nancy. Dijo que te haría gracia…
Se asoma por la ventana y distingue a cincuenta metros el muñeco de nieve vestido con los restos de su viejo traje. Mira al cielo escogiendo la blasfemia precisa para cagarse en todo. Eugene, inocente, añade:
—No te lo tomes así…, tu ropa parecía de vagabundo. Y te digo más…, a mí también me ha pasado; un viaje corto, un par de mudas, un imprevisto y te quedas con los calzoncillos zarrapastrosos una semana.
Slatan mira la ropa que hay encima de la cama.
—La ropa ha salido de una colecta que hemos montado en el comedor. Todos querían participar. Nos sentimos en deuda contigo. Si no fuera por ti, ese pobre niño… Gracias, amigo.
Eugene lo abraza reprimiendo las lágrimas. Sus brazos romos y circulares lo atenazan como un oso. A Slatan lo pilla descolocado, sin defensa posible y le devuelve el abrazo con dos palmaditas ridículas en el hombro, «ya, ya…». El norteamericano le habla íntimo:
—Otra cosa… —Sonríe ampliamente y baja el tono de voz, como un amigo contando confidencias—. He tenido una aventura, con July… Nada de sexo, entiéndeme, pero… hemos dormido juntos… desde el amanecer… un ratito.
—Bien…
—Y al despertarnos, ¿qué crees?
—No sé…
—¡No ha dicho nada de mis ronquidos! ¿Te lo puedes creer? Ronco como un oso y no ha dicho ni pío. Yo creo que eso es amor, ¿no te parece? Creo que vamos en serio…
Lo mira sin saber por dónde salir.
—Me alegro, Eugene.
—Quería que fueras el primero en saberlo…
El terrorista se pregunta cuándo se hacen los amigos. ¿A los seis años? ¿En el colegio? ¿En la universidad? Él, a los treinta y cuatro, acaba de hacer uno. Realmente un buen amigo. Eugene, ajeno a todo, le tiende el puño en un gesto de complicidad masculina. Slatan no tiene más remedio que chocar el puño. La sonrisa abierta de Eugene se transforma en la promesa de una biografía nueva junto a mamá July. La celebración de nuevos recuerdos. Un álbum de fotos con cientos de fotos que añadir y quizá el primero de muchos domingos susurrados bajo las sábanas.
—¿Y tú…? ¿Qué tal tú con esa niña preciosa, Nancy?
—Bien.
—¿Sabes lo que creo? Que todo esto: la cancelación del vuelo, venir a este hotel, la tormenta…, todo ha sido una señal. Ya me entiendes…
Indica con el dedo índice al cielo.
—El tipo de allá arriba, el jefe del cotarro, nos ha hecho una señal y nos ha obligado a estar aquí enclaustrados tres días para que nos conociéramos…
—¿Y para qué quería que nos conociéramos? —pregunta Slatan mientras se mete por el cuello el ridículo jersey con arces estampados.
Se encoge de hombros.
—Pues no tengo ni idea, la verdad. Yo solo entiendo de zapatos de cuña y plataformas. Pero se supone que las cosas pasan por alguna razón, ¿no?
Es cierto, quizá las cosas pasen por alguna razón secreta. Pero los doscientos cincuenta gramos de amonal siguen esperando indiferentes a las razones. Mudos a los argumentos. Terribles en las consecuencias. Expuestos a la terquedad impermeable de la muerte serena.
Diez minutos después, Slatan y Eugene entran en el comedor. Una treintena de pasajeros los aguardan. Han preparado una improvisada fiesta que se inaugura con una ovación cerrada. El karadjo, al sentirse el centro de atención, recula y le empiezan a sudar las manos. Intenta volver a la habitación, pero una docena de brazos lo conducen a una mesa donde hay montado un desayuno con repostería resguardada en urnas de cristal, huevos revueltos, beicon, zumo de naranja y café. Presidiendo la mesa, un jarrón con gladiolos blancos de invernadero (que hasta ese momento decoraban la suite del hotel, pero que ahora decoran el desayuno de Slatan). La servilleta está anudada en forma de cisne y alguien ha extendido sobre un plato mermeladas de fresa, melocotón y ciruela recreando los colores de la bandera de Karadjistán. Eugene, al ver la cara de desconcierto de su compañero de habitación, intenta calmar los ánimos.
—No lo agobiéis, no lo agobiéis…
Las preguntas de los turistas se solapan.
—¿Cómo conseguiste encontrar al niño en la montaña?
—¿Eres soldado? ¿Sabes rastrear las huellas?
—¿Tienes un sexto sentido?
De pronto, todo el mundo se calla. En la puerta del comedor han aparecido mamá July y Alex. El niño lleva las manos y los pies vendados con gasas sanitarias. Se acerca hasta la mesa y sin pronunciar una sola palabra se sienta en las rodillas del terrorista, le da un beso en la mejilla y se recuesta en su regazo. Como un muñequito agradecido. Slatan aspira el aroma inerme del niño y, por segunda vez en años, sonríe.
En la pared de enfrente, un televisor emite el parte meteorológico sin que nadie le preste atención. Al parecer, el tiempo mejora. La activa ola de frío y nieve que asola Moscú empieza a remitir y el buen tiempo permitirá que la gente retome sus vidas. Las corbatas volverán a ajustarse en torno a los cuellos, las Blackberrys alarmarán sobre reuniones aplazadas y los besos protocolarios volarán sobre las mejillas en despedidas abreviadas. Dentro de unas horas los aeropuertos bullirán repletos de zozobras y delayed. La vida desgastada y fugaz emprenderá el vuelo. Como si del odio al amor no hubiese más que tres días.
Durante el resto del día Slatan procura estar en el bosque, lejos de la gente. Acompañado del perro, se interna en la espesura, pero Nancy, Eugene, los novios y el anciano salen a su encuentro y a media tarde improvisan un picnic a cero grados. Bromean sobre el buqué del vino a temperatura ambiente y solo regresan al hotel cuando Nancy reta al resto de la excursión a una partida en la Wii de su habitación.
Por la noche se reúnen en el comedor ante la que promete ser la última cena en el hotel Limbads. El ambiente es festivo y relajado. Los recepcionistas, los cocineros y las limpiadoras del hotel se incorporan a la cena ante la insistencia de Eugene. Una extraña simbiosis ha terminado convirtiendo a esa pandilla de extraños en amigos. Como esos campamentos veraniegos donde se estrechan lazos que parecen para siempre y donde los días adquieren el peso específico de semanas.
Sobre el escenario, el anciano judío realiza un improvisado truco de magia. Hace subir a Nancy y le comenta que tiene un hilo suelto en uno de los botones de la chaqueta. Que si le permite tirar de la hebra. Nancy sonríe y asiente. El anciano comienza a tirar y tirar del hilo, que no parece acabar nunca. La gente se ríe a carcajadas. Al final del hilo aparece una flor de papel. Todos aplauden. El anciano saluda ceremoniosamente. A continuación, son los novios los que suben al escenario y entonan precariamente una canción de los Beatles, A day in the life, con coreografía incluida. La novia viste un colorido vestido de tirantes superpuesto sobre un jersey de cuello cisne. En un momento de la canción, al novio se le olvida la letra y decide abreviar la actuación y terminar con un apasionado beso que hace que el aforo completo se levante y aplauda.
Slatan, sentado en un rincón, mira a todos los pasajeros con frialdad mineral. En el mantel han quedado desperdigadas algunas migas de pan. Con el cuchillo las rastrilla y las agrupa en dos montoncitos iguales. Afuera no nieva y mañana por la mañana un autobús de Air Moscú vendrá a buscar a los pasajeros para conducirlos al aeropuerto. Mañana se retomarán los proyectos aplazados. En su caso, un atentado terrorista. Donde todos disfrutan una fiesta de despedida, él soporta una necrópolis anunciada. Sobre el escenario, el novio, antes de despedirse, pide con los brazos un segundo de silencio y se lleva el micrófono a la boca.
—Venga, Slatan…, anímate, una canción de Karadjistán.
—Eso…, ¡a ver cómo suena! —añade la novia.
Eugene salta al escenario como un resorte y le arrebata el micrófono para evitar males mayores.
—No insistáis, chicos, Slatan no es de cánticos…, lo conozco bien…
Un silencio de tumba se extiende por toda la platea. Ni siquiera la banda sonora de las ventanas golpeadas por el viento acompaña la noche. El karadjo, concentrado en los dos montones de pan, parece no reaccionar. De pronto, ante la sorpresa de todos, se levanta y avanza hacia el escenario. Sube los tres escalones y coge el micro. Sin atreverse a levantar la cabeza, murmura tímido:
—Solo sé una canción. No vais a entender la letra…, está escrita en un dialecto de mi tierra…
Comienza a susurrar una letanía extraña. El tono es muy bajo, casi introspectivo. Es la misma canción racial de sacrificio y odio que cantó en el hotel Emperator cuando Huvlav y un desconocido le instalaron un chaleco de explosivos y le dijeron que todo iba a ir bien y que debía hacerse estallar sobre Moscú. La voz suena confiscada en la garganta. El extraño dialecto es incomprensible para todos los asistentes.
Rusia hundió nuestro honor bajo tierra. Aniquiló nuestra esperanza, cien años de opresión ya son suficientes. Este es el momento en el que van a morir…, van a morir…, van a morir…
A medida que la canción avanza, la articulación es más serena y contundente. El anciano coloca las manos sobre las teclas amarillentas y quemadas de colillas y acompaña al piano. El ritmo de la canción se anima y varios pasajeros empiezan a seguir el ritmo con los pies, con los dedos sobre las mesas. Con las cabezas. El estribillo de la canción es pegadizo. El anciano acelera la velocidad y golpea las teclas con un ritmo endemoniado. Con dedos ágiles y melodiosos. Slatan comienza a bailar por todo el escenario lanzando las piernas y alzando los brazos hacia arriba en una extraña danza atávica y nacionalista. Eugene, contagiado por el ritmo frenético, se remanga los pantalones y sube al escenario colocándose junto a él. Ambos se agarran por la cintura y sin parar de saltar repiten obsesivamente el incomprensible estribillo.
Este es el momento en el que van a morir…, van a morir…, van a morir…
Nancy es la segunda en subir. Detrás, mamá July y los novios. Cinco amigos enfebrecidos saltando y riendo mientras de sus bocas sale el estribillo de rencor nacionalista. Incomprensible. Todo el mundo acaba coreando desde las mesas. Bailan, dan palmas y brindan… Van a morir, van a morir, van a morir…
Horas después, tumbados en las camas, Eugene y Slatan parecen dos amigos de quince años contemplando las estrellas y contando confidencias. Finalmente, el norteamericano gira el cuerpo y mira a Slatan.
—Gracias.
El karadjo se vuelve sin entender.
—¿Gracias por qué?
—Porque tengo cincuenta y dos años, psoriasis en los codos, me cuelgan las tetas y tengo pelo en la espalda…
Eugene mira de nuevo al techo.
—Hasta ayer tenía un cero por ciento de posibilidades de conocer a la mujer de mi vida. Pero eso ha ocurrido.
—¿Y qué va a pasar mañana? —pregunta Slatan casi para sí—. Cuando vuelva el autobús y nos lleve al aeropuerto…, ¿qué va a pasar?
—No tengo ni idea. Igual no nos volvemos a ver, o igual acabamos viviendo en un pareado en Illinois con diez metros de jardín y un seto que separe las parcelas, pero estos días no me los quita nadie.
Amanece en el bosque. Los rayos de sol se filtran entre los árboles. Una lechuza busca alimento. Hace frío, pero ya no nieva. Slatan abre la puerta del porche. Lleva un gorro rojo y el jersey con arces estampados. El perro se acerca corriendo. Se agacha a su altura y le da varios huesos de la cena de la noche anterior que el perro tritura con sus mandíbulas. En ese momento escucha el ruido que preferiría no haber vuelto a oír. El ruido de un motor. El autobús de Air Moscú avanza por la carretera dejando un rastro de neumático y combustión. Finalmente aparca frente al hotel y dos empleados de la compañía aérea descienden. Slatan, al verlos, se queda rígido.
Unos minutos después todos los pasajeros están reunidos en el comedor escuchando las explicaciones de los empleados de Air Moscú.
—Dentro de una hora se abre el aeropuerto. El autobús les llevará a la terminal internacional.
Una exclamación de alivio se extiende por toda la estancia. Slatan es el único que no parece compartir la excitación. El empleado sigue hablando sobre el vocerío y el júbilo de la gente.
—En nombre de la compañía les pido disculpas por las molestias ocasionadas por la tormenta. Dentro de una hora tenemos la fecha fijada para el primer viaje…, hagan sus equipajes y bájenlos a recepción…
Una estampida de pasajeros inquietos se precipita escaleras arriba. Las frases atropelladas se confunden con los besos y las despedidas anticipadas. «Nos tenemos que dar el teléfono, la dirección…». «Os iremos a ver, fijo». «Te paso mi tarjeta». «¿Por qué no organizamos un encuentro en Nueva York?».
Cuando el comedor se queda desierto, Slatan sale al porche. El empleado de Air Moscú, que ha permanecido en segundo término en el comedor, se le acerca por la espalda. Saca un cigarrillo y cuando se lo mete en la boca, dos paletos de oro le brillan en la boca. Se trata de Huvlav, el hombre que le colocó doscientos cincuenta kilos de explosivos en el pecho. El mismo que lleva trabajando cinco años y medio en la compañía aérea.
Al principio no dicen nada. Los dos karadjos miran al frente, al paisaje nevado que comienza a dar síntomas de agotamiento ante el empuje del sol. Slatan se ve de pronto ridículo con aquel jersey de arces estampados y el gorro rojo con orejeras. Huvlav no dice nada sobre su indumentaria. Del mismo modo que no dijo nada sobre sus calzoncillos con estampados de raquetas de tenis cuando le colocó el chaleco. Terrorismo y moda no casan bien. Slatan es el primero en hablar.
—Solicité órdenes. Llamé al teléfono que me pasasteis y un compañero me dijo que esperase, que el plan seguía adelante.
—Por supuesto. El plan sigue adelante. No hay vuelta atrás, te harás estallar en el avión, en pleno vuelo, ¿está claro?
El empleado de Air Moscú mira a Slatan esperando un asentimiento, pero no recibe nada. Algo va mal. Este chico con botas de borrego no parece el mismo terrorista frío que hace unos días mandaron al aeropuerto a inmolarse. Aquel chico necesitado de la certidumbre de la muerte no es este al que los pasajeros palmean la espalda cuando se cruzan por los pasillos.
—¿Qué ha pasado aquí estos tres días, Slatan?
—Nada. No ha pasado nada.
—Es raro, porque hace tres días recuerdo la mirada de un mártir… y hoy no veo nada en esa mirada. —Con los ojos clavados en la espesura del bosque. Huvlav continúa con la rigidez del martillo percutor que se come la montaña—. ¿Sabes lo que le he dicho esta mañana a mi hija Yasid? Que venía a ver a un héroe. Alguien que haría de Karadjistán un lugar mejor. Un lugar en el que se pueda pasear con la cabeza alta. Sin miedo a los bombardeos indiscriminados. Sin sirenas antiaéreas en las escuelas. Un lugar con futuro y con esperanza. El lugar construido por los Mártires de Instalood.
Las palabras tienen el brillo de los cuchillos previos a la matanza. Cada sílaba produce una herida fina y profunda.
—Ahora no sé qué le diré cuando vuelva a casa. ¿Qué le digo a mi hija?
Silencio. La nieve derretida cae por los canalones del porche provocando hilos de agua viva en fuga hacia el bosque.
—Si para ti han sido unas agradables vacaciones de montaña…, no pasa nada…, recoge tus cosas y olvídate de todo. —Busca en su carpeta verde y azul de la compañía—. Aquí acaba tu misión. Puedes volver con tu familia. Te están esperando. —Saca una foto antigua, en blanco y negro, y se la tiende—. Dile a tu madre que llegarás a comer…
En la foto se ve a mamá Kosla tirada en el suelo, con el abdomen abierto y las tripas por fuera. Alguien había tenido la delicadeza de taparle la cabeza con un mandil de cocina. Huvlav, frío, le muestra la siguiente foto.
—Tu hijo Ravil también estará allí, celebrando tu regreso a casa.
Sobre el suelo, con el peluche en la mano, su hijo sin vida. Slatan aprieta los puños, incapaz de encontrar la salida al laberinto. A lo lejos, el perro juega con la nieve, ajeno a todo. Ajeno al dolor. Un par de pasajeros salen al porche cargando sus maletas y dispuestos a ser los primeros en montar en el autobús que los devolverá al aeropuerto. Huvlav guarda las fotos en la carpeta de Air Moscú, sonríe y le da una palmada amistosa a Slatan en la espalda.
—Tienes suerte, amigo…, dentro de unas horas, todo acabará definitivamente, ¿verdad?