El reloj marca las cinco de la madrugada. El frío hace crujir las tuberías de calefacción del hotel. El agua se congela y al dilatarse revienta los conductos en una inexorable elongación líquida. De pronto, Eugene agita el brazo de Slatan despertándolo con urgencia.
—¡Slatan! ¡Despierta, tenemos un problema…! ¡Levanta!
Ocho minutos después una treintena de pasajeros están reunidos en el comedor. Un improvisado sanedrín apretujado en torno a la chimenea cambia impresiones en voz baja. Mamá July llora desconsolada sentada en una mesa. Tiene la ropa mojada y los pies amoratados. Como si hubiese estado andando por la nieve descalza. La novia, a su lado, le calienta las manos frotándolas con fuerza. Un café humeante reposa olvidado frente a ella. Todos los rostros están serios y contritos. Los pasajeros se estremecen de frío con los pijamas asomando por debajo de las cazadoras. Las caras llevan impresas el desajuste horario de los arrancados repentinamente de la cama. Eugene se sube al escenario con el micrófono. Hace veinticuatro horas allí arriba solo había alegría y desenfado. Ya no canta, ni ríe, ni recita chistes atropelladamente. Su rostro cetrino y congestionado pelea por encontrar las palabras.
—Escuchadme todos. Alex, uno de los hijos de July, el sordo…
Mamá July musita para sí.
—No es sordo…, tiene un ocho por ciento de audición…, los médicos dicen que se podrá operar…
El discurso del norteamericano prosigue escogiendo las palabras con delicadeza.
—El niño ha salido al bosque y no ha vuelto…, lleva más de media hora ahí fuera, dijo a su madre que iba al baño y salió afuera, al bosque…
Conmoción entre todos los pasajeros. Dentro del hotel hace frío, pero fuera la temperatura es extrema. Incompatible con la vida de un niño. Varias exclamaciones en ruso inundan el ambiente. El novio, práctico, es el primero en contestar.
—Nos tenemos que dar prisa…, ahí fuera hay más de quince grados bajo cero…
Eugene asiente, preocupado.
—Vamos a ir por grupos… haciendo una batida por los alrededores del hotel gritando su nombre, ¿de acuerdo?
Mamá July murmura con voz de insecto, casi para sí.
—Alex no nos oirá…, no oye bien…
El anciano judío interviene como un resorte.
—Pues si no nos oye, lo veremos nosotros, no te preocupes…, lo vamos a encontrar.
Todos asienten pese a que el viento gélido golpee con insistencia las contraventanas recordando los quince grados bajo cero y la permeabilidad de la carne frente al frío.
Los preparativos son rápidos y precipitados. Rebuscan en el fondo de los armarios las botas, abrigos, mantas y cremas calóricas que necesitarán. En apenas unos minutos todos están dispuestos a enfrentarse con la tormenta. Pueden enfrentarse al frío extremo, pero son incapaces de asumir la muerte de un niño.
Todos menos Slatan.
El terrorista se sienta en una silla del comedor. Sereno, lúcido.
—Yo no voy…
Las palabras de Slatan se confunden con un sueño. Con una interferencia léxica producida por la ventisca. «Yo no voy» pertenece a lo imposible, a lo improbable. Una falla emocional abierta frente a una madre amputada. Con el lóbulo frontal paralizado de dolor y culpabilidad por no escuchar a su hijo bajar las escaleras y salir a la calle. Mamá July lo mira con la cordura balanceándose. El resto de los pasajeros lo miran sin salir de su asombro. Eugene, que caminaba hacia la recepción dispuesto a salir, vuelve sobre sus pasos y se encara con él. Le habla a diez centímetros de la boca.
—¿Cómo que no vas? ¿Es que no me has oído? Alex, un niño de siete años, está ahí fuera asustado y muerto de frío… ¿Cómo que no vas?
La voz que le contesta tiene el timbre y la suficiencia de los contestadores automáticos. Fríos, concisos y completamente indiferentes al impacto de sus palabras.
—Si el niño lleva treinta minutos a quince grados bajo cero, estará con hipotermia avanzada, y por tanto inconsciente. Y sin ver ni oír y con la nieve cubriéndolo, no hay ninguna posibilidad. Estará muerto en minutos. Si no está muerto ya.
El gemido agarrotado de la madre solo articula un sentimiento general de desesperación. El novio, el anciano judío, Nancy, todos miran a Slatan con la distancia de la incomprensión. Eugene se revuelve con furia y crispación y se lanza a por aquel desconocido. El novio lo sujeta por los brazos.
—¡¡Vete a la mierda!! ¿Me oyes? ¡¡A la mierda!!
Entre el novio y el anciano judío consiguen separar el cuerpo rígido de Eugene de la pasividad culposa del karadjo. Eugene hace aspavientos torpes e inútiles. Fuera de sí.
—¡¡Me equivoqué contigo, Slatan!! Pensaba que conocía a la gente y no conozco una mierda… ¡Ese niño está vivo y lo vamos a encontrar…!
La respiración de Eugene es nasal y fatigosa. El anciano judío zanja la discusión.
—Vamos, vamos…, no hay tiempo…, cada minuto es importante. Tenemos que salir ya…
El representante de zapatos aparta de un empujón violento a Slatan y desaparece por la puerta hacia la impenetrable noche. Todos lo siguen con una disciplina funeral.
En el comedor resuenan voces confusas de cómo se organizarán los grupos. Cómo se fraccionarán en equipos pequeños de tres o cuatro personas para cubrir más distancia. Alguien propone golpear sartenes y cazuelas para que el niño los oiga. Segundos después todo es silencio y tormenta. Silencio y vacío. Silencio y culpa.
En el comedor cada mota de polvo permanece en la misma posición. Los muebles, los platos, el fuego de la chimenea, la conciencia de Slatan. Nada se mueve. Como insectos atrapados en resina. Podrían permanecer así durante siglos. Fosilizados en la instantánea nocturna.
A través de las ventanas se distinguen tímidas luces que se pierden entre la nieve. Luciérnagas desnortadas y ruidosas. Se escuchan gritos llamando al niño.
—Aleeeex… Aaaaaaleeeeeexxxxx.
La fonética gritada con acento chino, inglés, ruso, español, francés. Una comunión idiomática aferrando la vida en fuga. De pronto, en el umbral, aparece Nancy abrochándose el anorak. Enciende y apaga una linterna de veinte voltios. La precipitación ha dibujado rojeces infantiles en sus mejillas. Está guapísima, aunque su mirada no oculta una frialdad iracunda y acusadora.
—¿Qué mierda pasa contigo, Slatan? Nadie es tan… —intenta encontrar la palabra— ¡desalmado! para quedarse aquí sentado mientras un niño de siete años se muere de frío ahí fuera.
El terrorista calla. Algo en los matices lumínicos del amanecer nevado parece monopolizar su atención. Un hilo musical de voces que organizan grupos y marcan rutas resuena cerca del hotel. Nancy se ajusta los guantes de lana, dispuesta a marcharse.
—Todo ese odio te está destruyendo tanto que ya solo sabes dar consejos para morir. Has olvidado lo que significa vivir. Ya ni siquiera te queda alma para saber qué puede sentir una madre cuando su niño se está muriendo.
Por primera vez Slatan gira la cabeza y mira a Nancy. Sus movimientos son lentos y dolorosos. Sus músculos parecen salpicados de esquirlas de cristal. Cada gesto se traduce en una mueca de dolor íntimo. Se lleva la mano al bolsillo trasero del pantalón y saca la cartera roída. La abre y muestra un recorte de periódico amarillento. Doblado en cuatro partes. Se lo tiende a Nancy. Ella, desconcertada, se quita los guantes y abre con cuidado el recorte. Es una página de periódico escrito en algún dialecto caucásico. A cuatro columnas figura un titular incomprensible para ella, bajo él una fotografía en la que se distingue una calle destrozada por la metralla y las bombas. Tirados en el suelo, doce cuerpos con los rostros cubiertos con mantas y abrigos. Los cadáveres están salpicados de restos de sangre y metralla. Como muelas picadas por una caries sangrienta y caótica. Entre las víctimas hay un cuerpo que llama especialmente la atención. Es un cadáver más pequeño que los demás. Un niño de cuatro años. Por el extremo de la sábana que oculta el cuerpo sobresale una manita blanca que sujeta un pato de peluche. Lo sostiene con la fuerza iracunda del rigor mortis. El terrorista señala el cadáver.
—Se llamaba Ravil. Era mi hijo.
Después, Slatan cuenta con parquedad como la madre murió en el parto. Los rusos habían bombardeado el hospital dos días antes y tuvo que dar a luz entre escombros. Ravil no lloró al nacer. Cuando salió del cuerpo de su madre recubierto de placenta y sangre, no derramó una sola lágrima. La comadrona le golpeó el culo, le pinchó los pies, le apretó el lóbulo de la oreja, pero el bebé no lloró. Hay una reserva de lágrimas que la naturaleza, de manera instintiva, se reserva para el futuro. Segura de que, tarde o temprano, se derramarán. Aquel niño de tres kilos y doscientos gramos, color remolacha y mirada fija, no lloró al nacer y cuando cuatro años después un trozo de metralla le atravesó el pecho, tampoco lloró.
Slatan mira la fotografía de forma autómata.
—Las bombas de los M-15 rusos caían por todas partes. La gente corría, pero mi hijo seguía allí parado, en mitad de la calle, esperándome. Con el peluche estrechado entre sus bracitos. Lo llamaba Cuaky. Lo agarró con todas sus fuerzas, como si ese pato pudiera mantenerlo en el lado de los vivos. —El aire del comedor tiene matices de amanecer. Los labios de Slatan tiemblan—. Ese día habíamos viajado a Almity. Le repetí varias veces: «Si te pierdes en el pueblo, no te muevas, ¿entiendes?». Él decía que sí con la cabecita. «Quédate en el mismo sitio. Papá volverá y te encontrará. Tú no te muevas». Ravil me hizo caso. El bombardeo ruso comenzó a las once y veintidós minutos de la mañana. La metralla lo salpicaba todo. La gente gritaba y buscaba refugio debajo de los coches y en los portales. Todos menos mi hijo. Plantado en el centro de la calle. Ravil esperaba que lo fuese a buscar. Que su papá lo fuese a buscar.
Se queda mirando al infinito. Nancy dobla cuidadosamente el periódico y se lo devuelve. Se miran un momento. Se levanta ajustándose los guantes de lana y se dispone a salir a buscar al niño perdido cuando la voz quebrada de Slatan la detiene.
—No lo van a encontrar… —las palabras salen de su garganta como de un grifo obturado—. Lo están buscando en el valle, pero el niño está en la montaña. Es casi sordo…, pero escucha la frecuencia de sonido que emite el martillo hidráulico de la cantera… —Se incorpora de la silla y se dirige decidido a la salida. Nancy lo sigue—. Es de los pocos sonidos que ha escuchado en su vida…, por eso salió en mitad de la noche…, para oírlo de cerca. Salió en mitad de la noche por curiosidad…, es lo que haría cualquier niño.
El jersey de lana y los zapatos de rejilla que protegen a Slatan de los quince grados bajo cero se antojan ridículos.
—Vamos…
Cuando los pasos empiezan a hundirse en la nieve, se lleva los dedos a la boca y silba. De la espesura del bosque aparece la figura grácil del pastor alemán corriendo a través de la nieve. Nancy lo mira alucinada. No entiende de dónde ha aparecido el perro.
—Pero… ese perro… ¿es tuyo?
—No. Ese perro no es de nadie…
Sin decir una palabra más, Slatan comienza a caminar por la nieve camino de la montaña. Envuelto en el frío abrigo de la ventisca. Los pasos cortos de Nancy la obligan a correr detrás de Slatan para no perderlo. Algo en la naturaleza invernal de Slatan le facilita moverse por la nieve de manera elemental y cotidiana. Sin embargo, ni la adaptación darwinista de Slatan le permitirá aguantar mucho tiempo a quince grados bajo cero con la nieve empapando las perneras de sus pantalones y el agua congelada atravesando los ridículos zapatos de rejilla.
Cerca del valle, el grupo improvisado de búsqueda con Eugene al frente se detiene en un pequeño claro del bosque. Sus caras evidencian la extrema dificultad de caminar entre la nieve y los árboles. Todos jadean y se frotan los hombros procurando entrar en calor. Las voces que gritaban insistentemente el nombre del niño han perdido fuerza y cadencia. Esporádicos «Aaaleeeeex» rompen el silencio gélido del bosque. Como los estertores de un ahogado que no asumiese el gradual agotamiento y la inexorable gravedad que lo arrastra al fondo. Por fin, la voz de un pasajero holandés ordena el pensamiento de todos y lo traduce en vocales.
—Es imposible encontrar al niño en mitad del bosque… —El silencio interpela la afirmación. El holandés continúa—. Es la verdad, se nos están congelando los pies…, no llevamos calzado de nieve ni ropa térmica…
Otra pasajera rusa asiente.
—Yo estoy agotada…, además, tendrán que venir rastreadores profesionales. Gente con perros, que conozca el bosque.
Eugene niega desesperado y terco.
—Tenemos que seguir. Para cuando lleguen los perros será demasiado tarde…
Pero los músculos acalambrados por el frío argumentan otra cosa.
—Todos queremos encontrar al niño, pero es casi imposible. —El pasajero holandés mira un segundo a mamá July y procura escoger las palabras—. Alex es sordo…, igual está aquí al lado y ni siquiera nos oye.
El representante de zapatos se mueve como pez en el agua en mítines sobre calzado, en los encuentros de marketing y las convenciones de placement, pero está completamente desubicado en ese infierno blanco. Mira a su alrededor, improvisando.
—Pues hagamos una hoguera…, ¿eh? Así nos verá…, verá el fuego o el humo y lo encontraremos…
—No tenemos con qué hacer una hoguera —añade la novia descorazonada—, toda la leña está húmeda…, es imposible que prenda.
El anciano judío da un paso adelante.
—Puedo ir al hotel y traer madera seca y trozos de periódico para hacer fuego.
La madre interviene por primera vez. Su cuerpo y su cordura están al borde del colapso.
—No hay tiempo…, hace demasiado frío… —Comienza a llorar unas lágrimas que se congelan antes de descender por sus mejillas—. Mi pobre criatura, mi niño…
Eugene arranca unas ramas, las apila en el suelo torpemente y las intenta prender con un mechero. La novia tenía razón, las ramas están húmedas y congeladas. Desesperado, da una patada a la improvisada pira. Piensa un segundo. Se echa la mano al bolsillo y saca la cartera. Coge todo el dinero que tiene. Un fajo de dólares y otro de euros. Los pone en un montoncito. Todos lo miran flipados.
—El dinero está seco, ¿no? El dinero prende, ¿no? Así que voy a quemar todos los malditos billetes que tengo en la cartera hasta que consiga hacer fuego. —Con el mechero prende un puñado—. Empezando por los de un dólar y acabando por los de cien…, a tomar por el culo…, voy a hacer fuego y Alex lo va a ver…
Tras un segundo de desconcierto, el anciano, los novios y todos los pasajeros que componen el grupo sacan el dinero de las carteras y lo empiezan a apilar en la pequeña y ridícula hoguera improvisada. Una fogata arañada a la realidad, al frío, a la congelación. Un punto de calor solidario en mitad de la nada más absoluta.
Cerca de la cantera los zapatos lastrados de Nancy y Slatan se hunden veinte centímetros en la nieve virgen. El perro trota por delante olisqueando. El karadjo intenta rastrear las huellas infantiles de Alex, pero es imposible. Sigue nevando y hasta las huellas de unos neumáticos de coche se borrarían en unos minutos. Sin embargo, Slatan sabe que la nieve deletrea con una caligrafía clara y nítida sus mensajes. Solo hay que saberlos leer correctamente. Creció rodeado de nieve. Fue el elemento más presente en su infancia. Los inviernos en Instalood duraban siete meses. El otoño y el verano eran fugaces estaciones testimoniales que se replegaban al empuje de la primavera y el invierno.
El terrorista se detiene a dos palmos del suelo. Su cuerpo se estremece azotado por la congelación. Estudia con interés entomólogo dos ramas rotas. Nancy lo sigue en silencio con el jadeo sordo del vaho saliendo de su boca. Hace mucho frío. El martillo percutor de la cantera suena mucho más cerca, entremezclado con el viento. El ladrido estentóreo del perro hace que los sentidos de los dos se acentúen. Slatan comienza a correr levantando pequeñas olas de nieve polvo buscando la procedencia de los ladridos. Por fin lo ve. Cerca de un collado, el perro ladra frente a una figura cubierta de nieve y escarcha. Alex está tumbado en el suelo. Hecho un ovillo de sueños infantiles. Con la carita cubierta entre las manos. Medio congelado y tiritando espasmódicamente. Slatan se quita el jersey quedándose en una ridícula camiseta térmica interior y envuelve el cuerpecito del niño con delicadeza. Nancy también se quita la chaqueta y amortaja al niño procurando conservar el mínimo calor que aún le queda en el cuerpo. Tiene las manos moradas y congeladas. El terrorista se quita la camiseta blanca, la rasga e improvisa unas manoplas rudimentarias. Después levanta al niño en brazos con sorprendente ligereza y se lanza colina abajo a grandes zancadas. Nancy mira un segundo el torso desnudo y hermoso de Slatan, que se aleja entre los árboles. Si no estuviese tan asustada, suspiraría al ver los músculos circulares de aquel cuerpo tenso.
Ajenos a lo que acaba de suceder en la montaña, los pasajeros regresan cabizbajos y moribundos al hotel. Mamá July apenas puede caminar. Con las funciones motoras desencajadas, necesita apoyarse en Eugene para avanzar. Para adelantar un pie delante del otro cuando cree haber perdido un hijo. El silencio tiene olor y densidad. Como la atmósfera concentrada de un nicho profanado. A veinte metros del porche del hotel, la recepcionista sale a su encuentro con el teléfono en la mano.
—Los equipos de rescate ya están en camino. Traen motos de nieve y perros.
El novio se aferra a una última esperanza. Al anhelo de lo improbable.
—A lo mejor lo ha recogido alguien en el bosque y está en una casa a salvo, ¿no?…
Nadie le responde. Sus palabras cosifican el anhelo de todos.
El anhelo.
El anhelo hace que el mundo sea mejor. Que dos adolescentes se enamoren en una parada de metro y que una mujer, después de cinco sesiones de quimioterapia, esboce una sonrisa y pregunte «¿qué hay de comida?». Quizá el anhelo es lo único genuinamente humano que nos distingue del pragmatismo animal. De la certeza de lo físico y palpable. El anhelo es el imposible deseado. El tarareo de una canción dentro de una trinchera, el gesto cercano en la refriega sangrienta, la oración enmudecida en una cámara de gas. Por eso, cuando al final del camino vieron a Slatan con el niño en brazos, muchos pasajeros lloraron. Otros se estremecieron y pensaron que es posible. Que la humanidad puede ser mejor y la tenaz realidad puede ser doblegada. Aquel hombre torvo, iracundo y callado personificaba el anhelo de la vida. Aquella instantánea extraña y épica sería un recuerdo nítido muchos años después. Evocado en diferentes países. Narrado en diferentes idiomas. Recordado en diferentes latitudes. Slatan, con el torso desnudo y el niño en brazos, era el testimonio físico de la esperanza.
La gente comienza a gritar. Corren en su ayuda, sacan mantas, líquidos calientes, bufandas y abrigos. Los abrazos se confunden con los vítores y los aplausos con las lágrimas. Los rostros congelados dejan paso a frentes sudorosas, a dosis de adrenalina espontánea y felicidad. Mamá July coge al niño en brazos y lo acuna con movimientos líquidos y maternales. Con la intimidad de una gestación prolongada. Alex abre los ojos un segundo y, al reconocer a su madre, sonríe tranquilo. Hay algo de primitiva tranquilidad en ese gesto. Algo que le indica en su cerebro infantil que todo está bien. Que todo recupera el equilibrio. Ese orden natural que los niños identifican con «casa».
En mitad de esa primavera emocional, Slatan se mueve incómodo y fuera de lugar. Se intenta escabullir sin llamar la atención. Regresar al anonimato de su habitación. Pero los besos y los abrazos le estallan en la cara como pequeñas explosiones de grisú dentro de una mina. Una concentración de gases empáticos que convierte cada uno de los pasos en una cortina de palabras, gestos y sonrisas. Slatan, sin quererlo, se ha convertido en un héroe. Cuando desaparece corriendo por el porche, una algarabía de agradecimientos lo persiguen y le recuerdan que los puntos negros ya no son puntos negros. Son caras reconocidas y cercanas que le dan las gracias y lo quieren.
Veinte minutos después, tumbado en la cama, intenta repetirse los motivos nacionalistas que lo han empujado a enfundarse un chaleco de explosivos e intentar matar a trescientas treinta y dos personas. Los enumera uno a uno: el ejército ruso. Las matanzas, las humillaciones. El decálogo del odio escrito con la sangre de los Mártires de Instalood. Pero es inútil. Las manitas de Alex aferradas a su cuerpo le recuerdan demasiado a las manitas de Ravil, su hijo, y en realidad, su único motivo de venganza. Es la primera vez que al evocar a Ravil piensa en su risa y en sus ojos despiertos. Hasta ese momento su cerebro solo decodificaba recuerdos del Ravil bombardeado y muerto. Alex ha evocado la memoria sensitiva de días felices que se encuentra enterrada en el cerebro de Slatan. La memoria que lo traslada al olor del café, a las sábanas limpias, a los zapatos abrillantados, a la infancia. Al contorno de un hogar. Por eso, cuando la puerta de la habitación se abre y aparece la figura delicada y frágil de Nancy, Slatan no sabe reaccionar. Lleva un pijama azul de franela gorda, rematado con un gorro de lana. Tiene un aspecto cómico y en las antípodas de la sexualidad comúnmente entendida. Sin embargo, el terrorista sabe, en ese preciso instante, que no querría estar en ningún otro lugar. Y desea sentir aquel cuerpo muy cerca del suyo. Nancy se mete en la cama y se acurruca a su lado. Aprieta el cuerpo contra el suyo y él siente el contacto de sus pequeños pechos juveniles contra el brazo.
—Mira, Slatan, voy a ser sincera: tengo los pies congelados, la piel de gallina y mi cama está helada. Además, me apetece pasar la noche abrazada a ti… y si no te gusta, llama a recepción y quéjate, porque no me pienso mover, ¿está claro?
Dicho esto, Nancy le pasa un brazo por el abdomen y como un tetris humano busca la geometría exacta hasta quedar encajada con su cuerpo. Convertida en un ovillo íntimo y sensual junto a él. De nada sirve protestar. Se ha colado en su cama con la naturalidad de los cambios atmosféricos, la gravedad de los planetas o la luz que se cuela por la ventana al amanecer. Una especie de orden natural que no admite discusiones.
Y así es que el mártir, destinado a formar parte de las canciones de los niños y los bordados de las mujeres de Instalood, se queda allí tumbado, con los ojos clavados en el techo teniendo la certeza de que no ha estado tan a gusto en toda su vida.