VEINTIUNO

Slatan sale al porche, afuera el frío estremece la noche y adorna de brillos escarchados la oscuridad. Pese a la temperatura bajo cero, sentado en un banco está Alex, el niño sordo. Mira fijamente uno de esos aparatos móviles que vibran y suenan con el bamboleo del viento. Está hecho de bambú y cuando se golpea emite un sonido mate. Ningún otro ruido interrumpe ese momento mágico. Hay unos extraños segundos de comunión entre el terrorista y el niño. Aquel ruido los ha hechizado a ambos. Cuando el viento se detiene, el ruido del choque de bambú desaparece. Sin embargo, algo sigue sonando de fondo con una frecuencia muy similar. Los ojos infantiles de Alex se vuelven en esa dirección. Es el ruido de la cantera situada en la montaña. Un martillo percutor orada la epidermis helada de la colina. El niño escruta la noche intentando identificar una intensidad sonora que sus sentidos perciben.

De pronto, la puerta del hotel se abre con cadencia cansada y aparece la figura casi centenaria del anciano. Sin decir una sola palabra, saca un Marlboro y lo enciende con una profunda bocanada mineral. Mira a Slatan aclarando:

—A mis años… el cáncer de pulmón es casi una bendición…

El anciano fuma sin decir nada más. Cuando el rescoldo del cigarro se extingue, el anciano estira el brazo, se recoge la manga de la camisa y lo tiende hacia Slatan. En el antebrazo se pueden distinguir unos números borrosos tatuados. El anciano es parco en palabras:

—Mauthausen 1944. Yo era solo un niño…, pero sé perfectamente de lo que hablabas ahí dentro…

Después baja la manga de la camisa, se abotona el puño y se sienta en el banco de madera. Las palabras salen de sus labios agrietados y secos. Pese a la edad y al desahucio de los dientes que apuntalan su barbilla octogenaria, su voz es clara y firme.

—En Karadjistán teníais hierba y ramas secas para comer…, nosotros, en el campo de concentración, no teníamos ni eso… —Un silencio de millones de muertos ha germinado repentinamente en el porche—. Yo no me puedo quejar. Estoy vivo. Mamá, papá y mis cinco hermanos terminaron en el crematorio…

Respira hondo. Como si el recuerdo de su familia aún le quitase el aliento.

—Te parecerá una locura…, pero algunas noches… todavía sueño con el olor que salía de las chimeneas… Era el olor de mamá y papá…

Mira al frente. No busca que lo compadezcan ni que lo consuelen, ni siquiera que lo entiendan. Nadie que haya sufrido realmente busca una compensación. El dolor es demasiado íntimo como para profanarlo públicamente. La historia del anciano judío se remonta más de medio siglo atrás. Al final de la Segunda Guerra Mundial. Las enciclopedias pusieron fecha al final de la contienda: el 2 de septiembre de 1945, pero no fue así. Miles de judíos alemanes continuaron una silenciosa batalla. Una batalla perdida de antemano y que se libraba en sus propios cuerpos: anemias, paranoias, demencias, insomnios crónicos. Secuelas del horror. Cuadros psicosomáticos que asolaron a varias generaciones y a los que ningún armisticio puso fin. Él tuvo suerte. Cuatro meses después de salir por la puerta número doce del campo de concentración de Mauthausen, con dos trozos de pan y una chaqueta con la bandera de la Unión Soviética bordada en la manga derecha, fue contratado como chico de los recados en la prestigiosa Escuela de Circo de Porolov, en San Petersburgo. Dos años después, aquel chico introvertido conocía todos los trucos de prestidigitación, magia y escapismo. El mismo Porolov lo consideró su más digno heredero. Cuatro años después salía de la escuela con el firme propósito de viajar por todo el mundo con su maleta repleta de cajas con doble fondo, chaquetas con compartimentos secretos y unos dedos capaces de arrancar un cigarro de los labios con una mano mientras prendían el fósforo con la otra.

Gracias a la magia pudo enterrar en cal viva dieciséis meses vividos en el infierno de Mauthausen. Dieciséis meses donde los crematorios lanzaron al cielo toneladas de cenizas confundiendo los cuerpos, los sueños y las esperanzas de miles de judíos.

Sus ágiles dedos fueron el pasaporte con el que recorrió los teatros de Europa y Norteamérica, donde el invierno de 1965 conoció a Linda Vilovich, su mujer. Una judía neoyorquina enjuta y vivaracha, amante del country y la comida picante, que le regaló millones de recuerdos y ningún hijo.

Qué lejos quedaban todos esos recuerdos. Fotografías sepias de un mundo definitivamente enterrado. La noche que rodea al hotel Limbads es fría y ventosa y le devuelve al presente. En el porche resuena la cantera de la montaña como la banda sonora de una película en blanco y negro. El niño sordo continúa mirando hacia la oscuridad, ajeno a todo. Los pulmones del anciano se contraen buscando oxígeno para hablar de nuevo.

—Por mucho que hayas sufrido…, hijo, siempre hay alguien que ha sufrido más…

Se incorpora del asiento de madera. Casi se puede escuchar el interior oxidado de su cuerpo. Un complejo engranaje de tendones a punto de romperse y de huesos astillados y combados.

—No te engañes, Slatan…, solo hay dos opciones: pudrirte por dentro o bailar al ritmo de la vida.

Se acerca al niño y le tiende la mano.

—Alex, tu madre me ha dicho que no puedes volver a la habitación sin saber el truco de magia que hace que te salgan monedas de la nariz, ¿quieres?

El niño asiente y se aferra a la mano artrítica del anciano. Ambos se alejan. El anciano anda con una peculiar cojera que a ratos parece un baile. Como si escuchase una música que solo sonase para él.

De vuelta en la habitación, el terrorista se sienta en el colchón de muelles y comienza con su liturgia militar. Deja los zapatos de rejilla alineados debajo de la mesilla. Sobre la cómoda, el pasaporte y la cartera. Después se tumba cerrando los ojos.

Segundos después entra Eugene con un plato de comida en cada mano. Es una improvisada selección de los menús que han servido en el encuentro gastronómico. Desplaza todos los objetos que ha dejado Slatan perfectamente alineados y coloca los platos. Slatan hace lo imposible por no mirar, por no respirar, por ignorar los ciento cuarenta y dos kilos de humanidad que acaban de sentarse en la cama haciendo maullar los muelles. El representante de zapatos se encoge de hombros, conciliador.

—Te he traído lo único que merecía la pena, porque las fajitas estaban duras como piedras y me han dado unas cagarrinas de muerte. —Se queda pensativo. Íntimo. Slatan no se mueve. Como si estuviese amortajado y a la espera de que lo sepultasen a tres metros bajo tierra—. El otro día no fui sincero del todo. Me callé la mitad porque son cosas que duelen. Y las cosas que duelen… pues cuesta contarlas.

La voz sale con la cadencia de los confesionarios. Pausada y llagada por la culpa.

—¿Recuerdas que te hablé del 12 de diciembre? Es el día en que mi hijo cumple dieciocho años. Fue ayer. La última vez que vi a Bobby tenía seis años. Estaba jugando en la alfombra de casa con un puzle de animales. —Respira hondo. Habla con una ronquera de traqueotomía—. Cuando me divorcié las cosas salieron torcidas. Delante de la jueza me volví loco, me cagué en su madre, en la justicia y hasta en Abraham Lincoln. Veía mi vida colarse por un sumidero. Y mis viajes por el mundo vendiendo zapatos tampoco ayudaron. Perdí la custodia, las visitas, los fines de semana, todo.

Slatan continúa tumbado, sin decir nada, pero ha abierto los ojos. Mira al techo. El monólogo continúa. Es casi una confesión a sí mismo.

—Después la madre hizo el resto…, lo cambió de colegio, nunca me dejó verlo. Yo le mandaba cartas…, pero me imagino que nunca las leyó… Entonces pensé: «Cuando cumpla dieciocho y sea mayor de edad, te llamará. No te preocupes, Eugene, aunque esté envenenado por su madre, cumplirá dieciocho y sonará el teléfono, seguro. Ya lo verás…».

Se frota las manos y sus dedos hinchados se enrojecen aún más. Eugene parece unos pantalones tendidos en mitad de una helada. Frágil y a punto de romperse por la mitad.

—Pues bien, el 12 de diciembre fue ayer. Cumplió dieciocho y no me llamó. Estuve todo el día, minuto a minuto, esperando esa llamada, escrutando las dos rayitas del condenado móvil, haciendo llamadas perdidas para asegurarme de que no estaba roto, y nada. Qué idiota, ¿no? ¿Por qué iba a llamar un adolescente a un gordo del que no sabe ni en qué país está? —Se levanta con pesadez de la cama—. Siento lo de tu pueblo. Y haberte confundido con un ruso. Soy un metepatas profesional. Ese debería ser mi eslogan como vendedor —imposta la voz con falso acento comercial—. «El vivo ejemplo del bocazas más grande del mundo».

Las cuerdas vocales de Slatan se tensan emitiendo un murmullo difuso de aceptación. Eugene enciende la televisión.

—Voy al váter…, te pongo la tele para que no oigas el pedrisco…, tengo el estómago centrifugando las malditas fajitas.

Se encierra en el baño dejando a Slatan tumbado en la cama. En la televisión emiten una película en blanco y negro. Dentro del servicio se escuchan unos tímidos sollozos. El karadjo se incorpora un poco y mira fijamente la pantalla de treinta y dos pulgadas. Reconoce la película: El tercer hombre. En la imagen, Orson Welles y Joseph Cotten miran desde lo alto de la noria del Prater, en Viena, a la gente caminar. Desde la altura solo se distinguen pequeños puntos negros moviéndose. Cotten le pregunta a Welles si ha pensado alguna vez en sus víctimas. Wells se revuelve y le contesta que no sea melodramático, que mire abajo donde caminan todos esos puntos negros, si sentiría compasión por alguno de esos puntitos si dejaran de moverse. Si le ofrecieran veinte mil libras por cada uno que se parara. Si rechazaría el dinero o empezaría a calcular los puntitos que sería capaz de parar. La película continúa, pero Slatan ya no atiende al diálogo. Piensa en toda esa gente que se cruza con él en los pasillos, en el comedor, en la recepción del hotel Limbads. En los trescientos treinta y dos puntitos negros que se subían en el avión condenado a explotar en pleno vuelo. Puntos negros que minuto a minuto han adquirido cuerpo y rostro. Envergadura, calor, pasado. ¿Por qué no pueden seguir siendo puntos negros? Geografías vacías de emoción que nadie echará de menos si se dejan de mover y respirar. ¿Por qué siente un paralizante remordimiento anidando en su interior? Se incorpora del todo. En su cara se reflejan las imágenes en blanco y negro. Dentro del baño se escucha la cadena del váter.