VEINTE

Dentro del hotel gobiernan el jolgorio y las risas. Una veintena de pasajeros ha juntado varias mesas y ha improvisado un bingo. Al fondo, el anciano toca el piano. Los dos niños, Alex y Oliver, están sentados a su lado e improvisan duetos desafinados y nerviosos. Cuatro troncos de abeto crepitan dentro de la chimenea encendida. Eugene hace girar el bombo y canta los números que todos buscan afanosamente en los cartones.

—El veintidós, los dos patitos…

Cuando Slatan entra en el comedor, algunos pasajeros lo miran con curiosidad. Eugene sigue recitando números.

—El sesenta, seis, cero, inicio de la menopausia —bromea.

Duda si sentarse solo, pero finalmente se acerca a ellos, tímido. Parece que quiera decir algo y no encontrase las palabras. Eugene, con una bola en la mano, detiene el recuento. Se genera un segundo de tensión. A Slatan se le ve nervioso, incómodo. Finalmente, con esfuerzo y casi sin poder levantar la cabeza, musita:

—Gracias…

Silencio. Nadie habla. Para muchos es la primera vez que escuchan su voz.

—Gracias por ayudarme.

Duda si irse, pero opta por sentarse en una esquina de la mesa, junto a Eugene. Cabizbajo. Varios pasajeros hablan a la vez, le quitan importancia. El novio le estrecha la mano.

—De nada, tío… un placer.

—Aquí aislados, no nos queda más remedio que ayudarnos, ¿no?

—No ha sido nada, hijo —dice mamá July—, pero… ¿qué era ese paquete que parecía tan importante?

El terrorista se queda mirando los cartones tachados y levanta la vista.

—Cultivos y compuestos químicos para… fabricar medicinas…

Varias cabezas asienten, como si la explicación les bastase. Nadie sospecha que en aquella bolsa supurante descansaban doscientos cincuenta gramos de amonal. Suficiente explosivo para hacerlos saltar por los aires. Eugene se adelanta impelido a completar la explicación sobre las medicinas.

—Es que los dos somos del gremio de la salud, él trabaja para una farmacéutica y yo vendo zapatos.

Le pasa un brazo por encima del hombro como si fuesen amigos de toda la vida. Como si se hubiesen emborrachado juntos, acudido a despedidas de solteros y jugado domingos alternos partidos de fútbol en campos de hierba artificial.

—Venga, compañero, que nos debes una…

El representante de zapatos arrastra el bombo de las bolas hasta la altura de Slatan, que lo mira sin comprender.

—Dale a la manivela, que seguimos para bingo. Es muy fácil, vas sacando las bolas y cantando los números y de paso no pierdes ojo a los espabilados, que llevamos tres líneas falsas en menos de media hora.

Bloqueado ante el bombo, termina accionando la rueda y haciendo girar las bolas. Los veinte pasajeros lo miran esperando que anuncie el primer número. Slatan, cohibido, absurdo, coge la bola.

—El cincuenta y tres.

Nancy llega más tarde, pide un par de cartones y se sienta junto a Slatan. Le hace gracia verlo cantar números. Finalmente, comenta a mamá July:

—Han dicho en las noticias de las seis que el temporal va para largo… Nos vamos a hacer millonarios con el bingo.

—El doce…

Eugene tacha el número con un aspa.

—Pues si va para largo —propone el representante de zapatos—, ¿por qué no hacemos una jornada gastronómica? Somos cada uno de su madre y de su padre. De catorce países diferentes.

—El noventa y cuatro.

La novia tacha la casilla.

—Me parece una buena idea —interviene mamá July.

—¡Claro que es buena idea…! Que cada uno haga la comida típica de su país. Así descubriremos uno de los misterios mejor guardados de la gastronomía: si es verdad que los chinos se comen entre ellos…

Bromea Eugene hasta que un chino sentado junto a la chimenea le lanza una mirada recriminatoria. Eugene sonríe.

—Es broma, amigo… —Se vuelve de nuevo a los jugadores de bingo—. ¿Os apetece?

Varias voces asienten.

—Mejor que estar cruzados de brazos —comenta el novio—, puede ser divertido.

Slatan sigue serio a su labor.

—El trece.

La novia que lee a Henning Mankell mira a su pareja y suelta un latigazo sin venir a cuento.

—A mí solo me apetece que deje de nevar y nos podamos largar de aquí. Disfrutar de una vez la luna de miel. Además, mi marido no creo que sepa freír un huevo.

Su intención era tal vez hacer un chiste, pero el silencio ha generado una tensión extraña en la mesa. Todos quieren que deje de nevar, todos quieren irse de ese hotel y retomar sus vidas, pero nadie lo comenta por obvio. Al contrario, intentan pensar en positivo para olvidar la situación generada por la tormenta. El bombo de las bolas deja de sonar. Todas las miradas se concentran en el novio, que levanta los ojos del cartón y mira a su pareja, serio. Se arranca muy suave.

—¿Sabes? No me casé contigo por la luna de miel. Me importa una mierda la luna de miel… y el jacuzzi de la suite y bucear en Hulopoe Beach y todos los extras que habíamos contratado, ¿y sabes por qué? —Para entonces la cara de la novia parece una efigie del museo de cera. El novio continúa—. Porque precisamente la luna de miel va a ser lo único artificial de nuestra vida. Esto podría ser una playa de Hawái, con nieve y veinte grados bajo cero y tú podrías llevar puesta toda esa ropa de colores alegres que tienes en la maleta y que te hace estar tan guapa, pero solo te he visto con ese chándal gris y el pelo recogido en una coleta y quejándote todo el día.

El silencio invade el comedor. Solo el crepitar de los leños interviene en la conversación.

—Así que perdona que me haya lanzado aquí, delante de todo el mundo, pero tú eliges dónde empezamos nuestra luna de miel, cariño.

Pausa de tres, cuatro, cinco segundos. El novio coloca meticulosamente los tres cartones del bingo en línea. Nadie habla. La novia se ha quedado muda. Se toca el pelo para comprobar que sigue teniendo la cola de caballo con la que se peinó por la mañana. Completamente desorientada. Mamá July intenta romper la tensión.

—¡Pues que cada uno cocine lo que sepa…, si es un huevo frito como si es un pollo al chilindrón… hawaiano! —se vuelve hacia Eugene—. ¿Crees que nos dejarán usar la cocina del hotel?

—¿La cocina? Dejadme diez minutos a solas con el director y os aseguro que nos deja la cocina, la cubertería de plata y hasta nos hace la compra.

Los dos se miran coquetos.

—No lo dudo.

Mamá July asoma sutilmente el pie por debajo de la mesa y le muestra el par de zapatos de tacón que le regaló. Sonríen tímidos. El anciano que está sentado junto al piano interviene.

—Pues yo voy a hacer cholent, es lo que comemos los judíos en el Sabbat.

Varios pasajeros más comentan los platos que tienen pensado elaborar. Una lista de harinas, huevos, salazón, pimentón y cebolla se cruza en una conversación caótica. Todos parecen a favor. Todos menos Slatan, que tiene la mano petrificada en la manivela del bingo. Ya no saca números. Eugene lo mira.

—Y tú, Slatan, te podrías guisar un borscht ruso, ¿no?

Varios pasajeros lo animan.

—Comida rusa, ¡buena idea!

Eugene empieza a corear. ¡Borscht, borscht, borscht! Otros se van animando. El terrorista se levanta violento, volcando el bombo y desparramando las bolas en ochenta direcciones.

—¡No soy ruso, soy de Karadjistán! ¡Karadjistán! —escupe rabioso—. ¿Alguien sabe situarlo en el puto mapa? ¿Alguien tiene la más mínima idea de dónde está?

Aparta la silla de una patada y sale de la habitación con un caminar ofuscado y terrible. Como un animal acorralado buscando la salida. La tensión ha anidado de nuevo en el pequeño salón. Eugene se vuelve hacia el anciano, que los observa desde la esquina, junto al piano y se encoge de hombros.

—¿Karadjistán? Eso está por Escandinavia, ¿no?

Nunca se había visto tanto alboroto y tantas carreras en la cocina del hotel Limbads. Ni siquiera el día que pernoctó Elton John con su novio. Los fogones no dan abasto y brillan incandescentes salpicados de aceite. Las recetas se solapan en las sartenes: fajitas, salmorejo, cebolla caramelizada, empanadas caseras, postres de miel, rollitos de primavera, tartas de chocolate. Lo salado se mezcla con lo dulce y los postres con los primeros. Mamá July da vueltas a un suflé el tiempo libre que le dejan los niños, que corretean por toda la cocina empujándose y utilizando una cazuela de tambor. Eugene lleva un gorro de cocina y capitanea las bromas metiendo la nariz en todos los guisos y exigiendo ser el catador oficial e incluso otorgar el premio al mejor guiso.

Mientras el novio bate unos huevos, se abre la puerta y aparece la novia. El primer impacto al verla es desconcertante. Va vestida con todos los colores del arcoíris en un esfuerzo por solapar camisetas y vestidos de verano para no pasar frío. El resultado final es una mezcla de prêt-à-porter en versión indigente. Varias camisetas de manga larga se intuyen debajo de un vestido fucsia. Calza sandalias griegas, pero sobre leotardos blancos. Unas gafas de sol y el pelo suelto pero aplastado por un gorro de nieve con orejeras. Ha hecho un esfuerzo por adaptar su vestuario veraniego a los quince grados bajo cero. El resultado es gracioso y caótico. Ella, pizpireta y sonriente, se planta en mitad de la cocina y da un giro de ciento ochenta grados sobre sí misma para que todo el mundo la vea. Parece otra mujer, alguien colorista y vital. La novia con el cuerpo embadurnado en crema solar que hubiese sido en la luna de miel a treinta y cinco grados. Se quita el gorro de nieve y mueve la cabeza para desenredar el pelo. El novio deja el bol con los huevos batidos y mira a su mujer con la misma devoción que el día de la boda camino del altar. Enamorado. Seguro de estar con la mujer de su vida.

—Estás… preciosa.

Ella sonríe feliz y se alisa el tutú en el que se ha convertido la falda por efecto de las capas que lleva debajo.

—La moda primavera-invierno…, que más o menos consiste en ponérselo todo y olvidarse de que conjunte… ¿Te gusta?

—Me gustas tú… vestida, desnuda o con esquijama y calcetines. Me gustas y me encanta verte sonreír de nuevo.

La novia, graciosa, coge un huevo.

—Habrá que colaborar en el bufé, ¿no? Yo voy a hacer tarta de manzana, lo primero es batir huevos.

Saca un huevo, lo casca contra la frente de su marido y lo echa en un bol. Él aparta el bol, la coge de la cintura y la sienta en la encimera por sorpresa. Le da un beso sujetándole la cara con amor. Un beso profundo, apasionado, que contrasta con el hecho de que ella esté sentada, agarrando un huevo con una mano y la batidora con otra. Los pasajeros corean y gritan blandiendo cacharros de cocina.

—¡Déjala coger aire!

—¡Le está haciendo el boca a boca!

—¡¡Ese dentista!!

Mamá July se ríe y cuando vuelve con la tarta, ve que Eugene tiene metido el dedo índice en el chocolate. Lo regaña como a un niño, golpeándole la mano, «como te vuelva a ver, vas a cobrar». Eugene saca el dedo del chocolate fundido, se pinta un bigote como Hitler y levanta el brazo derecho hacia mamá July, que se ríe con la ocurrencia.

—¡Heil cocinera!

El anciano judío, que pasa a su lado, le baja el brazo y niega con la cabeza serenamente.

—Esas bromitas…

Eugene se excusa con la mirada y se quita el bigote relamiéndose. Después coge al bebé, que está gorjeando dentro del cochecito.

—Me parece que el bebé viene cargado… ¿Le pongo un pañal nuevo o le doy la vuelta al que tiene?

Mamá July lo mira alucinada. Eugene sonríe.

—¡¡Es bromaaa…!!

Nancy se acerca a la pareja con unos raviolis con tomate en una cazuela.

—¿Alguien ha visto a Slatan? Lo he buscado en su habitación, pero no estaba…

Nadie sabe dónde está. La novia comenta que se cruzó con él en recepción, pero que no hablaron. «Quizá haya vuelto al cobertizo», piensa Nancy. Pero Slatan no ha vuelto al cobertizo. Está cerca del bosque, solo. Barruntando su odio en silencio mientras contempla las luces del hotel. La ira tiene la facultad física de agigantarse en contacto con la soledad. Como una reacción química inestable que aguardase un cambio de temperatura para explotar.

Dentro de la cocina el ruido de las sartenes se mezcla en un festival gastronómico multirracial. Quizá una semana después ninguno de los participantes en esa fiesta recuerde las caras de los pasajeros que se afanan en acabar las recetas y salar los platos. Sin embargo, esa noche son un poco más felices. De alguna extraña forma, cocinar les ha llevado a estar más cerca de sus casas y de su gente.

Hora y media después las mesas están alineadas en el centro del comedor. Dos docenas de platos decorados primorosamente se exponen a la vista de todos. La variedad de los menús representa la torre de Babel que se mezcla en el hotel. Tortitas, verduras, fajitas, pizzas, asados, tortillas de patatas. Mamá July y Nancy acaban de colocar servilletas mientras los novios colocan palillos y cubiertos. Todos colaboran. Eugene, en una esquina, ha quitado el pañal al bebé y al levantarlo, para colocar otro, el pequeño le suelta un chorrito de pis que le moja la camisa. Mamá July no puede aguantar una risa. Es una carcajada sana y limpia. Un estado de felicidad que significa un punto y aparte de un divorcio traumático, tres viajes a Kaliningrado, y un pleito interminable sobre la cuantía de la pensión alimenticia.

—Se me olvidó decirte… —La risa no la deja continuar—. Es quitarle el pañal y suelta el chorrito…, es que no falla.

El representante de zapatos sonríe mientras le pone con pericia el pañal.

—No te preocupes, estoy acostumbrado. A los americanos nos llevan meando los republicanos y los demócratas treinta años encima y no nos hemos quejado nunca. Hasta lo agradecemos. Yo, si no me mean encima una vez al día, me siento extraño…, te lo juro.

La mamá saca un pañuelo y le seca la camisa con ternura. Con las brasas de la risa brillando aún en su cara. Él le guiña un ojo. Mientras tanto, varios pasajeros sacan fotos al banquete. En cada plato han colocado la bandera del país al que pertenece. Nancy mira a ambos lados buscando a Slatan.

—No lo entiendo…, ¿dónde se ha metido Slatan?, se lo está perdiendo.

Antes de que nadie pueda contestar, la puerta de entrada se abre de una patada. Una ola violenta de frío y nieve entra en el comedor haciendo que todos se estremezcan. En el dintel se yergue la figura sombría de Slatan, un hombre marcado por el rencor. El buen rollo y las carcajadas se cortan de golpe como una mayonesa mal cuajada. Algo se ha perdido. Todos los pasajeros observan a Slatan, que lleva un plato repleto de barro, hierbajos y piedras. Lo tira sobre la mesa con violencia provocando que varias copas se caigan y tres se rompan. El barro ensucia la presentación inmaculada de la mesa. Nadie entiende nada. Slatan los mira uno a uno, retador, violento.

—¿No queríais el plato típico de Karadjistán? —Señala el plato de barro—. Ahí lo tenéis…

Nadie se atreve a moverse. Avanza un paso y se encara con varios pasajeros. Retador.

—Mi pueblo lleva años aplastado por Rusia. Nos exiliaron, nos cortaron las comunicaciones, la luz, el gas… —El viento frío entra por la puerta abierta—. ¿Hizo algo Naciones Unidas? ¡No! «Problemas domésticos» lo llamaron. No hacer nada es la forma de vida de mil quinientos millones de occidentales… Después de años de bloqueo, no quedaba nada. Los niños morían de diarreas. No había médicos ni antibióticos ni comida. No había calefacción… Entonces, empezaron los bombardeos.

Nadie mueve un músculo. Silencio pesado.

—¿La comida típica de mi país?

Coge el plato y lo tira contra la pared dejando una mácula oscura.

—Esta es la comida típica de Karadjistán… ¿Quién quiere probarla…?

Conmoción. El discurso ha atravesado sus cerebros y recorrido sus terminaciones nerviosas dejando un rastro de incertidumbre y miedo. La actitud agresiva de Slatan los ha dejado fuera de juego y descolocados. Han vuelto a la realidad del retraso, del incordio y los planes rotos. Vuelven a desear que la tormenta acabe rápido. Suficientes problemas acumulan a diario para cargar con los problemas de nadie. En el fondo, piensan, no tienen nada en común con toda esa gente que deambula por los pasillos del hotel Limbads. Son extraños que han coincidido en un cruce de caminos en mitad de ninguna parte. Eso es todo.

El terrorista sale del comedor cabizbajo y violento. Como un jabalí moribundo con cuatro cartuchos alojados en el cuerpo que corre desesperado antes de caer muerto. Nancy lo ve irse y recuerda, por un instante, la mirada suicida que los azulejos del baño le devolvieron antes de abrirse las carnes de las muñecas con dos trazos horizontales. Una mirada sin retorno. Así fue.