DIECINUEVE

Cuando el karadjo entra en la habitación y ve la ventana abierta golpeando rítmicamente la pared a consecuencia del viento, se asusta. Pero cuando observa que la moqueta, donde está oculta la bolsa de los explosivos, está cubierta de nieve y agua, Slatan entra en pánico. En el manual del buen terrorista suicida no se encuentran epígrafes que indiquen cómo actuar en estos casos. En el manual del buen terrorista suicida no se recogen párrafos redactados para perfectos idiotas. Que lo detuviese la seguridad del aeropuerto entraba dentro de los planes. Que la bomba no consiguiese abrir un boquete en el fuselaje del avión entraba dentro de los planes. Pero que la ventana se abriese por el viento y mojase los explosivos haciéndolos estallar en la soledad de la habitación sin ocasionar muertos, pero poniendo en alerta a todos los cuerpos antiterroristas del país, no figuraba en ninguno de los finales barajados.

Las palabras que Huvlav pronunció al colocarle el chaleco de explosivos en la habitación cuarenta y uno del Hotel Emperator retumban en su cabeza como casquillos de bala: «La mezcla de explosivos es muy inestable. Si se moja o humedece, se apelmaza el compuesto químico. Si esto ocurre, adquiere un color marrón y explota».

Se arrodilla en el rincón, como un niño de primaria purgando un castigo y retira la moqueta que flota sobre el charco de agua. Abre la bolsa y descubre los cilindros del explosivo con un tono marrón. Quizá el último color que vea en su vida. Los concentrados de amonal parecen lechugas puestas a remojo. Gotean agua y su tacto es frío como la nieve, como la muerte, como el fracaso. Por primera vez siente el contacto gélido de la muerte recorriéndole el cuerpo. Nunca ha vivido una sensación igual de vacío y soledad. Es como un astronauta que, durante un paseo espacial, hubiera roto el cable que le mantiene unido a la cápsula y flotara en una inmensidad negra e infinita con la reserva de oxígeno en una alocada cuenta atrás.

La boca de Slatan se abre y se cierra sin experimentar sonoridades. Después exclama algo en ruso. Un grito de rabia y miedo. No sabe qué hacer. Da un paso atrás. ¡El amonal va a estallar! Si saliese corriendo de la habitación, podría huir de la deflagración. Salvar la vida, pero ¡él no quiere salvar la vida! ¡Quiere sacrificar su vida! ¿Qué puede hacer? ¿Coger la bomba y salir corriendo por los pasillos? ¿Lanzarse contra el primer corrillo de pasajeros que encuentre? ¿Matar a cuatro o cinco personas? ¿Bajar a recepción? ¿En qué se había convertido esa maldita misión? ¿En una carrera suicida? ¿En un videojuego? ¿En eso consistía ser un mártir? Todo en esa misión es absurdo. Como una película con el audio y el video desacompasado.

Entonces chilla…

Chilla…

Chilla…

De rabia, de rencor, de frustración.

Tres segundos después, la puerta se abre de un portazo violento. Eugene ha escuchado los alaridos desesperados desde el pasillo.

—¡¿Qué pasa?! ¡¿Estás bien?!

Slatan levanta la bolsa de explosivos envuelta en una manta, como si se tratase de un bebé. Es la primera vez que se encuentra desarbolado, que necesita imperiosamente ayuda.

—¡Se ha mojado la bolsa! Las medicinas…, todas las medicinas. Tienes que ayudarme.

—¿Qué puedo hacer?

—¡Necesito secarlas! ¡Calor, calor seco…! ¡Deprisa!

La ley física que define la velocidad como una magnitud de carácter vectorial que expresa el desplazamiento de un objeto por unidad de tiempo tendría que reformularse después de ver los ciento cuarenta y dos kilos de Eugene corriendo por el pasillo de la planta cuarta del hotel Limbads a la vez que aporrea las puertas.

—¡¡Salid de las habitaciones…!! Slatan tiene problemas… ¡¡Necesitamos ayuda!!

El karadjo, con la bolsa pegada al pecho, lo sigue con la urgencia de una embarazada que ha roto aguas. Los explosivos van dejando un rastro culpable de líquido por el pasillo. En cualquier momento pueden estallar. Eugene, ajeno a todo, va gritando y golpeando las puertas de todas las habitaciones sin saber que la vida le va en ello.

—¡¡Rápido!! Hay que secar las medicinas…

Las puertas comienzan a abrirse. Varios pasajeros desconcertados se asoman en pijama, otros en albornoz. «¿Qué ocurre?», «¿Qué medicinas?».

Eugene no tiene tiempo de dar explicaciones, su amigo necesita ayuda.

—¡¡Calor…!! ¡¡Necesitamos calor seco!! ¡¡Secadores, ventiladores de aire, toallas, lo que sea!!

Más pasajeros se asoman alertados por los gritos y el revuelo. La novia que lee a Henning Mankell es la primera que reacciona, práctica.

—¡Tengo un secador en la maleta…!

Desaparece dentro de su habitación. Nancy aparece corriendo por el inicio del pasillo.

—¡Yo tengo otro…!

El anciano, vestido con una camiseta de tirantes, aporta nuevas soluciones.

—En recepción hay un calentador, voy a buscarlo…

Y sale corriendo a la velocidad que le permiten sus ochenta y dos años y las secuelas de un cáncer de colon. Al final del pasillo, los aguarda mamá July haciéndoles gestos para que se acerquen.

—¡Tengo una manta eléctrica en la cuna del bebé…! ¡Entrad en mi habitación!

Con la bolsa chorreando se dirigen a la habitación. Es un milagro que el amonal no haya estallado todavía. Como en cualquier habitación donde convive una madre con tres niños, el ambiente es una miscelánea de olores primarios. Fragancias de toallitas húmedas con cacas de bebé. Olores a papilla de plátano y cereales. En las esquinas, desperdigados, coches de scalextric, trozos de galleta, migas de pan y calcetines desparejados.

Slatan y Eugene entran precipitadamente en la habitación. Un desembarco torpe y nervioso que contrasta con la imagen del bebé durmiendo plácidamente en la cuna. Una manta eléctrica con estampados de Mickey y Pluto mantiene caliente el cuerpo del bebé. Mamá July, con la pericia ganada a lo largo de tres embarazos, lo levanta de la cuna sin que se despierte y les señala la manta eléctrica.

—Es calor seco. Envolved las medicinas con la manta…

Slatan, con sumo cuidado, coloca la bolsa de los explosivos dentro de la cuna. El amonal reposa en el hueco donde dormía el niño. Después, casi con amor, arropa la bomba con la manta eléctrica con estampados de Walt Disney. Unos segundos después aparece Nancy con un secador, lo enchufa y apunta dentro de la cuna. También llegan el novio con un alargador y la novia con otro secador. Lo conectan y orientan el aire caliente a la bolsa goteante. El anciano judío es el último en llegar. Transporta con esfuerzo un antiguo calentador que no se ha usado hace años. Lo conecta al trifásico y las resistencias apenas tardan diez segundos en brillar al rojo vivo.

La escenografía resultante es casi teatral. Todos colocados en torno a la cuna, como en una nueva anunciación donde se adorase a una bomba envuelta en una manta eléctrica con estampados infantiles. Una deificación del explosivo como nueva religión. Los Mártires de Instalood podían dormir tranquilos, la causa de Karadjistán ya tenía su altar profano. La cuna de un niño de meses servía como catedral.

Un goteo de pasajeros va desembocando en la habitación con toallas, mantas, alisadores de pelo, cualquier cosa que pueda servir. Slatan levanta la cabeza y, por primera vez, se da cuenta del mundo de afectos y solidaridad que hay montado en torno a la bolsa de medicinas falsas. Todos ayudan al pasajero silencioso. Al extraño de mirada fría que nadie conoce y con el que nada comparten.

Mamá July, con el bebé en brazos, le acaricia el hombro, comprensiva.

—Seguro que no se han estropeado, no te preocupes.

El terrorista asiente de forma maquinal. Una cuna decorada con motivos infantiles alberga un chaleco de explosivos que servirá para matarlos a todos. Slatan no ha estado tan aturdido en toda su vida.

En la calle hace frío. Dieciséis grados bajo cero. De las ventanas cuelgan estalactitas pétreas y afiladas. Slatan mira al infinito. La ventisca le da en la cara. Avanza unos pasos por la nieve y se agacha. Ahí está de nuevo el perro, que se acerca solícito y le deja la pelota a los pies. Se miran unos segundos. El terrorista coge la pelota y la lanza con fuerza. El perro, feliz, sale corriendo y ladrando detrás de ella. ¿Eso era la felicidad para el perro? ¿Correr detrás de una estúpida pelota de tenis?

Después se dirige hacia el cobertizo que se encuentra detrás del hotel. La recepcionista le ha dicho que allí puede encontrar plásticos viejos. Fundas de colchones impermeables que le servirán para aislar «las medicinas» y evitar que se vuelvan a mojar. Cuando entra en el cobertizo, una bocanada de polvo y herrumbre le asalta la garganta y la nariz. Conecta los halógenos del techo y se da cuenta de que solo funciona uno. En las estanterías se acumulan cortinas viejas con estampados florales, lámparas, bombillas y todo tipo de cacharros que sirvieron en algún momento para el hotel. Al fondo se yergue amenazante una montaña de somieres oxidados. Un stock de objetos desahuciados entre los que podría figurar él. Un terrorista suicida pasado de moda, combado por el uso de cientos de huéspedes y podrido por la mitad. Una voz femenina lo rescató de aquel cementerio de tres estrellas con alojamiento y desayuno incluidos.

—Te pillé.

Nancy se refugia del frío envuelta en un abrigo azul que le llega hasta las rodillas. Lleva el pelo recogido dentro de un gorro con orejeras y lo observa con un gesto gracioso desde la puerta. Lo ha debido de seguir desde el hotel. Ajena al silencio de Slatan, se pone a curiosear entre los cachivaches del cobertizo. El terrorista procura ignorar a la chica y vacía algunas cajoneras polvorientas. Dentro hay un buen número de plásticos doblados que le podrían servir para aislar de la humedad los explosivos. De pronto, Nancy le chista. Se ha colocado una soga de quince centímetros alrededor del cuello como un ahorcado y lo mira sonriente con la cabeza ladeada como si estuviera colgada. Saca la lengua y entorna los ojos para dar un toque más histriónico a su actuación.

—Ahhh…, me muero, ¿qué te parece? ¿Demasiado joven para morir?

Slatan la mira un segundo y sigue buscando dentro de las cajoneras. Ha habido algo distinto en su mirada distante. Esta vez ha empleado más tiempo de lo que en él sería habitual. La joven aparta la soga del cuello.

—Ya…, que tú eres más de cortar en vertical… ¿Qué buscas? ¿Te puedo ayudar?

Ni una palabra sale de la boca del terrorista. Así que Nancy empieza a curiosear por los rincones hasta que encuentra un hula-hop.

—Me pasé media infancia haciendo girar un aro como este. Mi pueblo era muy tradicional. Los chicos cazaban ranas en las acequias y las chicas bailábamos el hula-hop, aunque a mí me gustaba más cazar ranas.

Se gira para mirarla y descubre que Nancy se ha desprendido del abrigo y mueve las caderas haciendo girar el hula-hop. Tiene algo de imagen infantil. Recuerdos de tardes de verano y primeros besos en el templete de la plaza Mayor.

—Con nueve años, podía meterme en un bidón de cincuenta litros que estaba en el garaje. Si se peleaban mis padres o algún chico me dejaba…, allí me iba…

El terrorista extrae un largo plástico. Le servirá para envolver el chaleco de explosivos.

—Y no salía hasta que oía gritar a toda mi familia, que me buscaban como locos. Entonces se me saltaban las lágrimas y salía corriendo a abrazarlos…

El hula-hop gira en torno a Nancy como una segunda piel. A Slatan le cuesta trabajo no volverse a admirar a aquella criatura frágil que mueve un aro con la cadera.

—Y me quedé con esa idea del amor… Que era simplemente eso: importarle a alguien.

Nancy deja de girar el hula-hop, que se desliza por sus rodillas y cae hasta los tobillos. Slatan coge un plástico precipitadamente. La joven, a su espalda, ha dejado el aro y sostiene una sierra con afilados dientes. Recorre con la yema de los dedos las ondulaciones cortantes de la superficie.

—¿Qué te parece? Con esto no me sutura las venas ni el sastrecillo valiente…

El terrorista, que está acabando de doblar el plástico, no puede evitar sonreír sutilmente. Es casi una mueca, pero le ha hecho gracia. Ella también sonríe, picara, con la sierra de cortar árboles canadienses en la mano.

—No te rías, que te estoy viendo. Y no tiene gracia. Mi psiquiatra me dijo que tuviese cuidado con las sierras de doble filo y con los chicos como tú.

El terrorista sale del cobertizo. Casi huye. Nota el pulso acelerado. Le asusta lo que acaba de suceder. Le asusta encontrarse a gusto en compañía de Nancy. Le asusta todo lo que está sucediendo en un terreno desconocido y extraño: su corazón.

Un telón de nubes se ha extendido sobre el cielo. Vuelve la cabeza hacia el cobertizo. El halógeno sigue iluminando tímidamente el interior. Un pensamiento demasiado íntimo le hace estremecerse. Aquella tímida luz, titilante en mitad de la noche, le ha recordado la posibilidad de un hogar. Así fue.