DIECISÉIS

Cuando sale al vestíbulo del hotel, la composición química de sus músculos ha generado dosis suficientes de adrenalina y ácido láctico para sentir en las piernas la fatiga de un maratoniano que ha recorrido cuarenta y tres kilómetros. Los trapecios de la espalda contracturados, los bíceps contraídos, los soleos endurecidos.

Cuando coge el teléfono, las manos le tiemblan, tiene problemas para que el oxígeno que aspira por la boca y la nariz llegue hasta los pulmones. Está hiperventilando y lo sabe. Intenta acompasar la respiración: Uno, dos, tres, pero lo único que consigue es amagar un vómito caliente en la garganta. Una arcada, dos. Espasmos de agotamiento nervioso. Con el sabor amargo y ácido todavía en la boca, se lleva el auricular a la oreja e intenta hablar. Su cara presenta un color lastimosamente blanco y ojeroso.

—Soy…, soy Slatan.

Alguien respira al otro lado del hilo. Tarda en contestar. Sopesa la situación. Intenta descifrar el código tonal de la voz del karadjo. Quizá piensa que la suspicacia es la única arma real que vale frente a los cuerpos de inteligencia rusa. Por fin suena una voz ronca, desconocida.

—Esta conversación… ¿es segura?

El karadjo mira a ambos lados. La recepcionista se ha alejado y está solo en el vestíbulo. La voz le produce el efecto de una dosis de novocaína, relajándole los nervios.

—Creo que sí —contesta.

Silencio de nuevo.

—Hemos recibido el mensaje que dejaste ayer por la noche.

Slatan piensa fugazmente en su profesor de física de segundo curso, de la escuela pública de Instalood, el doctor Métrechov. Siempre hablaba en plural. «Hemos recibido el mensaje», «estamos decididos», «no podemos enseñar física si no estudiáis». Como si a su lado hubiese dos o tres personas invisibles y hablara en nombre de todos ellos. El karadjo intenta concentrar su pensamiento. Ser práctico.

—El vuelo 4583 se canceló por la tormenta.

—¿Y qué quieres?

«¿Que qué quiere? ¿Están de broma? ¡Por Dios! —piensa Slatan—, quiero saber qué demonios tengo que hacer con los doscientos cincuenta gramos de amonal que llevo pegados al pecho. Quiero que alguien me ordene estallar de una vez, acabar con todo y que si hago eso, probablemente, en Naciones Unidas, algún político con jet lag, harto de los bufés y con ganas de volver a su casa en Moscú, preste un poco de atención a la noticia y se dé cuenta del genocidio diario que está asolando a Karadjistán. Después, acosado por los medios y las presiones internacionales, puede que dicho político solicite la creación de una comisión de estudio sobre el caso, que al cabo de unos meses acabará con una condena explícita al asesinato sistemático y continuado del pueblo karadjo». Pero, en lugar de eso, el terrorista se serena y trata de hablar con toda la frialdad que el temblor de su voz le permite.

—Necesito hablar con Huvlav.

—¡¡Nada de nombres!! —replica la voz enfadada al otro lado.

—Perdón, perdón. Lo siento.

Slatan reacciona como un alumno sorprendido mirando por la ventana durante la explicación de los algoritmos de tercer grado. Se muerde el labio por su estupidez, pero no puede rebobinar la conversación ni borrar el nombre de Huvlav de la hipotética grabación, así que continúa.

—Necesito instrucciones. ¿Qué hago? Todo el plan se ha torcido con la nevada. El vuelo está retrasado y no sé cuándo se autorizará. Dicen que la tormenta va a durar unos días.

—¿Dónde estás?

—No salen aviones de Moscú —replica Slatan sin contestar a la pregunta. Sintiendo que tiene que dar explicaciones y justificarse.

El hombre que está al otro lado del teléfono no parece necesitarlas y repite la pregunta.

—¿Dónde estás?

—En el hotel Limbads. Al norte de Moscú.

Silencio.

—Dame la dirección exacta.

—No la sé… Está a ochenta kilómetros de la capital, cerca de la autopista S. 1. Mi habitación es la 457. Tengo… —Slatan mira hacia a los lados para cerciorarse de que nadie lo escucha—, tengo el chaleco puesto…, puedo acabar ahora, en el comedor del hotel. Puedo hacerme estallar.

El tono de Slatan es suplicante. Parecido al del niño que pide permiso a sus padres para pasar la noche en casa de un amigo. «Te daré la dirección y el número de teléfono de su mamá, pero déjame ir, por favor».

De nuevo un silencio. Espeso, desagradable. Alguien debe de estar sopesando la situación al otro lado. Ese silencio tiene algo de fraude. Como preguntar por el precio de unos pantalones y que el dependiente te diga una cifra y un minuto después te diga que se ha equivocado y cuestan el doble. Por fin, suena la voz de nuevo.

—Negativo. Repito. Negativo. Tu misión es embarcar en el Boeing 747 destino Nueva York. No se admiten cambios en el diseño de la operación. ¿Está claro? La acción que propones en el hotel no tendría la misma repercusión. La misión sigue en pie a menos que te descubran, en ese caso, finaliza. ¿Todo claro?

No, no está claro. Por supuesto que no está claro. Slatan abre la boca buscando aire. Boquea, parece un pez sorprendido en la playa por la marea baja. Flexiona su cuerpo y se encoge a punto de partirse por la mitad. Frágil como un pantalón tendido una noche de helada. Ha estado a punto de volar por los aires y de llevarse por delante a más de ochenta personas. Joder, nada está claro. Todo está confuso. Todo es una mierda.

Slatan se sentía capaz de tirar del detonador hace un minuto y acabar con todo. Ahora le están pidiendo que espere, que espere, que espere. Como esas malditas llamadas del gobernador de Texas que pueden salvar la vida de un afroamericano condenado a muerte por descerrajarle tres tiros en el pecho a un policía blanco, y que nunca llegan. Aunque se organicen vigilias en la puerta del correccional y se rece con las manos entrelazadas y se enciendan velas y se ponga en duda la limpieza del proceso penal. La llamada del gobernador de Texas nunca llega. El afroamericano acaba con una inyección letal diluyéndose en la corriente sanguínea.

Una arcada pone fin a todas las reflexiones del terrorista. Aparta el teléfono para que no pueda oírse el gorjeo íntimo y caliente, y vomita un líquido culpable y oscuro. Haciendo acopio de sus últimas energías, consigue acercar el auricular del teléfono a la boca y añadir un escueto:

—OK. La operación sigue en pie. Volveré a embarcar en el vuelo destino Nueva York.

Cuelga el teléfono frustrado, confuso. Sintiendo la humedad del chaleco que lleva adherido al pecho. Cuando habló con Huvlav, dos meses después del entierro de su hijo, todo parecía más sencillo. Le entregarían un chaleco con explosivos, viajaría a algún aeropuerto ruso elegido por la organización y se haría estallar. Nada de retrasos, de llamadas en cabinas y compañeros de habitación que se lavan los dientes mientras caminan y dejan restos de dentífrico por la moqueta. ¿Por qué tenía que ser tan complicado? ¿Por qué acabar con la vida de trescientos treinta y dos pasajeros era tan difícil?

La recepcionista con régimen de custodia compartida retira el teléfono del mostrador.

—Se encuentra bien, ¿señor?

Asiente. Incluso intenta sonreír. Aunque no puede y en el rostro se le petrifica una mueca desencajada de angustia.

—Perfectamente.

La recepcionista no le cree. Quizá tampoco le creyese si supiese que tiene un problema llamado explosivo de contacto en el pecho.

—¿Desea algo más?

—No.

Pero está mintiendo. Sí, desea muchas cosas. Desea que todo vuelva a ser como antes. Fácil como una mañana de verano en Instalood. Fácil como una carta certificada. Fácil como el riego por goteo o conducir un coche automático, fácil.