Slatan intentó explicar a mamá Kosla qué era Google Maps. Le contó que una empresa de informática había hecho millones de fotografías desde un satélite en todos los continentes. Después las habían juntado y las habían colgado en la red. Un mapa del mundo.
Mamá Kosla, con el pelo recogido en un moño y el mandil ribeteado de manchas de pastel de manzana, miró a su hijo atónita.
—¿Ahí se pueden ver todas las ciudades y todos los pueblos…?
—Todos.
—¿Y las casas y la gente… también?
—También.
Cogió su viejo Pentium, se conectó a Internet y le mostró Google Maps. Después buscó las coordenadas de su pueblo, Instalood. La imagen que resultó no tenía mucha resolución, pero se podía distinguir la parcela del señor Kaslala, la iglesia, el río. En el medio, mucho más pequeña, pixelada y sin márgenes, se podía intuir el sitio que ocupaba su casa desde hacía más de seis generaciones.
En la plaza del Ayuntamiento hasta se podían percibir pequeños puntos negros que parecían personas. Mamá Kosla se quedó boquiabierta.
—¿Y cuándo han sacado esas fotos?
—Pues no sé. Google Maps funciona desde hace unos años.
—Entonces, con ese invento, ¿se puede ver a papá?
Papá había muerto ocho meses antes y estaba enterrado en el cementerio de Gôlubev. Mamá Kosla no lo había acabado de digerir. Por las noches, seguía durmiendo en una esquinita del lado derecho de la cama. Dejando libre toda la zona de la izquierda, el sitio donde dormía papá. Un hueco vacío y ausente que jamás sería rellenado por nadie y que guardaba la forma ósea de su cuerpo. Como los fósiles marinos encontrados a cuatrocientos kilómetros del mar. Evidencias perdidas de un pasado que jamás regresará.
—No. No creo, mamá. Papá no aparece en las fotos.
Inmediatamente después, apartó el ordenador de un manotazo y se levantó indignada y blasfemando.
—¡Vernos desde el cielo! ¡Qué aberración! Debería ser una facultad reservada a Dios y punto.
—Mamá…
—Es un invento del diablo. ¿Esto lo conocen los rusos?
—Pues claro que lo conocen los rusos, mamá…, lo conoce todo el mundo.
—Pues reza porque cuando nos saquen fotos estemos bajo techo y a reguardo de su malicia… ¡Reza!
Mamá Kosla nunca más quiso asomarse a Internet ni a Google Maps. Un año después, el periódico de Instalood, Nación, filtró que el ejército ruso se valía de la vigilancia por satélite para organizar operaciones aéreas de combate en tiempo real. Así perpetraron los bombardeos de Seveirk y Zouland. Dos masacres con más de trescientas víctimas civiles. Slatan pensó que desde el satélite, y vistos por ordenador, parecerían puntos negros. Motas de polvo pequeñas e insignificantes. Sin pasado ni importancia. Una especie de videojuego donde matar y pasar de pantalla se realizaba desde la profilaxis de remordimiento y sangre. Sin sangre y sin dolor.
A pie de calle, junto a las víctimas desguazadas y amputadas, el videojuego se vivió de forma muy diferente. Así fue.
Cuando en la alarma del móvil de Eugene suena el Himno de la alegría, a las siete y media de la mañana del 12 de diciembre, Slatan piensa que este será el último despertar de su vida. En la habitación hace frío. Afuera, el viento sopla sin pausa. En el mástil del hotel Limbads, los ganchos de la cuerda que sujetaban dos banderas repiquetean un ritmo monótono contra el poste.
Un vaho sordo y madrugador sale de la boca carnosa del representante de zapatos. Boquea como un pez fuera del agua y tarda unos segundos en recopilar la información necesaria para ubicarse.
El frío, la nieve, el retraso.
Después se levanta rascándose el culo y mira a Slatan, que se despereza en la cama de al lado como si hubiera dormido toda la noche, aunque tan solo lleva acostado ocho minutos. Eugene se repasa el costillar con la mano, dolorido.
—¿Quién ha diseñado estos colchones? ¿Un faquir? Tienen más muelles que relleno, por Dios. Además, no se puede dormir en una cama de ochenta. Me caigo por los dos lados. La viscoelástica, Slatan, quédate con esto. Zapato de cuero y colchón de viscoelástica. Vivirás cien años.
El representante de zapatos mira su móvil y comprueba que no tiene mucha cobertura. Mira la mesa y ve el móvil de Slatan; cuando lo va a coger, el terrorista, con un movimiento felino, pone la mano sobre el teléfono. Eugene se queda un segundo desconcertado.
—Perdona…, no quería usar tu teléfono… ¿Tienes cobertura…? —Su tono es serio, casi triste—. Verás, hoy es 12 de diciembre…, una fecha importante para mí…, te puedes imaginar, el cumpleaños de mi hijo, Bobby. No pasamos por nuestro mejor momento… ¿Tienes hijos?
Un pasado olvidado cruza fugazmente el cerebro de Slatan. Respira hondo.
—Tuve uno. Está muerto.
—Lo siento…
Eugene mira a aquel hombre parco en palabras. Sabe que Slatan no quiere continuar con la conversación. Levanta el móvil cómicamente como si buscase conexión.
—… Y el móvil con una rayita de cobertura, que uno no sabe si está muerto o en coma…
Slatan zanja la conversación con sequedad.
—Mi teléfono no funciona…
—¿No funciona? Pues entonces el tuyo está muerto y el mío en coma. —Le señala su móvil—. Si lo necesitas, cógelo.
Después, cambia de actitud, como si recordase que su personalidad y sus ciento cuarenta y dos kilos lo arrastran a un mundo interior presidido por el optimismo. Se asoma por la ventana a la vez que se rasca la barriga. El paisaje nevado se extiende inmutable. Un rugido constante, como un vendaval, hace zumbar los cables que cuelgan congelados de los postes de electricidad.
—La leche…, qué frío hace ahí fuera. —Se dirige hacia el baño—. Espabila, Slatan, como se adelanten los chinos en el bufé, nos quedamos sin cruasanes, que son como limas…
Antes de desaparecer en el baño, se suena la nariz produciendo un sonido de tuberías atascadas. Slatan, hierático, sentado en el borde de la cama, se frota los pies entumecidos y amoratados. Todavía no ha recuperado la sensibilidad. Mira el reloj. Las siete y cuarenta minutos. Una cuenta atrás invisible se ha puesto en marcha para los huéspedes del hotel Limbads. Si esa mañana no recibe ninguna llamada de los Mártires de Instalood, se hará estallar en el comedor.
Eugene sigue hablando desde el baño. Su voz tiene el mismo efecto en su cerebro que el martillo percutor en la montaña. Horada sus entrañas sin misericordia.
—Odio la cortina de las bañeras. ¡Es asquerosa! ¿A quién se le ocurrió este invento? Se te pega al culo, y si se me pega a mí…, ¿a cuántos culos se ha pegado antes? La cortina culera…
El karadjo, sin hacer caso a las palabras de Eugene, se viste precipitadamente, abre la puerta y baja a recepción. Lleva la misma ropa que la noche anterior, más harapienta y arrugada. Un detalle que cada día lo diferencia más del resto de los huéspedes. Caras afeitadas y perfumadas. Con excedentes de vestuario y libres del fardo de la conciencia que tiene que arrastrar Slatan minuto a minuto.
La recepcionista, con dos divorcios a las espaldas y una custodia compartida, sonríe detrás del mostrador. Un nuevo tsunami de pasajeros cabreados y quejas arrastrará pronto esa sonrisa por los sumideros del hotel Limbads. Los primeros huéspedes recorren nerviosos la recepción como abejas reconociendo una nueva colmena. Detrás de las puertas del comedor se intuyen varias decenas de pasajeros dándose codazos frente a las bandejas de beicon y huevos revueltos. Slatan no tiene tiempo que perder.
—Estoy esperando una llamada. Mi nombre es Slatan. Mi habitación, la 457. ¿Me han telefoneado? ¿Han dejado algún mensaje?
La recepcionista baja sus profundos ojos azules consultando un listado invisible de nombres. No sospecha que su vida y la vida de una treintena de personas dependen de ella.
—Mmmm, no, señor. Aquí no figura ninguna llamada.
—¿Está segura? Quizá hayan llamado por la noche, de madrugada —insiste Slatan.
—No, señor. Vladimir, el chico que estaba por la noche, no me ha reportado ni mensajes, ni llamadas. Lo siento. De todas formas, podemos desviar las llamadas directamente a la habitación si lo desea.
El karadjo asiente levemente. Ya no tiene dudas. Lo tenía decidido desde ayer. Desde el mismo momento que dejó el mensaje en el contestador automático y no pudo hablar con Huvlav. Si no obtenía respuesta, si no recibía ninguna orden por parte de los Mártires de Instalood, subiría a su habitación, sacaría el chaleco de explosivos, bajaría al comedor y se haría estallar entre los pasajeros. Punto final.
Al subir por las escaleras camino de su habitación Slatan mira el reloj. Las siete y cincuenta y cinco. Todo acabará en unos minutos. Su inmolación será recogida por los periódicos de mañana. La noticia saltará a mediodía en las redacciones y por la tarde el hotel Limbads (el mismo donde pasó una noche Elton John con su novio) estará abarrotado de periodistas. No lo tendrán fácil para llegar por carretera, sigue nevando. Tendrán que fletar un autobús con todos los reporteros dentro. El ambiente en el interior de ese autobús durante el trayecto estará cargado de adrenalina y comentarios nerviosos. Josep Stronov, un periodista veterano de la edición matutina del Komsomolskaya Prava, intentará romper la tensión con algún chiste sobre lo inoportuno de hacerse estallar con la nevada. «¿Por qué estas cosas no pasan en verano?». Otro bromeará con el hecho de que, en mitad de ese temporal de nieve, tendrán que romper el hielo con los UAR (Unidad Antiterrorista Rusa), siempre tan reacios a conceder entrevistas y dar información.
Al día siguiente, abrirán a toda página con titulares sensacionalistas. Pedirán a los maquetadores nuevos diseños de la página de primera. El espacio suficiente para fiases grandilocuentes del tipo «Masacre en la nieve», «Tormenta de sangre en el hotel Limbads». A Slatan le divierte repasar mentalmente las crónicas que los periódicos publicarán después de detonar el amonal. Probablemente, su vida parecerá más interesante en las columnas con letra arial, tamaño diez, a cinco columnas, publicadas en las portadas del Izvestia de Moscú, el New Yorker o el Washington Post. Su biografía resultará más brillante recreada y narrada por aquellos periodistas que vivida por él mismo. Como los artículos publicados sobre los terroristas Mohamed Atta o Salem al-Hazmi. No cree que sus vidas fuesen apasionantes. Sus días no estaban escalonados de grandes gestas y frases memorables. No eran Fidel Castro, ni habían sido apresados asaltando el fuerte de Moncada. Simplemente, viajaron a Estados Unidos, estudiaron en una escuela de pilotos en Maine (Florida), se armaron con un par de cuchillos y se colaron en cuatro vuelos domésticos de Estados Unidos para hacerse estrellar contra las Torres Gemelas. La épica de lo sencillo.
¿Qué contarán los periódicos de él? ¿Hablarán de Kosla, su mamá? ¿De los helados de stracciatella de papá? ¿De las tardes jugando a soplar la carita de su hijo? No. Probablemente bucearán en su pasado. Recurrirán a alguna foto de la facultad o a dosieres escolares de sexto o séptimo curso rescatados del archivo del colegio público de Instalood. Una orla antigua, amarillenta y agrietada, con aspecto de daguerrotipo. Será una instantánea borrosa de niños sonrientes con pantalones cortos, costras en las rodillas y el último botón de la camisa abrochado. Y siempre ahí, en el centro, como uno más, sin pretender llamar la atención, se encontrará Slatan a los diez o doce años. Con el flequillo cortado a cazuela. La foto la incluirán en la edición dominical, con suplemento especial de doce páginas e infografías en color. Dibujarán un círculo rojo alrededor de su cara para destacarlo del resto de los chavales. No pasará a la historia por ser el científico que decodificó el genoma humano, sino por hacerse estallar con un chaleco de explosivos y matar a un grupo de extraños mientras desayunaban.
Algo le hace sonreír al pensar en esa orla de la escuela. Sin quererlo, niños como Gregory o Gandluz, compañeros de pupitre, también aparecerán retratados en la prensa de medio mundo. Gandluz era hijo de un ganadero de Instalood. Todos los días, al entrar por la puerta de clase, el señor Révnev, profesor de sexto, lo acompañaba a los lavabos y lo sometía a un intenso lavado de manos con cepillo de púas. Las uñas negras y roñosas de Gandluz eran famosas en clase, su padre lo obligaba a abonar el campo con la mierda de las vacas cada mañana antes de acudir al colegio. Ahora, gracias a la gesta de Slatan, su cara y sus dedos roñosos con olor a mierda se reproducirán en millones de fotografías a lo largo del mundo. Acordarse de Gandluz le hace sonreír a Slatan. Solo va a sonreír tres veces y esta es la primera de ellas. Al acordarse de las uñas llenas de tierra y estiércol del infeliz compañero. Al acordarse de una infancia perdida y lejana donde recuerda que fue feliz. Así fue.
Minutos antes de saltar en pedazos intenta concentrarse y pensar en su pueblo, en los Mártires de Instalood y las razones objetivas que lo han conducido a vestirse con un chaleco de amonal. En la infinidad de crueldades que los rusos han perpetrado contra su pueblo. Como el asesinato del presidente Kovalof y sus tres hijos. Envenenados por la inteligencia rusa haciéndoles desayunar uranio empobrecido. El río Spet convertido en un inmenso vertedero nuclear gracias a las pruebas atómicas que decidieron hacer en territorio karadjo durante veinte años. Doscientas generaciones tendrían que pasar antes de volver a pisar ese suelo contaminado y muerto.
A Slatan le hubiese gustado pensar en todo eso: el sacrificio, la épica de su pueblo, los bordados de las mujeres de Instalood y las canciones de los niños en las escuelas, pero es incapaz de concentrarse. El olor que inunda todo el vestíbulo del hotel es demasiado intenso para pensar en otra cosa que en lonchas de beicon, huevos revueltos, corn flakes en envase individual, bífidus activos y cruasanes untados con mermelada de albaricoque.
Los supervivientes del atentado de Oslo habían declarado que después de la explosión con coche bomba que destrozó el centro financiero de la ciudad y se llevó por delante a siete noruegos, el aire olía a polvo, a sangre y a fertilizante orgánico. Sin embargo, si alguien sobrevivía a la carnicería del hotel Limbads (donde Elton John había pasado una noche junto a su novio), probablemente se refiriese al intenso aroma a tostada quemada, a café aguado y a muffins con taquitos de chocolate negro.
Anders Behring Breivik, «el monstruo noruego», había utilizado tornillos y clavos a modo de metralla. En el caso del «monstruo karadjo», serían los desayunos americanos, las ensaimadas y las rodajas de piña las que saldrían proyectadas de los intestinos y las gargantas, convertidas en metralla orgánica que atravesaría las carótidas de los pasajeros. Reventando las cuencas oculares, destrozando los fémures con margarina vegetal y fragmentos de cereales inflados con miel.
Slatan entra nervioso en la habitación que comparte con el representante de zapatos de mujer. Está vacía. Probablemente, Eugene estará en el comedor. A estas alturas habrá engullido tres desayunos continentales, cuatro tazas de café y dos o tres napolitanas de chocolate. Estará hablando de los beneficios de desayunar como un rey, comer como un plebeyo y cenar como un criado.
El karadjo echa el pestillo en la habitación, levanta la moqueta ennegrecida donde había ocultado los explosivos y se ajusta el chaleco con doce compartimentos llenos de amonal. Desliza el cable del detonador por el forro de la chaqueta y lo sujeta con tres vueltas de cinta adhesiva. Después se abrocha los dos botones de la americana de cheviot de mangas cortas y coderas. No quiere que nadie que se cruce con él en las escaleras pueda ver el chaleco con cables y compartimentos y dar la voz de alarma. Sin entender muy bien por qué, no puede evitar un ligero temblor al abotonarse los puños de la camisa. Tiene la boca seca y pastosa, como llena de polvorones. Es absurdo. Esta vez no tendrá que superar un control policial, ni subirse a un avión con trescientos treinta y dos pasajeros. Simplemente se plantará en mitad de un comedor perdido entre las montañas y se hará estallar, ¿por qué está nervioso?
Mientras tanto, Eugene hace cola en la puerta del comedor para entrar a desayunar. Las quejas sobre la capacidad del hotel Limbads para albergar un número tan alto de huéspedes parecen ciertas. Mamá July, los novios y el anciano coinciden en la misma cola resignada y entumecida. El novio que lee a Stephen King se coloca junto a Eugene.
—¿Y tu compañero de habitación?
—¿Slatan? Es de despertar pausado. Está cambiando el agua al canario, ahora baja.
Mamá July se une a la conversación.
—Es un poco raro, ¿no? No se relaciona, no habla con nadie… Todo el día solo, como enfadado…
—No, lo que pasa es que es tímido.
—¿Tímido? Asocial. Que te lo cruzas por el pasillo y ni te saluda —añade la novia que lee a Henning Mankell.
—Pues eso es ser maleducado.
—No lo vamos a juzgar por un saludo —interviene el anciano.
—A mí me parece sexy —añade inocente Nancy.
—¿Sexy? A mí me da miedo, la verdad. Y no lo digo por las pintas que tiene… Es por su mirada.
—¿Qué pasa con su mirada? Pues tendrá presbicia… Pero si algo me han enseñado veintidós años arrastrando el culo por medio mundo vendiendo zapatos, es a conocer a la gente.
Algo ha encendido una llama de indignación y denuncia en el apacible y tranquilo interior de Eugene.
—Slatan es un buen chico. Lo que pasa es que no tiene un iPad, ni viste de Tommy Hilfiger, ni va contando chistes por los pasillos.
Eugene mira al frente, como si estuviese leyendo sus afirmaciones en un televisor colgado al otro extremo de la recepción. Después, se gira y enfrenta sus ciento cuarenta y dos kilos a sus compañeros de cola. Serio.
—Es ruso… y como todos los rusos, es tímido y callado, y por eso decimos que es raro. Pues igual los raros somos nosotros, que dejamos que desayune solo en una esquinita. ¿Alguien ha intentado hablar con él? —Nadie contesta—. ¿Alguien conoce sus paranoias? —Nuevo silencio—. ¿Alguien sabe que tuvo un hijo y lo perdió…?
Todos niegan, culpables.
—Es muy fácil sacar conclusiones desde nuestra cómoda butaca en primera fila de la vida de los demás…, pero hay que bajar al barro. Es lo mínimo que le pedimos a la gente que opina sobre nosotros, ¿no? Pues eso.
La encargada del comedor pone fin al discurso de Eugene indicando al grupo de cinco personas y tres niños que pueden pasar. Hay una mesa libre al fondo.
Cinco pisos más arriba, Slatan sale al pasillo, el murmullo proveniente de la planta baja le indica que la mayoría de los pasajeros alojados en el hotel se encuentran desayunando. No puede calcular cuántos. ¿Cuarenta?, quizá más. Lo último que ve antes de empezar a bajar las escaleras dispuesto a inmolarse es el cartel en el pomo de la puerta que colgaron los novios que leen a Stephen King y Henning Mankell. Sobre un fondo rojo, en letras blancas: No disturb.
Desciende los doscientos trece peldaños enmoquetados de uno en uno. Contándolos. Sin prisas. Pisando en las esquinas de los escalones, donde la moqueta se presenta más mullida. Todo se ha acelerado después de no recibir ninguna llamada con instrucciones. No mirará a ningún pasajero en particular antes de hacerse estallar, no hablará con nadie, no se detendrá ni fijará sus ojos en los ojos suplicantes y asombrados de las víctimas.
Slatan atraviesa la recepción, donde dos empleados del hotel se afanan en ordenar los pasaportes de más de treinta nacionalidades distintas provenientes de la oleada de huéspedes que les han llovido este fin de semana, y entra en el comedor. Es un espacio amplio. Con ventanales que permiten ver el paisaje nevado. En la pared de enfrente, se levanta un pequeño escenario de madera. Sobre las tablas, un micrófono de pie. No es difícil imaginar un grupo aficionado tocando sobre el escenario el treinta y uno de diciembre My way o Stars on the moon, vestidos con americanas de lentejuelas y pajaritas. El comedor está decorado con una mezcla de estilos. La madera caoba del artesonado del techo y el ladrillo cara vista de las paredes recuerdan a los hoteles de montaña, pero las arañas con cristales engarzados que cuelgan del techo, las sillas con respaldos acolchados y el mobiliario de roble le dan un aspecto más clásico. Algo barroco. Hablan de la elegancia y del esplendor que quizá tuvo hace años (cuando pernoctaron Elton John y su novio). En el centro del comedor, sobre una mesa, se hacinan las bandejas de pavo, queso y salchichas. Enfrente, otra mesa llena de fruta: rodajas de kiwi, melocotón y piña. Un nudo de conversaciones se mezclan en los oídos del terrorista al avanzar por el comedor. Olores a tostadas quemadas y naranjas recién exprimidas acompañan el ambiente cargado, opresivo, del tiempo detenido por la nevada. Slatan escucha varias frases cruzadas de la mesa donde desayunan Eugene, mamá July, los novios y el anciano.
—Mira, ahí tienes a tu compañero de habitación.
—No te enfades, Eugene —dice mamá July.
—Si no me enfado…, pero llevo media vida estrechando manos y dando abrazos. Muchos años radiografiando personalidades y conociendo lo bueno y lo peor de mucha gente. Vamos, que me metes en un ascensor, le das al cuarto piso y yo en el segundo te hago la biografía y te digo de qué va. Completo una ficha que ni Facebook, ni el FBI juntos. ¡Que vivo de tratar con gente y conocerla!
Slatan avanza decidido hasta el centro del comedor. Con la mano derecha busca el cable del detonador y se aferra a él como un funambulista con repentino ataque de vértigo. La actitud de Slatan no tarda en llamar la atención de los pasajeros del vuelo 4583 destino Nueva York. Allí, plantado en el centro del comedor, lívido, contraído y tenso. La americana de cheviot abotonada no disimula una extraña protuberancia en el pecho, un bulto en la espalda. Quizá alguien pensase en un jersey de lana gordo. Demasiado abultado. Lo que estaba claro es que algo pasaba con aquel tipo hierático y mudo. Sin querer, Slatan empieza a reconocer algunas caras entre la multitud.
—Maaamá, el seeeeñor raro —murmura Alex, el niño sordo, a mamá July desde la mesa del fondo.
—¡Alex! —recrimina la madre, con gestos, avergonzada ante la sinceridad del niño.
—¿Le hacemos un sitio? —pregunta el novio.
El obeso representante de zapatos, al verlo parado en la puerta, pone en movimiento sus ciento cuarenta y dos kilos y comienza a hacer aspavientos para llamar su atención.
—¡Eh! Slatan… ¡Vente aquí…! ¡Te he guardado un sitio a mi lado! —grita indicando una silla vacía a su derecha—. ¡Date prisa, que los chinos están acabando con los cruasanes!
Slatan aparta la mirada, molesto, de aquella mesa familiar con caras vagamente conocidas. Con expresiones bovinas de confianza y serenidad. Gente a la que no conoce, pero que siembra cada gesto de movimientos íntimos y tiernos: la novia limpiando la comisura manchada de café de su recién estrenado marido. Mamá July soplando una cuchara humeante del puré de pollo y verduras del bebé. Pequeñas heroicidades diarias que nadie recordará después del ruido, del estallido, de los cristales fragmentados y el humo. La nada permanecerá después del fragor de la catástrofe.
Un par de pasajeros rusos, incómodos por la mirada desencajada de Slatan, renuncian al último mordisco de sus tostadas con tomate y aceite y permanecen quietos, observando con una tranquilidad postiza. ¿Qué ocurre con ese hombre? ¿Qué demonios hace ahí plantado? Las tazas tintinean sobre los platos de café, abandonadas. La quietud de los líquidos en los vasos vibra generando pequeñas ondas en la superficie inmóvil. El leve crujido de unos crispis al caer en la leche y esponjarse. Un opresivo silencio se abre paso en el abarrotado comedor y se concentra en la figura de Slatan.
«Quizá todo se reduce a un simulacro», pensó Slatan. Desde el principio. Todo lo aprendido y vivido desde que nació le ha conducido a un hotel perdido, con sesenta desconocidos desayunando en el mismo comedor. Un simulacro de vida en espera de la muerte.
—¿Qué le pasa? —pregunta la novia.
Eugene se encoge de hombros.
—Igual ha desayunado en la habitación…, estos rusos son de llevar la fiambrera en la maleta…, culturas prácticas.
Lo tenía ensayado, sabía lo que iba a decir cuando entrase al comedor y quedasen unos segundos para accionar el explosivo. Sin embargo, plantado en mitad de lo que será el escenario del horror, de la sinrazón, Slatan es incapaz de articular palabra. Una cirugía invisible le ha suturado la boca, ha desecado su garganta, ha transmutado su ánimo. Lo mejor es acabar cuanto antes. Su sacrificio situará a Karadjistán en los mapas. Sus muertes subrayarán el olvido de su pueblo.
Levanta el brazo con el cable del detonador por encima de su cabeza. Tensa los músculos del tórax, del cuello y los antebrazos. Separa un poco las piernas. Cierra los ojos, recupera los últimos líquidos de su garganta, los concentra en la boca, la glotis y consigue gritar:
—¡¡Por mi pueblo!!
Silencio.
El bebé gime.
Alguien carraspea.
Los últimos sonidos.
El preludio de la muerte.
Punto final. Ahí habría acabado todo. Los proyectos, las listas de boda, el reciclaje de basuras, las actualizaciones del iPad, la vista cansada, las endodoncias, la subida del IPC, los capuchinos con espuma, la moda otoño/invierno, el nivel del colesterol, las reuniones de la comunidad de vecinos, las averías del ascensor, los marcadores tumorales, Nochebuena en casa de tu madre y Nochevieja en la de mis padres, las antiojeras, los orfidales para dormir.
Todo se hubiese fragmentado si la voz de la recepcionista, con dos divorcios en su currículum y una niña en régimen de custodia compartida con su marido Svenson McCullers, no hubiese pronunciado su nombre tres centésimas antes de que el karadjo tirase del cordel accionando el detonador y produciendo una descarga que emulsionaría el amonal.
—¿Slatan?
Sin saberlo, acaba de detener los rotativos de los periódicos, los bordados de las mujeres de Instalood, la muerte de tres docenas de personas y la amputación de una decena de brazos y piernas.
La recepcionista, parada detrás de él, lo mira impaciente, tiene que meter en la base de datos las fichas de los huéspedes, organizar los turnos de lavandería. Resolver una gotera en la 507 y discutir con Boris, el cocinero. Sigue desapareciendo comida. Así que lo último que necesita es un pasajero idiota que no acaba de reaccionar.
—Le llaman por teléfono. Puede hablar desde recepción si lo desea. Estaba esperando una llamada, ¿no?
Slatan, aturdido, abre los ojos y sale de su ensimismamiento. El silencio se ha adueñado del comedor. Los ecos de su grito se perciben aún en las lámparas de araña colgadas del techo. Los ventanales parapetan el comedor de la nieve que golpea el hotel Limbads con manotazos invisibles. Las cucharillas titilan dentro de las tazas de café. El tostador, de cuatro ranuras, expulsa tostadas con los bordes quemados. Todas las miradas se centran en él. En Slatan. De pronto, Eugene se levanta con su copa de zumo de pifia en la mano, la alza ceremonialmente por encima de su cabeza, esboza una amplia sonrisa y grita a modo de brindis:
—¡¡Claro que sí!! Slatan. ¡¡Un brindis!! ¡¡Por tu pueblo!! ¡¡Por los rusos, el vodka y la polca!!
Los cinco compañeros de mesa, un tanto desconcertados, imitan a Eugene sin levantarse de las sillas. Alzan las copas de zumo y las tazas de café y brindan sin entender el motivo. Los niños también se unen, divertidos. Por una extraña solidaridad que los lleva a no dejar solo a Eugene con la copa en alto y a no prejuzgar al huraño compañero.
—¡¡Por los rusos!! —gritan al unísono.
Y beben de las tazas de desayuno y de las copas de zumo de naranja y piña en polvo. Slatan, con el brazo todavía en alto, los ve brindar y sonreírle. Eugene le señala la taza.
—¿Café con leche o solo?
Desconcertado, Slatan baja el brazo que sostiene la cuerda del detonador, mira a la recepcionista, que le indica la dirección en la que se encuentra el teléfono, y sale del comedor. El sudor para entonces, es un segundo traje líquido que le pega la camisa al cuerpo, los pantalones al cuerpo, la vida al cuerpo.
—¿Qué os dije? —añade Eugene—. Ha desayunado en la habitación. Estos rusos son gente práctica.