Vladimir, el recepcionista, no ve salir a Slatan por la puerta del hotel, de haberlo visto, probablemente hubiese avisado a la policía, o a la URAM (Unidad de Rescate de Alta Montaña). Les hubiese contado que un tipo con barba cerrada y complexión atlética había perdido la chaveta. Que se había lanzado a la montaña envuelto en harapos y calzado con unas botas de travesía. A veinte grados bajo cero en busca de una cabina de teléfono. Que debía de estar mal de la azotea, porque en el hotel había teléfono. Él mismo se lo había mostrado. Y también una máquina con chocolatinas y bollos con nata. No tenía sentido. Ese tipo debía de estar majara. Tenía acento extraño y cuando le hablaba no parecía escuchar. Lo encontrarían congelado en algún kilómetro de la carretera que llega a Pletb.
En lugar de eso, Vladimir continúa recostado en una silla giratoria de escay negro, en el cuartucho trasero de recepción, con los ojos clavados en el canal 5. En ese momento emiten el reality Survivor donde un concursante, diseñador de moda, intenta pescar un pez en una playa desierta del Caribe valiéndose de una lanza de madera hecha por él mismo. El diseñador, muerto de hambre, lanza el palo afilado una y otra vez al agua sin conseguir trinchar el pez. Debía de tener más destreza para enhebrar agujas, pensó Vladimir.
Slatan descubre, nada más traspasar el zaguán de entrada del hotel, que las advertencias del recepcionista Vladimir tienen sentido. Un puñetazo de frío ártico le golpea el cuerpo, la cara, las manos y los muslos. El aire en movimiento escuece como si estuviese compuesto de agujas. La sensación de frío es aún peor que los veinte grados bajo cero que marca el termómetro debido al viento helado que sopla. Slatan recuerda el río Spet, cerca de su casa. En verano se bañaba con los amigos en la orilla, el agua bajaba helada de las montañas, pero, de vez en cuando, entraban pequeñas corrientes algo más calientes. Bolsas de agua caldeadas en algún recodo del río. Eran pequeñas y su calidez duraba tan solo unos segundos, pero eran momentos únicos. Como mearte en la cama y sentir fugazmente la lívida y obscena calidez de lo prohibido.
El karadjo no pierde el tiempo y se lanza a correr campo a través hundiendo las piernas hasta más arriba de las rodillas. Sabe que el sudor del cuerpo se congela a los pocos minutos y su única oportunidad sería llegar de un tirón a la cabina en menos de una hora, hablar con Huvlav y volver lo más rápido posible.
Moverse.
Sin pensar.
Antes de que todas sus articulaciones se amoraten y comiencen la falta de sensibilidad y la parálisis. Antes de que un berbiquí invisible astille las rótulas y los tobillos. No le asusta una gripe, ni una neumonía, ni siquiera las congelaciones de los miembros. Tan solo le asusta morir y no tener tiempo de cumplir su misión suicida. Resulta cómico: un suicida con miedo a morir.
Si alguien pudiera ver a Slatan jadeando a través del paisaje helado de Pletb, pensaría que está soñando. Nadie en su sano juicio se lanzaría a la montaña con ese tiempo del diablo. Las carreteras están cerradas, los aeropuertos clausurados, la vida paralizada. Ni siquiera las máquinas quitanieves funcionan. Tampoco los operarios estatales lanzan puñados de sal al asfalto. El mundo está amortajado de blanco bajo un metro de nieve y rachas de viento ártico. No hay estrellas y se intuye en el cielo un desfile de nubes en movimiento.
Una hora y cuarenta minutos después, Slatan entra en las calles desiertas y nevadas del pequeño pueblo de Pletb. En la calle principal, Rustam, las farolas se alinean en perfecta formación proyectando círculos de tenue luz sobre la nieve. En verano, miles de turistas rusos pasean por las calles y disfrutan de montañas rebosantes de pinos, prunos y betulas. En agosto, las calles se animan con la presencia de puestos que venden miel, mantecados y dulces. Ahora no tiene nada que ver con las postales bucólicas que adornan las cervecerías de Logov. A las cuatro y cincuenta y siete minutos de la noche, el pueblo es como la panza de una bomba nuclear, inhóspita y fría. De los tranquilos paseos por el empedrado, las risas, los helados de frambuesa y los conciertos de cuarteto de viento, organizados por el Ayuntamiento, en la plaza Lazkala no queda ni rastro.
Tarda tan solo ocho minutos en encontrar la cabina de teléfonos sepultada en una montaña de nieve. Una eternidad cuando estás a veinte grados bajo cero y la humedad del cuerpo se congela en segundos. Cuando intenta abrir la puerta de la cabina, un tope de hielo lo impide. Escava con las manos y la puntera de las botas hasta que consigue abrir la puerta atascada. Para cuando entra en el féretro helado, síntomas de congelación le recorren los brazos y los dedos.
Dentro de la cabina, no hace tanto viento, pero la temperatura no es mucho mejor. Uno de los laterales de cristal le devuelve un reflejo extraño y cómico. La saliva se ha congelado alrededor de la barba negra construyendo absurdas estalactitas transparentes que le caen a ambos lados de la cara. La imagen duplicada de Slatan le retrata gordo, envejecido y triste. Con los dedos ateridos de frío y sin poder controlar el temblor, coge el auricular del teléfono y se intenta calentar las yemas de los dedos para marcar los nueve dígitos que le facilitó Huvlav en el hotel Emperator, después de colocarle una bomba en el pecho y decirle que no habría ningún problema. Que todo estaba controlado.
No se ve a nadie por las calles. Tenues halógenos amarillos aportan los únicos signos de vida en un Pletb posatómico. Un pueblo muerto, en mitad de un mundo helado.
El cerebro de Slatan trabaja perezosamente. El frío le afecta también a la coordinación léxica. Intenta ensayar la frase con la que abrirá la conversación y un ruido gutural y ronco le sale de la garganta. Le cuesta enhebrar las frases, articular las vocales. De todas formas, el mensaje está claro. Solo tiene una pregunta que hacerle a Huvlav:
«¿Cuándo?».
Si espera a embarcar de nuevo en el avión o, por el contrario, se hace estallar en el hotel Limbads. Sabe que no es lo mismo detonar la bomba en un hotel que en un avión. No habría veinte mil litros de queroseno ardiendo, ni sobrevolaría el centro urbano de Moscú, pero si todo iba bien podría matar a doce, quince, treinta pasajeros en el comedor, mientras desayunaban y untaban rebanadas de pan con mantequilla y apuraban zumos de naranja en polvo.
Busca las monedas en el bolsillo de su pantalón. Carece de sensibilidad en los dedos, así que tiene que usar toda su concentración para extraer una a una las monedas. Como esas máquinas que ocupan las esquinas en los bares de carretera donde un brazo metálico sobrevuela una montaña de peluches y se cierra en un conejo o un cerdito y cuando se levanta, el regalo cae irremediablemente. Cuenta las monedas: siete de veinte, cuatro de cincuenta y ocho de diez. Las apila meticulosamente encima de la caja del teléfono. Coge tres monedas y las echa en la ranura congelada. Aplica el auricular en el occipital y agudiza el oído. Un segundo, dos, tres…
De pronto, el teléfono devuelve la señal. Debe de sonar en alguna casa caliente, con calefacción de resistencia en los suelos y edredones de pluma en las camas. Un hogar con olor a huevos escalfados y rebanadas de pan con cereal. Slatan no puede esperar mucho. El sudor se congela alrededor de su cuerpo. Como una película de cuchillas de afeitar que se le clavaran en cada poro de la piel. Las articulaciones se convierten en cemento armado. Ineficaces y torpes.
Pero tres segundos después, los tonos de comunicación se cortan y la cabina se traga las monedas. Busca en la ranura la devolución, pero no cae ninguna moneda. Slatan respira controlando la ira. Exhalando un vaho de resignación. Vuelve a realizar el mismo proceso. Saca las monedas, las introduce una a una en la ranura del teléfono y marca el número. Cruzaría los dedos de no haberlos tenido congelados e insensibles. No puede tener tan mala suerte. No puede haber recorrido doce kilómetros a veinte grados bajo cero para que una cabina le trague las monedas. Es demasiado absurdo. Eso no le puede pasar a un terrorista suicida. No es una llamada al taller más cercano para decirles que vengan con la grúa, que ha reventado el radiador del coche al atropellar un corzo plantado en mitad de la carretera. No es eso. Es una llamada para decidir la vida o la muerte de trescientas treinta y dos personas.
La cabina de teléfonos no entiende ese tipo de disquisiciones: vuelve a tragarse las monedas.
Lo siguiente que ve Slatan son los nudillos ensangrentados. Una ola de ira le ha conducido a golpear insensatamente el auricular contra la cabina a modo de protesta, de desahogo. Cuando consigue recuperar la tranquilidad, rasca de nuevo en el interior de sus bolsillos. Tan solo le quedan cuatro monedas de veinte céntimos. Insuficientes para hacer una llamada. La cabina se las ha tragado todas. Apoya la frente sudorosa contra el panel de dígitos. La ventisca no amaina fuera de la cabina. Slatan intenta recuperar el control de la situación.
Sale a la calle y avanza por la carretera. La ventisca le golpea la cara como proyectiles de marcha lenta. Pequeñas casas de montaña crecen a ambos lados. Al fondo, casi tapada por la nieve, distingue una vieja furgoneta Volkswagen. Avanza hacia ella, escarba en la nieve hasta despejar parcialmente la ventanilla del copiloto, busca una piedra y rompe el cristal con un golpe seco. El sonido se pierde entre las calles estrechas de Pletb. Mete el brazo entre los trozos de cristal y levanta el seguro de la puerta. Entra en el vehículo. Allí hace el mismo frío, pero está en un lugar seco. La tentación de quedarse sentado unos minutos, en lugar de volver a enfrentarse con la tormenta y los veinte grados bajo cero, es abrumadora. La atracción por el quietismo y la somnolencia es el principal enemigo de los alpinistas. Por eso encuentran plácidamente muertos a cientos de ellos. Con una tonta sonrisa de bienestar en las caras. El frío acaba transformando cada movimiento en dolor, cada músculo contraído en dolor, cada mínimo gesto en dolor. Slatan sabe que un minuto refugiado y aletargado en esa furgoneta lo acerca un pasito más a la muerte. No es todavía su momento. Tiene una misión que cumplir. Después, miles de mártires karadjos lo agasajarán en otro mundo. Los niños aprenderán su nombre en las escuelas, las mujeres tejerán bordados con su rostro. Y por fin podrá olvidar el olor de su madre esparcida, los helados de stracciatella de papá y, sobre todo, las manitas de su hijo acariciándole la cara.
No malgasta un segundo. El cuerpo empieza a advertirle que la congelación no tardará en acudir. Necesita monedas para volver a intentar la comunicación. Rebusca en el salpicadero. No encuentra nada. Sube por encima de los asientos delanteros y se asoma a la parte de atrás. Allí, entre monos de trabajo y botas llenas de barro seco, encuentra un capazo lleno herramientas: sierras, martillos, destornilladores, esquirlas de metal y tacos de madera. Por fin, en un hueco de la puerta del piloto, junto a CD de música folclórica, encuentra varias monedas desperdigadas. Es el último salvoconducto para hablar con Huvlav y pedirle instrucciones. De ese puñado de céntimos depende la vida de trescientos treinta y dos pasajeros.
Sale del coche y vuelve a la cabina. Esta vez mete las monedas con máxima delicadeza. Una a una. Un temblor espasmódico se ha adueñado de los dedos. Las yemas parecen trozos de lombarda. Moradas y rígidas. La congelación empieza a llamar a las puertas. Si creyese en Dios, Slatan rezaría. Suplicaría de rodillas que el teléfono público funcionase y pudiese hablar con Huvlav unos segundos. Tan solo necesita eso. Un intercambio breve de palabras para pedir instrucciones y dejar bien claro que la causa karadja sigue siendo su causa. La cancelación del vuelo no ha socavado lo más mínimo su determinación heroica. Y el recuerdo de cientos de mártires políticos lo alienta a seguir. Tan solo necesita saber cuándo.
Pero las cabinas no entienden de causas ni de héroes.
El teléfono emite un ruido de garganta metálica y se traga las monedas de nuevo. Si no fuese por la desesperación, a Slatan le hubiese parecido gracioso. La típica anécdota que cuentas entre pintas de cerveza espumosa en la barra de Katnetg, junto a la estación de Kelvatz. «Tenía las pelotas congeladas y la puñetera cabina se traga los cuarenta rublos con quince, ¿os lo podéis creer?». Después hubiesen llegado las risas, las rondas de cervezas, los cigarros sin filtro, las bravuconadas. Pero no está en Katnetg. Está en mitad de un pueblo glaciar y con un chaleco de explosivos escondido debajo de la moqueta. Está desesperado, quiere arrancar de cuajo la cabina, pero en lugar de eso, cuelga el auricular tranquilamente. No serviría de nada volver a destrozarse los nudillos.
Derrotado por una cabina averiada, sale a la calle y mira hacia el cielo. La nieve espolvorea su cara y lo obliga a entornar los ojos. Pequeñas caricias gélidas le rozan la frente. De pronto, repara en los cables que sobresalen por el techo de la cabina de teléfonos. Da unos pasos para atrás y sigue la dirección de los cables de teléfono que desembocan en una casa. Es una construcción de madera con los techos casi verticales. Las ventanas están protegidas con un enrejado de metal y postigos de madera. Cuatro escarpias clavadas en los extremos los aseguran para que el viento no los haga golpear contra los marcos de la ventana. Es la última esperanza de Slatan. Que en aquella casa haya un teléfono que funcione.
Piensa en la cara que pondrían los inquilinos si llamase a las cinco y media de la mañana a su puerta. Les podría saludar cortésmente, disculparse por la hora y contar su historia: «Soy un terrorista suicida y necesito hacer una llamada urgente para que me digan si destrozo la vida de cientos de pasajeros en el comedor del hotel, o me espero a volver al avión y aprovecho los veinte mil litros de queroseno. ¿Le importa que use su teléfono?, la cabina está rota, me lleva tragando monedas toda la noche. Será un momento. Por cierto, tiene una casa preciosa».
Vuelve a la camioneta. La nieve ha empezado a colarse por la ventanilla y cubre el asiento del copiloto. Rebusca en el maletero y encuentra el gato. Vuelve a la casa y lo coloca entre los barrotes de la ventana. Después de diez minutos consigue doblarlos lo suficiente para que su cuerpo quepa por el hueco. Con el extremo metálico del gato golpea el cristal y lo rompe. Escucha un minuto. Dos. Silencio. El ulular del viento entre las calles. El silencioso siseo de la nieve al arrastrar una barriga de agua congelada por los caminos. Entra por la ventana.
La casa tiene una decoración rústica. Cuernos de ciervo y animales disecados decoran los rincones y las paredes. Un aparador blanco ocupa todo el frontal. En la otra pared, una chimenea de piedra aporta un toque cálido a la habitación. Una montaña de leños se apila junto a la chimenea. Dentro de la casa nadie parece haber advertido el sonido. Quizá esté vacía. Quizá sea la segunda vivienda de un ruso, ingeniero de Microsoft y aficionado al golf, encantado de tener una tranquila casa de campo para primavera. Quizá los postigos estuviesen abiertos por casualidad, por descuido.
Slatan busca por las mesas del comedor hasta que encuentra el teléfono. Se sienta en el suelo y comienza a marcar. De pronto, nota una respiración húmeda y agitada a su derecha. Se gira muy lentamente con el teléfono en la mano y encuentra, a cuatro centímetros de su cara, la boca oscura y líquida de un pastor alemán que lo observa fijamente. El perro no parece sorprendido ni agresivo. No le extraña la presencia de un hombre a las cinco de la mañana en la casa de su dueño. Inclina el hocico hasta el suelo, escarba junto a la pila de maderos y extrae una pelota de tenis. Menea el rabo, gime de forma lastimera y deja la pelota a los pies de Slatan. Después, da dos pasos hacia atrás y aguarda inquieto y feliz a que el karadjo le lance la pelota. El terrorista mira desconfiado al perro.
Al fondo del vestíbulo hay una bandeja con fruta fresca. Al ingeniero de Microsoft le debió de sorprender la nevada en casa. Estará dormido en la planta de arriba. Bajo una manta térmica y maldiciendo el día que su mujer lo convenció para comprar una casa de montaña. «¿Te imaginas?, una casita pequeña con un jardincito y una barbacoa en la esquina. Ideal para escapadas de fin de semana».
Slatan ignora al animal y marca el número de teléfono que le dio Huvlav. Tan solo necesita un par de minutos. Después simulará un robo. Rebuscará en un par de cajones y se llevará lo que encuentre. Algún reloj o baratija que le quepa en los bolsillos. Una excusa para que nadie pueda sospechar que alguien entró a llamar por teléfono y salió sin llevarse nada. Resultaría extraño que un hombre se colase en mitad de la noche, a veinte grados bajo cero, hiciese una llamada y se perdiese de nuevo en la noche. Un policía de Pletb podría comentar el extraño caso con la jefatura de Moscú y allí alguien se daría cuenta de que nadie en su sano juicio forzaría la ventana de una casa en mitad de una tormenta de nieve polar para llamar por teléfono. Que igual existía una razón oculta en esa llamada. La rastrearían y empezarían a completar un puzle de intenciones que podría acabar en el fracaso de su misión terrorista.
Cuando suena el primer tono en el teléfono, el pastor alemán, plantado frente a él, hace una extraña cabriola en el aire y ladra tímidamente. Un ladrido de advertencia. Acerca el hocico a la pelota que está en el suelo y la empuja. Quiere que Slatan juegue con él. Que lance la pelota. Slatan mira desconcertado al perro sin saber qué hacer. Alguien contesta al otro lado del teléfono. El perro amaga una carrera, menea el rabo y ladra de nuevo. Slatan, para evitar que el perro despierte al dueño de la casa, lanza la pelota al otro lado de la habitación. El perro, feliz, va a por ella.
Slatan procura focalizar su atención en el teléfono. Aprieta el auricular contra su oreja amoratada y helada. Una voz impersonal y neutra de contestador automático suena al otro lado.
—No estamos operativos. Si quieres dejar un mensaje, espera a que suene el pitido.
Slatan no se lo puede creer, intenta articular, abrir la boca para que se le entienda, pero sin alzar demasiado la voz. Necesita instrucciones.
—El vuelo se ha retrasado por la tormenta de nieve. ¿Qué hago? ¿Espero a embarcar de nuevo o…?
El perro vuelve con la pelota antes de que pueda acabar la frase y ladra reivindicando continuar con el juego. Slatan, contrariado, vuelve a lanzar la pelota. Tiene miedo de que los ladridos le descubran. El perro, feliz, sale tras la pelota.
Se concentra de nuevo en el mensaje, pero en ese momento, la grabación del contestador se acaba. Ha tardado demasiado tiempo en hablar. Vuelve a marcar. Maldice en silencio. ¿Cómo puede ser tan idiota?
—… soy yo de nuevo, Slatan —aclara con vergüenza—, quería saber si me hago estallar en el hotel. Creo que puedo reventar a setenta u ochenta pasajeros si detono la bomba en el comedor, a la hora del desayuno…
La respiración de Slatan es agitada y titubeante. Le gustaría parecer tranquilo. No quiere que Huvlav piense que tiene dudas o que se arrepiente. Quiere dejar claro que va a por todas. Que sabe que no hay marcha atrás.
—Espero instrucciones. —Respira de nuevo—. Me alojo en el hotel…
Una vez más se corta la comunicación. El perro vuelve con la pelota mordida. Slatan se golpea la cabeza con el auricular. No puede parecer más idiota. ¿Qué pensará Huvlav cuando oiga los mensajes? ¿Qué pensarán sus com-pa-ñe-ros? ¿Que han dado el chaleco de explosivos a un retrasado mental? Lanza la pelota para quitarse al perro de encima y vuelve a marcar.
—Estoy en el hotel Limbads, cerca de un pueblo llamado Pletb. Si no recibo instrucciones por la mañana, me haré estallar en el desayuno.
Se queda un segundo callado. Quizá debería acabar el mensaje con algún tipo de grito patriótico. Una exhortación visceral. Cuando vuelve a abrir la boca para gritar: «¡¡Muerte a los rusos!!», el sonido opaco del teléfono le indica que la comunicación se ha cortado por tercera vez. Su grito no se ha grabado. Tendría que volver a marcar los nueve dígitos y gritar de nuevo la frase, pero sería ridículo. Quizá Huvlav se diese cuenta de que había dudado antes de gritar y por eso el mensaje se había acabado. Alguien podía identificar esa duda con una duda más amplia. Algo sobre su compromiso suicida. Finalmente, decide no llamar por cuarta vez y salir de esa casa cuanto antes.
Regresa el perro. Slatan amaga una patada que el animal confunde con la reanudación del juego. Lanza una tanda de ladridos secos y estentóreos. Los ladridos retumban en toda la casa. Después espera con su hocico a escasos centímetros de la pelota. Inquieto, lúdico. Segundos después, una luz se enciende en el piso de arriba. Un intercambio de voces soñolientas protestan por los ladridos, por la hora, por el frío.
—Me cago en el perro de las pelotas…, ¡son las cinco de la mañana!
—¿No te dije que lo dejases en la calle? Para eso tiene una caseta…
—Ya, ya…
—¡Pues sácalo fuera, por Dios…!
Se escuchan unos pasos alfombrados. Alguien baja las escaleras. Slatan se esconde detrás de un sofá de dos piezas. Tiene la boca pastosa, como si masticase una caja de gelocatiles. El empleado de Microsoft entra en el salón. Sobre el pijama de franela se ha puesto una pelliza con cuello de pelo. Sus gestos toscos y apresurados denotan una rabia apenas contenida. Coge el atizador de la chimenea y sin ver a Slatan busca al perro, que se refugia debajo de una mesa. Lo llama una vez. Dos. El animal presiente lo que va a suceder y se acurruca indefenso fuera del alcance del atizador. El ingeniero de Microsoft tiene una idea. Coge la pelota de tenis, se la enseña y la lanza improvisando un juego cruel.
—Sal de ahí, hijo puta…, que te voy a quitar las ganas de ladrar por la noche…
El perro, al ver la pelota botar sobre la alfombra de esparto, sale de debajo de la mesa iniciando un infantil juego de sumisión y reconocimiento. El atizador de la chimenea no tarda en corregirlo.
El primer golpe seco le golpea los cuartos traseros.
El segundo impacta en el hocico.
El tercero zumba en el aire.
El empleado de Microsoft no parece satisfecho aún. Una rabia ciega le impulsa a golpear alocadamente la mesa, el aparador, el suelo. El perro apenas gime. Con la pelota de tenis absurdamente aferrada en la boca esperando un juego que no llegará nunca. Finalmente, el informático consigue asir el collar del animal y lo arrastra con salvajismo por el pasillo. El perro arrastra las pezuñas por el parqué en una sorda resistencia. Abre la puerta de la calle, levanta el atizador por encima de la cabeza e intenta un último golpe de gracia. El perro tiene los reflejos suficientes para escapar antes de que el último gesto de calidez familiar le impacte en la cabeza.
La puerta se cierra de un portazo. Después los pasos alfombrados vuelven escaleras arriba y la luz se apaga con una última exclamación: «Joder, qué frío».
Dos minutos después, Slatan corre carretera arriba soportando bofetadas de agua helada en las mejillas. Son las seis y media de la mañana. Dentro de media hora comenzarán los desayunos en el hotel Limbads. Los pasillos, con litografías baratas de Tiziano en las paredes, se llenarán de pasajeros indignados por la terquedad de la tormenta, que parece recrudecerse.
Eugene levantará sus ciento cuarenta y dos kilos, mirará la cama de al lado y empezará a preguntar a todo el mundo si alguien ha visto a su compañero de habitación, el ruso. Tiene que darse prisa y volver antes de que el hotel entero se ponga en movimiento.
A dos kilómetros, cuando ya se distinguen las luces del aparcamiento del hotel, Slatan se detiene, se da la vuelta y descubre que el pastor alemán viene corriendo detrás de él con la pelota de tenis en la boca. No puede perder el tiempo. Es demasiado tarde y hace demasiado frío. Intenta ahuyentarlo lanzándole una piedra. El perro hunde las patas en la nieve y salta, jugando. Una salpicadura de sangre en el hocico le recuerda su orfandad. Slatan reanuda la carrera, pero el animal lo sigue. Slatan se vuelve a detener, le quita la pelota al perro y se la tira lo más lejos que puede, colina abajo. Pero el perro no sale corriendo detrás de ella. Los dos se miran fijamente. El pastor alemán no quiere ir a por la pelota. Quiere un nuevo dueño que no lo maltrate.
El karadjo piensa en el dueño del perro. Por la mañana saldrá a la calle, silbará y lo buscará por el jardín. Se extrañará de no encontrarlo, tal vez sienta cierto alivio. «Al fin y al cabo, era un coñazo venir cada diez días a echar pienso al perrito. Mucho mejor así. Cuando en primavera me pregunte el vecino, le diré la verdad, que una mañana lo llamé y ya no estaba». Higiénico y exculpatorio. No hace falta que le cuente que disfrutaba pegándolo con un atizador en las costillas. Tan solo que un día desapareció. Después suspirará de forma compungida. «No fue culpa de nadie. Yo le tenía cariño, me lo regalaron de cachorro, pero los días de la famosa tormenta se escapó. No volvió, qué pena ¿Os he dicho que hemos comprado un yorkshire? Sí, mucho mejor. Muy cariñoso, aunque con genio, no te creas. Levanta dos palmos del suelo, pero no hay quien le tosa. El pastor alemán era demasiado grande. No se le podía tener en casa, le había dado por morder las patas de las sillas».
A Slatan le gustaría regalar algún billete de embarque al ingeniero de Microsoft para el vuelo de Air Moscú con destino Nueva York. Facturen en el mostrador veintitrés y no se preocupen por nada, los Mártires de Instalood se ocuparán de que tengan un vuelo confortable y corto.
El karadjo reinicia su carrera aguijoneado por la congelación. Dentro de una hora amanecerá. Le duele la cara, siente los dedos hinchados y apenas le responden las piernas. Pero su cuerpo, ajeno al dolor, avanza de nuevo a través de la nieve.
Con la determinación del que no tiene nada que perder.