DOCE

Los dedos ligeros y ágiles del anciano arrancan del viejo piano de cola del hotel Limbads sonidos moderadamente afinados. Es la hora de la cena y el menú no se distingue precisamente por figurar en la Guía Michelin. Tampoco sus habitaciones son las más lujosas y limpias, ni sus empleados los más diligentes, pero los noventa y dos pasajeros que soportan el monacal encierro no tienen opción hasta que el temporal amaine.

El menú para la cena está compuesto de dos platos (sin posibilidad de elegir otros). De primero, crema de calabacín. De segundo, redondo de ternera con guarnición de guisantes que presentan un verde chillón artificial. Postre: tarta de manzana con un copete de helado de vainilla a medio derretir. El café no entra en el menú acordado con la compañía aérea y se paga aparte.

Los pasajeros se distribuyen en las mismas mesas que por la mañana. Existe una especie de seguridad en la repetición que hace que la mesa y la silla ocupada en el desayuno se convierta en algo propio. Una manera de ubicarse en ese mundo ajeno y nevado.

Eugene se sube al escenario y coge el micrófono. Mira a los pasajeros afanarse en los primeros platos. Tiene preparada una pequeña actuación para amenizar la cena.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Un cementerio? ¡Qué digo…! He visto cementerios más animados, pero no se preocupen, tengo un remedio. Calienten las manos…, peguen los culos a las sillas, olvídense de la nieve y la crema de calabacín. Con ustedes los innombrables, tan famosos que no tienen nombre artístico aún…, les presento al dúo imposible.

Nadie ha elegido a Eugene como animador del grupo, ni siquiera se lo agradecen, pero ahí está. En el centro del escenario intentando hacer la vida de la gente un poco mejor. Cuando el anciano hace un gesto con la cabeza, da entrada al escenario al novio que lee a Stephen King y a mamá July, que entran cantando juntos. Las risas del público del comedor son generalizadas. Un alivio entre tanto libro de reclamaciones y quejas que acabarán traspapeladas.

Mamá July, ataviada con una especie de túnica a lo ABBA, que no es otra cosa que una sábana, y el novio, con un vestido de lentejuelas robado a su esposa, entran ejecutando una poco ensayada coreografía de claqué y se arrancan con una versión casera de Money Money, de Cabaret. Probablemente ni Liza Minnelli la hubiese reconocido, pero la canción y el histrionismo de la extraña pareja sobre el escenario son un pequeño alivio cálido en esa noche fría y ventosa.

Algunos tararean el estribillo de la canción, otros siguen el ritmo con los pies o golpeando los tenedores contra las mesas. Nancy, sentada en la mesa más cercana al escenario, sostiene al bebé en el regazo, a su lado los niños, Oliver y Alex, miran divertidos bailar a su madre sobre el escenario. Alex no puede parar de reír. Aunque no oye la música, disfruta viendo a su madre. Hacía meses que mamá no estaba tan feliz, tan radiante. Cuando vivían con papá, siempre estaba enfadada y miraba por la ventana deseando estar a miles de kilómetros de casa. Hoy es diferente: mamá vuelve a ser ella.

Slatan, ajeno a todo, cena solo en una esquina del comedor. Hasta el último momento estuvo pensando en no acudir a la cena. Pensó en encerrarse en la habitación y no bajar. Cuando volviese Eugene se haría el dormido y unas horas después amanecería y todo habría acabado. Pero después lo había pensado mejor. Eugene era inasequible al desaliento y tomaría represalias emocionales. Si no bajaba a cenar, el representante de zapatos subiría a la habitación con una bandeja de comida. «Como no sabía si carne o pescado, te he subido los dos». Incluso puede que pidiera al cocinero un menú especial para su compañero de habitación. Empezaría a especular que no había bajado al comedor por encontrarse enfermo. Aunque Slatan lo negase. Aunque le intentase demostrar que no estaba enfermo, el representante de zapatos no cejaría. Es posible que acabara avisando a algún médico para que lo atendiese en la habitación. Para que le recetase algún antibiótico bajo cuerda. Las consecuencias de no bajar a cenar en la actitud solícita y exagerada de Eugene eran imprevisibles. Un efecto mariposa que podría acabar con una decena de personas visitándolo en la habitación.

El terrorista se concentra en el redondo de ternera. La carne está tan tierna que no es necesario el cuchillo para separar la carne. Se desmenuza en girones pequeños. No tiene hambre, pero se obliga a comer. Mastica cada bocado diez, doce, trece veces. Concentrado en no levantar la mirada hacia el escenario lleno de luz y vida. Concentrado en golpear los molares contra los premolares y los incisivos contra los caninos. No quiere pensar en nada. Se rasca la cabeza y la barba. Nunca había tenido el pelo tan largo y descuidado. Su mamá se enfadaría si lo pudiese ver. Mamá Kosla defendía las camisas por dentro de los pantalones, los cuellos almidonados y el pelo con la raya a un lado. El derecho para ser exactos. Qué lejos parecía ahora mamá de aquel comedor en mitad de la nada. Cuánto daría porque mamá lo riñese por su aspecto descuidado, lo condujese al porche y le lavase y le cortase el pelo. Pero eso no volvería a suceder. Mamá descansaba a cuatro pies de profundidad en una tumba podrida por el frío y la humedad. Un recuerdo arqueológico enterrado en un ataúd de segunda. Donde ni Google Earth la podría fotografiar.

Cuando terminan de cantar, el novio y mamá July se dan un abrazo y saludan al público con una reverencia excesiva y teatral. El comedor se llena de aplausos y silbidos. Slatan levanta la cabeza y se topa con los ojos de Nancy al otro extremo del comedor. El karadjo aparta la mirada y se esconde en su pequeño búnker de ternera y guarnición de guisantes. El público continúa con la ovación y se acaban poniendo en pie. Como si en lugar de encontrarse en un comedor de tercera de un hotel perdido en mitad de la tempestad, estuviesen en la Scala de Milán viendo Il trovatore. Eugene sale al centro del escenario con el micrófono ejerciendo de nuevo de maestro de ceremonias. El tono de su piel es rosáceo y su respiración apresurada, como si hubiese estado bailando detrás del escenario.

—Muy bien, hijo…, ya entiendo por qué en tu boda nadie gritó… «¡que canten los novios…!».

Más risas. Buen rollo.

—¿Quién es el siguiente? Vamos, chicos, me quema el micro en las manos…, tengo los zapatos llenos de swing… ¿Quién se anima?

Eugene se coloca la mano a modo de visera para que no lo deslumbren los dos focos que iluminan precariamente el centro del escenario y escruta el patio de butacas. Las caras sonrientes de los comensales componen una postal familiar y cálida. Eugene acaba por reconocer a Slatan en el rincón.

—¡Slatan, compañero! Venga, arráncate, es imposible hacerlo peor que la pareja anterior. ¿Por qué no cantas algo de tu tierra, de Rusia?

Al escuchar Rusia, Slatan, instintivamente, levanta la cabeza, mira fríamente a Eugene y sus ojos oscuros y líquidos se sumergen aún más en las cuencas de su cara. Como dos topos asomados en el precipicio de una cueva infinita. Ochenta cabezas se vuelven hacia él. Ciento sesenta ojos escrutan su cara. Si su plan era pasar inadvertido cenando solo en esa esquinita del comedor, está claro que no lo ha conseguido. Eugene continúa.

—Venga, chicos, vamos a ayudarlo. Hay que calentar el ambiente. —Y mirando al anciano, que está frente al piano, comienza a entonar—. Ka ka lín… ka ka lín

El pianista cabecea. No le parece una buena idea, pero inicia las primeras notas de la tonadilla clásica rusa y todo el comedor se arranca cantando y dando palmas.

—Ka ka lín… ka ka lín…

Lo hacen como deferencia con ese solitario viajero ruso. De la misma forma que a un francés le hubiesen cantado la marsellesa o a un español le hubiesen vitoreado los «oles» de una plaza de toros. El ka ka lín coge velocidad y coralidad al ritmo de las palmas de los presentes y los golpes en las mesas. Todos cantan. Eugene, con la boca pegada al micro, es al que más se oye. Enfebrecido. Infantil. Nancy observa sin cantar, sin dar palmas ni reírse. Algo en la arquitectura facial de Slatan le transmite desasosiego. La nariz, la frente, los pómulos, las manos conforman un laberinto lleno de aristas que la hacen estremecer.

Tras unos segundos interminables de ruido ensordecedor, Slatan se levanta, evita mirar a los pasajeros que se hacinan en las mesas y sale del comedor precipitadamente. La expresión confusa de su cara es la misma que la del niño de preescolar el primer día de clase. La del nudista sorprendido detrás de una duna.

El anciano improvisa el final de la canción en el piano y todos aplauden divertidos. Lo único que han creído presenciar es a un ruso vergonzoso escapando apresurado del comedor. No sospechan que, a través de los ojos de Slatan, las risas y los aplausos se traducen en una epifanía sonora de muerte. No sospechan que esa podría ser la última noche de sus vidas.

Eugene no acusa el mutismo de su compañero de habitación y sigue ejerciendo de maestro de ceremonias.

—¿Os he contado que mi padre vendió un par de zapatos a Frank Sinatra?

Silbidos de cofia y varias voces gritan divertidas: «mentiroso», «no me lo creo».

—Os lo juro…, tengo fotos que lo prueban. En Las Vegas, en 1968. Frank los quería con alzas, estaba traumatizado con su altura… porque en el escenario Dean Martin era más alto que él.

Mientras tanto, Slatan atraviesa nervioso la recepción y desemboca en un pequeño bar, en el ala contraria al comedor. El local, con una disposición funcional y práctica, tiene una barra de roble barnizado en la esquina. En la pared opuesta, una chimenea crepita con dos leños encendidos. Junto a la pared, cuatro taburetes tapizados de rojo. Encima de las mesas brillan velas encendidas componiendo un escenario tranquilo y acogedor. Una televisión en una esquina emite la información meteorológica. El camarero, un joven con el cuello de la camisa desgastado, seca vasos detrás de la barra. A través de la ventana se ven caer gruesos copos de nieve.

Slatan se sienta en un taburete. Solo, concentrado. Cuando se acerca el camarero, le indica con la mano que no desea tomar nada. Aunque desearía un montón de cosas. Desearía acabar con todo de una vez. Subir a su habitación, adosarse el chaleco y explotar. Desearía que el retraso no lo hubiese encerrado en ese maldito hotel. Desearía refugiarse de nuevo en la frialdad de las salas de espera. Esas orografías construidas para transmitir asepsia: la sala de espera del aeropuerto, de los dentistas, de los despachos de abogados, los bancos y los tanatorios. Lugares donde la gente no se conoce, no tiene amigos y solo caben conversaciones protocolarias y vacías. Desvitalizaciones, subrogaciones de hipotecas o elecciones de ataúdes.

El camarero, ajeno a todo, continúa secando vasos con gesto aburrido. Los dos miran la nieve espolvoreada más allá de la ventana.

—No parece que mañana vaya a salir ese avión. No queda más remedio que tener paciencia.

Slatan no contesta, se levanta y sale del bar. «Otro pasajero ansioso por coger el avión y volver a casa», piensa el camarero mientras seca el último vaso de tubo.

Slatan sube a su habitación, se sienta en la cama y comienza la liturgia de todas las noches. Se quita los zapatos de rejilla y los coloca en paralelo con la cama, debajo de la mesilla. Saca del bolsillo su pasaporte, el pañuelo, unas monedas, una cartera de bolsillo vieja y raída y lo va dejando todo minuciosamente colocado en un orden aparente encima de la mesilla. Como si la pulcritud de ese pequeño universo de objetos cotidianos fuese la única área de control a la que no renunciase. Después se quita la camisa y la coloca encima de la silla. Se rasca la cabeza y la barba con violencia. Nunca le ha picado tanto el pelo. Tampoco lo ha tenido nunca tan largo, tan sucio. Apaga la luz y se tumba en la cama. Los brazos reposando sobre el pecho, el mentón recto, los pies en paralelo. La misma posición que tenía su papá la última vez que lo vio en el cementerio de Gôlubev. Segundos antes de cerrar el féretro.

Al momento suena la puerta y entra Eugene en la habitación. Arrastra un vaho de sudor concentrado que lo inunda todo. Como el resquemor que se acumula en la cocina después de freír un filete de ternera. Viene excitado y sonriente. Todavía susurra algo entre dientes. Una melodía pegadiza. Se acerca a dos palmos de la cara de Slatan y le susurra.

—¿Estás dormido? Lo hemos pasado genial, al final hemos cantado todos juntos, ¿estás dormido?

El karadjo permanece inmutable con los ojos cerrados. Eugene acaba entendiendo que está dormido. Con cuidado, le tapa con el edredón de la cama. Como haría un padre con su hijo. Después se va al baño.

Slatan permanece unos segundos sin moverse. Con los ojos cerrados. Hay una especie de comunión general entre los pasajeros que se transmite a través de las paredes y las rejillas abiertas de la ventilación. Slatan escucha cómo llora el bebé de mamá July en la habitación de al lado. Sin querer recrea mentalmente lo que está ocurriendo a escasos tres metros: mamá July ha cogido al bebé de la cuna de viaje. Lo aprieta contra su pecho y el bebé comienza a aspirar leche materna. Cálida y placentera. El llanto se relaja y se convierte en un mantra de placidez casera. Mamá July empieza a tararear una nana. Slatan siente que su cuerpo se embalsama, por primera vez desde hace doce años, de paz.

El momento se diluye en ondas concéntricas al escuchar la cadena del váter y sentir a Eugene salir del baño tropezando con el bidé y la puerta. Viste camiseta interior y tirantes. Al pasar junto a su cama, da una patada a los zapatos de Slatan, que pierden la rigidez militar que los alinea bajo la cama. Por supuesto, Eugene no se da cuenta. Su caminar de paquidermo lo conduce directamente al colchón de ochenta cubierto con un edredón de estampados florales. Suspira de forma infantil y se deja caer pesadamente. Coge el mando de la televisión y zapea de forma indiscriminada. Los pantallazos confunden líneas argumentales de películas, documentales y teletiendas. El representante de zapatos de mujer tarda dos segundos en dormirse, dejando el sonido del monitor flotando en el aire. En la televisión, un presentador mira el mapa del tiempo intentando desentrañar el caos atmosférico que lo rodea: «El temporal se ha intensificado en las últimas horas con un frente polar de bajas presiones. Se esperan mínimas de veinte grados bajo cero acompañadas de fuertes ventiscas y nevadas, al menos durante los próximos cuatro días».

En mitad del parlamento, Slatan se incorpora y mira la pantalla luminosa de la televisión. Un mapa lleno de símbolos de nieve, temperaturas mínimas y fuerzas del viento se extiende ante sus preocupados ojos. Como si tuviese que confirmar la previsión meteorológica metiendo los dedos en las heridas abiertas de Cristo, se acerca a la ventana y la abre. Un viento gélido acompañado de nieve se cuela en el interior de la habitación. Eugene no se entera. Ronca sonoramente. El hotel se podría caer encima de su cabeza y el representante de zapatos seguiría durmiendo. Un tsunami se podría llevar por delante medio país y él seguiría durmiendo.

Por primera vez, Slatan se encuentra desarbolado y huérfano. ¿Cómo va a escribir su nombre entre los mártires del pueblo karadjo si no puede sacrificarse? ¿Si no le permiten marcar el camino de la opresión rusa con su propia sangre? Incluso un atentado fallido era mejor que la indolencia de la espera. A la frustración de la pasividad. De pronto piensa algo que le serena. Toma la única decisión que a un terrorista suicida le puede devolver la paz.

Decide precipitar su muerte.