DIEZ

Slatan mira las casillas vacías del formulario. Se le antoja que son nichos vacíos esperando cadáveres. En lugar de rellenarlo, se lo mete en el bolsillo y atraviesa la recepción hasta el inicio del pasillo de la planta baja. Al final hay unos servicios. Avanza hacia ellos, abre la puerta del baño de mujeres, comprueba que no hay nadie y entra. Dos retretes tienen el pestillo roto. En una de las puertas alguien ha escrito con rotulador rojo: Nazis working: don’t disturb. Silencio. De pronto, un sollozo callado resuena detrás de la puerta cerrada de uno de los excusados. Se agacha, coloca su cabeza a dos palmos del suelo y ve los pies infantiles de Nancy. Sentada en el retrete. Encogida. Quizá tarareando compulsivamente un estribillo de los Crazy Louds, un grupo holandés, de los noventa, que vivió su momento de gloria el 28 de mayo del 2011, en el festival Sound Spring, celebrado en el estadio de Twickenham, de Londres, delante de ochenta mil personas. Un día después, el cantante de la banda, Stefan Lanka, murió por sobredosis. Lo encontraron sentado en un vagón de metro de la línea de Tottenham Court. Tardaron siete horas en darse cuenta de que el cantante de los Crazy Louds no estaba dormido en su asiento, sino que estaba muerto. El estribillo de la canción que le hizo famoso decía: «El viaje de este tren acaba en las vías muertas de tus venas». Así fue.

El terrorista apoyó las manos sobre la loseta blanca con olor a lejía y detergente y esperó en silencio hasta que unas gotas livianas y rojas comenzaron a estrellarse contra el suelo cadenciosamente.

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Con el ritmo constante de la vida en fuga. Slatan sabía perfectamente lo que estaba pasando al otro lado de esa puerta. Sabía que el kit de afeitado no serviría para depilarse las ingles.

El karadjo podría haber intervenido. Podría haber golpeado la puerta, apartado la cuchilla de las muñecas transparentes de Nancy y decirle que estaba loca. Podría haber detenido la hemorragia abierta presionando las incisiones horizontales con papel higiénico. O podía haber dado la alarma en recepción, gritar que una chica se estaba intentando suicidar en los baños del hotel Limbads. Que él el día anterior había presenciado una bronca con su novio Ray, batería de los Furius, en la sala de espera del aeropuerto, y estaba deprimida y al borde del abismo. Ray la había abandonado y Nancy se habría sentido huérfana y rechazada aquel oscuro miércoles de cielos plomizos y vuelos cancelados. Quizá se encontrase en uno de esos momentos de fragilidad extrema que sufren algunas amas de casa tras veinticinco años de casadas y tres cesáreas. Donde la rotura de un plato en el fregadero o una taza hecha añicos contra el parqué desencadena un llanto de varias horas. Un llanto espasmódico e incontinente que les agita todo el cuerpo y no tiene nada que ver con la vajilla destrozada. Que surge de la frustración de un título universitario enmarcado en el salón, pero nunca ejercido, una copia de la Master Card de su marido con límite de seiscientos euros para los gastos de la casa, y una orientación perfecta en los Seven Eleven y los Lidl que les permite ir de la sección de carnicería a la de frutería sin titubeos.

Radiografía de vidas lisérgicas con estudiados planes de pensiones a treinta años, inversiones en hidroeléctricas y bonos del Estado, seguro de vida que incluye las pompas fúnebres y un apartamento en una playa de Calgary, comprado con dinero negro.

Pero Slatan no dio la voz de alarma. Permaneció con la oreja pegada al suelo. Sintiendo el contacto gélido de la loseta en las yemas de los dedos. Era extraño, pero de alguna manera, que Nancy se cortara las venas en los aseos de un hotel perdido de las afueras de Moscú le permitía no sentirse solo del todo. Una absurda comunión con la muerte los hermanaba. Ambos habían iniciado una lenta claudicación de la vida. Sin estridencias. Escuchando el pálpito vital del mundo alejándose por las comisuras desinfectadas de las losetas del baño.

Cuando el terrorista regresa a recepción, nuevos pasajeros rellenan formularios de quejas y reclamaciones. El mostrador está lleno de solicitudes para cambiarse a una habitación individual. Slatan coge el bolígrafo del mostrador y comienza a completar el suyo. Saca del bolsillo de la chaqueta su pasaporte y escribe su nombre y la dirección falsa que le facilitó Huvlav hace veinticuatro horas. La identidad del hombre que suplanta es dos años más joven que él. Vive en Moscú, trabaja en el sector de las parafarmacias y tiene dos hijos: Boris y Petra.

Solo ha tenido tiempo de rellenar las casillas de su nombre y sus apellidos cuando por la puerta del comedor aparecen Eugene, los novios, mamá July (con sus tres hijos) y el anciano. Vienen hablando y riéndose. La convivencia obligada ha empezado a formar pequeños grupos de afinidad entre los pasajeros del vuelo retrasado 4583 destino Nueva York. Muchos de ellos mezclan idiomas, nacionalidades e ideologías distintas, incluso opuestas. Pero no importa. Un retraso aéreo supone una especie de limbo donde los pecados veniales son permitidos y hasta perdonados. Las direcciones y los teléfonos intercambiados se borrarán dos días después de las BlackBerry, como si nunca hubieran existido. No volverán a encontrarse en París ni en Miami, ni pasarán un fin de semana en la casa de madera que tienen junto al lago Red, Minnesota, y que, afirman, «está libre prácticamente todo el año, a tu disposición. Las llaves están escondidas en el porche. De verdad, podéis ir con toda confianza. Es una pena tenerla vacía».

—No tiene pinta de dejar de nevar —dice mamá July.

—Si hubiesen echado sal en la pista del aeropuerto, porque lo difícil es despegar…, una vez arriba, hasta hace sol —responde Eugene.

La novia mira el reloj de recepción, mohína.

—A esta hora deberíamos estar llegando a Hawái…, todo el viaje perdido… de verdad.

El novio, inasequible a la tristeza, responde en positivo.

—Pues habrá que disfrutar de unas vacaciones en la montaña, ¿no…?

No parece consolarla. El novio le coge la mano, afectivo, y le acaricia sutilmente la barbilla. Se cuidan. Eugene interviene.

—Yo una vez estuve en Hawái. Calor, camisas de flores y una humedad del noventa y cinco por ciento. Un suplicio. Me pasé abrazado al aire acondicionado los cinco días. Además, Hawái es mercado de zapato plano y chanclas. El zapato de tacón no tiene penetración…

Al acercarse a recepción, entre los pasajeros vociferantes e indignados, Eugene distingue a Slatan apoyado en el mostrador. Aislado. Concentrado en completar el formulario. Desde la distancia le grita.

—¡Amigo! ¡Eh! ¡Slatan! ¡Te había guardado un sitio a mi lado en el comedor! ¿Has desayunado?

Eugene se acerca con una sonrisa franca y saca, de debajo de su sobaco, un gurruño de servilletas de papel.

—Los bufés en los hoteles de menos de cuatro estrellas son la guerra, Slatan. O estás vivo, o te zampan el desayuno…, pero mira lo que te he conseguido.

El representante de zapatos desenvuelve las servilletas de papel y le entrega tres cruasanes aplastados y desmigados.

—Casi tengo que llegar a las manos con una pareja de chinos, pero lo conseguí.

Slatan mira los bollos sin saber qué decir. Los deja sobre el mostrador y continúa con el formulario como si fuese un problema de termodinámica que exigiese toda su concentración. Eugene, sin acusar su mutismo, le da una palmada en el hombro y se asoma al formulario de Slatan con interés. Con la actitud del que ayudaría si pudiese. Con la naturalidad con la que un niño se asoma a una partida de canicas o contempla una peonza girando. Con una atención difusa y lúdica. Sin pensar que a Slatan le podría molestar esa intromisión en sus asuntos, en sus asuntos privados. El anciano mira a ambos lados de la recepción. Buscando a alguien.

—¿Dónde está la chica joven?

—¿Quién?

—La chica triste, la que viste toda de negro.

Está claro que han hablado de ella con anterioridad. Quizá a todos les había llamado la atención. El look melancólico y los colores oscuros de Nancy no habían pasado inadvertidos en ese ecosistema tan pequeño. Era difícil no fijarse en el aura de tristeza permanente.

—La he visto antes en recepción —dice mamá July mientras limpia la baba del bebé—. Está en la habitación de al lado. —Baja a un tono confidencial—: Se ha pasado toda la noche llorando. La oía cuando me levantaba a dar el pecho.

Slatan lo escucha todo mientras rellena con letra de orfebre cada casilla del formulario. Sin intervenir. Sin indicar con el dedo la dirección de los baños donde Nancy estará con las venas deshilachadas y vacías. Con los ojos amoratados, la lengua hinchada y el veinte por ciento del líquido de su cuerpo vertido sobre las losetas desinfectadas del excusado. La novia que debería estar camino de Hawái interviene.

—En la sala de embarque del aeropuerto estaba teniendo una discusión de las gordas con un chico. Creo que era su pareja. Por lo que escuché, debe de ser depresiva o así…

Ante la mirada interrogante del novio, aclara.

—¿Qué pasa? ¿Qué miras?

—Que solo te ha faltado decir minuto y resultado para hacer la crónica entera de la ruptura. Y luego dices que no estás con la antena puesta todo el día.

—Chico, no es culpa mía, estaban montando el pollo delante de todo el mundo. Había que tener algodones en los oídos para no enterarse.

—Pues yo no me enteré.

La novia lo mira con ternura.

—Chico…, tardaste dos días en saber que habían atentado contra las Torres Gemelas…, no eres precisamente Sherlock Holmes.

—Igual por eso soy tan feliz —se defiende—, además…, yo pensaba que la cotilla de la familia era tu madre. La misma que me vigilaba desde un coche en nuestra primera cita. Bueno, en la primera, en la segunda, en la última…

—No empieces.

—No empiezo, solo digo que cuántas suegras conoces que sigan a su hija por la noche para saber con quién va.

—Es mi madre, se preocupa por mí, punto.

El novio se lleva una mano a la oreja y otra a la boca simulando una comunicación, e imposta voz robótica.

—Aquí tierra llamando a madre cotilla, sabemos que nos ha seguido hasta el hotel Limbads… Confiese: ¿en qué habitación se aloja?

—Idiota.

—Cotilla.

—Voy a pedir la anulación del matrimonio —amenaza la novia falsamente dolida, juguetona.

—Demasiado tarde, la cagaste hace dos días cuando dijiste el «sí quiero» y eso de «para siempre» delante de trescientos invitados, un juez de paz y doscientos hojaldres rellenos de cangrejo y salsa de marisco con baño de coñac.

—Me da igual, alegaré… —Piensa un segundo—. Que estaba borracha…, me habías emborrachado de amor y que te has casado conmigo para conseguir el pasaporte británico… Todos los rusos sois iguales…

—¿Eso dirás?

—Sí…, y pondré estos ojitos —dice mientras cierra y abre infantilmente las pestañas— y fijo que me creen.

La conversación acaba con un mordisco de la novia en el brazo del novio y una palmada del novio en su trasero.

Eugene corta el intercambio de caricias de los recién casados.

—Todavía me acuerdo de la discusión que tuve con mi última pareja, hace tres años. Trabajaba en Madison. La bronca duró exactamente dos baterías Nokia. De las baterías de antes…, esas que duraban un par de días.

Mamá July sonríe interesada. Eugene continúa.

—Os lo juro. La única manera de zanjar aquel torrente de hostilidad fue decirle que no tenía el cargador a mano y que las baterías estaban finito.

—Entonces, tampoco acabó tan mal —dice mamá July.

—Acabó mal, te lo aseguro. La siguiente llamada duró un suspiro de batería. Sonó el teléfono dos veces, lo cogí y antes de que pudiese decir esta boca es mía, chilló: «¡Se acabó, gordo de mierda!». Y colgó. Duración: tres segundos. En algunas convenciones de marketing de la Costa Oeste, utilizan esa llamada como ejemplo de optimización de tiempo y nitidez en el mensaje. —Eugene toma aire. Pensativo—. Y tampoco acabé de entender aquello de «gordo de mierda». Por aquel entonces pesaba veinte kilos menos que ahora.

Todos ríen menos Slatan, que intenta revestirse de un neopreno emocional que lo aísle de la charla. De las bromas y la imagen suicida de una chica de veintipocos, sensible y deprimida. Con la mirada fría clavada en el fluorescente del baño y con dos tajos abiertos en las muñecas. A menos de quince metros de donde la vida continuaba.

De repente, por el fondo del pasillo de recepción aparece Nancy. Lívida, titubeante, con varias vueltas de papel higiénico a modo de gasa envolviendo la muñeca izquierda. Al verlos, duda, pero es demasiado tarde para retroceder y esconderse en el baño de nuevo. Azorada, avanza por el pasillo de recepción intentando sonreír.

—Me he perdido el desayuno, ¿no? Siempre me pasa lo mismo en los hoteles. No soy persona antes de las nueve de la mañana.

Sin abandonar la sonrisa, señala el papel higiénico que envuelve rudimentariamente la muñeca ensangrentada.

—Pero ¿qué te ha pasado? —dice mamá July preocupada y cogiéndole con delicadeza de madre la muñeca.

—Me he cortado con un bote de colonia de Yves-Saint-Laurent, ¿os lo podéis creer? ¡Qué tonta!, ¿no? Cuarenta y cinco euros del duty free tirados por el desagüe. Es un corte superficial, nada importante. No se veía hueso —añade intentando destensar.

Mientras el anciano pide un botiquín a la recepcionista, media docena de ojos escrutan las muñecas delgadas e infantiles de Nancy. Como cartílagos de pollo. Finos y quebradizos. Después de un segundo de desconcierto, todos sonríen, destensan una situación extraña. Un corte sospechoso y que podría haber sido fatal. Eugene toma el mando de la conversación. Más de treinta años iniciando conversaciones desde cero y llamando a puertas hostiles para ofrecer zapatos le han dotado de las tablas necesarias para rellenar los tiempos de silencio y las situaciones incómodas.

—Una vez me corté la mano con un rollo de papel higiénico.

Mamá July lo mira riéndose ante lo extravagante de la afirmación.

—¡Qué exagerado!

—Lo juro —afirma levantando teatralmente la mano como si jurase sobre la biblia en un juicio—. Fue en una gasolinera de Tuxon. Me hice una herida de por lo menos ocho centímetros en el pulgar. Imaginaros cómo era de áspero el papel. Después, no me atreví a limpiarme el culo.

Más risas. El anciano limpia la herida de la muñeca de Nancy con betadine y la cubre con gasas. Eugene continúa.

—Acabé limpiándome el trasero con una edición del USA Today. A día de hoy… todavía tengo la sección de contactos tatuada en un moflete.

Risas.

—¿No me creéis? Si me bajo los pantalones, podréis leer «mujer madura busca joven para amistad y lo que surja». Eso sí, el número de teléfono se ha borrado.

Más risas. Buen rollo. Todos desechan agradecidos la idea de que Nancy ha estado a punto de suicidarse. Prefieren pensar que un bote de colonia de Yves se escurrió de sus dedos, se rompió en mil pedazos y seccionó ligeramente la arteria radial. Quizá sea cierto eso de que realmente ningún suicida quiere acabar con su vida. Que lo único que buscan es que alguien venga a salvarlos. A apartarles la cuchilla de la muñeca, a cerrar la espita de gas, a separarlos de la azotea, a resguardarlos del bote de barbitúricos y susurrarles en el oído que no están solos y que cuando el juego de las sillas acabe, si no están sentados, si no encuentran una silla libre, se pueden quedar de pie, que no pasa nada. En este juego nadie pierde.

Ningún miembro de la improvisada pandilla del vuelo 4583 se pregunta qué llevó a Nancy al baño de la planta de recepción, ni qué hacía allí con un bote de colonia, ni por qué el tajo de la muñeca es limpio, como de cuchilla de afeitar. Es mejor no ahondar y creer a pies juntillas la versión oficial.

Así se vive mejor. Pensando que hay cosas que, sencillamente, no suceden. No es posible que un hombre retenga a una niña en el sótano de su casa y la viole sistemáticamente durante catorce años. Tampoco podía suceder que cinco soldados americanos del Tercer Regimiento Aerotransportado entrasen en una casa de civiles en Afganistán. Acorralasen a la familia en el comedor. Matasen al padre y a la madre, violasen a las tres hijas menores de edad y acabasen asesinándolas de un tiro en la cabeza con sus cetmes reglamentarios. No podía ser. El mundo no es lo suficientemente atroz como para admitir que esas cosas suceden.

Ninguna chica de veinticuatro años podía cortarse las venas en el aseo público del hotel Limbads, a ochenta kilómetros de Moscú, donde un cantante gay pasó una noche con su novio. Se podían afrontar tragedias menores: el retraso de un avión por la nevada, los cruasanes agotados, la ausencia de wifi, las habitaciones compartidas. Pero nada más. El mundo era mucho mejor que todo eso. El mundo no era una helada nocturna ni ellos la ropa tendida esperando partirse por la mitad ante el menor soplo de viento. Slatan no abre la boca. Así fue.