Al asomarse por la ventana de la habitación el paisaje nevado de la mañana le devuelve una impresión blanca y brillante en las retinas. Su iris se contrae adaptándose al brillo y la luminosidad. Un paisaje monótono de nieve y más nieve se extiende delante de él. Slatan recuerda las mañanas frías de su infancia, en Instalood. Algunos inviernos la temperatura era tan baja que las tuberías de casa se rompían y la ropa que estaba colgada en el tendedero del jardín se congelaba. Los pantalones y las camisas, con solo doblarlos, se partían con un crujido suave y delicioso. Sin oponer resistencia. La mamá de Slatan entonces se enfadaba mucho y le gritaba que dejase la ropa en paz. Slatan a menudo se acordaba de eso. Lo frágil que era la ropa cubierta de escarcha y frío. Tardó unos años en darse cuenta de que hay un momento en la vida en el que todos somos tan frágiles como unos pantalones tendidos en mitad de una helada. Lo único que desconocía era si llegaría alguien a doblarlo por la mitad para disfrutar del crujido que hacía al romperse.
La voz de Eugene lo saca de su ensimismamiento.
—Vaya pedazo de nevada, hoy fijo que no sale el vuelo. Hay más nieve que ayer. Una vez, en Oklahoma, me sorprendió una tormenta de arena. No te lo creerías, no se veía a dos palmos, la arena se te metía en la boca, en las orejas…, dos meses después me seguía sacando arena del ombligo, como te lo cuento, amigo.
Dice todo esto mientras se lava los dientes con un cepillo eléctrico y trajina por la habitación, trasladando con sorprendente agilidad sus ciento cuarenta y dos kilos de una esquina a otra.
—¿Te has fijado? —dice señalando el cepillo de dientes que lleva mordido en la boca—. Hay dos tipos de personas, las que se lavan los dientes sin moverse del lavabo y los que podemos lavarnos los dientes, leer el periódico, hacernos el nudo de la corbata y abrocharnos el reloj a la vez. Es lo que tenemos los representantes. Optimizamos nuestro tiempo.
Dice esto mientras un rastro de espuma y crema dental ensucia la moqueta de la habitación.
—También me ducho y me afeito a la vez, ¿qué hay de malo? Gasto menos agua y gano tiempo. El tiempo, amigo, el tiempo es nuestro gran enemigo…, ¿no crees?
—Claro.
—Conozco a gente que se ducha, se afeita y mea a la vez…, pero tranquilo, no es mi caso. Yo las aguas menores y las mayores las dejo en el retrete. —Sin esperar respuesta, engarza la siguiente conversación—: ¿Tienes hambre?
—No.
—Yo estoy a punto de desfallecer. Y te digo una cosa…, vamos tarde con el desayuno. Conozco estos bufés baratos, son la guerra, se acaban los cruasanes y luego empiezan con las excusas, «que no esperaban tantos huéspedes», «que están desbordados», «que nos hagamos cargo»; total, que acabas desayunando tostadas integrales y muesli, que es lo mismo que desayunar comida de pájaros.
Slatan no añade ningún monosílabo más a la conversación. Confiaba en que la tormenta amainase al día siguiente, pero la nieve y el frío han adquirido la cotidianidad de los eventos que han venido para quedarse. Como los dolores de muelas o las rozaduras de los zapatos. Molestos y pertinaces. En algún lugar de Karadjistán se estarían preguntando por qué su nombre no aparece en la prensa. Por qué el mapa de Karadjistán no está superpuesto en las televisiones detrás de los presentadores con gestos serios y por qué tres o cuatro analistas internacionales no están hablando de las razones del terrorismo suicida y la precaria seguridad de los aeropuertos.
¿Cuándo saldrá el vuelo? Puede esperar hasta la noche, incluso hasta el día siguiente, pero si esa situación se prolonga, tendrá que contactar con Huvlav y pedirle instrucciones. Su vida no le pertenece y el nuevo propietario sabrá qué hacer.
Slatan baja a recepción. Una docena de pasajeros se hacinan en el mostrador pidiendo toallas de ducha, quejándose del tamaño de las habitaciones y exigiendo a los recepcionistas que ejerzan de meteorólogos improvisados y les digan cuándo va a remitir de una maldita vez la tormenta de nieve para coger su vuelo y volver a sus confortables chalés adosados para ver por cable partidos de los New Jersey Nets y gritar ¡Go, go!, cuando Jordan Farmar avance hacia canasta para encestar.
El karadjo espera su turno pacientemente. Delante de él, Nancy, la chica de las canciones, aguarda también en la cola. Tiene cara de haber pasado la noche llorando y tarareando en la soledad de la habitación el estribillo que Sid Vicious le cantara a Nancy Spungen antes de asesinarla en el hotel Chelsea, entre la séptima y la octava, en Nueva York. Con speed y cocaína haciendo una carrera de velocidad por el riego sanguíneo de la estrella del punk.
La joven tiene los ojos enrojecidos, las manos temblorosas y la certeza de que su vida es una larga y penosa autopsia realizada a un cuerpo todavía caliente, pero muerta en su interior. Al menos, así se siente después del abandono de su novio Ray, batería de los Furius. Cuando llega su turno en recepción, su voz es casi inaudible, dubitativa. La de una niña a la que le preguntasen los ríos de Europa y no supiese dónde está Europa.
—Perdón…, le va a sonar raro…, pero necesito unas cuchillas —sonríe cómplice—, me quiero depilar y esto de la tormenta me ha pillado con el paso cambiado. Ya sabe, con lo justo en el neceser; corrector de ojeras, alguna barra de labios…, pero sin crema depilatoria. Igual le parezco tonta…, pero es que sin depilarme… me siento sucia.
La recepcionista, una mujer rubia de cincuenta años, con dos divorcios a sus espaldas y una hija tres años más joven que Nancy, le devuelve la sonrisa cómplice. Cualquiera lo hubiera hecho, la chica con los ojos excesivamente manchados de rímel, que se acoda al otro lado de recepción, parece un castillo de naipes levantado en mitad de un huracán. Siempre a punto de derrumbarse y salir volando. Su aspecto es débil, ojeroso y frágil. Un mirlo blanco sorprendido por una tormenta de nieve, un vuelo cancelado y unas ingles sin depilar. La recepcionista divorciada se agacha detrás del mostrador y busca en el fondo del cajón.
—Te entiendo perfectamente, hija. Me pasé un fin de semana en Múnich con una axila depilada y la otra no. Una buena faena, ¿eh? El idiota de mi exmarido ni siquiera se dio cuenta.
Nancy asiente con una sonrisa amarga y la recepcionista le tiende una cuchilla de plástico con crema de afeitar.
—Es todo lo que tengo, cariño. Un kit de afeitado. Espero que te saque del apuro.
Nancy asiente sin convicción. Probablemente en su cabeza suene una mala letra de los Red Shots que recomienda desayunar un café solo, dos cucharadas de azúcar y un buen puñado de cuchillas de afeitar. La recepcionista intenta entrever el estado de ánimo de Nancy asomándose a sus ojos cubiertos de rímel negro azabache.
—¿Has dormido bien, niña? ¿Necesitas algo más? En la cantera de la montaña trabajan día y noche y a veces es molesto para algunos huéspedes. Es la única maldita cosa que no ha parado con la nevada. La cantera dichosa y el martillo percutor. Tengo el ruidito metido en la cabeza día y noche.
Nancy vuelve a forzar su sonrisa amarga y musita un inaudible «estoy bien, gracias». Coge el kit de afeitado del mostrador y se da la vuelta para desaparecer con tanta precipitación que se topa de bruces con Slatan, que aguarda detrás de ella haciendo cola. Nancy hunde la cara en el pecho de Slatan, que no se inmuta. La joven levanta los ojos y lo mira. Barba abundante, pelo oscuro, mirada vacía. Quizá, por su aspecto, le recuerde a algún integrante de Led Zeppelin, o de los Skeletons. Tiene la misma pinta que el vocalista de los Hustler. Un aire de vagabundo violento y malhumorado. Como Viggo Mortensen en la adaptación de The Road. Sus ojos coinciden a escasos veinte centímetros, presurosos y esquivos, como en un andén atestado de gente con prisa. Sus intensas pupilas azules se cruzan parpadeantes con la mirada oscura del terrorista. No encuentra calidez ni afecto. Solo una luz escrutadora como la lente de un microscopio descomponiendo los tejidos de una biopsia anónima y muerta. Después Nancy se disculpa de forma maquinal y se aleja por el vestíbulo para entrar en el baño de la planta baja.
Slatan sabe perfectamente lo que acaba de ver en las pupilas azules de Nancy. Lleva suficientes horas arrastrando doscientos cincuenta gramos de amonal por Moscú como para no identificar una mirada suicida asomada a veinte centímetros de la suya. Unos ojos vacíos de esperanza. Unas pupilas fosilizadas que miran sin mirar.
—¿Le puedo ayudar en algo?
La recepcionista con dos divorcios a sus espaldas lo aleja del abismo que acaba de ver en los ojos de Nancy. Slatan tarda unos segundos en apresar de nuevo el hilo de su pensamiento. De nuevo retoma su propio destino suicida. Por casualidad, en ese hotel, dos cronómetros avanzan al abismo al mismo tiempo.
—¿Cuándo viene a buscarnos el autobús para llevarnos al aeropuerto…? —pregunta Slatan.
—No creo que vengan hoy, señor, ahí fuera hay más de veinte centímetros de nieve y las previsiones son nieve, nieve y más nieve. No es culpa de nadie. En Moscú pasan estas cosas. Se inventa el comunismo en una noche y se cancelan vuelos en otra… —comenta irónica.
Slatan intenta ocultar su absoluta contrariedad. Cierra los puños con fuerza e inclina todo el peso del cuerpo sobre el mostrador.
—Quiero cambiar de habitación. Estoy alojado en la 457, comparto habitación con un vendedor de zapatos, Eugene creo que se llama. Quiero una habitación individual.
La recepcionista pone la misma cara que cuando informó a su segundo marido, Svenson, de que lo suyo había terminado. Que a él le gustaban los programas de tuneado de coches y que ella disfrutaba con el punto de cruz. Que no tenían por qué acabar mal y que no se preocupase por los niños, que tendrían custodia compartida. Una cara que informaba de una mala noticia a la vez que transmitía una infinita condescendencia.
—Vaya, solo tengo malas noticias para usted. No quedan habitaciones individuales… Limbads es un hotel pequeño y no está preparado para esta avalancha de huéspedes. La tormenta lo ha trastocado todo. Se tendrá que conformar con la habitación compartida. Lo siento. Si quiere, puede rellenar esta solicitud con su nombre y apellidos, y cuando quede libre alguna habitación, lo aviso y se instala allí. Eso es todo lo que puedo hacer.
Se desliza sobre las ruedas de su silla ergonómica hasta un cajón a su espalda, extrae un formulario azul y se lo entrega. Sobre la recepción hay un bolígrafo atado por el extremo superior con una cuerda. Parece que la clientela del hotel Limbads deja mucho que desear. Slatan se lleva el formulario, aunque sabe que no valdrá de nada. Todos los pasajeros están en su misma situación. Atados de pies y manos por un temporal de nieve y compartiendo habitación con un extraño.
Un cliente norteamericano de cincuenta años ocupa el sitio del karadjo en el mostrador. Saca su pasaporte, pide la hoja de reclamaciones y comienza un discurso ininterrumpido de protestas. Por el frío, por el retraso, por la improvisación de la compañía aérea y los escasos medios del hotel. Desconoce que a esta hora, pasadas las nueve de la mañana, su nombre debería engrosar una lista facilitada por fax y pegada con chinchetas en el corcho del grupo de inteligencia antiterrorista ruso. Un funcionario con acreditación azul M-2 estaría marcando los dígitos de su casa en Delaware, en la costa atlántica, e informando con voz afectada que su marido había sido víctima de la tragedia de Air Moscú. Que todavía se desconocían las causas y que era muy pronto para sacar conclusiones, pero que no se descartaba ninguna posibilidad y que sí que estaba seguro: no había supervivientes en la catástrofe del Boeing 747 con salida Moscú y destino Nueva York. Los trescientos treinta y dos pasajeros habían muerto. Al parecer, el avión había estallado en el aire. Lo sentía terriblemente. Había psicólogos a su disposición y la mantendrían informada en todo momento.
La familia, a los dos o tres meses, comenzaría la dolorosa tarea de vaciar los armarios atestados de recuerdos íntimos y dolorosos. Regalaría a la beneficencia la ropa y los zapatos, y enterraría en el sótano los esquíes y los cuatro o cinco trofeos que ganó a los veinte años en unos campeonatos de natación en la Universidad de Newark. Ese sería el escueto legado de una vida arrasada por el terrorismo nacionalista. Después se abriría un archipiélago en torno a su memoria. Como las estrellas que continúan brillando en el cielo desnudas de materia y forma.