SIETE

Si un hombre de treinta y tres años, de complexión atlética, que no fuma ni bebe alcohol tiene alrededor de sesenta pulsaciones por minuto, Slatan tiene cien, ciento setenta y subiendo.

—Pasa algo raro —comenta Eugene estirando el cuello—. Han apagado los motores.

Junto a la puerta de la cabina, las azafatas se levantan. Hablan entre sí, confidenciales. Quizá lo han descubierto. Alguien pudo sospechar al verlo entrar en el aeropuerto. «Ese hombre caucásico con traje de cheviot oculta algo». «Está nervioso». «No ha facturado equipaje». El avión sigue en la pista con los motores apagados. Eso no estaba en el plan. Los pasajeros se empiezan a impacientar, suenan varios clics de cinturones de seguridad abiertos. Un par de cabezas se elevan sobre los asientos. Slatan cierra el puño sobre el cordel del detonador como un náufrago aferrado a un salvavidas. Aferrado a la muerte. Duda si hacerse estallar allí mismo y no correr más riesgos. Huvlav le había dado órdenes concretas: «Si te descubren, tira del cordón». Pero no estaba seguro de que lo hubiesen descubierto. ¿Qué debía hacer?

De pronto, la escotilla delantera del avión se abre y junto a la cabina aparecen varios operarios del aeropuerto con walkies y chalecos reflectantes. Tras ellos, una azafata de tierra. Entre los pasajeros, la incertidumbre es total. Un pasajero de primera grita en ruso.

—¿Qué pasa…? ¿Por qué no despegamos?

Los músculos de Slatan parecen cuerdas de violín. Tensos y vibrantes. Aferrados con desesperación al puño cerrado sobre el detonador. Las venas del antebrazo se hinchan sometidas al esfuerzo físico de la incertidumbre. Ahora sí que está sudando. Nota cómo salobres gotas le recorren la espalda, el pecho, los doscientos cincuenta gramos de amonal y la vida.

Varias voces más increpan a las azafatas.

—Que alguien nos diga qué pasa.

—¿Huele a gasolina?

—¿Es por la tormenta?

El sonido de varios teléfonos conectados acompañan las protestas. Eugene parece casi divertido, saca un ventilador portátil del bolsillo del pantalón, lo enciende y lo dirige a su cara sudada. Al ver la cara descompuesta y sudorosa del karadjo, se lo ofrece.

—¿Quieres? Te lo presto.

El terrorista niega sin mirarlo y focaliza toda su atención en los movimientos de las azafatas cerca de la cabina. Varios pasajeros, impacientes, se levantan y salen al pasillo del avión. Eugene suspira.

—Esto va para largo, te lo digo yo. Una vez, volando de Madison a Milwaukee, detuvieron el avión en la pista durante más de tres horas. Se había colado una ardilla en uno de los motores.

Habla mientras se da aire con el ventilador de mano. Ríos de sudor bajan de su frente a la barbilla.

—Vaya faena…, he comido poco pensando que aquí nos darían un tentempié… —Alza el brazo llamando la atención de una azafata—. Señorita…, ¿puede traer unos aperitivos? Pistachos, cacahuetes…, lo que tenga a mano.

Nadie le hace caso. Después de unos minutos interminables, una azafata de tierra se planta en mitad del pasillo y eleva la voz sobre el murmullo.

—Presten un poco de atención, por favor.

—Los pasajeros se callan. La azafata, vestida con un traje de pantalón y chaqueta azul y con un walkie en la mano, adquiere el tono más profesional que puede.

—Air Moscú lo lamenta, pero van a tener que salir del avión. Se ha cancelado el vuelo.

Varias protestas se lanzan apenas la azafata termina la frase.

—¡Yo tengo que estar mañana en Nueva York!

—¿Y mi enlace…? ¡Lo voy a perder! Tengo un enlace a Hawái.

—No me lo puedo creer, ¡qué mierda! ¡Es increíble!

La voz de la azafata resuena de nuevo autoritaria.

—La compañía Air Moscú no puede hacer nada, hay quince centímetros de nieve en la pista, y los partes anuncian la llegada de una gran tormenta de hielo. Se han cancelado todos los vuelos previstos en Yul Moscova. Al menos, hasta mañana a las tres de la tarde. Es por su seguridad.

Un suspiro colectivo de desesperación y protesta reverbera entre los trescientos treinta y dos pasajeros.

—¿Y qué piensan hacer? Nos tendrán que indemnizar. Pagar los gastos. Conozco mis derechos —grita Eugene.

La azafata de tierra sigue hablando.

—Aquellos que lo deseen serán realojados hasta que el vuelo se autorice. Estamos gestionando su traslado en autobuses antes de que la tormenta empeore, pero entiendan que hay muchas cancelaciones.

Nuevos decibelios inundan la cabina del avión. Planes rotos. Reuniones abortadas. Viajes, vacaciones, lunas de miel. Todo al traste por una maldita tormenta. La voz de la azafata de tierra suena aséptica sobre la indignación general.

—Quien disponga de alojamiento porque tenga familia o amigos en Moscú, se lo recomendamos, por su comodidad. Quien no, la compañía les facilitará un hotel, aunque es posible que esté alejado del aeropuerto. Les ruego tengan paciencia. Les trasladaremos en autobuses de la compañía. Cualquier duda será resuelta por nuestro equipo en tierra.

Slatan cierra los puños, impotente, pero no dice nada. Sus dudas no pueden ser atendidas por azafatas de tierra. Nadie le puede aconsejar si debe tirar del cordel en ese momento. ¿A cuántos pasajeros mataría? ¿Qué le diría Huvlav? ¿Qué debía hacer? ¿Detonar la bomba con los motores apagados? ¿Los doscientos cincuenta gramos de amonal serían suficientes para hacer estallar el avión? ¿Se incendiarían los veinte mil litros de queroseno o tan solo abriría un agujero en el fuselaje? Huvlav le dijo que si lo descubrían, se hiciese estallar. Donde fuese y como fuese. Pero nadie sospechaba de él. Tan solo era un retraso por la tormenta de nieve. Cuando le colocaron el chaleco, en la habitación cuarenta y uno del hotel Emperator, no le dijeron cómo debía actuar ante una cancelación por mal tiempo. Le dijeron que no habría problemas, que pasaría al libro de los héroes de la patria, figuraría entre los Mártires de Instalood y los niños inventarían canciones con su nombre. ¿Qué debía hacer?