Slatan piensa, mientras se acomoda en su asiento junto a la ventana, que le hubiese gustado hablar con los pasajeros. Decirles por qué sucedió todo. Por qué se convirtieron en víctimas y levantaron un monolito en su memoria en la autopista del aeropuerto. Contarles por qué montaron en un Boeing 747 con destino Nueva York y volaron en pedazos. Enumerarles los motivos; Karadjistán, la corbata que le hicieron a mamá, la infinita crueldad de los rusos, los helados de stracciatella de papá. Las manos inertes de su hijo.
Que todos esos pasajeros con hipotecas, sobrepeso, anillos de casados, cuentas en facebook y tarjetas Master Card supieran por qué dos segundos después de que tirase del cordón del chaleco, los miembros se les separaron del cuerpo. Por qué la piel se fundió como el plástico, por qué la descompresión, el estallido de tímpanos, la carne desgarrada, los ojos derretidos, los dientes partidos, los zapatos volando, los jirones de ropa, el pelo quemado. La abrasión.
Decirles.
Contarles.
Que supieran.
Que no se repitiese lo de las Torres Gemelas. O lo del metro de Madrid. O lo del autobús de Londres. Todos esos muertos sin saber por qué. Saltando de un piso ochenta mientras piensan en un accidente de avión. Quizá un incendio. Una explosión de gas. Suponiendo las razones de una muerte absurda. Preguntándose qué sucedió. Que todos supiesen. Morir sabiendo lo que ocurrió. El camino del desastre, las razones. Los argumentos de los Mártires de Instalood.
Slatan querría hablar con ellos. Uno por uno. Mirarlos a los ojos y contarles. Pero no sucederá así. Se levantará. No, no se levantará. Probablemente se incorporará un poco en el asiento. Quizá salga al pasillo del avión como quien va al baño. Puede que chille algo. Aún no sabe qué. Las palabras, en momentos así, adelgazan y se vacían de contenido. Las palabras están diseñadas para significarse a sí mismas y no son capaces de transmitir el horror y el resentimiento que llevan dentro. Después tirará del cordón que acciona el detonador. Una, dos, tres veces. Las que sean necesarias para dejar de sentir. Para colmar la venganza.
Todo esto piensa Slatan viendo cómo la gente acaba de acomodarse en sus asientos y pronuncian frases banales sin saber que están ante el viaje de sus vidas. «¿Tiene otra manta? ¿Puede quitar el aire acondicionado? ¿Me cambia el asiento de la ventana? Creo que ese es mi sitio. ¡Mi maleta no cabe…!».
Y en ese momento, por la cola del avión, aparece Eugene. Avanzando por el estrecho pasillo, torpe, vociferante, golpeando a los pasajeros en las rodillas. Pasando por encima de sus zapatos, atropellando los tobillos.
—Perdón, Perdón. Cuidado con los pies. Los pies…
Arrastra un trolley rígido de ruedas, con pasitos cortos de hipopótamo, sobre sus zapatos de tacón y mira alternativamente su tarjeta de embarque y los números de los asientos que va superando.
—Háganse a un lado, disculpen. Despejen el pasillo. No molesten.
Una pasajera moscovita se queja cuando la golpea con una esquina de la maleta en la rodilla, «cuidado, hombre».
—No es culpa mía, señora, la culpa es de los chinos, que hacen todo a su medida —se defiende Eugene sin dejar de avanzar a trompicones con su maleta—. Por eso el pasillo es tan estrecho. —Da otro golpe con la maleta en la rodilla de un pasajero—. Los chinos están conquistando el mundo y lo construyen a su medida. ¡Dentro de poco quitarán el cuchillo y el tenedor y pondrán palillos en las bandejas de comida!
Eugene protesta hasta que se encuentra con un hombre de rasgos orientales en uno de los asientos del pasillo mirándolo con gesto serio. Eugene esboza una generosa sonrisa y lo saluda con una inclinación de cabeza, ceremonial.
—Y sin embargo…, ¡¡me encanta Jackie Chan!! No me pierdo una sola de sus películas… Y el cerdo agridulce también me gusta, y los rollitos de primavera con picante.
Mira de nuevo la tarjeta de embarque, comprueba que está frente a su asiento, encaja con dificultad el trolley rígido en el compartimento (aparta dos maletas) y se deja caer pesadamente en una butaca definitivamente enana para su volumen.
Dos asientos más atrás, Slatan, al lado de la ventanilla, mira caer la nieve. En la parte inferior del cristal se acumulan los copos. Apenas se distingue la punta del ala del avión. La tormenta arrecia.
Una chica joven se sienta a su lado. Ni la mira. Al momento nota que alguien lo toca en el hombro e, instintivamente, se lleva la mano al cordel que acciona la bomba. Cuando vuelve la cabeza, encuentra al novio que lee a Stephen King, que lo mira sonriente desde el pasillo.
—Perdona, tío… —su acento es moscovita—, me acabo de casar con el ángel que tienes a tu izquierda, pero el espabilado que nos asignó los asientos no tenía muchas luces y nos los dio separados… ¿Qué te parece?, de locos, ¿no?
A su lado, la novia, que leía a Henning Mankell, sonríe tímida. El novio continúa.
—Y creo que no soy capaz de soportar un viaje de once horas separado de ella, vamos, ni de once horas, ni de cinco minutos, ¿te importaría cambiarme el asiento? Yo estoy ahí, dos filas delante.
El novio que lee a Stephen King señala con el dedo su asiento. Justo al lado de Eugene. Slatan, hierático, afloja un poco la tensión de la mano con la que sujeta el cable del detonador. A su derecha, la novia que lee a Henning Mankell le sonríe suplicante. Slatan, imperturbable, niega con la cabeza y vuelve a mirar por la ventana a la tormenta de nieve que se desarrolla en el exterior del avión.
Nadie en el hotel Emperator le dijo que entablase conversación con madres ni que cediese el asiento a una pareja de recién casados. No figuraba dentro del plan. Las órdenes solo hablaban de no levantar sospechas, atravesar el control de seguridad, no sudar y hacer saltar por los aires a trescientos treinta y dos pasajeros cuando sobrevolasen el centro urbano. Eso era todo. El novio que lee a Stephen King, contrariado, se mueve en el estrecho pasillo del avión como si no supiese volver a su asiento, desconcertado. La azafata pasa a su lado diciéndole que tiene que ocupar su asiento y abrocharse el cinturón. Dentro de unos minutos el avión enfilará la pista de despegue.
Pero en ese momento la voz de Eugene se eleva sobre la explicación de cómo colocarse el chaleco salvavidas.
—¡¡Yo os lo cambio!! Parejita… ¡¡Yo os lo cambio…!! No problem. Que triunfe el amor…
Eugene y sus ciento cuarenta y dos kilos se levantan con sorprendente agilidad golpeando el asiento de adelante y el de al lado para desencajar todo su cuerpo. Abre el compartimento de equipajes, golpea a dos o tres personas más al bajar su trolley rígido y se dirige por el estrecho pasillo hacia la fila donde espera la novia que lee a Henning Mankell deshaciéndose en agradecimientos.
Slatan, ajeno a todo, mira caer la nieve por la ventana del avión. La oscuridad de la noche contrasta con la luminosidad de la nieve acumulándose en las alas.
Si Eugene hubiese llevado acoplado un chaleco de explosivos al pecho, a estas alturas sería papilla humana. Sus axilas parecen dos cataratas en primavera. Todo su cuerpo suda y se agita gelatinosamente. Cuando Eugene se deja caer en el asiento, junto a Slatan, la fila entera se agita, el avión entero se agita. Él, ajeno a todo, saca un pañuelo de tela y se limpia el sudor que perla toda su frente. Slatan, obsesionado en controlar el sudor, no podía imaginar el cuerpo superlativo y húmedo que se le echaba encima e invadía el pequeño espacio de su asiento.
—Me querían hacer pagar dos asientos al facturar. ¡Dos asientos! «Si quieren viajo en la zona de carga —les dije—, me meten en una caja con barrotes, me colocan al lado de los perros y los gatos y me ponen un letrero con el nombre».
Slatan mira por la ventanilla, no quiere conversar, pero Eugene no necesita que lo miren para hablar. Ni siquiera necesita un interlocutor. Veinte años vendiendo zapatos de mujer y más de doscientos mil kilómetros recorridos por carreteras secundarias en Estados Unidos le han hecho desarrollar un piloto automático cerebral que le permite hablar sin recibir contestación. Hablar sin que le presten atención. Hablar sin que nadie quiera que hable.
—Hasta me preguntaron mis medidas. Noventa, ochenta, noventa, les contesté. Noventa de muslo, ochenta de cuello y noventa de contramuslo, no te fastidia. Ni que sea delito estar un poquito pasado de peso. Me estaban llamando gordo, sin llamarme gordo, ya me entiendes. Pero qué estamos, ¿en la portada del Sport Illustrated? ¿En Woman Secret? El prêt-à-porter está haciendo un mundo de anoréxicos y amargados. Las patatas light, los donuts light, los solomillos light, ¡vamos a acabar tirándonos pedos light!
Encienden los motores del avión. Eugene coge los dos extremos del cinturón de seguridad para abrochárselo, pero necesitaría tres cinturones para abarcar el entorno de su cintura. Después de un corto forcejeo, desiste y deja el cinturón reposando sobre sus muslos. Un pequeño suspiro certifica que para Eugene así está bien. En caso de accidente aéreo, Eugene tenía pocas posibilidades de salir eyectado por la inercia. Probablemente se quedase taponado entre los asientos. Era imposible imaginarse todos esos kilos volando grácilmente por la cabina de un avión.
Sin embargo, piensa Slatan, tras la explosión del chaleco los ciento cuarenta y dos kilos de grasa prensada que se encuentran a su lado se cuartearían, se despiezarían en minúsculas partes y el sebo actuaría a modo de metralla dispersándose en todas las direcciones. Penetraría en los cuerpos escuálidos de los pasajeros como cuchillos afilados y dulces. Metralla grasa y alta en colesterol. Eugene, ajeno a todo, continúa su disertación.
—Si eres ciego, minusválido o autista, una azafata te lleva de la manita al asiento. Pero si eres gordo, te conviertes en un apestado grasiento y pagas doble. ¿Eso es justo? Discriminación, así lo llamo yo. Discriminación a las tallas XXXL.
El terrorista mira al frente, concentrado. El avión se empieza a mover. Las ruedas efectúan ruidos de desacople. Pisan la nieve esponjosa que se acumula sobre el cemento de la pista. El hecho de intuir que son los últimos minutos de vida hace que el tiempo transcurra con mayor lentitud. Un ralentizado que viola las leyes de la lógica. El tiempo detenido provoca un bombeo alocado en el pecho del futuro mártir. Sísmicas reverberaciones que le agitan el cuerpo y le hacen temblar. Eugene, ajeno a todo, le tiende la mano.
—Eugene Peters. Encantado, amigo.
Tras unos fugaces segundos de tensión, Slatan suelta por un momento el cable del detonador y estrecha la mano que le tiende. Musita un escueto y casi inaudible:
—Slatan.
Los cuatro motores tupolev de Mercedes con más de doscientos mil caballos de potencia resuenan atronadoramente. Toda la cabina se estremece. En unos segundos enfilarán la pista de despegue.
—Un placer —dice Eugene sonriendo—, vamos a pasar once horas juntos, más tiempo de lo que duran los matrimonios de hoy en día, ¿no cree?
Los recién casados giran las cabezas ante el comentario de Eugene. Él, infantil, les devuelve una amplia sonrisa y los saluda afectuoso con la mano.
—¡¡No como los recién casados que tenemos en el avión!! ¡Felicidades, hijos! ¡Larga vida a los casados…!
Se incorpora con dificultad en el asiento conminando al resto del pasaje con ampulosos gestos.
—¡¡Que llevamos una parejita de recién casados en el avión!! ¡Que se han casado! ¡¡¡Vivan los novios!!! ¡¡Hip, hip, hurra!! ¡¡Hip, hip, hurra!! Vamos, chicos, todos juntos. ¡¡Hip, hip!!
Tres o cuatro timoratos «hurra» responden a las voces de Eugene. Suficientes para darse por satisfecho y recostarse de nuevo en el asiento. Slatan mira al frente deseando que todo acabe de una vez, que el avión despegue, que los veinte mil litros de queroseno sobrevuelen Moscú y él pueda tirar del cordón y dejar de oír, oler y sentir al gordo que tiene al lado.
El representante de zapatos empieza a manipular las salidas de aire acondicionado que tiene a su alcance. Abre todos los conductos y un chorro de aire gélido golpea la cara de Slatan y la suya. Eugene sonríe aliviado.
—Todos los aviones son iguales —continúa Eugene—, al principio ponen la calefacción a tope para que compres refrescos. Y luego ponen el chorro polar para que no puedas pegar ojo y compres perfumes y peluches. Un negocio. Lo tengo comprobado.
Los motores rugen, varios pasajeros se santiguan. Otros comienzan a adormecerse por efecto de los orfidales y la tranquimicina que tomaron minutos antes de embarcar. En la cabina, el capitán Landkla y el comandante Brovsky están preparados para subir el tren de aterrizaje y elevar los flaps y slats para poder empezar a acelerar y alcanzar el nivel de vuelo.
Pero, de pronto, los motores del avión se apagan. Los veinte mil litros de queroseno se enfrían. Los cientos de caballos amalgamados en los motores enmudecen y los trescientos treinta y dos pasajeros comparten la misma cara de incredulidad y sorpresa. La única diferencia entre ellos y Slatan es que él tiene un chaleco con doce compartimentos llenos de amonal y un detonador de frecuencia adherido al pecho.