Puerta de embarque número cuatro. Vuelo JF 4583. Dirección: Nueva York. Hora aproximada de embarque: dieciocho cuarenta. Slatan, impertérrito, entra en una sala de espera con grandes ventanales que dejan ver un cielo negro y tormentoso. El taxista que lo trajo al aeropuerto tenía razón. Una tormenta de nieve se aproxima a Moscú. Sobre un asiento de plástico azul algún pasajero ha dejado olvidada la revista Touch. Tiene las hojas manoseadas y sucias. En la portada aparece la foto de la casa de Brad Pitt y Angelina Jolie en Miami. Tiene más de cuatro mil metros cuadrados, helipuerto y playa privada. Slatan aparta la revista y se sienta frente a unas gigantescas vidrieras que permiten ver el despegue de los aviones. Una suerte de limbo para el suicida. «Lo más difícil está hecho —dice para sí—. Lo has conseguido. Vas a ser un mártir».
Por los ventanales una intensísima tormenta de nieve comienza a golpear los cristales. Tac tac tac. Taquigrafiando un mensaje indescifrable de lluvia helada. Por megafonía advierten al pasajero Sean Judkins que embarque inmediatamente en el vuelo a Londres, que se ha despistado, que no se entera, que se largan sin él.
Los pasajeros se mezclan en la sala de espera cada vez más llena. Frente al mostrador de embarque, cinco o seis personas hacen cola para ser los primeros en entrar al aparato. Un par de recién casados de veinticinco años (se les conoce por el brillo inmaculado de sus anillos) sonríen, se besan y se acarician constantemente. Sacan una novela de Stephen King (él) y de Henning Mankell (ella). Inician su viaje de novios viajando a Nueva York y cogiendo un enlace a Hawái, pese a que la madre de ella insistió mucho en que Hawái no merecía la pena. «Es una isla donde solo hay gente en chanclas y mosquitos». Ante lo que el novio argumentó: «Señora, soy moscovita. La última vez que vi un mosquito estaba dentro de un bloque de hielo en el Museo de Ciencia Natural de San Petersburgo; además, ¡un moscovita en chanclas es un animal en extinción!».
A la derecha, un anciano enjuto y arrugado de no menos de ochenta años juega con habilidad con un pañuelo. Lo hace aparecer y desaparecer para entretenimiento de un par de críos que aplauden cada truco. Después guarda el pañuelo y saca de las orejas de los niños dos caramelos. Risas y aplausos. Más allá, tres o cuatro hombres de negocios conectados a iPads y Blackberrys. Cuellos almidonados, zapatos pulidos, corbatas grises, caras rasuradas y billetes en primera clase. Sus gestos denotan cierta incomodidad que desaparecerá cuando accedan a las zonas VIP sin niños ni turistas que mascan chicles y llevan bocadillos envueltos en servilletas grasientas. No hay nada extraño en los pasajeros que se amontonan en la zona de embarque. Una geografía común de paseos al baño, a la máquina de refrescos y a las pantallas de información.
Más tarde alguien revivirá esos momentos en la sala de embarque como premonitorios. Preguntado por alguna periodista local de la televisión Moscú-2, afirmará que sintió algo. Un pálpito que no era normal. Que los trescientos treinta y dos cadáveres le susurraron algo al oído, pero no supo escucharlo.
Cerca de Slatan, cuatro asientos a la derecha, se sienta mamá July con su bebé de dos meses en brazos. Sus otros dos hijos de siete y nueve años la siguen detrás. Todos muy rubios, muy nórdicos. La mamá y su prole perfecta. A una mamá con dos niños y un bebé recién nacido siempre le falta un tercer brazo. Una tercera pierna. Un ojo en el mastoideo. Alguna mutación genética que le permita afrontar el reto de portear maletas, biberones, Game Boy y no dejarse olvidado un crío en Zara Kid’s.
Mamá July tenía muy clara la vida que deseaba desde que a los doce años, junto a su amiga Amn, se subía a la buhardilla de la casa de sus padres en Brixton, en esas interminables tardes de lluvia. Cuatro o cinco hijos, una finca para el verano en Sundford y vacaciones en Mallorca o Saint-Tropez. Cualquier sitio menos el aburrido y húmedo Brixton. No fue así. Embarazada a los veintiuno. Vuelta a embarazar a los veintitrés y vuelta a embarazar a los treinta. Allí se debieron de ir las vacaciones. La finca y los sueños lejos de Brixton se esfumaron unos meses más tarde, al casarse con el bueno de Alexander Burulov, un gestor inmobiliario de Kaliningrado al que conoció un verano en Londres.
El niño de siete años, Alex, saca una baraja de cartas usadas. La mayoría dobladas por las esquinas. Hay patos, gatos, vacas. Son familias de animales. Las dispersa por el suelo. Mamá July, discreta, se desabotona la camisa, se suelta el tirante del sujetador, saca el pecho y da de mamar al bebé. Tiene pequeñas grietas en el pezón que convierten cada toma en una íntima tortura, pero el olor infantil y la carita de placidez del bebé al tomar el pecho la compensan por todo. Con Alex fue peor, una mastitis el quinto mes le hizo prometer que nunca más daría el pecho. Que antes se lo cortaba. Las promesas de July nunca duraban más allá de la hora del almuerzo. La familia, vista desde la distancia de Slatan, tiene algo de bodegón familiar. Instantánea bucólica y feliz.
Mamá July mira a Slatan y sonríe cómplice. Slatan desvía la mirada hacia el ventanal nevado. Impertérrito. Un millar de huellas dactilares dejan su rastro invernal en el cristal sucio y manoseado de la zona de embarque. El informativo de la mañana anunciaba la llegada de una gran nevada. Tormentas al norte de Insbrook, borrasca en el centro de las rocosas y anticiclón al este de Bahréin, pero ¡se equivocan tanto!
Cuando Slatan deja de mirar el cielo plomizo, se encuentra al niño Alex, que ha dejado de lado las cartas de animales y lo observa a medio metro de distancia. Mamá July (con el tercer brazo), sin dejar de dar el pecho al bebé, sacude un cilindro ruidoso. Como un sonajero similar al que usan en submarinismo para llamar a alguien dentro del agua. Lo mueve hacia arriba y hacia abajo produciendo un sonido mate. Alex, el niño de las cartas de animales, mira a mamá. En el oído se le distingue un aparato para la sordera. La mamá vocaliza exageradamente haciendo gestos con una mano en lenguaje para sordos.
—Alex, nooo moooleeestes. Ven y siéééntate.
El niño de las cartas de animales vuelve a sentarse a su lado sin dejar de mirar a Slatan. La mamá se siente obligada a explicarse.
—No es sordo…, tiene un ocho por ciento de audición…, por una infección que tuvo cuando era bebé Los médicos dicen que cuando sea mayor se podrá operar.
Lo que mamá July no cuenta es que durante los primeros meses de la infección, ella y su marido, el bueno de Alexander Burulov, pensaron que Alex era un crío despistado. Los niños de la escuela primaria de Brixton le pusieron el mote de el ruso zumbado. Después de la visita al pediatra, el bueno de Alexander dejó de ser el bueno de Alexander y se convirtió en Alexander el que trajo una infección vírica a casa. El bueno de Alexander gustaba de los clubs del norte de Londres y tenía cuenta abierta en Night Dreams. Dos visitas semanales. Casi siempre con Nancy Loops. Una rubia con algo de sobrepeso, pero dispuesta a gritar y golpear el cabecero de la cama como si la estuviesen rompiendo por dentro y que lo llamaba Alexander el terrible al tiempo que gritaba que se corría. Eso a Alexander le gustaba. Lo de la infección vírica le gustó menos. Que la infección se le transmitiese a Alex y le dejase medio sordo no le gustó a nadie. El bueno de Alexander dejó de ser el bueno de Alexander, y el malnacido de Alexander acabó dejando el coqueto y húmedo pareado de Brixton donde vivía con mamá July y sus tres hijos y se mudó de nuevo a Kaliningrado, dejando atrás dos estafas inmobiliarias y un pleito abierto no tanto por la custodia de los niños, sino por la asignación mensual que tenía que pasar a mamá July y sus tres hijos. Así fue.
—No puedo con ellos. Están en una edad imposible. Menos él, claro —dice señalando al bebé al tiempo que le quita el pañal para cambiárselo—. Les encanta montar en avión. No han pegado ojo en toda la noche pensando en el viaje… y claro…, si ellos no duermen, yo tampoco. ¿Tiene hijos?
Slatan no contesta, no devuelve la sonrisa cómplice, no sacude el flequillo rubio del niño Alex ni dice en voz alta: «¡Qué preciosidad, qué niño más rubio!». Un segundo antes de que mamá July coloque el pañal al bebé, un chorrito infantil salpica la chaqueta a Slatan. Mamá July no sabe dónde meterse, muy azorada, coloca el pañal al bebé para cortar la hemorragia cálida e inocente.
—Perdón, perdón…, es que es quitarle el pañal y parece que lo hace adrede…, ¿le he manchado?
Mamá July le tiende un paquete de toallitas húmedas. No sabe qué hacer, cómo disculparse. Slatan no contesta. El bebé le ha salpicado un chorrito pequeño en la chaqueta, se limpia con la mano y se levanta sin decir nada. No cruza la mirada con mamá July, ni mira al bebé ni le quita hierro al incidente. Los «com-pa-ñe-ros y Mártires de Instalood» le advirtieron que no sudase, que no golpease el detonador, que tirase del cordón cuando sobrevolase el centro urbano de Moscú con veinte mil litros de queroseno en los depósitos. No le dijeron nada de entablar conversación con mamá July, ni de salvaguardar el explosivo de meados infantiles.
Slatan, sin pronunciar palabra, se aleja y se sienta lejos de mamá y los críos, de espaldas a los ventanales donde sigue acumulándose la nieve. Por un momento recuerda lo que le gustaba de crío sentarse en un banco de la plaza de Perh, frente a la comisaría, observando a la gente. Estudiando sus gestos y su forma de caminar. Inventando obsesivamente la historia de sus vidas. Guionizando lo que ocurriría esa misma noche cuando volvieran a casa. Biografías dramáticas llenas de giros inesperados del destino. Repletas de amantes, despedidas épicas y promesas de amor adolescente. ¿En qué momento abandonó ese juego? ¿Se le acabó la imaginación? ¿Qué sucedió para olvidar las tardes felices que vivió simplemente imaginando?
En el asiento de atrás, cabeza con cabeza, escucha la conversación que Nancy tiene por teléfono.
—… claro que lo podemos arreglar…, todas las parejas tienen movidas y malos rollos, Ray…, pero no somos cualquier pareja… ¡Somos nosotros!
La vida de Nancy hubiese sido distinta si a los doce años no hubiese descubierto un disco de Jason Judd en una tienda de discos de vinilo en Camden Road esquina con Lancaster Avenue. A partir de ese día, Nancy adoptó el negro como color oficial. Se vistió de negro, se perfiló el ojo con rímel negro, se tiñó de negro el pelo y un tatuaje que representaba la puerta del infierno ocupó su espalda. Todo eso añadido a la palidez extrema de su piel contribuyó a que se convirtiese en una chica espectral y gótica. En cuanto a su carácter, la melancolía y una tristeza endémica se convirtieron en pautas marcadas de su ADN. Tampoco ayudaban sus constantes conversaciones sobre el suicidio como única salida no se sabe muy bien a qué.
A sus padres, miembros del Rotary Club y tranquilos dueños de una próspera cadena de carnicerías, lo de Judd y la estética gótica los pilló fuera de juego. No sabían qué hacer. Su hija había sido educada en el colegio privado bilingüe de Hampton Court House, con uniforme obligatorio de doscientas libras, escudo bordado con hilo de plata y clases complementarias de música, danza y chino. No entendían de dónde venía esa obsesión por la muerte y la oscuridad.
Sus amigas invertían el tiempo libre probándose vestidos extravagantes en las tiendas de Liberty y Straight. Se disfrazaban con entusiasmo en los probadores y se sacaban fotos atrevidas con los teléfonos móviles que mandaban por WhatsApp a sus novios. ¿Por qué Nancy no podía ser igual? Una chica con dolores los días de menstruación y dudas con el color del vestido de su graduación.
El primer mes le confiscaron los discos satánicos de Judd, dos meses después la apuntaron a un campamento de verano en España, e incluso la obligaron a dos visitas semanales a un psiquiatra. No sirvió de nada. Si a Nancy le preguntasen su canción favorita, diría Crazy crazy (tercer álbum de Judd, cara B), el contenido del tema: una adolescente se corta las venas en un hotel. Su color favorito, el negro; su actor preferido, Baby Jang (se suicidó al abandonarlo Irina Kirk en la décima planta de un hotel de Bangkok) y su paisaje preferido, el cementerio de Arizona a las doce de la noche. Demasiado gótica, demasiado guapa, demasiado joven para saber que la vida lleva aparejada su dosis de drama y no es necesario salir a su encuentro.
Nancy habla por su iPhone. A sus pies, el estuche de una guitarra acústica llena de pegatinas de conciertos como único equipaje de mano. La conversación que mantiene con su novio, Ray (batería del grupo Furius y futuro ex), tiene el mismo aspecto que el día. Gris plomizo, cada vez más negro y con abundante nieve y rachas de aire ártico. Nancy pega su boca al teléfono y habla, casi suplica.
—Volveremos a ser los mismos…, recuerda la letra de los Baby Short, «todo puede cambiar, solo necesitas tirar la llave de tu habitación al río».
Nancy había tomado la costumbre de hablar con letras de canciones. Sabía cientos de letras de memoria. Solía decir que las canciones eran estados de ánimo, y que todo lo que sentía se podía resumir en letras.
—¡¡Cómo puedes decir eso…, cómo puedes…!!
Silencio, mira al techo, más suave. Lo que Ray dice al otro lado del teléfono parece el estribillo de la canción de los Rolling, Angie, que habla de la pasión pasada, del aburrimiento y de no querer convertirse en un funcionario del amor. Nancy insiste.
—Si me dejas, voy a matarme. Voy en serio. Acabo con todo, sabes que soy capaz…
Al batería de Furius no le amedrenta el chantaje emocional. Probablemente, Ray se ha fumado unos porros y un amigo le ha pasado algún gramo. Llevan quince días de «bolos» en Moscú. Saltando de la sala Simariev a la discoteca O2 Lounge. Nancy lo ha seguido como una perrita fiel, pero ya está harto. Quiere que desaparezca, que se volatilice, que vuelva a Londres y lo olvide. No necesita teloneras en su vida. Por eso no parece importarle mucho su amenaza desesperada. Ni sus súplicas telefónicas, ni su voz quebrada y frágil. Puede que Ray le esté diciendo que pasa de malos rollos y de discusiones de fin de semana y que Nancy lo ha acabado agobiando. Que él es un espíritu libre y la cama de los espíritus libres se llena fácilmente de veinteañeras después de los conciertos. También le dirá que no le quiere hacer daño, pero que la vida es una putada, una guerra continua y que cada uno tiene que defender su trinchera y que nunca le mintió. Que sabía lo que había cuando se enrolló con él y se apuntó a la gira de conciertos en Moscú.
La llamada acaba abruptamente. Nunca se sabrá si Ray colgó el teléfono o si un fallo en la cobertura aceleró los tiempos de la ruptura. El caso es que la comunicación ha terminado dejando preguntas en el aire. Reproches en el aire. Ilusiones en el aire. Estribillos en el aire. Si Nancy lo hubiese pensado, se habría dado cuenta de la metáfora. La acababan de abandonar en una sala de embarque, un cruce de caminos que se pierde en el aire. El punto de arranque de una dirección distinta.
Sus ojos enmarcados en rímel negro se quedan clavados en el techo. Como si los conductos de ventilación del aeropuerto fuesen palmas abiertas donde pudiese leer el futuro. La línea de la vida, la línea de la felicidad y el amor. Todas las líneas hablan del calendario inmediato. Como si el mañana realmente no existiera. Nancy no piensa en Ray, ni en la conversación que acaban de tener. Mira al techo pensando que las salas de embarque son universos fríos y melancólicos. Como piscinas vacías en invierno. No hay nada más triste que una piscina vacía con hojas otoñales aplastadas en los rincones. Los ojos vidriosos de Nancy se anegan de lágrimas que, al caer, se funden con el rímel y se tiñen de negro.
En la megafonía suena por décima vez el nombre del pasajero con destino Londres, Sean Judkins, que ya puede correr, que la está cagando y tiene al sobrecargo hasta las pelotas y van a tener que buscar su maleta en las bodegas del avión y sacarla porque no aparece. Está claro que Judkins no volará esa noche y se tendrá que buscar un hotel con desayuno incluido cerca del aeropuerto.
Nancy, sentada en la butaca, se abraza las rodillas, en posición fetal. El iPhone cae al suelo. La relación con el batería de Furius está acabada. Caput. Ni siquiera se le ocurre un buen estribillo. El pequeño balanceo de su cuerpo habla de dolor sin estridencias. Slatan ha presenciado toda la escena, pero mira al frente sin reaccionar a nada. Contenido. Concentrado en la sudoración. Acariciando el cordel que accionará la bomba. Mirando caer la nieve.
De pronto, por los altavoces anuncian su vuelo: «El vuelo JF 4583 con destino Nueva York está en la pista. Los pasajeros del asiento quince al cuarenta diríjanse al mostrador veinticuatro y vayan embarcando».
Nancy lo ignora, pero no tiene de qué preocuparse. Todo acabará pronto.