CUATRO

La primera presencia que Slatan tuvo del hombre que iba a dar la vuelta a su vida como un calcetín fue el olor. Antes de oírlo, de saber su nombre o estrechar su mano, Slatan lo olió. Un profundo olor a sudor condensado. A sauna húmeda o toalla olvidada en las duchas del vestuario de un colegio público. Después sintió su peso, la masa circular y desbordada de unas carnes prominentes y excesivas. Eugene personificaba la claudicación definitiva a la disciplina de una docena de dietas. El fracaso de la disociación de proteínas e hidratos. La inutilidad de la dieta de la piña, del pollo y del pepino. El sonrojo de cuatro dietistas, un endocrino y doce gimnasios expertos en el tratamiento de la obesidad. Ciento cuarenta y dos kilos condensados en metro setenta con tendencia a la sudoración, la psoriasis y los herpes cutáneos. Así fue.

—Perdón, perdón, perdón, dejen paso, por favor…, es urgente —dijo Eugene saltándose la cola y apartando a la gente con sutiles empujones y codazos—. Los codos, cuidado con los codos. Retírense, por favor…, no se amontonen…, es urgente.

Eugene, vendedor de zapatos de Marks and Brothers, con un fijo de mil dólares al mes, más un quince por ciento en comisiones, dietas aparte, avanzó al margen de la cola, con pasitos cortos y rápidos. Haciendo oídos sordos a las quejas y protestas de los pasajeros que dejaba a su espalda.

Al atravesar el arco de seguridad, por delante de Slatan, un ruido estridente alarmó de la existencia de metales en los bolsillos de su ajado traje azul adquirido en los saldos de Primark, con los codos tazados por el uso, y los bajos ennegrecidos. El guardia de seguridad, con guantes de látex, lo detuvo.

—Hágase a un lado, señor, le tengo que cachear.

—¿Cachear? ¿Tengo cara de terrorista? —dijo levantando teatralmente los brazos—. ¿Cuántos terroristas de ciento cuarenta y dos kilos conoce? ¡Tengo el colesterol en trescientos cincuenta! ¿De verdad cree que voy a llevar una bomba encima?

Eugene habla más con las manos que con la boca. Gesticula de forma exagerada y cómica. Como una estrella del cine mudo. Articula en un lenguaje internacional de aspavientos generales con los brazos y usa los dedos regordetes y ágiles como signos de puntuación.

—Vacíe los bolsillos y deposite todo su contenido sobre el mostrador.

Eugene, con gesto de profundo desagrado, rebusca en el fondo de su americana. El tamaño de los bolsillos es descomunal. Sacos terreros. Con capacidad para albergar unos Juegos Olímpicos. Eugene va depositando sobre el mostrador un teléfono, tres chocolatinas, restos de galletas, un paquete de cacahuetes y un número indeterminado de emanems sueltos (que se derriten en tu boca, pero en el caso de Eugene, se derriten también en sus bolsillos). Siente la obligación de explicarse:

—Es para evitar una bajada repentina de azúcar. Por prescripción médica, ya sabe.

—Quítese los zapatos, por favor…

—¿Los zapatos? ¿Qué cree que voy a llevar en los zapatos? ¿Metralletas? ¿Plutonio? ¿Armas de destrucción masiva?

El guardia de seguridad no se inmuta.

—Los zapatos…

Eugene reacciona airadamente. Mientras se descalza, saca una servilleta con manchas de grasa del bolsillo y un lápiz reducido por el uso.

—¡Esto es un abuso! Conozco mis derechos. Hágame el favor de escribir aquí su nombre y su número de placa. Voy a informar a sus superiores. Soy íntimo del consejero de seguridad aeroportuaria.

El guardia de seguridad no le presta atención, lo cachea a fondo. Eugene no para de hablar y protestar. Slatan, descolocado por la sorpresa, mira desde la distancia los zapatos que Eugene ha dejado sobre la moqueta. Unos discretos zapatos de mujer con dos dedos de tacón. Slatan observa los zapatos, alucinado. No entiende por qué ese gordo calza zapatos de mujer. No entiende cómo todo ese peso puede concentrarse en unos tacones tan pequeños y finos. No le da tiempo a pensar mucho más. El pequeño empujón de un pasajero impaciente le indica que ha llegado su turno de pasar por el detector.

Las palabras de Huvlav acuden terapéuticas, en su ayuda. «Cachean a uno de cada diez pasajeros…». Si habían parado al gordo, él no tendría problemas. La estadística se ponía de su parte. La estadística también afirma que un 70% de la gente muere de un ataque al corazón, un 20% de cáncer, un 12% en accidentes de tráfico… y tan solo el 0,02% por un atentado terrorista suicida. La estadística es una ciencia caprichosa.

Slatan comienza su particular paseo de la fama patriótica, de las estrellas de Karadjistán, solo que la alfombra no es roja, es azul. Desgastada por millones de pisadas. Con estampados mohosos y huellas de cocacolas y trozos de sándwich de pollo pisoteados. Un paso, dos pasos, tres pasos. Slatan, nacido en Instalood, hijo de Kosla y Nizzka y con el objetivo de morir en un Boeing 747 rumbo Nueva York, pasa por debajo del arco de seguridad. Su cuerpo es descompuesto en partículas. Radiografiado en fotones. Barrido en ondas electromagnéticas que buscan metales, pistolas, líquidos, cuchillos. Un sondeo que intenta detectar la corporeidad de la muerte. La fisonomía de la desgracia, la envergadura de la tragedia en forma encapsulada. Pero no detecta nada.

El arco de seguridad permanece en silencio. Nada hace saltar la cédula fotovoltaica del detector. Los fotones de emulsión no detectan ningún compuesto metálico. Nada en los doscientos cincuenta gramos de explosivos que lleva en el pecho provoca la alarma. Ningún pitido delata la existencia de un detonador. Nada metálico. Nada suena. Nada anticipa el horror. Solo las protestas de Eugene, vociferantes, absurdas, acompañan el paso del nombre de Slatan a los libros de texto de los niños karadjos y a los bordados de las mujeres de Instalood. Slatan, con la tarjeta de embarque en una mano y el pasaporte en la otra, está dentro. El cinturón de explosivos está dentro. La muerte está dentro. Así fue.