TRES

El peso. Doscientos cincuenta gramos de amonal pesan eso: doscientos cincuenta gramos. Slatan pensó en la incongruencia del peso. No era justo. Si unos gramos pueden reventar las vidas de trescientas treinta y dos personas, deberían pesar más. Mucho más. No compartir la misma carga que doscientos cincuenta gramos de arena, de pechugas de pollo o mermelada de grosella. Esos doscientos cincuenta gramos debieran responder a un peso prorrateado. Una ecuación matemática que sopesase la carga añadida de dolor, miedo y angustia que iban a ocasionar.

Todo eso pensaba Slatan al llegar a la puerta de la terminal internacional del aeropuerto Yul Moscova, en Moscú. Llegó pronto, cuatro horas y media antes de la hora de embarque. Huvlav había diseñado un recorrido para aproximarse al aeropuerto y asegurarse de que no lo seguían. Cogió el metro en la parada Koltsevaya hasta Liúblinsko, allí enlazó con el autobús R26, hasta la parada Arbatsko. Caminó dos manzanas y cogió un taxi en la calle Moskovski. Doscientos rublos hasta la puerta de la terminal internacional. Hora y cincuenta y dos minutos hasta completar el trayecto. El taxista intentó entablar conversación aludiendo a la tormenta de nieve que anunciaban sobre Moscú, pero Slatan se refugió en ásperos asertos guturales y en un exhortativo «no hablo su idioma». Bajó del taxi con veintidós dólares en el bolsillo y un bolígrafo azul. Colgada del hombro una bolsa de viaje marca Asperto con cuatro compartimentos: en el primero, un paquete de folios y un suéter; en el segundo, un cepillo de dientes y una maquinilla de afeitar eléctrica con tres niveles de rasurado; en el tercero, un calzoncillo y un par de calcetines; el cuarto estaba vacío. El equipaje aséptico de cualquier representante de productos farmacéuticos obligado a enlazar puentes aéreos. No facturaría maleta.

Al atravesar la puerta de salidas internacionales creyó sentir cientos de miradas que lo diseccionaban, intuyendo la presencia de un extraño bulto en forma de chaleco debajo de la americana, pero no era verdad. Nadie podía saber que Slatan llevaba encima el suficiente explosivo como para volar el Burger King y medio lobby y causar decenas de muertos.

Atravesó decidido la entrada del aeropuerto, repleta de cafeterías y tiendas de ropa con rebajas de hasta el cincuenta por ciento. Los aeropuertos son microuniversos que se reinventan cada día. Bioesferas pobladas de idénticas especies absurdas. Pantallas de información. Franquicias de comida rápida. Encías con ortodoncias. Pasaportes sellados. Cajeros automáticos. Parejas llamándose cariño. Sobres con sucedáneos de azúcar que ni engordan ni saben a nada. Espuma de afeitar donde regalan el cuarenta por ciento. Cuerpos que se rozan sin disculparse. Tarjetas de embarque. Mercancías perecederas bajo anuncios de oferta. Un sotechado diáfano donde nunca llueve. Sin embargo, venden paraguas con empuñaduras de marfil. Una mujer entrada en kilos lo abre. No es supersticiosa. ¿Qué se echa de menos? Asientos. Hay pocos asientos en los pasillos de los aeropuertos. Nadie se puede detener. Son lugares de paso. Tránsitos a otros lugares. Dentro de un escaparate, una videocámara lo graba. Slatan ve reflejado su perfil poblado de barba en un monitor de cuarenta pulgadas. No se reconoce. Resulta gordo y vulgar.

Continúa su procesión silenciosa hacia el control de seguridad. Los escaparates siguen ofreciendo su muestrario infinito. Bicicletas estáticas para no salir de casa. Para no avanzar. Una cámara que dejan probar durante quince días sin ningún compromiso. Un iPad que dejan quince días sin compromiso. Un secador de pelo que dejan quince días sin compromiso. Una cadena de música que dejan quince días sin compromiso. Un sofá reclinable con tres posiciones que permiten disfrutar quince días sin ningún compromiso. ¿Se podría devolver el chaleco de explosivos a los quince días? «Una vez en casa, si no le gusta, tráiganos el amonal. No olvide el tique de compra». Quince días para probar si mata con efectividad. Si la onda expansiva le satisface. Si los muertos se despedazan a su gusto.

Nada compromete dentro de un aeropuerto. Todo el mundo pasa de puntillas. Como en unas escaleras mecánicas donde no se puede permanecer parado.

Por fin, Slatan desemboca en el control de seguridad. Había formada una pequeña cola de pasajeros que esperaban pacientemente mientras se desprendían de líquidos, cremas y pequeñas tijeras para cortarse las uñas. Una chica joven, con rasgos orientales, protestaba airadamente aferrada a un bote de crema que la policía de frontera le requisaba.

—¡No es justo…, me ha costado más de mil rublos! ¿Por qué no puedo pasarlo…? ¡Mire —decía mientras se extendía la crema por la cara—, es solo tonificante facial!

El guardia de seguridad, impertérrito, escuchaba como quien oye llover. Con una mezcla de crueldad maquillada de servicio público.

—Lo siento, el envase tiene más de los cien mililitros permitidos. Lo tiene que dejar aquí, es por su seguridad.

Slatan, indiferente a la discusión, mostró su tarjeta de embarque a un encargado de Air Moscú y se colocó al final de la cola. Frente a los agentes de seguridad que flanqueaban el arco de seguridad.

El traje gris de cheviot con americana de tres botones que le había facilitado Huvlav estuvo de moda hace veinticinco años. La americana, con hombreras, le venía grande. Sin embargo, las mangas eran demasiado cortas. Slatan parecía un prestidigitador que quisiese decir «¡miradme, no guardo nada debajo de la manga!». «En el fondo —pensó Slatan—, tenía sentido. Un traje prestado para una vida prestada». Huvlav se lo había dejado muy claro desde aquella primera visita nocturna en casa, dos días después del entierro de mamá. No había marcha atrás. Lo habían escogido entre otros mártires por su perfecto manejo del inglés, pero una vez aceptada la misión suicida, su vida ya no le pertenecía, pertenecía al pueblo karadjo, el siguiente paso: el sacrificio heroico. En este negocio no existían prerrogativas ni cambios de opinión. Slatan lo aceptó.

Tiempo después recordó un bloque de edificios que habían derribado cerca de su casa, en la calle Miutska, junto al teatro Olga Popov. Varios operarios ayudados de una máquina excavadora habían tirado la fachada y los suelos, pero dentro, en las paredes desconchadas, todavía se conservaba el papel pintado de los muros y algunos adornos de las antiguas viviendas. El esqueleto visible de una cotidianidad desaparecida, de unas vidas extirpadas de las que solo quedaban unos cuantos azulejos agrietados, alguna escarpia oxidada y los remates de las esquinas en escayola. Si alguien pudiese asomarse al interior de Slatan, no vería mucho más. Las paredes resquebrajadas y a punto de derrumbarse de una vida que estuvo llena de calor y que ahora solo transmitía miseria y desahucio.

A los lados del arco de seguridad que daba acceso a la zona de embarque, columnas de bandejas de plástico se hacinaban esperando a que los pasajeros depositasen allí todos los objetos metálicos. Una orquesta de relojes, cinturones, monedas, iPhones y llaves caía estrepitosamente sobre la superficie deslizante de las bandejas.

Slatan, como el resto, también cogió un recipiente y rebuscó en el fondo de sus bolsillos prestados. Huvlav había pensado en todo y le había entregado una lista de objetos que un representante de productos farmacéuticos (como rezaba el carné profesional que llevaba en la cartera) podría llevar encima en un vuelo. «Tienes que parecer un pasajero más —le dijo Huvlav—, eres nuestra bala de plata, no puedes fallar ni levantar sospechas».

Del bolsillo derecho del pantalón sacó un llavero con una insignia náutica donde podía leerse: Club de Regatas Trpaki, cinco llaves colgaban del extremo. ¿A dónde pertenecían esas llaves? Puede que una de ellas abriese la puerta principal de un chalé adosado con jardín y barbacoa en el porche. El acceso a un hogar que Slatan desconocía. Un espacio indefinido de pasillos alfombrados, edredones de pluma y muescas en el marco de la puerta de la cocina que recordasen la altura de los niños año tras año. Slatan suplantaba la vida de un hombre con un traje, unas llaves y un pasado que no era el suyo.

Tampoco conocía las vidas de las trescientas treinta y dos personas que iba a arrebatar. Para él, comprendían el mismo misterio que las llaves de su bolsillo con la insignia náutica donde se leía: Club de Regatas Trpaki. No significaban nada. Absolutamente nada.

Huvlav se lo había advertido en el hotel Emperator. «El momento de pasar por el arco de seguridad es lo peor. Fracasar a tan pocos metros del objetivo es intolerable. Muchos compañeros (esa palabra, compañeros, la deletreaba y subrayaba deteniéndose en cada sílaba: com-pa-ñe-ros) se han jugado la vida para que tú denuncies el olvido internacional del pueblo karadjo. Para que se acuerden de nuestro sufrimiento».

Quizá tenía razón. Los niños no aprenden canciones sobre un terrorista suicida que fracasa. Las mujeres no tejen bordados con el nombre de quien se hace estallar frente a un arco de seguridad. Con las vísceras alfombrando los suelos del lobby. Con trozos de seso diseminados en la antesala del duty free. Espolvoreando chocolatinas Toblerone (dos por una), cámaras digitales con descuento de hasta el treinta por ciento y bolsos Louis Vuitton.

El corazón de Slatan se retorcía dentro del pecho como un bote de melocotones en almíbar. Golpeando por los lados.

El vello de la nuca erizado.

Los ojos ardiendo.

Las manos heladas.

El tipo que le había colocado la bomba en el hotel Emperator se lo había repetido seis veces: controlar la sudoración. No humedecer el amonal. Es inestable y explota. Era de idiotas quedar diseminado en el lobby porque le sudasen los sobacos.

El último pasajero que quedaba delante de él pasó por debajo del arco de seguridad sin llamar la atención. Cacheaban a uno de cada diez, pero ¿sería él el número diez? Su turno había llegado. El gran momento, si lo cacheaban estaba perdido. Si algo llamaba la atención de los guardias, tiraría del cable y estallaría allí mismo. No tenía miedo a morir.

Y entonces apareció Eugene y lo cambió todo.