DOS

Cuando su antiguo compañero de pupitre de cuarto curso de infantiles del colegio público de Instalood, Huvlav Kovalenko, miembro del Comité de Unificación de Karadjistán, convocó a Slatan en el vestíbulo del hotel Emperator, Slatan no pensó en nada especial. Hay mucha literatura sobre lo que piensan los terroristas suicidas cuando toman la decisión de convertirse en mártires. La gente se cree que barruntan conceptos como la patria, el honor, la familia o los enemigos que la metralla destrozará. Pero Slatan no pensó en nada. La certeza física de la muerte le sorprendió con la vulgaridad de las noticias cotidianas: una espinilla en la barbilla. No queda aceite en la despensa. La rueda de atrás de la Lambretta pierde aire. Nada épico ni reflexiones grandilocuentes con las que poner estribillo a una canción patriótica.

Slatan cambió la foto de su perfil de Facebook, sabía que después del atentado, medios de comunicación de medio mundo hackearían su página para conseguir información y fotografías. Sustituyó la foto en la que aparecía sonriente y afeitado por una actual con barba cerrada, ojos profundos y mirada desafiante. Aunque su cara era de natural afectiva y bondadosa, la fotografía le devolvió una imagen angulosa y agresiva. Con un rostro desencajado y una barbilla decididamente brutal. Después improvisó un escueto testamento que escondió en la segunda balda de la despensa, detrás de los botes de legumbre y mojama seca. No tenía gran cosa, pero la ley de sucesiones especificaba que en caso de no encontrar testamento, los bienes de cualquier karadjo pasaban directamente al Estado.

A sus amigos les dijo que iba a pasar unos días en la casa de su primo, Rasmousen, en Semiónov, al otro extremo de Karadjistán, cerca de Krova. Todo normal, creíble. Quizá lo único extraordinario que alguien pudo observar en el comportamiento de Slatan aquellos días fue que, poco amante de los helados, compró varios cucuruchos de stracciatella y se fue a comerlos al cementerio de Gôlubev. Junto a las tumbas desconchadas y cubiertas de maleza en las que descansaban los cuerpos fríos de sus padres. Todo esto ocurrió un día radiante de otoño. La primera helada había afectado a las lechugas y los tomates y los caminos aparecían llenos de charcos. Aquel fue un día hermoso. Como son los primeros días de otoño. Así fue.

Ninguno de los huéspedes del hotel Emperator sospechó nunca lo que sucedió la mañana del 5 de diciembre del 2011 en la habitación cuarenta y uno situada en la planta cuarta. El precio de la habitación doble, mil seiscientos rublos, incluía desayuno continental, plaza de garaje y wifi una hora gratis. Ninguno de los tres hombres que ocupaban la habitación desayunaría, ocuparía la plaza de garaje ni se conectaría a Internet. Tampoco abrirían la cama de metro ochenta, ni utilizarían el albornoz ni el jabón marca Krusa del baño.

Los tres hombres permanecieron de pie, en el centro de la habitación, con las dobles cortinas cerradas y un flexo encendido orientado hacia la moqueta carcomida por la humedad del suelo. Un hombre, al que Slatan no había visto nunca, y que parecía el malo de la película Goldeneye de James Bond, le hablaba con voz monótona y distante desde las sombras:

—Desnúdate.

La voz sonó neutra y desprovista de emoción, como el resultado de una autopsia de un hombre que se ha arrojado a las vías del metro. «Murió porque el metro lo reventó». Punto. No hay literatura en eso.

Slatan se desprendió de la camisa y los pantalones. Dudó si quitarse los calzoncillos. Eran de licra y tenían un estampado de raquetas de tenis. Aquel estampado no se correspondía con la solemnidad del momento. Se debería haber puesto calzoncillos oscuros, sin estampado de raquetas de tenis.

—¿Los calzoncillos también?

Nadie contestó. Finalmente, se los quitó. A través de la pared se escuchaba la llegada de una pareja a la habitación contigua. Sus voces felices contrastaban con el mutismo y la solemnidad de la habitación en penumbra donde Slatan permanecía desnudo. Si una señora de la limpieza abriese la puerta en ese momento, tendría tema de conversación para un mes con sus compañeras de planta. «Abrí la puerta para hacer la habitación y ¡zas! Allí estaban. Uno en pelota picada y los otros dos mirándolo. Qué gente más rara, de verdad. Es por el Internet ese, se graban y después lo meten en el Internet».

—Pon los brazos en cruz y no te muevas —dijo el hombre desconocido interrumpiendo las reflexiones.

Slatan obedeció. El hombre abrió una maleta de tela y extrajo un chaleco negro con doce pequeños compartimentos. Como el chaleco de un explorador meticuloso. Esos exploradores de la Asociación Geográfica Inglesa que desaparecían en África durante diez años y cuando regresaban a casa, antes de besar a su mujer y sus cinco hijos, pedían un té con dos terrones de azúcar.

El desconocido manejaba el explosivo con sumo cuidado. Casi con delicadeza. Eso le hizo sentirse poderoso a Slatan: lo que diferenciaba a aquel hombre y a Slatan es que él no tenía miedo. La muerte había pasado a ser un miembro más de la familia. De los pocos que le quedaban.

—La mezcla de explosivos es muy inestable. Si se moja o humedece, se apelmaza el compuesto químico —comentó mientras abría uno de los compartimentos del chaleco—. Si esto ocurre, adquiere un color marrón y explota.

El terrorista miró el contenido de los cilindros. Parecía imposible que aquellos ridículos polvos blancos pudiesen provocar una explosión asesina que se llevase por delante a trescientas treinta y dos personas.

—Es importante que no sudes, no bebas nada y sobre todo, no golpees el detonador. Saltarías en pedazos, ¿está claro?

Slatan se limitó a un ligero asentimiento con la cabeza. Seguía con los brazos en cruz y completamente desnudo. Quizá no debería haberse desnudado del todo —pensó—, quizá el hombre se refería tan solo a la camisa y los pantalones, pero quedaría ridículo ponerse ahora los calzoncillos estampados con raquetas de tenis. Pasaría a la historia de Karadjistán como el terrorista pudoroso. A Huvlav y al desconocido les daban igual los calzoncillos con raquetas de tenis, concentrados en instalar el chaleco con doscientos cincuenta gramos de amonal y un detonador de frecuencia en el pecho.

Desde la aparición de Belamí Sufuf, en el avión de la Delta en el 2004, el terrorismo aéreo había cambiado. Sufuf pasó cien gramos de explosivos escondidos en la suela de sus deportivas de baloncesto. Poca cantidad para producir una gran explosión, pero suficiente para abrir un agujero en el fuselaje del avión.

Dos años después, en Afganistán, los soldados estadounidenses descubrieron una nueva y revolucionaria técnica terrorista: meter un obús en el ano de una vaca. De esa forma, un pastor vestido con harapos y armado con una inofensiva vara de madera se convertía en un arma letal. Con solo acercar el animal a un puesto policial o esperar el paso de alguna patrulla de soldados y hacerlo estallar provocaría decenas de muertos. ¿Quién podría sospechar de una vaca escuálida y un harapiento pastor?

Sin embargo, el salto de calidad en esta disparatada carrera armamentística lo dieron una vez más los iraquíes. Los cuerpos de inteligencia americanos descubrieron en el otoño del 2009 un grupo yihadista dispuesto a implantar quirúrgicamente bombas en el cuerpo de terroristas suicidas. Quizá la máxima y definitiva expresión del término hombre bomba. Este tipo de artefactos serían «invisibles» desde el punto de vista de detección de escáneres. Con este revolucionario sistema ningún aeropuerto, embajada u hotel estaría libre de la amenaza terrorista. Los actuales sistemas de detección de bombas están diseñados para alertar sobre algo que esté sobre el cuerpo, no dentro del cuerpo. Además, los escáneres pueden detectar tornillos o prótesis de metal, pero no plástico o productos químicos. La implantación de unos pechos en una mujer, una liposucción en las nalgas o una cicatriz en el abdomen parecería una rutinaria operación de apendicitis o una intervención en el colon, pero podría ocultar un líquido denominado peróxido de acetona, que mezclado con unos gramos de PTAT provocaría una reacción química que lo haría estallar.

El chaleco de explosivos que Slatan llevaría adherido al pecho era mucho menos sofisticado, pero cumplía la misma función. Un total de doce compartimentos rellenos de amonal sujetos con cinta americana. Un detonador de frecuencia y un cordel escondido en el brazo izquierdo para accionarla. Sencillo y mortal.

Sin embargo, la cinta americana se despegaba debido al poblado vello del pecho de Slatan. El adhesivo le producía pequeños tirones al desprenderse. Mordisquitos secos, casi infantiles. Rectificados pegajosos. Slatan pensó que debería haberse afeitado el pecho en casa.

—La seguridad del aeropuerto solo cachea a uno de cada diez pasajeros —dijo el hombre mientras colocaba una segunda vuelta de cinta americana que tampoco acababa de adherirse.

Ahora estaba seguro: se debería haber depilado. Estuvo a punto, incluso se enjabonó el pecho para poder rasurarlo mejor, pero al final le pareció algo afeminado. Alejado de la épica terrorista.

—Detona la bomba cincuenta segundos después del despegue. En ese momento, los motores del Boeing estarán a máxima potencia con veinte mil litros de queroseno en los depósitos.

—Si todo sale bien, cuando estalles —intervino Huvlav— estaréis sobrevolando el núcleo urbano. Así te asegurarás de que haya más muertos. Más muertos es igual a más minutos en la televisión y más titulares en los periódicos. Más ojos mirándonos. Todo el mundo hablará de Karadjistán. Por fin sabrán que vamos en serio, como los chechenos.

Pero Slatan no pensaba en los muertos, ni en los chechenos, ni en los veinte mil litros de queroseno quemándose. Solo pensaba que en el tiempo que emplearía en afeitarse el pecho, un cohete de la NASA con Neil Armstrong dentro recorrería veinticinco mil kilómetros acercándose a la Luna. En ese tiempo Louis Armstrong cantaría con voz de arena What a wonderful world y tres soldados del Regimiento Cuarto de Unificación Territorial romperían la puerta de casa, insultarían a su mamá, la llamarían bastarda terrorista y le harían la corbata Sverof.

—¿Y si surge algún problema? ¿Qué hago?

Los dos hombres se miraron en silencio. La pregunta de Slatan no había gustado. Nada podía salir mal. En la lógica terrorista ningún contratiempo podía prevalecer ante la causa justa de la venganza: su causa. Huvlav habló primero.

—Si pasa algo o tienes alguna duda, nos encontrarás en este número. —Le entregó un papel doblado en cuatro partes. Dentro, con caligrafía de niño, aparecía escrito un número de teléfono—. No llevarás móvil. Si tienes que llamarnos, aléjate varios kilómetros del aeropuerto y busca una cabina. Si no, rastrearán las llamadas y nos encontrarán, ¿está claro? Estamos seguros de que la inteligencia rusa no nos tiene pinchados, pero con esos hijos de puta nunca se sabe. Tenemos que ir tres pasos por delante de ellos. Tienen satélites, ingenieros informáticos, infiltrados. Lo tienen todo menos a gente como tú, Slatan, un mártir dispuesto a morir por tu pueblo.

Slatan asintió. La explicación práctica sobre cómo detonar la bomba continuaba. Con la naturalidad del vendedor de coches que indica dónde se encuentran las luces antiniebla y el regulador de la calefacción.

—Con el cordón del pecho accionas la bomba del chaleco. Si te descubren o te inmovilizan —le mostró un botón a la altura de su mano izquierda—, tienes un botón auxiliar. La bomba explotará con un retardo de tres minutos. Cuando tengas a la policía encima. Nunca te cogerán vivo…

Las últimas palabras quedaron flotando en la habitación como motas de polvo vistas a contraluz. Con una presencia luminosa y abstracta.

Huvlav abrazó a Slatan. Un abrazo torpe y protocolario. Como son los abrazos de la gente que no acostumbra a dar abrazos ni a recibirlos. Después sonrió, sus dientes paletos, con fundas de oro, brillaron en la penumbra de la habitación cuarenta y uno de la planta cuarta del hotel Emperator.

—Slatan, eres un héroe. Vas a morir por tu pueblo. Los niños aprenderán tu nombre en las escuelas de Instalood. Las mujeres tejerán bordados con tu rostro.

La voz cavernosa de Huvlav entonó una canción repetida como un mantra en las reuniones de la Asamblea: «Rusia hundió nuestro honor bajo tierra. Aniquiló nuestra esperanza…, cien años de opresión ya son suficientes. Este es el momento en el que van a morir…, van a morir…, van a morir…». Slatan asintió.

—Ahora tienes que irte —añadió, como si el tiempo de terapia de psicoanalista hubiese terminado y tuviese que abonar la sesión en la salida.

Slatan asintió y se vistió en silencio. En la puerta se cruzó con otro hombre que entraba en la misma habitación a disfrutar de su media hora de terapia patriótica. Una cicatriz brutal le cruzaba la cara separando el rostro en dos hemisferios. Como un puzle cuyos bordes no encajasen entre sí. No era la primera vez que Slatan veía ese tipo de cicatrices. Las bombas de racimo prohibidas en 1994 por Naciones Unidas y que el ejército soviético seguía usando contra la población civil ocasionaban malformaciones. La metralla levantaba la carne como cecina tierna y la quemaba. Probablemente, aquel hombre era otro Mártir de Instalood. Quizá cada diez minutos un nuevo terrorista suicida entrase en la habitación cuarenta y uno del hotel Emperator para que le instalaran un chaleco cargado de amonal. Como una cadena de montaje donde un operario ajustase piezas sueltas sin saber exactamente qué máquina resultaría al final. Qué aparato logístico y frío apresuraría la muerte ajena.

Dos horas después, en la intimidad de casa, las dudas seguían taladrando obsesivamente su cerebro: ¿Por qué no se depiló en casa? ¿Por qué mamá no supo mantener la boca cerrada? ¿Por qué papá llevaba cucuruchos de stracciatella al cementerio? ¿Por qué un padre tenía que sobrevivir a la muerte de su hijo? La cinta americana se desprendió por tercera vez de su pecho arrancándole caracolas oscuras de pelo. Así fue.