UNO

Cuando era niño, Slatan se preguntaba por qué los americanos habían permitido que un trompetista de jazz fuese el primer hombre en pisar la Luna. A los quince años se enteró de que el trompetista se llamaba Louis Armstrong y el astronauta, Neil Armstrong y no tenían nada que ver. Aquello le desilusionó. Slatan pensaba que si Estados Unidos dejaba a un trompetista negro de jazz imprimir la huella de sus zapatos de charol en la Luna, cabría lugar a la esperanza. Norteamérica sería realmente el país de la justicia, de la igualdad. La garantía de que los rusos no llevarían a cabo el genocidio karadjo. Slatan estaba convencido: el mundo podía ser un lugar mejor gracias a Estados Unidos, gracias a las Naciones Unidas. Realmente mejor.

Era una estupidez, pero las mayores certezas de la familia de Slatan se sostenían en estupideces. Su papá, Nizzka, se pasó veintidós años llevando cucuruchos de stracciatella al panteón familiar. Cuando los vecinos le preguntaban por qué no llevaba flores, como todo el mundo, el papá de Slatan se defendía: «¿Por qué les van a gustar más las flores que los helados de stracciatella?». Razón no le faltaba, pero el olor acabó convocando a una infinidad de alimañas en torno a las lápidas, lo que precipitó el veto a los helados de stracciatella. El Campo Santo de Gôlubev probablemente sea el único del mundo con un cartel en la puerta que prohíbe depositar en las tumbas cucuruchos de stracciatella.

Dieciséis años después, Slatan, montado en un Boeing 747 con salida Moscú y destino Nueva York, con doscientos cincuenta gramos de amonal adheridos al pecho y la intención de matar a trescientas treinta y dos personas, se acordaría de su papá y de aquellos helados de stracciatella. Así fue.

La mamá de Slatan, Kosla, era la pragmática de la familia. Generosa en carnes, con el mentón poblado de pelusa blanca y las manos acartonadas por la artrosis. Concentraba en su escaso metro sesenta la fuerza bruta de un hombre y la mente precisa de un reloj suizo al que no hiciese falta dar cuerda. Recordaba cada cumpleaños, cada aniversario, cada céntimo que había escondido en el jardín y, por supuesto, quién la había ofendido o engañado alguna vez en su vida. Por eso tenía muy presentes los insultos, las risotadas y las blasfemias de los cuatro soldados rusos de no más de veinte años que, armados con K-42 y fusiles de asalto, entraron a desvalijar su casa el 7 de diciembre de 1971 a las ocho y doce minutos de la mañana. Grabó la fecha y la hora en la memoria pétrea del rencor y el odio.

La mamá de Slatan jamás salió de su pueblo, Instalood, de cuarenta y dos habitantes, doscientas cabezas de ganado, un síndrome de Down y un jugador de hockey hielo que llegó a jugar en la segunda división nacional. «¿Para qué voy a ir a otro sitio? —decía—. Si Dios me dejó aquí, que cuando vuelva a buscarme no tenga que buscar mucho».

La mamá de Slatan tenía la costumbre de lavarlo todo a mano. Incluso las bolsas de plástico que traía de la carnicería. Sostenía que las lavadoras no servían para nada. Que se metía la ropa sucia para frotarse con ropa sucia y que de ahí solo podía salir más ropa sucia. Tampoco le gustaba la luz eléctrica, ni el agua embotellada, ni los teléfonos móviles. Y mientras papá obligaba a su hijo a aprender inglés viendo los noticieros de la BBC que entraba en casa gracias a una rudimentaria antena parabólica, mamá Kosla salmodiaba, sacaba brillo a los zapatos con mantequilla, y se sentaba en el porche después de cenar para escuchar el murmullo de un pueblo temeroso de Dios y envejecido en sus raíces.

La mamá de Slatan no era una revolucionaria, ni tenía ideas políticas, pero decía que los rusos eran un cáncer que había que extirpar. Por la noche, expuesta a los vapores de los pucheros repletos de lentejas con zanahoria, costillar de vaca y puerros con acelgas, concretaba sus ideas nacionalistas: «El pueblo karadjo algún día se sacudirá la opresión soviética. Es cuestión de tiempo. Y la independencia no pasa por las Conversaciones de Unificación Territorial auspiciadas por la ONU, sino por los K-42 que venden los chinos y las bombas lapa P-18 excedentes soviéticos de la guerra de Angola».

El tiempo le dio la razón. En 1991 un presentador de la BBC con la corbata torcida y las comisuras llenas de baba anunció en una televisión de catorce pulgadas, en blanco y negro, la independencia de Karadjistán. La mamá de Slatan no lo llegó a ver. La inteligencia rusa la destripó por colaboracionista con el terrorismo karadjo. Realmente no era colaboracionista, ni acudía a las asambleas, ni aportaba dinero a la causa, ni había amamantado a ningún hijo terrorista. Pero tenía lengua larga y carácter temperamental. Dos certificados sellados para molestar al KGB.

La última vez que Slatan vio a su madre, lo miraba con aire distraído desde la cama. «Cuando vuelvas trae jabón. No queda», le dijo. Parece que las últimas palabras debieran tener algo profético u oculto. Pero no es así. Slatan se despidió de mamá con un «regresaré antes de las dos» y no volvió a verla viva. Así fue.

Slatan recordaría, meses después, la fecha del último día feliz de toda su vida: el 28 de abril del 2011. Fue un día normal. Había salido el sol y la primavera empujaba los primeros brotes tímidos para que se atreviesen a romper. Por la mañana buscó las cabezas de ganado en la montaña, cerca del collado del Morózov. Comió pronto. Tripa de cordero rellena de verdura. Durmió una siesta de media hora, después leyó una revista donde elogiaban la dureza de los tractores Lakid, con tracción a las cuatro ruedas. Por la noche, quedó con los chicos de la fábrica de troqueles y tomaron vodka y cerveza hasta que hubo que llevar a Gregory a casa porque no se tenía en pie. Eso fue todo. No ocurrió nada especial. Lo justo para ser un día más. Pero, aunque entonces no lo sabía, sería el último día feliz de su vida. Así fue.

La gente suele recordar días repletos de tristeza y desgracia. Todo el mundo sabe dónde estaba el 11-S o qué hacía el día que sonó el teléfono y le dijeron que su padre había muerto. Pero a Slatan le habían enseñado a recordar los días felices. Su padre se empeñó en diseñar un absurdo calendario compuesto de días optimistas. Subrayando la fecha del primer diente de leche de su nieto. El día que la biopsia descartó que el bulto en el pecho de mamá fuese otra cosa que un bulto sebáceo. La semana que comenzaba el otoño en Instalood…

Pero a partir de aquel día: el 28 de abril de 2011, los rusos obligaron a Slatan a elaborar un calendario muy diferente. Un calendario edificado en el rencor y la rabia que se inauguraría con el abdomen abierto de mamá Kosla. Apareció a doscientos metros de la puerta de casa. Desprendía un olor nauseabundo. Cuando Slatan la encontró tirada detrás de un fajo de alfalfa, las tripas desparramadas supuraban un líquido ocre y denso. Los rusos le habían hecho la corbata Sverof. Llamada así porque era un corte desde el esternón hasta la vejiga. Slatan se tapó la nariz para no vomitar y se oprimió los labios con los puños para impedir que se le escapara un gemido. Eso le avergonzó. Por las mañanas, su mamá olía a jabón y por las tardes a cecina y leche. Pero aquella mañana olía como una despensa repleta de carne macilenta y podrida. Sus vísceras se mezclaban en la tierra llena de pisadas de botas militares, como un puzle de más de cinco mil piezas. Sin orden aparente. Imposibles de rehacer.

También de eso se acordó Slatan meses después en un Boeing 747 con destino Nueva York, con doscientos cincuenta gramos de amonal adheridos al pecho y la intención de matar a trescientas treinta y dos personas. Del olor de su mamá. Así fue.