En el punzante aire del amanecer, Agatha y sus compañeros ensillaban los dromedarios para emprender el viaje de regreso. En la explanada situada delante del pabellón los esperaban Marchand y Wroclaw, que mostraba por primera vez una expresión serena.
Los dos estudiosos habían examinado el calco durante toda la noche y habían fotografiado todos los jeroglíficos.
—Necesitaremos tiempo, acaso meses o años, pero pueden estar seguros: ¡encontraremos la entrada de la tumba del faraón! —dijo entusiasmado el viejo profesor.
—Esperaré con ansia hasta que lea la noticia en los diarios —se alegró Agatha.
También se unió a ellos Tafir, con la túnica ondeando en el aire. Regaló a cada uno de los investigadores un símbolo de Anubis y les explicó que era un amuleto contra la mala suerte.
Los tres se lo pusieron y dieron las gracias al director con un gesto solemne.
Sólo faltaba el doctor Frank: lo habían esposado y esperaban a que llegara la policía para llevárselo.
En el momento de la partida, Marchand estrechó la mano de mister Kent hasta dejársela entumecida.
—Muchas gracias, agente —dijo con los ojos brillantes—. He comunicado a Eye International su excelente trabajo. No he entendido muy bien su respuesta, pero parecían contentos.
—¿Qué han dicho? —intervino Larry, a quien aquello le tocaba la fibra.
—Me parece que hablaban de un examen…
—¡Ah, oh! —dijo impaciente el chico—. ¿Y qué? —Afirmaban que lo había superado con la nota más alta.
Larry esbozó una amplia sonrisa.
—¡Muy buena noticia, profesor Marchand! Luego, los tres detectives se despidieron de los estudiosos y del director de las excavaciones y emprendieron el camino de regreso.
Esta vez fue Larry quien espoleó a su dromedario, sosteniendo las riendas con decisión. La noticia del aprobado había sido una panacea para su humor.
Una vez superadas las colinas, se detuvieron para admirar el paisaje: el amplio valle del Nilo con sus colosales monumentos, las embarcaciones de recreo que surcaban el gran río, los templos de Karnak y Luxor llenos hasta los topes de turistas.
Agatha señaló el pecho de Larry con un dedo.
—Tienes una llamada, primo —le dijo.
—¿Eh? ¿Qué? —replicó él, como si despertase de un sueño con los ojos abiertos.
—¡El EyeNet está sonando, Larry! —confirmó Agatha.
El chico desvió la mirada hacia la bandolera, que se estremecía y centelleaba con mil colores.
—¡Uf! ¿Qué querrán ahora? —dijo inquieto—. ¿Es que aún no se ha acabado el examen?
Se puso el artefacto en la oreja e impostó la voz.
—¿Sí? Habla el agente LM14.
Escuchó durante unos cuantos segundos sin entender nada, y luego empezó a balbucir.
—Ah, no, no cuelgues —dijo—. Soy Larry, sí… ¡Sí, sí, perdona, pero es que pensaba que era una broma!
Agatha y mister Kent lo observaban extrañados.
—La llamada es para ti, prima —dijo Larry mientras le pasaba el EyeNet a Agatha—. Tu madre, ¡parece que está hecha una fiera!
La chica arqueó una ceja y habló por el receptor.
—Hola, mamá.
—¿Dónde te has metido, Agatha? —preguntó Rebecca Mistery—. Acabamos de regresar de los Andes, hemos hecho escala en París y mañana llegaremos a Londres. Hemos llamado durante todo el día, pero en casa no contesta nadie…
—He ido de compras al centro —mintió Agatha.
—¿Has llevado contigo a Watson?
—Sí, mamá —contestó ella—. Quiero comprarle un collar nuevo, algo exótico…
Agatha acarició con los dedos el símbolo de Anubis: una cabeza de chacal.
—¿Y mister Kent? —se apresuró a decir Rebecca Mistery—. ¿Está contigo? ¿Cómo se encuentra?
—¡Radiante y silencioso, como siempre! —dijo Agatha riendo mientras dirigía la mirada al mayordomo—. Ahora tengo que dejarte, he encontrado una tienda de animales a la última moda. Nos vemos mañana, mamá, ¿de acuerdo?
Agatha acabó la conversación y puso los brazos en jarras.
—¿Tú sabías que volvían mañana, mister Kent? —preguntó indignada.
El mayordomo se rascó la frente.
—Me había olvidado, miss Agatha —admitió—. Le pido disculpas.
Resultaba extraño ver a un hombre del tamaño de un armario dominado por la vergüenza.
—No tiene importancia —lo perdonó Agatha—. ¡Aún eres mi mayordomo preferido!
Mister Kent se puso rojo como un tomate.
—¿A qué esperamos? —intervino Larry, vivaz—. ¡Venga, derechos para casa!
Aguijoneó al dromedario con un golpe en las ancas, pero en vez de seguir recto, el animal empezó a tumbarse gradualmente de lado, hasta que cayó redondo al suelo, con gran estrépito.
Las risotadas de Agatha y mister Kent resonaron por todo el Valle de los Reyes.