A las siete de la tarde, el todoterreno conducido por mister Kent había empezado a derrapar en medio de una furiosa tormenta de arena que se había iniciado al mediodía en el pequeño oasis de Abu Siban.

El grupito formado por mister Kent y los tres egiptólogos había permanecido en el palmeral el tiempo necesario para inspeccionar el único edificio de ladrillos y el pozo que había delante de él.

No había nadie.

—Los ladrones han escapado —había dicho enfadado el doctor Frank—. ¡Hemos hecho todo este camino en vano!

Riendo por debajo de la nariz, mister Kent había sugerido que volviesen al campamento base para obtener nuevas imágenes por satélite.

Durante el camino de vuelta, la arena se levantó formando remolinos tan altos que cegaban la visión.

De repente, el profesor Marchand estiró un brazo hacia adelante.

—¡Cuidado con las rocas, agente! —gritó.

En los asientos posteriores, Wroclaw y Frank se protegieron instintivamente la cara, convencidos de que chocarían contra las piedras que obstaculizaban la pista.

Mister Kent, en cambio, esquivó el obstáculo como un experto piloto de rallies.

—No se preocupen, señores —dijo con voz firme—. Cuando lleguemos a las colinas estaremos seguros.

Tal como había previsto, la furia de la tormenta amainó en cuanto llegaron a las primeras colinas, y al cabo de una hora de rampas y volantazos, el todoterreno frenó en seco ante el pabellón.

Eran las ocho de la tarde y soplaba un viento cálido. Mientras bajaban del todoterreno, los egiptólogos continuaron tosiendo y sacudiéndose la arena de la ropa.

—¿Y la tablilla? —dijo enseguida Agatha—. ¿Y los excavadores?

—Misión fracasada —refunfuñó Wroclaw—. En el oasis no había ni un alma.

Los otros dos estudiosos suspiraron.

Agatha simuló sentirse abatida y después se volvió para guiñar el ojo a su mayordomo.

—Han escapado —dijo mister Kent en voz alta—. Tengo que pedir a la agencia más imágenes de sus desplazamientos.

—Primero deberían refrescarse, señores —propuso Agatha—. ¡Larry está horneando un pastel de carne exquisito!

Los estudiosos olfatearon el agradable olor procedente de la cocina y se dirigieron a sus habitaciones para cambiarse de ropa rápidamente.

Mientras, Agatha, Larry y mister Kent cuchichearon en voz baja. La muchacha informó al mayordomo de sus descubrimientos y le preguntó dónde estaban los fusiles.

—Todavía están en el todoterreno, miss Agatha —contestó él—. Si quiere, voy a buscarlos.

Pero el profesor Marchand irrumpió en la cocina justo en aquel momento.

—¿A buscar qué? —preguntó suspicaz.

Larry bajó la cabeza, aparentando que miraba cómo se cocía el pastel, mientras que Agatha procuraba inventar una excusa.

—¡El postre! —dijo sonriendo—. ¡Hemos preparado un postre sorpresa!

En cierto sentido, era verdad.

Ella y Larry se habían pasado toda la tarde preparando la trampa para cazar al culpable.

Marchand observó con expresión inquieta la mesa puesta y se sentó.

—¿Por qué hay un asiento de más? preguntó de nuevo.

Agatha procuró conservar la sangre fría.

—Hemos pensado invitar también al señor Tafir, si no le importa —replicó.

—No, al contrario —concedió el profesor.

Entonces la muchacha se relajó y ayudó a su primo a servir el pastel. También se sentaron a la mesa Wroclaw y Frank; luego llegó Tafir, que tomó asiento en medio de un incómodo silencio.

—Buen provecho —dijo Agatha alegremente. Pero, en vez de comer, se puso a estudiar en secreto el comportamiento de los comensales.

Larry y mister Kent también picaban nerviosamente del plato.

Cuando los cuatro sospechosos acabaron de comer, Agatha se puso en pie.

Había llegado el momento de la verdad.

—Ejem. —Se aclaró la voz esperando que todos la mirasen.

—¿Le ocurre algo, señorita? —preguntó campechanamente el doctor Frank al tiempo que se aflojaba el cinturón.

—Distinguidos señores, tengo que explicarles lo que sucedió la noche en que desapareció la tablilla —comenzó ella.

Marchand estuvo a punto de derramar el vaso de vino.

—¿Ahora les da a las niñas por hacer de detectives? —preguntó con tono irónico.

Agatha vaciló un momento y buscó con la mirada a Larry y a mister Kent, que le hicieron una señal para que siguiese.

—Nuestra historia se inicia en la tarde de hace tres días, cuando por fin trajeron la tablilla al laboratorio para limpiarla —prosiguió decidida—. Mientras el doctor Wroclaw empezaba a traducir las inscripciones, fuera corría la voz de los extraños jeroglíficos invertidos, y los trabajadores más asustadizos ya hablaban de la maldición del faraón.

—Por Anubis, ¿cómo lo sabe? —intervino Tafir con expresión de asombro.

Agatha no le contestó y siguió centrada en su discurso.

—Algo más tarde, dos excavadores volvieron a su tienda y encontraron una nota que los atemorizó —siguió con la voz cada vez más decidida—. Esperaron a que se hiciese de noche y escaparon del campamento trepando por las colinas.

—¡Qué dice esta niña! —exclamó Wroclaw—. ¡Esos dos nos robaron la tablilla!

Agatha movió la cabeza y enseñó la nota con la frase incriminatoria.

—Distinguidos señores, ¡este papel lo dejó uno de ustedes cuatro en la tienda de los excavadores!

Los estudiosos dieron un bote en sus sillas e intercambiaron miradas cargadas de tensión y sospecha.

—¿Cómo está tan segura de ello, señorita? —preguntó Frank.

—¡Alguien quería culparlos del robo, querido doctor! —respondió Agatha con calma—. Pero prosigamos. Ya avanzada la noche, cansados del largo día de trabajo, se retiraron a sus habitaciones. Pero uno de ustedes no se durmió. Esperó a que el campamento estuviese tranquilo y recogió los objetos necesarios para realizar su deshonesto plan. —Se volvió hacia Marchand—. Para mayor seguridad, llevaba una pistola.

—Pero ¿de qué pistola habla, señorita? —saltó el viejo egiptólogo.

—¿Tal vez la suya, profesor? —replicó Agatha—. Entre nosotros, esto carece de importancia —prosiguió—. El objetivo del hombre misterioso era el montículo que hay allí abajo, en la cantera, donde se apilan las piedras descartadas. Un lugar perfecto para asegurarse de que nadie pudiese encontrar la tablilla. —Tomó aire durante un momento, entrecerrando los ojos—. El hombre cortó las puntas de las velas que había llevado consigo y empezó a fundir pacientemente la cera. El líquido caliente penetró en las fisuras de los jeroglíficos, y así obtuvo un calco de la tablilla. De esta forma, las inscripciones se invirtieron y adoptaron el sentido correcto, lo que le permitiría descifrarla con mayor facilidad…

—¡Pero eso es una barbaridad! —exclamó Marchand—. ¡Se puede obtener el mismo resultado utilizando el ordenador!

—Ésta es la cuestión, profesor —lo rebatió tranquilamente Agatha—. La intención del hombre misterioso era borrar para siempre las inscripciones de la tablilla. De hecho, en cuanto la cera se enfrió, redujo la tablilla a polvo. Luego escondió la copia en el único lugar donde se podía conservar sin riesgo de que se deshiciese. Aquí en Egipto hace mucho calor, saben…

En aquel momento, el doctor Frank se puso en pie de un salto y desenfundó la Luger del cinturón. Evidentemente, la había cogido de la mesilla de noche de Marchand antes de acudir a la cocina.

—Permaneced todos quietos —ordenó mientras reculaba a pequeños pasos hacia el congelador—. ¡No sé cómo habéis conseguido descubrir mi secreto, pero ahora me obligáis a actuar sin contemplaciones!

—¡Frank! —se sorprendió Marchand—. ¿Es verdad lo que dice esta señorita?

—Sí, profesor. ¿Acaso piensa que soy tonto? —gruñó el estudioso—. Sé muy bien cómo funcionan estas cosas. Una vez hallada la tumba del faraón, usted se habría llevado todo el mérito, y nadie se hubiera acordado de mí. Y tampoco de usted, doctor Wroclaw, ¡estúpido molusco sin espina dorsal!

Los dientes de mister Kent rechinaron: el reclamo del ring empezaba a dominarlo. Agatha lo sujetó, mientras Frank lo apuntaba con la pistola.

—Ni un paso más —lo amenazó.

Larry se quedó petrificado: esta parte del plan no la habían previsto. La situación se estaba precipitando sin control.

Agatha se apresuró a intervenir.

—Cálmese, doctor Frank —dijo con voz firme—. Coja el calco y váyase en el todoterreno. ¡Le prometo que nadie lo seguirá!

Larry empezó a notar un sudor frío.

¿Qué decía su prima?

¿Se había vuelto loca?

—Acepto la oferta, señorita metomentodo —respondió Frank con tono burlón—. ¡Todos contra la pared, en silencio y sin moverse!

Sacó una cuerda de un pequeño mueble y la arrojó a sus pies.

—Átense unos a otros, ¡bien fuerte!

Mientras el estudioso abría lentamente la puerta del congelador, los otros obedecieron sus órdenes.

Alguien se movió.

—¡Les he dicho que no intenten hacerse los listos! —los amenazó el geólogo, agitando nerviosamente la pistola.

Sin apartar la vista de sus prisioneros, Frank metió la mano en el congelador, apartó las cajas de helado y llegó al fondo, donde había escondido el calco de cera.

—¡Ay! —gritó de repente—. ¿Con qué me he pinchado?

Hizo una mueca de dolor y se quedó allí quieto, con los ojos abiertos como platos y la pistola apuntando hacia adelante, paralizado por la poderosa toxina del Indionigro petrificus.

Agatha liberó sus muñecas de la cuerda y se acercó al culpable.

—¡En silencio y sin moverte te quedarás tú! —dijo alegre mientras le pellizcaba una mejilla.

—Pero ¿qué le ha pasado? —exclamó incrédulo el profesor Marchand—. ¡Parece momificado!

El doctor Wroclaw se desplomó al suelo víctima del susto, mientras que Tafir rezaba con voz temblorosa.

Larry y mister Kent corrieron hacia Agatha, exultantes: sin su brillante idea, nunca habrían superado aquella peligrosa situación.

La muchacha miró a Larry, satisfecha.

—¿Lo has visto, agente LM14? —dijo mientras le guiñaba un ojo—. ¡Hemos resuelto el enigma del faraón!