Al día siguiente por la mañana, los tres detectives se despertaron con los ojos hinchados por la falta de sueño, pero sabiendo que habían dado grandes pasos en su investigación.

El descubrimiento del mensaje escrito con recortes de diario exculpaba a los dos excavadores.

En una ocasión, Agatha había leído un libro sobre las maldiciones egipcias. La del faraón Tutankamón, por ejemplo, era la más famosa. Era evidente que aquellos dos pobres hombres habían abandonado la excavación a toda prisa y sin decir nada a nadie, atemorizados por la maldición.

Ellos no eran los ladrones de la tablilla.

Así pues, sólo quedaba una conclusión: el valioso hallazgo permanecía oculto en el campamento.

—Tienes que entretener a los egiptólogos todo lo que puedas —recomendó Agatha a mister Kent—. Si encontramos la tablilla desaparecida, también sabremos quién la ha robado, ¿verdad, Larry?

—¿Ah, eh? ¿Cómo? —respondió el chico, aún medio dormido.

—Muy bien, miss Agatha —contestó el mayordomo mientras se hacía el nudo de la corbata al estilo James Bond.

Eran las 7.25.

Se dirigieron a la explanada que había delante del pabellón, donde el doctor Frank, que vestía un gracioso delantal bávaro, servía el desayuno a los egiptólogos, sentados a una mesa redonda.

—Café solo y krapfen de chocolate —dijo riendo con buen humor—. ¡Necesitamos una bomba energética para afrontar una misión como ésta!

El doctor Wroclaw parecía disgustado.

—En Polonia, para desayunar comemos tortilla, salchichas de Fráncfort y ensaladilla rusa —comentó ácidamente.

Marchand tomó una taza de café y se alejó para hablar con Tafír.

—Mientras nosotros estemos fuera, él se ocupará de la seguridad en el campamento —comentó.

Los dos primos Mistery intercambiaron miradas de complicidad.

Cuando el profesor regresó, mister Kent ya había puesto en marcha el motor del todoterreno. Wroclaw, con la espalda recta, llevaba el fusil en bandolera. Frank, en cambio, llevaba consigo un envase familiar de helado, que pronto se desharía bajo el sol.

—Ya podemos irnos, detective —anunció Marchand mientras subía al coche—. ¡Hasta luego!

Bon voyage! —lo despidió Agatha.

Un momento después, los neumáticos chirriaron sobre la grava y el todoterreno desapareció en medio de una gran polvareda.

—¡Ahora nos toca a nosotros! —exclamó Agatha, muy contenta.

—¿Cómo nos organizamos? —preguntó Larry—. ¡Tenemos que evitar que Tafir esté pendiente de nosotros todo el tiempo!

—Tienes razón —dijo su prima—. Primero daremos una vuelta por la cantera y después inspeccionaremos el resto del campamento en busca de pistas.

Y así lo hicieron.

Llegaron al mostrador de Tafir, que estaba bajo un cobertizo, a un lado de la excavación. Los trabajadores apisonaban las piedras y luego le llevaban sacos llenos de piedrecitas desmenuzadas. Él las examinaba con un monóculo de orfebre y hacía que otros trabajadores limpiasen el mostrador.

Todo el material descartado iba a parar a un montículo próximo situado fuera de la zona vallada.

—Buenos días, señor Tafir —dijo Agatha—. ¿Cómo va el trabajo?

—Como siempre —resopló el director—. No hay nada de interés.

—Larry y yo tenemos el día libre, ¿quiere que le ayudemos?

—¿Es que no habéis leído el cartel? —contestó él sin levantar la cabeza—. Dice: «Sólo personal autorizado».

Agatha fingió una profunda desilusión.

—Qué lástima, tenía curiosidad por aprender su noble oficio.

Tafir apartó el monóculo y miró a los dos chicos.

—Tal vez después de comer os pueda enseñar cómo se reconoce una pieza arqueológica —concedió—. Pero ahora dejadme trabajar…

—¡Muchas gracias, señor Tafir! —dijo Agatha alegremente—. ¡Muy amable por su parte!

El director volvió a colocarse el monóculo. Agatha y Larry se alejaron sabiendo que tenían el día libre, al menos hasta la hora de la comida: nadie controlaría sus movimientos.

—¿Por dónde empezamos, primito? ¿Por la tienda de Tafir o por el pabellón? —preguntó Agatha.

—En la escuela nos han enseñado a excluir primero las hipótesis más remotas —contestó Larry—. Así que propongo empezar por el pabellón.

—¿Por las habitaciones o por el laboratorio?

—Empecemos por las habitaciones.

Entraron en el pabellón con los ojos dilatados por la curiosidad: era la primera vez que se encontraban solos en las estancias de los egiptólogos. Pasaron por la cocina y se dirigieron rápidamente al dormitorio.

El espacio constaba de tres reservados divididos por juncos entrelazados; había tres camas, tres mesillas de noche y tres pequeños armarios.

Agatha lanzó una mirada interrogativa a su primo.

—Y ahora, ¿qué aconsejan en la escuela de detectives?

—Buscar siempre en los lugares menos obvios —contestó Larry con una sonrisa—. ¿Pretendes comprobar si he seguido bien las clases, Agatha?

—¡Un repaso no te vendrá nada mal!

Miraron debajo de las camas, y sólo encontraron una fina capa de polvo. Palparon los colchones y las almohadas. Nada. Luego abrieron los armarios y verificaron que no tenían doble fondo.

Nada de nada.

—Es difícil que la tablilla esté escondida precisamente aquí —comentó la chica—. Pero podría haber pistas…

Larry registró con cuidado los cajones. En la mesilla de noche de Marchand, bajo un fajo de papeles, encontró una pistola de tambor, cargada y perfectamente engrasada.

—Qué modelo más raro —dijo sin tocarla—. Cógela, tú eres la experta.

Agatha la cogió con un pañuelo, para no dejar huellas, y la examinó.

Larry ya sabía qué diría.

—¿Has abierto un cajón de la memoria, prima? —preguntó con ironía.

Ella sonrió, siguiendo el juego.

—Si la memoria no me falla, primo, es una Luger alemana de la Segunda Guerra Mundial. Hay una enciclopedia sobre armas en la biblioteca de Mistery House —explicó—. Tal vez el profesor sea un coleccionista de pistolas de época.

—De momento, ésta es la única cosa extraña digna de interés —manifestó Larry—. ¿Para qué necesitará una pistola Marchand? A lo mejor esto quiere decir que tiene malas intenciones…

Agatha lo confirmó con un movimiento de cabeza y dejó el arma en el cajón.

Durante una media hora siguieron pasando revista a los efectos personales de los tres estudiosos, leyendo cuadernos, cartas y contratos sellados, y después se encaminaron hacia el laboratorio.

Era la mayor sala de todo el pabellón y estaba llena de libros y de instrumentos para analizar piezas arqueológicas: microscopios, balanzas electrónicas, centrifugadoras, lámparas de infrarrojos y una infinita cantidad de jeringuillas, pipetas, pinzas y reactivos químicos.

—Yo compruebo los armarios —propuso Larry.

—Muy bien, primo —respondió Agatha, ligeramente sorprendida por tanta iniciativa—. Pero procuremos no dejar ningún rastro.

Cada uno de ellos cogió un par de guantes estériles de la mesa de trabajo y se los pusieron.

Desde pequeña, Agatha se divertía jugando en el laboratorio de sus padres y tenía cierta familiaridad con los métodos de análisis. Allí parecía como si toda la maquinaria hubiera permanecido inutilizada tras el robo de la tablilla. Había miles de pistas que recoger, pero una búsqueda sistemática requería mucho tiempo.

Al mediodía recapitularon.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Larry—. Yo no…

—Desgraciadamente, no; necesitaría un siglo para examinarlo todo…

—Pero a nosotros sólo nos queda un día y medio, y después me suspenderán —le recordó el chico, abatido.

Agatha intentó reconfortarlo.

—Mira la parte positiva. Si aquí no hay nada, es probable que encontremos algo en la tienda de Tafir…

—Muy bien, pues, entonces, ¡continuemos!

Agatha arrojó los guantes al cesto y se dispuso a seguirlo fuera del laboratorio. En la puerta se detuvo para llamar a Watson.

El gato aún permanecía hecho un ovillo sobre la mesa de trabajo. Tenía todo el pelo lleno de polvo.

—¡Espera, Larry! —exclamó Agatha—. ¡He tenido una idea!

Cogió la lámpara de infrarrojos y la puso sobre la mesa. Cuando apretó el interruptor, Watson salió corriendo con la cola enhiesta.

—¿Qué haces, prima?

—¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? —murmuró Agatha—. ¡La tablilla permaneció aquí encima durante todo un día!

—¿Y qué?

—La lámpara de infrarrojos puede identificar partículas de arcilla —respondió Agatha—. ¡Fíjate!

Unos pocos segundos después, un ligero polvillo apareció en los rincones de la mesa de trabajo.

Agatha levantó los brazos en señal de victoria. Sin perder tiempo, aspiró el polvo con una jeringuilla, lo puso en un frasco y lo metió en la centrifugadora.

—Esta especie de peonza giratoria nos dirá su composición química exacta —afirmó satisfecha.

—Perdona, pero ¿para qué queremos saber la composición química? —preguntó Larry, que estaba algo perdido.

—¡Para encontrar la tablilla, querido primo!

Cuando la centrifugadora se detuvo y en la pantalla apareció una secuencia numérica, el rostro de Larry se iluminó.

—¡Eres genial, Agatha! —dijo mientras cogía el EyeNet. Luego, hizo que pasaran muy deprisa las pantallas del artefacto—. Sólo tengo que configurarlo —murmuró—. ¡Un momento, espera que encuentre la función!

Cuando estuvo listo, Agatha le dictó la secuencia de números. Después salieron del pabellón sin perder de vista el pequeño monitor, esperando que apareciese en él una señal.

Larry empezó a caminar, seguido de Agatha, hasta que, cuando estaban junto a la cantera, el EyeNet emitió un inequívoco ¡BLIP!

—¡A la cantera! —gritaron al mismo tiempo los primos Mistery.

Echaron a correr como almas en pena. Todos los trabajadores comían, excepto Tafir, que examinaba un pedrusco con el monóculo.

Los dos detectives se agacharon y continuaron a gatas, protegidos por las hileras de tiendas. Comprobaron otra vez el EyeNet: la señal provenía del montículo que formaban las piedrecitas descartadas. Mejor, así no se verían obligados a salvar el alambre espinoso. Sin que los viesen, llegaron a la parte posterior del montículo.

—La tablilla está aquí debajo, ¡excavemos! —murmuró Larry. Dejó su artefacto en el suelo, hundió las manos en la grava y excavó numerosos agujeros. Cuando empezó a jadear de cansancio, se volvió hacia Agatha, que permanecía quieta con el EyeNet en las manos.

—¿Por qué no me ayudas? —le preguntó.

Agatha parecía desilusionada.

—Larry, fíjate bien en el EyeNet —susurró mientras le entregaba el artefacto.

Su primo observó la pantalla y enmudeció en el acto: señalaba la presencia de arcilla en una zona demasiado amplia para una tablilla.

—La han pulverizado —dijo Agatha—. Ya no existe. Alguien la ha destruido.

Él se dejó caer de espaldas y contempló el cielo azul.

—Fin de la investigación —suspiró amargado—. Y fin de mi carrera de detective.

Ambos permanecieron en silencio unos cuantos minutos.

Entonces, de reojo, Larry vio que Agatha recogía unos pequeños cilindros entre las piedras.

—¿Has visto estas velas? —pregunto la chica—. Las han encendido por el extremo equivocado…

—¿Eh? ¿Qué quieres decir?

—Tienen el tronco consumido, mientras que la mecha está entera.

Larry cogió un cabo de vela de los que había desperdigados entre las piedras.

—Debe de ser una costumbre egipcia —comentó con un hilo de voz—. Aquí lo hacen todo al revés…

Agatha lo miró.

—¿Qué has dicho, Larry? —preguntó.

—Que aquí, en Egipto, lo hacen todo al revés —repitió él con tono impaciente.

Agatha se puso las manos en la frente, como si la hubieran fulminado.

—¡Pues claro! —exclamó—. ¡Al revés! ¡Aquí está la solución del enigma!