En cuanto salieron del pabellón, Agatha se puso a caminar de un lado para otro, reflexionando con la cabeza gacha y con el flequillo tapándole los ojos.
—Algo se me escapa —murmuró—. Aún no sé qué es, pero un buen paseo podrá ayudar a aclarar las ideas —concluyó levantando la cabeza—. Así que propongo que inspeccionemos de inmediato el yacimiento arqueológico.
Larry y mister Kent la siguieron unos pasos más atrás e iluminando con las linternas. Pasaron ante una caseta de herramientas, detrás de la cual estaba aparcado un todoterreno descapotable de color verde oliva. Después llegaron a la cantera donde habían descubierto la tablilla; estaba cerrada con una reja de alambre espinoso en la que habían colocado un cartel que ponía «sólo personal autorizado». Continuaron a los pies de las paredes verticales de los cerros y superaron un trozo de terreno rocoso que daba a la única entrada del valle.
Allí estaba el puesto de control, vigilado por un grupo de fellah armados con fusiles.
En veinte minutos habían dado la vuelta entera al perímetro del valle, pero Agatha no parecía satisfecha. Trepó con agilidad a una gran roca plana y miró pensativa a su alrededor.
Mister Kent y Larry sabían que su cerebro trabajaba a pleno rendimiento.
—¡Sólo hay una posibilidad! —exclamó de repente Agatha.
—¿Qué posibilidad? —le preguntó Larry.
Agatha saltó de la roca.
—Un par de cosas —empezó—. Primera, es evidente que los dos excavadores se largaron piernas para qué os quiero sin pasar por el control, lo que los hace muy sospechosos —concluyó—. Segunda…
—¿Segunda? —repitió Larry, que estaba pendiente de lo que decía.
—Esos dos seguramente tenían un cómplice —dijo Agatha mientras se agachaba para acariciar a Watson.
—¿Un cómplice? —se sorprendió el joven detective, que se frotó el cabello con la mano, muy confuso—. ¿Qué te hace pensar eso?
—Empecemos por el móvil, Larry —respondió Agatha—. Admitamos que los dos excavadores han robado la misteriosa tablilla. ¿Qué hacen con ella?
—Ah, no lo sé —balbució él—. Podrían venderla a un coleccionista o introducirla en el mercado negro.
—No se trata de un puñado de joyas, querido primo —le hizo ver Agatha—. Sólo un experto sería capaz de apreciar su valor real.
Él se dejó caer sobre una gran piedra.
—Es verdad, ¿para qué robar una tablilla repleta de oscuras inscripciones? —suspiró—. Aunque sea un pieza interesante, únicamente sirve para encontrar la tumba…
—Exacto —dijo muy satisfecha Agatha—. Además, el ladrón tiene que ser una persona que sepa que la tablilla es muy delicada. Si esos dos treparon por estas colinas tan empinadas, tuvieron que adoptar muchas precauciones para evitar que se rompiera. Alguien con cierta experiencia tuvo que explicarles cómo hacerlo —concluyó—. Así que la lista de sospechosos se reduce a cuatro personas: ¡Tafir y nuestros amigos egiptólogos, obviamente!
—Pero… ¡si son ellos quienes nos han avisado! —protestó Larry—. ¿Cómo pueden ser cómplices de un robo?
—Los cuatro son expertos en la materia, y todos tienen buenas razones para querer la tablilla en exclusiva. —Agatha se interrumpió para observar a sus compañeros.
Su larguirucho primo se pasaba frenéticamente una mano por el pelo, mientras que mister Kent se frotaba su cuadrada mandíbula.
—Ya lo entiendo —dijo Larry al fin—. Quien primero encuentre la tumba del faraón maldito entrará directamente en el Olimpo de la arqueología.
Mister Kent fue más expeditivo.
—¿El plan, miss Agatha? —preguntó.
La chica midió cuidadosamente sus palabras.
—Escuchadme bien. Lo mejor es separar a los sospechosos en dos grupos: por un lado, Tafir y, por otro, los egiptólogos. Debemos tenerlos ocupados mientras buscamos pruebas irrefutables contra el cómplice.
Larry y mister Kent estuvieron de acuerdo en que era muy buena idea. Sólo había un gran obstáculo.
—¿Cómo nos las arreglamos para separarlos y mantenerlos entretenidos, prima?
—Inventemos algo —propuso Agatha mientras se sentaba—. A ver, a ver…
Los tres detectives discurrieron animadamente durante unos cuantos minutos, consultando de vez en cuando los mapas por satélite en el artefacto de Larry.
Finalmente llegaron a una conclusión. Era una solución arriesgada, porque necesitaban dominar la situación y resultar convincentes.
Con un gesto de complicidad, avanzaron seguros por el callejón empedrado que discurría entre las tiendas de los trabajadores, los cuales roncaban como una orquesta de trombones desafinados.
—Mirad, ya vuelven —anunció el doctor Frank volviéndose hacia sus compañeros, que estaban en la cocina.
Se sentaron todos alrededor de la mesa, y Agatha inició con un tono formal el discurso que habían planificado.
—Gracias a las imágenes por satélite, el agente LM14 ha localizado a los dos fugitivos en el pequeño oasis de Abu Siban, a cincuenta kilómetros al este de aquí, en medio del desierto.
Mentía descaradamente, pero sin dar la menor impresión de que lo estaba haciendo. Era otra de las habilidades de Agatha.
—Mañana por la mañana cogeremos el todoterreno y los fusiles —continuó mister Kent, siguiendo el juego a la perfección—. Los atacaremos por sorpresa y volveremos con la tablilla antes de que oscurezca.
Los estudiosos soltaron un grito de alegría. Estrecharon la mano al mayordomo y le dieron unos golpecitos en el hombro. Sólo el doctor Wroclaw decidió no acercarse mucho al imponente detective.
—Mientras, nosotros trabajaremos en el laboratorio —comentó con alegría el profesor Marchand, que parecía haber rejuvenecido veinte años—. ¡Y por fin descubriremos el sepulcro del faraón! —Pero su felicidad se esfumó cuando Agatha meneó la cabeza.
—Querido profesor —le dijo con mucha educación—, el agente LM14 necesita el apoyo de todos ustedes en la misión.
—¿Qué? —refunfuñó entre dientes el doctor Wroclaw—. ¿Por qué precisamente nosotros?
—Ustedes conocen a los dos excavadores y hablan su lengua —observó Agatha.
Mister Kent endureció su maciza mandíbula.
—¿Prefieren correr el riesgo de que los ladrones vuelvan a escapar? —los exhortó con un vozarrón que no admitía réplica.
Inmediatamente, los tres estudiosos dejaron de lamentarse.
—Bien, ahora que ya está todo decidido, pasemos a las cosas importantes —intervino Larry—. ¿Dónde dormimos nosotros esta noche? —Se había recostado con la espalda contra el congelador y no paraba de bostezar.
Agatha cogió la ocasión al vuelo.
—Podríamos alojarnos en la tienda de los excavadores desaparecidos —propuso a Marchand. Esto proporcionaría la ocasión perfecta para empezar a investigar de inmediato—. ¿O la ocupan otros huéspedes?
—No, no, está vacía —titubeó él—. Pero la hemos dejado patas arriba. ¡Hay un desorden terrible!
—No importa —dijo Agatha guiñando el ojo.
—Entonces haré que el doctor Frank les acompañe inmediatamente —replicó el profesor—. ¿Les parece bien que desayunemos mañana a las siete?
Agatha tiró de Larry por un brazo.
—Conociendo a este gandul, mejor a las siete y media —dijo en broma.
Todos se desearon buenas noches.
El doctor Frank cogió otro helado y los escoltó fuera del pabellón mientras silbaba con despreocupación.
Mister Kent, que llevaba las alforjas y una silla plegable que había cogido en la cocina, cerraba la fila.
Entre bocado y bocado, el doctor Frank no paraba de regalar cumplidos a Agatha.
—¡Una perspicacia extraordinaria! ¡Ñam, ñam! ¡Un olfato excepcional! —decía—. ¿Cómo han logrado rastrear a los ladrones tan deprisa?
—Todo el mérito es de nuestro maestro —aclaró ella mientras dirigía una mirada al mayordomo.
—¡Ah, es modesta la señorita!
El estudioso se rió, y su flácida barriguita sobresalió por encima del cinturón. Luego se detuvo ante una tienda completamente torcida y corrió la cremallera con un golpe seco.
—¡Aquí tenéis vuestro palacio! —dijo—. Si necesitáis agua, allí abajo está la cisterna. ¡Que durmáis bien!
—Por fin se ha ido —susurró Agatha mientras metía la cabeza en la tienda.
Larry se tumbó sobre una litera y comenzó a roncar, mientras que mister Kent se había acomodado en la silla plegable.
—¿Qué hacéis, holgazanes? —les gritó Agatha—. ¡He pedido que nos alojaran aquí para buscar pistas! ¡No para dormir!
Mister Kent abrió los ojos como platos y se puso en pie de un salto.
—¡Sí, miss Agatha! —dijo rápidamente.
Larry, en cambio, no se movió ni un milímetro.
—¿No podemos dejarlo para mañana? —se lamentó con voz cavernosa.
—No, Larry.
Con los ojos reducidos a dos delgadas rendijas, el chico se desplazó a un rincón de la tienda, balanceándose como una momia.
—Perdonad, pero no me aguanto en pie… —añadió antes de desplomarse sobre la ropa que habían dejado los excavadores.
Un momento después ya volvía a dormir.
—Tendremos que apañárnoslas nosotros dos solos, mister Kent —suspiró Agatha.
Él asintió e iluminó la tienda con la linterna.
En medio de aquel desorden, vieron una serie de muestras de objetos decorativos egipcios: copas, pequeñas ánforas, posavasos y estatuas con representaciones de faraones y divinidades.
—Muy curioso —comentó el mayordomo.
Agatha le dio la vuelta a una estatuilla y se echó a reír cuando vio la etiqueta «Made in China».
—Me parece que nuestros excavadores eran también vendedores de recuerdos —observó mientras repiqueteaba en la punta de la nariz con los dedos—. Entre nosotros, este detalle me hace pensar…
—¡AAAHHHH! —gritó en aquel momento Larry—. ¡Maldito gato!
Watson fue a refugiarse detrás de su dueña.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Agatha.
—¡Esta bestia me estaba lamiendo una oreja! —gritó Larry—. Mirad, tocad… ¡la tengo toda mojada! —De pronto, se interrumpió—. ¿Por qué me miráis así? —preguntó.
Agatha le arrancó un papel que se le había pegado en la mejilla.
—¿Qué son todos esos recuerdos? —preguntó.
Su prima dejó la estatuilla que tenía en la mano y examinó el papel. En él había escrita una frase amenazadora, formada con recortes de diario.
MISERABLES FELLAH,
LA maldición DEL FARAÓN
OS CASTIGARÁ si no os
VAIS antes del ALBA.
Agatha sintió que le saltaba el corazón.
—Esto cambia todas las cartas de la baraja —murmuró emocionada—. ¡La tablilla aún está aquí! ¡Nadie la ha robado! ¡Todavía está aquí!