—La tía Melania es realmente una persona original —reflexionó Larry, acodado sobre la barandilla del barco y mirando las fangosas aguas del Nilo.
—¿Y eso te sorprende? —le contestó Agatha—. Es una Mistery como nosotros. ¡Todos tenemos las mismas inclinaciones!
—Ah, sí… Pero mira que escoger precisamente este barco… ¿Qué te parece?
—Apestoso, oxidado y muy lento: ¡seguro que a mis padres les encantaría!
Ambos rieron mientras observaban la chimenea de la vieja embarcación, que escupía bocanadas de negro alquitrán.
Antes de despedirse, la tía Melania los había tranquilizado:
—El Duat no llamará la atención. Atracará en un muelle abandonado, cerca del camino que figura en vuestro mapa. ¿Estáis contentos, queridos sobrinitos?
Larry había mostrado una ligera sonrisa de circunstancias.
Agatha, por su parte, había cogido un diccionario de egipcio antiguo y les había informado que Duat significaba «más allá». Una noticia que todavía había desmoralizado más a Larry.
El medio de transporte dejaba mucho que desear, pero al menos los llevaría a su objetivo.
—Bueno, propongo que recapitulemos la información que hemos recogido —dijo Agatha mientras abría la sombrilla—. ¿Estás de acuerdo, primo?
Larry asintió con decisión.
Se sentaron al lado del recinto de los dromedarios y consultaron con calma los documentos impresos.
Mientras, mister Kent se dedicaba a perseguir a Watson por el puente del barco. El gato pasaba como un rayo entre las piernas de los marineros y se ocultaba en los rincones más inverosímiles.
—A ver, tenemos un dosier sobre el egiptólogo de la grabación —empezó Agatha.
—El profesor Marchand, ¿no?
—August Marchand, de la Universidad de Mulhouse, Francia. Según estos documentos, su equipo está formado por dos ayudantes, uno polaco y otro alemán, y veintiún excavadores egipcios —continuó ella, humedeciéndose el dedo para pasar las páginas.
De repente topó con una curiosa fotografía que sacó del fajo de papeles.
En ella aparecían cuatro personas de cuerpo entero, con miradas orgullosas y satisfechas, A sus pies aparecía una tablilla de arcilla llena de minúsculos jeroglíficos tallados con un pequeñísimo cincel.
Larry pasó revista a las personas de la foto.
—El segundo por la izquierda debe de ser el profesor Marchand; se le reconoce por la barba blanca —rió—. ¿Me dices los otros nombres, Agatha?
—A ver, a ver… —indagó ella con calma, echando hacia atrás un mechón de pelo—. Tenemos al doctor Wroclaw, polaco, experto en jeroglíficos, y al doctor Frank, alemán, geólogo.
—Me juego lo que quieras a que Wroclaw es el tipo rubio, mientras que el gordito es Frank.
—Estoy de acuerdo. Pero ¿quién es el cuarto hombre? —preguntó Agatha, casi hablando para ella misma.
La túnica y la larga barba en punta le daban un aspecto especialmente siniestro: parecía un sacerdote del antiguo Egipto.
—¡Caramba, qué mirada más magnética! —dijo Larry, estremeciéndose.
Mientras, Agatha repasaba las hojas en busca de indicios sobre la identidad de aquel hombre.
—Me temo que no descubriremos quién es hasta que no lleguemos a la tumba 66 —dijo rindiéndose. Dibujó en su libreta un gran interrogante y debajo de él escribió: CUARTO HOMBRE—. Pasemos a la tablilla, ¿ves algo en ella? —continuó.
—Que es muy frágil, parece hojaldre —observó Larry—. ¿Cómo habrán podido robarla sin romperla?
—¡Muy buen análisis, primo!
Agatha volvió a escribir TRANSPORTE DE LA TABLILLA en la libreta.
—¿Alguna otra observación sobre la tablilla? —preguntó después.
—Ah, me parece que no…
—Fíjate bien, Larry.
Él cogió la foto para observarla de cerca. Se rasco la barbilla y entrecerró los ojos.
—Sí, hay algo que no cuadra en los jeroglíficos —murmuró dubitativo.
—¡Muy bien, Larry! He abierto un cajón de mi memoria y me parece que… —Agatha se interrumpió, pensativa.
Larry estaba pendiente de sus labios: la prodigiosa memoria fotográfica de su prima era legendaria en la familia Mistery.
—Hum —continuó Agatha—. En el Compendio sobre los jeroglíficos que leí hace unos meses… —siguió reflexionando—, me parece que…
—¿Qué te parece?
—Tal vez me equivoco, ¡pero creo que los jeroglíficos de la tablilla están escritos al revés!
Para demostrar su teoría, Agatha cogió el estuche de maquillaje de una alforja y sacó una polvera de él.
Larry estaba desconcertado.
—¡No me digas que vas a maquillarte justamente ahora!
—No, burro —le respondió Agatha guiñándole un ojo—. ¡En los estuches de las señoras hay un surtido de objetos muy útiles!
Puso la foto frente al espejo de la polvera e invitó a Larry a que la mirara.
En la imagen reflejada, los jeroglíficos parecían estar escritos en el sentido correcto.
—Un buen desafío, ¿no crees? —dijo Agatha, apoyando la barbilla sobre los dedos cruzados—. Quien haya trazado esos jeroglíficos, pretendía que resultaran incomprensibles.
Larry se puso en pie de un salto, enardecido.
—¡Pues claro! —afirmó—. Esto explica por qué parecía tan vago el profesor Marchand en la grabación…
—¡No les dio tiempo a traducir la tablilla! —concluyó Agatha por él. Luego anotó en su libreta: JEROGLÍFICOS AL REVÉS.
—Bien, ¿continuamos? —dijo acto seguido.
Pero en aquel momento en el Duat se desencadenó cierta agitación entre los marineros, y el motor se detuvo de golpe con un chirrido metálico.
Mister Kent, que llevaba a Watson en brazos, se unió a Agatha y a Larry, y exclamó:
—Miss Agatha, ¡problemas a la vista!
—¿Qué ocurre?
—¡Un control de la policía portuaria!
Un guardacostas pasó zumbando ante ellos y los salpicó con la hélice de su motor. Después se detuvo al lado del barco y varias metralletas los apuntaron desde la torreta.
Larry se puso blanco como el papel.
—¡La tía Melania nos prometió que todo iría como una seda! —gritó.
Luego se sucedieron unos momentos muy agitados.
Un hombre de uniforme subió al Duat con el fusil montado.
El capitán salió de su cabina y se dirigió hacia él por el puente. Tenía pinta de duro: rostro delgado, nariz aguileña y modales expeditivos. Alejó a los marineros con un chasquido de dedos y se puso a hablar tranquilamente con el severo policía.
El hombre de uniforme comprobó los permisos de navegación, echó un rápido vistazo a la carga y, finalmente, señaló a Agatha y compañía.
—¿Dónde hemos metido los carnés de periodistas? —refunfuñó Larry—. ¡Si no los encontramos, nuestra tapadera se va a pique!
El capitán siguió hablando en voz baja y luego los llamó con un elocuente gesto de la mano.
—¡Venga, larguémonos! —exclamó Larry con el corazón desbocado—. ¡Nos meterán en la cárcel!
Agatha lo agarró muy decidida por la camiseta.
—¡Por las barbas de la reina, Larry! ¡Un poco de valor! —lo incitó. Tuvo que arrastrarlo a la fuerza hasta ponerlo delante del policía, que curiosamente los recibió con una divertida expresión.
—Quiere que lo grabe la tele —dijo el capitán—. Haced lo que os pide y mantened la boca cerrada; total, no habla vuestra lengua.
—¡Ah, oh, enseguida! —respondió Larry, enloquecido.
Cogió la cámara y encuadró al policía en diversas poses de estrella de Hollywood. Tras una última sonrisa con los pulgares hacia arriba, el hombre volvió de un salto al guardacostas, que se alejó retumbando.
El capitán lanzó un gruñido en dirección a Larry.
—La policía buscaba a una banda de contrabandistas. No seréis vosotros, ¿verdad?
—¡Ah, por supuesto que no! —contestó él con un hipo.
—Pues la próxima vez acuérdate de quitarle la tapa al objetivo, chico —concluyó ásperamente el capitán. Después encendió un cigarro, le dio una larga calada y, balanceándose, volvió a su cabina.
Mientras Larry trasteaba con la cámara, lamentando su distracción, Agatha explicó al mayordomo las conclusiones a las que habían llegado. mister Kent la escuchó con atención y examinó la fotografía.
Finalmente, a última hora de la tarde llegaron a la otra orilla del Nilo.
El Duat había superado la zona de los grandes templos y había llegado a las colinas situadas al norte de ellos. Atracó en un embarcadero de madera podrida, recubierto por una vegetación salvaje.
Hacia años que nadie lo utilizaba.
Los tres compañeros de aventura (más tres dromedarios y un gato) descendieron rápidamente del barco y se encontraron en una explanada cubierta de zarzas y surcada por fangosos arroyos.
—Creía que en Egipto había desierto —dijo Larry, ligeramente desorientado.
—El desierto empieza al otro lado de las cadenas montañosas —explicó Agatha—. En torno al Nilo, las tierras son fértiles, sobre todo durante el período de las crecidas estivales.
—¿Y cómo lo sabes tú? —Pero enseguida se dio un golpe en la frente—. Ah, claro, como eres la reencarnación de Osiris… —dijo en plan de burla.
—No te hagas el gracioso —respondió ella riendo—. Simplemente, he memorizado el mapa del territorio.
—¡Tú y tus famosos cajones de la memoria! —resopló su primo—. Entonces, ¿sabes dónde está el camino?
Agatha exploró la ciénaga con la mirada y después abrió los brazos en señal de rendición.
—Parece todo llano y fangoso —murmuró desilusionada.
Mister Kent, que la doblaba en altura y tenía vista de águila, señaló una suave colina que no estaba muy lejos.
—Me parece que hay un camino en aquella colina —dijo acalorado.
—Excelente, mister Kent —lo felicitó Agatha—. Sin duda, es nuestro objetivo.
—¿Estás segura, prima? —preguntó Larry.
Ella no respondió: ya había montado en el dromedario con la habilidad de una amazona experimentada. Lo hizo correr a la máxima velocidad, tanto que a Larry y a mister Kent les costó seguirla.
Avanzaron por un paraje desolado durante casi media hora y después tomaron el camino que discurría por las accidentadas colinas que cerraban por detrás el Valle de los Reyes.
Agatha tuvo que detenerse repetidas veces para esperar a sus amigos: aprovechó cada ocasión para examinar el paisaje con unos pequeños prismáticos.
El camino subía y bajaba constantemente, con encrucijadas, curvas y pasos peligrosos.
—La mala noticia es que nos podemos perder —dijo la chica, dándose unos golpecitos en la nariz con el dedo.
—¿Y la buena? —resolló Larry detrás de ella.
Agatha se metió los prismáticos en el bolsillo de la blusa de color caqui.
—Al parecer, ningún guardia nos molestará —afirmó mientras reemprendía la marcha.
Pero se equivocaba.
Y mucho.
Al oscurecer, mientras se encontraban en una estrecha garganta consultando el mapa para orientarse, oyeron unos ruidos que hacían eco. Levantaron la vista y vieron unos cañones de fusil que sobresalían entre las rocas.
—¡No os mováis! —gritó alguien.
Al oír aquella orden perentoria, Larry dio un bote en su silla.
—Éstos lo dicen en serio —murmuró aterrorizado—. ¡Ahora sí que nos hemos metido en un buen lío, Agatha!