Ninguno de ellos se había imaginado ni por asomo el esplendor de Luxor. El aeropuerto era absolutamente nuevo, y desde los inmensos ventanales se admiraba una ciudad llena de colores y vibrante de vida.
También Larry, que había roncado durante cuatro horas seguidas, se frotó los ojos con estupor.
—¡Fantástico! —repetía cada cuatro pasos—. ¿Has visto la estatua del chacal? ¿Y aquella del faraón gigante?
—Larry, no son más que copias —lo frenó Agatha—. Las estatuas originales están en el templo de Luxor y en la cercana Karnak.
—¿Cómo lo sabes? —se ofuscó el chico.
—He leído un poco mientras tú dormías.
Él se volvió hacia ella, alarmado.
—No habrás consultado mi EyeNet, ¿verdad?
Agatha le enseñó un libro.
—No, Larry. A veces basta con una guía turística…
Seguidos por un silencioso mister Kent, que arrastraba perezosamente las maletas, los chicos superaron las puertas correderas y se encontraron en medio de una multitud oceánica: taxistas que tocaban el claxon alegremente, decenas de puestos llenos de túnicas y turbantes, quioscos de kebabs que impregnaban el aire con sus olores a especias…
En aquel batiburrillo de voces y colores, Agatha oyó que alguien gritaba repetidamente su nombre.
—¿Vosotros también lo oís? —preguntó.
Ni Larry ni mister Kent tuvieron tiempo para contestar.
En el centro de la plaza, al pie de un obelisco, había un escuadrón de dromedarios que habría llenado de envidia a Lawrence de Arabia. De pie sobre los estribos, una rechoncha mujer de unos cuarenta años agitaba vivamente una mano.
Agatha comprendió de inmediato quién era: su tía Melania.
—¡Estamos aquí, tía! —gritó utilizando sus manos a modo de megáfono.
Los ojos de Melania Mistery brillaban de alegría. Se apeó de la silla en un pispás y, abriéndose paso entre el gentío, se lanzó con los brazos abiertos hacia los recién llegados.
—¡Sobrinitos! —dijo emocionada—. ¡Por fin nos conocemos en persona!
Abrazó a Agatha y le plantó un ruidoso beso en la mejilla. Luego pasó al siguiente pariente.
—Ejem…, ¡yo, en realidad, soy el mayordomo! —dijo mister Kent, que se había puesto colorado y tenso con aquellos afectuosos gestos.
La tía interrumpió bruscamente su abrazo.
—Sí, ya me parecía a mí que estabas algo crecidito —dijo avergonzada antes de desviar su atención hacia el chico, que se ocultaba detrás del ex boxeador—. Entonces, ¿tú eres Larry Mistery?
—Sí, señora —contestó él mientras reculaba.
La tía Melania soltó una carcajada y le acarició la cabeza.
—¡Que tímido eres, sobrinito! ¡Lástima, porque tienes pinta de rompecorazones!
Larry se puso rojo como un tomate.
—¿No tenéis hambre? —La tía cambió de tema, impetuosa como el Nilo en plena crecida—. Venga, entregad el equipaje a mis sirvientes y subid a las sillas. ¡He preparado un banquete especial para las grandes ocasiones!
Agatha asintió y se catapultó a la grupa de un dromedario. Más difícil resultó cargar a Larry y a mister Kent: al primero porque no se fiaba del enorme animal, que no paraba de soltar coces, al segundo, porque pesaba como una mole de granito.
La caravana avanzó lentamente entre el tráfico de la ciudad y suscitó las más furibundas protestas de los conductores de coches. Luego se desvió por una calle flanqueada de palmeras y se detuvo frente a una imponente verja decorada con marquetería egipcia.
Habían llegado a la suntuosa villa de Melania Mistery. En el patio, los chicos se refrescaron con el agua de una fuente y siguieron a su tía hasta el comedor, que parecía una tienda real: por al suelo había cojines recubiertos de telas de calidad y se respiraba un agradable olor a incienso.
Watson se paseaba muy concentrado, olfateando el rastro de otros gatos.
—Hoy os llevaré a visitar el templo de Luxor —dijo la tía Melania mientras mordisqueaba un dátil—. Y mañana iremos a Karnak, ¿Os gusta el programa?
A Larry se le atragantó una cucharada de cuscús y se puso a toser.
—Tía, discúlpanos —se apresuró a ayudarlo Agatha—. Larry y yo tenemos previsto salir de inmediato hacia el Valle de los Reyes.
—Ésta era la tercera etapa del programa, ¡pero podemos hacerlo como prefiráis!
Larry bebió un largo trago de agua y se dio unos golpecitos en el pecho.
—Por desgracia, tenemos que ir solos —intervino de nuevo su prima—. Me refiero a nosotros dos, mister Kent y Watson.
Melania comprendió que allí había gato encerrado.
—¡Una aventura al perfecto estilo Mistery! —se alegró—. Entonces, ¿adónde tenéis que ir?
—A la tumba 66 —contestó Larry, recordando un detalle de su misión.
—¿Qué? se sorprendió la tía Melania, que se puso en pie. ¡La tumba 66 no existe!
Agatha le propinó a Larry un suave codazo en las costillas.
—Eso no me lo habías dicho, primo —gruñó—. ¡Sabes que tienes que ponerme al corriente de todo!
—Estaba en un archivo al que he echado una ojeada antes de salir.
La tía Melania dio unas palmadas para llamar a un sirviente, el cual acudió con un mapa del Valle de los Reyes que desplegaron en el centro de la sala como si fuese una alfombra.
—¿Lo veis? —dijo la tía—. Sólo hay sesenta y tres excavaciones conocidas y otras dos pendientes de autentificación. En total, suman sesenta y cinco.
—¿Puedo poner la tele? —preguntó Larry, que se estaba alejando a hurtadillas.
—Sí, tú mismo —contestó Melania mientras mostraba a Agatha y a mister Kent la disposición de las tumbas.
Mientras, Larry conectó la EyeNet al televisor, dio inicio a una grabación en blanco y negro y subió el volumen con el mando. Todos se volvieron hacia el aparato, incluido Watson.
—No sabemos exactamente a quién pertenece —decía un viejo egiptólogo con acento francés—. Suponemos que se trata de la tumba de un faraón del Imperio Nuevo que cayó en desgracia y no se registró en las listas reales. Podría tratarse de un descubrimiento revolucionario, pero sin la tablilla no podemos confirmarlo. ¡Necesitamos ayuda inmediata!
A continuación, en la pantalla apareció el itinerario que llevaba a la tumba número 66: rodeaba la zona de los templos y trepaba por los ásperos cerros.
—¡He aquí mi misión! —exclamó Larry—. ¡Ahora todo está claro!
La tía Melania parecía perpleja.
—¿Una misión? —dijo—. ¿Qué significa eso?
Esta vez, Agatha se sintió obligada a darle explicaciones.
—Larry estudia en la Eye, la famosa escuela de detectives y agencia de investigación. Hemos venido para ayudarlo a pasar un examen.
La tía Melania no se entretuvo más e hizo que acudieran una decena de sirvientes.
—¡Preparad las vituallas! ¡Ensillad los tres dromedarios más rápidos! ¡Reservad un barco! ¡Buscad cámaras y micrófonos! —ordenó casi sin aliento.
—¿Cámaras y micrófonos, tía? —le preguntó Agatha—. ¿Para qué los queremos?
La tía Melania se apoyó en una columna y se frotó la frente.
—El Consejo Supremo de las Antigüedades Egipcias no os dejará rondar a vuestras anchas por el Valle de los Reyes —explicó—. ¡Se han restringido mucho los permisos y hay guardias por todas partes!
—Bueno, pero ¿qué tienen que ver las cámaras con todo eso?
—Podríais aparentar que sois un equipo de la tele que está grabando un documental sobre Egipto. —Se interrumpió un momento, indecisa—. ¿Qué te parece, Agatha?
La muchacha había quedado admirada por aquel plan tan ingenioso.
—¡Muy buena idea, tía! —aprobó—. ¡Rápido, venid todos aquí!
Larry y mister Kent se pusieron firmes.
—Bien, Larry será el operador de cámara —decidió Agatha—. mister Kent hará el papel de rico productor.
—¿Y tú? —preguntó su primo.
—Micrófono, bolígrafo y libreta: seré la presentadora —dijo ella sonriente.
Melania Mistery aplaudió emocionada.
—¡Este es el espíritu que necesitamos! —comentó.
Tardaron más de una hora en encontrar los aparatos y cargarlos sobre los dromedarios. Larry aprovechó ese tiempo para imprimir diversos documentos que entregó a su prima: él temía caer del dromedario y perder informaciones muy valiosas.
Después, todos se dirigieron a los dormitorios para cambiarse de ropa. Cuando se presentaron ante la tía, parecían un grupo de expertos reporteros televisivos.
—¡Excelente! —exclamó Melania—. Ahora os acompaño al barco. ¡Así podréis cruzar el Nilo!
Pero en el patio les esperaba una desagradable sorpresa: Hasán, uno de los criadores de dromedarios al servicio de la tía, estaba sentado en el borde de una fuente, inmóvil como una estatua.
Sus compañeros chillaban aterrorizados y ni siquiera se atrevían a tocarlo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Melania Mistery.
—¡Una maldición! —contestaron a coro—. ¡El castigo de la serpiente Apofis!
Agatha sospechaba lo que podía haber sucedido. Examinó las manos de Hasán y descubrió que el criador tenía una fina espina clavada en una palma.
—Indionigro petrificus —murmuró—. ¡Hasán ha tocado el cacto cuando lo colocaba en la alforja!
Por suerte, el libro sobre venenos sugería un antídoto contra la toxina paralizante.
—Tía, ¿tienes un par de limones? —preguntó la muchacha.
Melania salió como un rayo y volvió a aparecer con un cesto lleno de cítricos.
Agatha exprimió unas cuantas gotas sobre los labios de Hasán y después usó la corteza para arrancar la espina.
Como por arte de magia, el criador se reanimó, y lo primero que hizo fue desperezarse como si acabase de despertar.
—¿Qué me ha pasado? —preguntó aún aturdido.
Sus compañeros saltaron de alegría, levantaron los brazos al cielo y entonaron un canto en honor de Agatha.
—¿Qué dicen, tía?
Melania Mistery sonrió complacida.
—Creen que eres la reencarnación femenina de Osiris: ¡la reina del más allá, capaz de despertar a los muertos!
—¿La reina del más allá? —comentó divertido Larry—. En todo caso, ¡eres la reina de los limones!