Los padres de Agatha tenían alergia a los medios de transporte normales. Coleccionaban planeadores, alas delta y globos para recorrer el campo inglés, y cuando estaban en países lejanos preferían moverse a lomos de una mula, en todoterrenos desvencijados o en viejos barcos de vapor.

—Nosotros, los Mistery, somos gente aventurera —decía riendo su padre—. ¿Un avión de línea? ¡Ja, ja, ja! ¡No se puede comparar con el encanto de un transatlántico como el Titanic!

Agatha meneaba la cabeza.

—Papá, que el Titanic se hundió después de chocar contra un iceberg —le recordaba. Entonces, él daba dos o tres chupadas a su pipa y cambiaba de tema.

Agatha también disfrutaba con la aventura, pero, para ella, la comodidad de los modernos medios de transporte era indiscutible.

Sobre todo cuando tenía prisa.

Después del trayecto en limusina entre el tráfico londinense, Agatha y mister Kent encontraron los pasajes reservados a sus nombres en el punto de facturación y poco después subieron al lujoso Boeing 777 de Egyptair que volaría directo a Luxor. Inmersos en la frescura del aire acondicionado, se sentaron en una fila situada hacia el medio del avión y dejaron la caja de Watson en el asiento central, el reservado para Larry.

El gato siberiano estaba acostumbrado a volar y ya dormía como un tronco. Agatha hundió la nariz en sus lecturas. Había llevado consigo unos volúmenes de botánica y de venenos y diversas guías de Egipto. Empezó por el libro sobre venenos, donde buscó información acerca de la toxina del Indionigro petrificus. mister Kent, en cambio, luchaba para encontrar una posición cómoda: el asiento no se adecuaba a su corpulencia de peso pesado. Al final, como decidió estirar una pierna en medio del pasillo, no paró de pedir excusas a los viajeros que tropezaban con ella.

Llegaron grupos de turistas, sobre todo familias que se iban de vacaciones y parejas jóvenes en viaje de luna de miel. El avión se llenó enseguida, mientras el retumbo de los motores aumentaba sus decibelios con el paso de los minutos.

Faltaba poco para despegar.

Cuando el comandante dio la bienvenida por los altavoces, mister Kent arqueó las cejas.

—¿Y mister Larry? —preguntó preocupado—. ¿Dónde se habrá metido?

Agatha lo vio en la puerta de entrada.

—Está discutiendo con una azafata —suspiró—. ¡Típico!

Ambos aguzaron los oídos para escuchar la conversación.

—Le repito que no es un móvil, así que no tengo que apagarlo ni siquiera durante el despegue —le decía Larry a la joven asistente de vuelo—. Es una consola de nueva generación, ¡nada más!

—¿Tan pequeña? ¡Enséñemela! —ordenó ella ásperamente.

Resoplando, Larry desenganchó su artefacto especial de titanio de la bandolera, apretó un botón y se lo entregó.

La azafata contempló incrédula la pantalla que centelleaba y pareció que se relajaba.

—¿También se puede jugar al Super Mario? —preguntó—. ¿Dónde se compra?

El chico recuperó el artefacto con una habilidad impresionante.

—Es una pieza única —le confesó con cierto tono burlón—. ¡No se vende!

—Pero…, pero…

—Lo siento… ¿Ahora puedo pasar?

Sin esperar la respuesta, Larry avanzó presuntuosamente por el pasillo. El truquillo de la pantalla falsa de Super Mario había salido a la perfección. Se sentía como un auténtico agente secreto.

Agatha agitó la mano para saludarlo, pero él iba silbando muy ufano, distraído con sus pensamientos.

—¡Cuidado, Larry! —le advirtió su prima.

—¿Cómo, qué?

Demasiado tarde.

El chico no reparó en la pierna de mister Kent, tropezó con ella y dio con su cuerpo en tierra. Soltó un grito de dolor e, inmediatamente, sin levantarse, se puso a buscar algo bajo los asientos de los pasajeros.

—¿Dónde está? —gritó—. ¡No lo encuentro!

Agatha intentó calmarlo.

—¿Qué buscas, Larry? ¿Puedo ayudarte?

Con cara de consternación, el chico señalaba la bandolera y hablaba de forma atropellada.

—¡No encuentro el EyeNet! ¡Estoy acabado! ¡Adiós investigación!

Eso explicaba tanta aprensión.

El EyeNet era el artefacto ultratecnológico que la escuela de detectives entregaba a todos sus alumnos. Larry nunca se separaba de él; sin su aparato se sentía perdido.

—Ha ido a parar a la caja de Watson —intervino mister Kent.

Larry se precipitó a recuperarlo, olvidando un pequeño detalle: ¡él no le caía nada bien al gato! De hecho, en cuanto introdujo una mano en la jaula. Watson reconoció su olor y le mordió en un dedo.

—¡Ay! —chilló Larry. Pero por fin había recuperado su valioso juguete, y esto bastó para tranquilizarlo. Se hundió en su asiento con un profundo suspiro de alivio.

—Es dura la vida del detective comentó Agatha con tono irónico.

—¡Y que lo digas, primita!

Poco después, el avión despegó y atravesó las pálidas nubes londinenses. El cielo adquirió muy pronto un límpido color azul. Recuperada la quietud, llegó el momento de hablar de la misión de Larry.

—Dame todos los detalles de la investigación, agente LM14 —atacó Agatha.

—Ay, sí, casi los había olvidado…

—¡Venga, primo!

Larry le habló del mensaje que había recibido aquella mañana desde la escuela. Tenía que hacer el examen de Prácticas Investigadoras: le daban tres días para descubrir a los culpables de un robo arqueológico que había tenido lugar en una excavación del Valle de los Reyes.

—Más concretamente, se trata de una tablilla relacionada con un misterioso faraón —añadió.

—¿Una tablilla? ¿Podrías precisar más?

—Sólo sé eso. Agatha.

—¿Seguro?

Larry se echó las manos a la cabeza, avergonzado.

—Bueno, aún no he comprobado todos los archivos, quería hacerlo contigo…

—¿Pues a qué esperamos?

—¡Ay, sí, vale!

El chico extrajo de su mochila los aparatos necesarios: tres pequeños auriculares y un cable USB. Conectó las diversas piezas al EyeNet y encendió la pantalla incrustada en el asiento que tenia delante. Después, accionó muy orgulloso su aparato.

En la pantalla apareció un distinguido señor, con bigotito y sombrero, que se presentó como el agente UM60.

—Luxor, antigua capital de Egipto, llamada en otros tiempos Tebas —empezó con mucha calma el profesor de Prácticas Investigadoras—. Se alza sobre la orilla oriental del Nilo y es famosa por sus templos en honor al Sol. Pero usted, agente LM14, deberá ir a la orilla opuesta, donde se pone el sol y donde los faraones duermen en sus tumbas milenarias: la infinita necrópolis conocida como el Valle de los Reyes. ¿Recuerda la maldición de Tutankamón?

Larry se estremeció, mientras que Agatha se quedó hipnotizada con las imágenes que se sucedían en la pantalla. Parecía un curso intensivo sobre las maravillas arqueológicas de Egipto.

—¡Recuerde que es un examen, no un viaje turístico! —volvió a tomar la palabra el profesor—. ¡Descubra al culpable del robo, agente LM14, o me veré obligado a suspenderlo!

Larry dio un salto sobre su asiento. Tenía la frente empapada de sudor: los exámenes le ponían nervioso. Por eso, cuando emprendía una misión, siempre hacía que Agatha lo acompañase.

Mientras, el agente UM60 puso fin a su discurso.

—Obviamente, podrá consultar todos nuestros dosieres sobre Egipto, pero deberá recoger las pistas sobre el terreno. ¿Ha quedado claro?

En aquel momento se interrumpió la comunicación. El rostro del profesor fue sustituido por una desmesurada lista de archivos: mapas por satélite, mensajes codificados, vídeos de profundización…

—Es peor de lo que me imaginaba —gimió Larry.

Agatha le dio un golpecito en el hombro.

—No te desanimes —dijo con tono alegre—. ¡Nos divertiremos de lo lindo, ya lo verás!

Se quitaron los auriculares, y entonces se dieron cuanta de las furibundas miradas que les dirigían los demás viajeros.

La azafata apasionada por Super Mario también parecía furiosa.

—¿Quién de ustedes es el agente LM14? —preguntó cruzándose de brazos.

Silencio absoluto.

Larry se iba haciendo cada vez más pequeño y ocultaba los ojos bajo la visera de la gorra que se había puesto a toda pastilla.

—Soy yo —mintió mister Kent—. ¿Qué ocurre, señorita?

—¿No se ha dado cuenta de la que ha organizado?

—¿Qué intenta decirme?

—¡Este extraño documental ha invadido todas las pantallas del avión!

—¿De verdad?

—¡Nuestros clientes tienen derecho a ver la película que deseen, y le exijo que no se vuelva a entremeter!

Esta frase fue subrayada por estruendosas protestas.

Mister Kent no se inmutó.

—Como desee, señorita. Mis más sinceras disculpas.

Habían montado una buena.

En cuanto se fue la azafata, Agatha le dio las gracias al mayordomo por su rapidez y se volvió hacia su primo.

—¡Creo que tendremos que dejarlo para después, Larry! —dijo con una sonrisa.

—Tienes razón —se mostró de acuerdo él—. Examinaremos los documentos a la sombra de las pirámides. ¿Qué te parece?

Agatha lo miró divertida.

—Si no me falla la memoria, primito, ¡ni en Luxor ni en el Valle de los Reyes hay pirámides!

Larry hizo una mueca.

—No hay pirámides —dijo para sí mismo—. Realmente, soy un detective de andar por casa.