Recorriendo a vuelo de pájaro la periferia londinense, el pálido color gris de los edificios se interrumpe con una inesperada mancha verde: más de una hectárea de floridos prados, plácidas fuentes, estanques con nenúfares, huertos botánicos y tranquilos senderos arbolados.

En el parque se alza una vieja mansión Victoriana de tejado azul, la Mistery House, la residencia de Agatha Mistery, de doce años, y sus padres.

Agatha paseaba en zapatillas y bata, esquivando los chorros giratorios del sistema de riego. El olor a hierba recién segada le producía agradables cosquillas en la nariz.

Una nariz pequeña y respingona, herencia de la familia Mistery.

La muchacha llevaba en la mano una taza de té humeante que saboreaba a pequeños sorbos. Era de calidad Shui Xian, de color calabaza claro, con un regusto afrutado. En una palabra: excelente.

Avanzó a paso ligero por el camino y llegó a una glorieta; allí se sentó en un balancín de color lila y dejó la taza al lado de una pila de cartas. Eran publicidad, recibos pendientes de pago y las típicas y melindrosas postales de vacaciones de sus amigas. Agatha ni siquiera se tomó la molestia de leerlas.

De reojo, vio un paquete a los pies de la mesa. Estaba cubierto de sellos, matasellos y timbres postales.

¿Qué contendría?

—¿Mister Kent? —gritó Agatha.

El mayordomo de Mistery House asomó la cabeza por detrás de un macizo de hortensias, armado con unas gigantescas tijeras de jardín. Estaba cortando las ramas rebeldes, vestido con un esmoquin negro que parecía más adecuado para una noche de gala.

—Buenos días, miss Agatha. —Mister Kent agitó las tijeras e insinuó una sonrisa sin mover su mandíbula de granito. Era la máxima expresividad que se podía esperar de un ex boxeador profesional como él.

—¿Y esto? —le preguntó Agatha alzando el misterioso paquete—. ¿De dónde ha salido?

—De los Andes, miss Agatha.

—¡Entonces lo envían mamá y papá!

La muchacha no perdió más tiempo: se sentó con las piernas dobladas y empezó a desenvolver el paquete. Al hacerlo, observó más detenidamente la secuencia de timbres postales.

—El primer timbre es de Laguna Negra, en Perú —dijo en voz alta. Levantó la vista, sonriente—. Ellos están allí ahora, ¡a cuatro mil metros de altitud!

—Exacto, señorita.

—Y después viene el de la oficina de correos de Ica, la provincia andina —prosiguió ella, muy concentrada—. Luego Lima, la capital de Perú, y… ¡qué extraño! ¿Tú también lo ves?

—¿Qué debería ver, miss Agatha?

—Este matasellos, bajo el franqueo «Por avión». —Agatha se mordió los labios—. Pone Ciudad de México…

Mister Kent lo confirmó con un gesto de su cabeza.

—Y, finalmente, el último trayecto: ¡de Ciudad de México a Londres, autentificado en el aeropuerto de Stansted! —concluyó Agatha. Lo celebró con un sorbo de Shui Xian, y después sacó de un bolsillo su libreta y la abrió por una página en blanco—. ¿Tienes un bolígrafo? —preguntó al mayordomo.

Agatha nunca perdía la ocasión de anotar cualquier información que consideraba curiosa. Como todos los miembros de la familia Mistery, había decidido seguir una carrera fuera de lo común.

Quería ser escritora de novela negra.

Y no una cualquiera: ¡la mejor!

Así que entrenaba continuamente su prodigiosa memoria, consultaba enciclopedias sobre los temas más variados y, cuando podía, viajaba a todos los rincones del planeta. La atención a los detalles era su fuerte.

—¿Y el bolígrafo? —volvió a preguntar.

El mayordomo estaba bloqueado, paralizado, y la miraba fijamente con una expresión indescifrable.

—¿Ocurre algo, mister Kent?

Él sacó una pluma estilográfica dorada del bolsillo interior de su americana y se la entregó, tosiendo ligeramente.

—De verdad, no desearía parecer indiscreto… —empezó, avergonzado—. Pero ¿no abre el paquete de sus padres, miss Agatha?

—¡Ay, claro, qué despistada! —La dueña de la casa arrancó la cinta adhesiva y abrió la caja de cartón.

Mister Kent, obviamente, ya sabía que en su interior estaba el regalo para Agatha, que cumplía doce años, pero fue el primero en poner unos ojos como platos cuando se reveló el contenido.

—¿Un cacto? —soltó.

La muchacha tenía las mejillas encendidas.

—¡Pero es un ejemplar muy raro! —exclamó como si estuviera en el séptimo cielo.

Junto con aquella especie de calabaza verde llena de espinas, en la caja había también una tarjeta de felicitación.

Agatha, tesoro:

Tu padre y yo estamos muy contentos por haber encontrado para ti la última planta que queda en el mundo de Indionigro petrificus. Puedes plantarla en la parcela 42. Añádele un poco de tierra arenosa, pero nada de agua. ¡Ten muchísimo cuidado! Y no olvides ponerte los guantes de trabajo: las espinas contienen una poderosa toxina paralizante que produce una muerte aparente de unas cuantas horas.

Un beso muy, muy fuerte, tu madre.

—¡Una toxina paralizante! Por las barbas de la reina, ¡justo lo que necesitaba! —se alegró Agatha.

Se despidió inmediatamente del mayordomo y, con el paquete bajo el brazo, corrió hacia el invernadero.

El sol resplandecía sobre la majestuosa estructura de acero con techo y paredes de vidrio.

Cuando entró en el invernadero, la temperatura se volvió enseguida asfixiante. Al menos, había quince grados más que en el exterior, y el aire no circulaba.

Agatha paseó la mirada a su alrededor: de la arena granulosa surgían tallos de todas las formas y medidas, algunos bajos y redondos como bolas de billar, otros esbeltos y con las ramas hacia arriba, simulando groseros maniquíes.

Parecía un panorama de película del Oeste.

—Parcela 37…, parcela 38…, aquí, ¡la 42!

Al lado de un grupo de chumberas había un cuadrado de terreno completamente libre. Agatha puso la caja delicadamente en él y fue a buscar un par de guantes. También cogió un libro de botánica y otro sobre venenos.

Nunca se sabe lo que puede pasar.

En cuanto se puso los guantes de trabajo, se le escapó la risa: debían de ser de mister Kent, pues como mínimo eran cinco tallas mayores que los suyos. Con prudencia, ató los cordeles a las muñecas.

Mientras observaba el Indionigro petrificus empezó a imaginar la trama de un libro sobre la «muerte aparente»: un asesino que escenificaba su propio funeral y regresaba a escondidas para vengarse.

—Ejem —intervino entonces el mayordomo—. Tenemos un pequeño problema.

—¿Un problema, mister Kent? ¿Qué tipo de problema?

—Se trata de Larry, señorita.

—¿Larry? ¿Qué quiere?

—Creo que debe verlo usted en persona, miss Agatha.

Agatha se quitó los guantes con un profundo suspiro y siguió al mayordomo fuera del invernadero, hasta situarse bajo un gran arce.

En una rama había una paloma que se removía inquieta. Y con razón.

Watson, el gato siberiano de Agatha, la observaba medio oculto entre los helechos y ya se relamía los bigotes.

—¡Ven aquí. Watson! —le gritó la chica.

El gato dirigió a la paloma una mirada como queriendo decir: «La próxima vez, te vas a enterar». Después se enroscó muy zalamero alrededor de las piernas de su pequeña dueña.

Agatha no se dejó ablandar. Trepó al árbol y cogió la paloma. Desató un pequeño cilindro de latón que tenía en una pata y lanzó al aire al ave, que se fue batiendo las alas con fuerza.

En el cilindro de latón había un papel enrollado. Aunque Agatha ya estaba acostumbrada a las sorpresas, ésta superaba todas las anteriores.

AGENTE LM14, SALIDA HACIA EGIPTO 10.45 HORAS, AEROPUERTO DE HEATHROW. PASAJES RESERVADOS. DETALLES ENIGMA DURANTE EL TRAYECTO.

Sin bajar del árbol, Agatha miró la hora: acababan de dar las siete.

—¡Prepara las maletas, mister Kent! —gritó—. ¡Salida inmediata!

—¿Clima?

Agatha lo pensó un momento.

—Hará mucho calor, supongo —murmuró—. Yo diría que debemos llevar ropa de lino y algodón. Sahariana y pantalones cortos…

—Como desee, miss Agatha.

El mayordomo desapareció en el interior de Mistery House, con un famélico Watson pisándole los talones.

Agatha, en cambio, bajó del árbol y se dirigió directamente a su habitación para consultar el árbol genealógico de la familia. Se trataba de un enorme planisferio en el cual estaban señalados la residencia, la ocupación y el grado de parentesco de todos los Mistery, al menos de todos aquellos de los que se tenía noticia.

La muchacha puso un dedo sobre Egipto y encontró una tía en Luxor.

—¡Melania Mistery! —exclamó—. ¡Criadora de dromedarios!

Satisfecha, levantó el auricular del teléfono y comunicó a la tía Melania su llegada.

Media hora después, todos estaban preparados para salir. Agatha llevaba un conjunto colonial, y mister Kent, una graciosa camisa hawaiana. Cargaron en la limusina tres grandes maletas, el mortal Indionigro petrificus (siempre podía ser de utilidad) y a Watson, que inmediatamente se hizo un ovillo sobre las rodillas de su dueña.

Sólo quedaba una incógnita: ¿llegaría a tiempo Larry?