HABÍA UNA VEZ UN PUEBLO QUE TENÍA TAN SÓLO DOS CALLES PARALELAS.
Un derviche cruzó de una calle a la otra, y al llegar a la segunda, la gente que allí se encontraba notó que de sus ojos brotaban lágrimas.
—¡Alguien ha muerto en la otra calle! —gritó uno de los vecinos.
Al oírle todos los niños de la vecindad se hicieron eco del grito. Lo que realmente había ocurrido era que el derviche había estado pelando cebollas.
Al poco tiempo el grito había llegado a la primera calle; y los adultos de ambas calles se preocuparon y asustaron tanto que no se atrevieron a hacer una investigación a fondo de las causas del revuelo.
Un hombre sabio trató de razonar con la gente de ambas calles, preguntándoles por qué no se interrogaban mutuamente. Demasiado confundidos para comprender el significado de sus palabras, algunos dijeron:
—¡Tenemos entendido que en la otra calle existe una plaga mortal!
También este rumor se propagó como un incendio incontrolable, hasta que la población de cada calle pensó que la otra estaba condenada a morir.
Cuando se logró restablecer cierto orden, éste sólo fue suficiente para que ambas comunidades decidieran emigrar para salvarse. Fue así como, por distintos lados del pueblo, ambas calles evacuaron por completo a su gente.
Aun hoy, siglos después, el pueblo sigue abandonado, y no muy lejos de allí están las dos nuevas aldeas que alzaron los vecinos de una y otra calle. Cada una tiene su propia tradición acerca del modo en que se construyó su pueblo. Ambos habían huido, en afortunado éxodo, en tiempos remotos, de una ciudad condenada por un mal sin nombre.