St. Edmundsbury, Julio de 1183

La barriga de Ellen estaba ya tan redonda a su regreso que no la dejaba trabajar en el yunque, de modo que tuvo que conformarse con supervisar a los dos aprendices. Siempre tenía algo que criticar y no hacía más que reprender a los cohibidos muchachos.

—¡Deberías reposar un poco! —le aconsejó Isaac con cariño, y le besó la frente ceñuda y malhumorada.

—¡Pero si no estoy cansada! —se rebeló ella.

—Pronto llegará el momento, no seas tan exigente contigo misma. ¡Y tampoco con nosotros! —la riñó Isaac con cordialidad, y le acarició la barriga lleno de amor.

—Ay, válgame Dios, cómo me alegro de que esto vaya a terminar pronto y pueda volver a trabajar —rezongó Ellen, pero salió del taller sin sentirse ofendida.

Paseó aburrida por el patio. Si se dejaba ver en la casa tendría que ayudar a preparar la comida, y eso no le apetecía lo más mínimo. Ellen estaba pensando qué podía hacer cuando un grupo de monjes llegaron trotando al patio.

El abad en persona desmontó de su espléndido corcel negro y se le acercó con grave semblante.

Ellen se dio cuenta de lo mucho que se esforzaba el hombre por no mirarle la barriga.

—¡Horrible, es de lo más horrible! —se lamentó el abad—. ¡Nuestro joven rey ha muerto!

Un dolor penetrante sacudió el vientre de Ellen. Acto seguido cayó inconsciente.

Hacía ya rato que los monjes se habían marchado cuando Ellen volvió en sí, tumbada en su cama.

—¡Has roto aguas, ya llega el niño! —exclamó Rose con ternura, y le pasó un paño húmedo por la frente.

—¡El joven rey! —gimió Ellen, pero una contracción la dejó sin fuerzas para hablar—. ¡Thibault lo maldijo! ¡La maldición ha matado a Enrique! —susurraba sin cesar.

—Está ardiendo, seguramente por la conmoción —explicó Rose en voz baja cuando Isaac entró en la alcoba y le apartó de la frente unos mechones sudados.

—Ten fuerza, amor mío. Pronto lo habrás conseguido.

Ellen se esforzó por sonreírle con tranquilidad. Por las palabras de Isaac, parecía que quisiera infundirse tanto valor a sí mismo como a ella.

—Espero que sea el hijo que tanto deseas —susurró.

—No te preocupes por eso. ¡Ya tenemos un hijo! Lo principal es que tú estés bien. —Siguió a Rose a la cocina—. Estoy muy preocupado —masculló.

—Ya lo sé, Isaac, yo también, pero lo conseguirá, ya verás.

Ellen llevaba varias horas con contracciones cuando al fin llegó la partera. Después de lavarse las manos a conciencia, las metió bajo la camisa de Ellen.

—No toco la cabecita.

Arrugó la frente con inquietud y después apartó la manta por completo para palpar a la parturienta.

Rose la miró con espanto.

—¡El niño viene de través! —La anciana se frotó las manos con nerviosismo—. Si no logro enderezarlo, morirá.

Puso la mano derecha en la parte baja de la barriga de Ellen y fue empujando contra ella con un suave balanceo sin dejar de rezar en voz baja. Las cuentas del rosario de madera resbalaban con pericia entre sus dedos. Pareció pasar una eternidad, pero de pronto toda la barriga empezó a dar bandazos, como un barco al borde de la zozobra.

Rose apenas creía lo que veía. El niño se había enderezado y la barriga de Ellen volvía a parecer la de una embarazada, y no como si se le hubiera atravesado una gigantesca hogaza de pan.

—¡El señor está con vos, niña! —se alegró la partera, y le acarició a Ellen las mejillas, persignándose incontables veces.

A partir de ese momento el parto se sucedió muy deprisa. Las contracciones aumentaron y, antes aún de que oscureciera, Ellen había dado a luz a niño sano.

—Tendrá que descansar unos días, ¡ya no tiene dieciséis años! —le advirtió la partera a Isaac.

—¡Mira, tiene el pelo oscuro como tú! —susurró Ellen con cariño al oído de su marido mientras la anciana lavaba y arropaba al pequeño.

También William, que había acabado teniendo el pelo castaño claro, había nacido con una mata casi negra en la cabeza, pero de eso nada le dijo a Isaac, pues disfrutaba al verlo tan orgulloso de su primer varón.

—¡Es todo hijo tuyo! —le dijo con amor.

—He tenido mucho miedo de perderte —admitió él a media voz.

Ellen supo que no sólo se refería al peligro del parto; le cogió la mano y la estrechó.

—Mi sitio está aquí, junto a ti.

—¿Qué te parece si llamamos Enrique al pequeño, por el joven rey? —propuso Isaac.

Ellen asintió.

—¡Ven a conocer a tu hermano! —Isaac, al ver a William espiando un momento en la alcoba, le indicó que se acercara.

Este avanzó con timidez.

—Un poco arrugado —comentó en voz baja, e Isaac se echó a reír.

—A tu madre no se lo diremos, pero un poco de razón sí que tienes —convino el herrero con aire conspirativo.

Ellen frunció el ceño, luego rio y miró a Isaac con un brillo en los ojos.

La mirada de William, por el contrario, se ensombreció de súbito. Salió corriendo de la alcoba sin mediar palabra.

Al día siguiente, cuando Ellen salió de la casa con el pequeño Enrique en brazos, William todavía parecía triste. Estaba sentado en el patio con la cabeza gacha, apático. Ellen iba a sentarse con él cuando Isaac se apresuró hacia ella, feliz.

—¿Veníais a verme? —preguntó, exultante, y le besó la frente antes de volverse hacia su hijo—. ¡Mira con qué fuerza me agarra el dedo! —Miraba encandilado a su primer hijo varón, señalando con orgullo su pequeño puñito.

William se levantó con brusquedad y pasó junto a ellos caminando con rabia. Isaac, empero, lo agarró del brazo y lo retuvo.

—Oye, hijo mío, ¿te sucede algo?

—¡Tu hijo es él, no yo! —espetó William, señalando con el dedo al pequeño Enrique. En sus ojos brillaban lágrimas de ira.

—Aunque no sea tu padre, tú para mí sigues siendo mi hijo, y nunca, ¿me oyes?, nunca se te ocurra pensar que te quiero menos que a tu hermano. ¿Lo has entendido? —Isaac seguía sin soltar al chiquillo y lo miraba con insistencia.

William asintió.

—Entonces, ¿puedo seguir llamándote padre? —preguntó a media voz.

Isaac le alborotó el pelo con ternura.

—Me entristecería sobremanera que no lo hicieras.

Ellen suspiró, contenta. Isaac era el mejor esposo que podía desear, y sería un buen padre, no sólo para su propio hijo, sino también para William.

—¡Mira, el pequeño Enrique se ha quedado dormido! —Ellen, ensimismada, acunaba en sus brazos a su retoño de tres semanas y, de pronto, se despertó en ella su viejo afán—. ¿Sabes qué? Se lo dejaré a Rose e iré a la herrería. Hace muchísimo que no hago nada. —Le dio la espalda a Isaac y salió a todo correr.

—Los herreros se alegrarán mucho. Jean, sobre todo, está impaciente por volver a trabajar contigo —exclamó su marido tras ella, y en voz baja añadió—: ¡Pero el que más te ha echado de menos he sido yo!

—¡Ya iba siendo hora de que te dejaras ver de nuevo por aquí! —saludó Jean con fingido reproche cuando, poco después, se presentó en el taller. Enseguida se echó a reír—. ¡Desde que te marchaste, han preguntado por ti como nunca! ¡El símbolo de cobre está en boca de todos, y los barones más destacados de Inglaterra esperan poder adquirir una de tus espadas!

Ellen le ofreció una tímida sonrisa.

—Sienta bien estar de vuelta —murmuró; después inspiró hondo y se deleitó con el familiar aroma a hierro y humo de carbón.

En aquel instante comprendió lo mucho que añoraba trabajar con Jean e Isaac.

—Como sabéis, siempre soñé con forjar una espada para el rey —empezó a decir, y pasó una mano por el yunque como acostumbraba a hacer—. Después de Runedur quedé satisfecha. Sin embargo, el joven rey ha muerto y su padre sigue reinando en el país. —Las mejillas de Ellen estaban encendidas. Tomó aire una vez más, como si quisiera hacer acopio de valor—. Todavía no me han encargado que forje una espada para Enrique II, pero nuestra meta debería ser ponerle remedio a eso, ¿no creéis?

—¡Esa es nuestra Ellen! —jaleó Jean con entusiasmo, y se frotó las manos.

—Estoy convencida de que el rey vendrá un día a vernos —prosiguió ella con seriedad—. Tengo más ideas que antes y quiero estar preparada para ese día. —Los fue mirando uno a uno—. ¡Pero para ello necesito vuestra ayuda!

—Lo cierto es que considero que te las apañarías muy bien sin mí, pero nada podría hacerme más feliz —repuso Jean con cierta teatralidad.

—¡Yo no habría sabido decido mejor! —terció Isaac—. Por cierto, hace poco he descubierto a un mercader de Brabante que tiene unas nuevas piedras para pulir, muy finas. Un pecado de caras, ¡pero el brillo que se consigue con ellas es inigualable! —informó con gran entusiasmo.

—¡Eso promete maravillas, Isaac! —Ellen rio con ganas, más optimista que nunca. Les dirigió a ambos una mirada resplandeciente y apremiante—. ¿A qué aguardamos? Venga, los dos, que yo he perdido ya la costumbre. ¡A trabajar se ha dicho!